La mañana lucía
espléndida. La espesa y abundante vegetación proporcionaba frescura al
ambiente. El río, que en las cercanías fluía manso, añadía intensidad y color al
escenario. El día se presentaba prometedor.
Me dirigía a visitar el
castillo de Chambord, el primero de una extensa lista diseñada para viajar por
el Valle del Loira, en la zona central francesa. A ese valle lo llaman el
jardín de Francia por hallarse allí una gran cantidad de monumentos históricos adornados
con jardines decorativos que dan mayor realce a las construcciones. La mayoría
de los chateaux son de la época renacentista por lo que un español a ese
tipo de castillos los suele llamar «palacios» mientras que, en la península
ibérica, donde tantas fortalezas hubo que levantar durante la llamada
Reconquista, reservamos el concepto de castillo para las fortificaciones más
antiguas y con una función militar.
Castillos o palacios,
me disponía a ver unos cuantos. Mi filiación con los castillos viene de antiguo;
desde pequeña me atraen porque los asocio con la existencia de dragones. Creo
que la fijación se debe a los cuentos de mi niñez, aunque, bien mirado, en esas
historias no es que salgan muy a menudo estos seres imaginarios, pero se ve que
los pocos cuentos en los que aparecían me impresionaron y de ahí que ahora ande
buscando dragones en cuanto veo un castillo. No profundizaré más porque eso ya
sería tarea de un psicólogo o quizás, mejor, de un psiquiatra.
El chateau de
Chambord fue construido a principios del siglo XVI. Las guías turísticas lo
definen como «un castillo de arquitectura renacentista francesa muy distintiva,
donde se mezclan formas tradicionales medievales con estructuras clásicas
italianas». Yo lo defino como «un castillo muy grande y muy pintón». Tiene
mogollón de torres y, lo más llamativo, un foso grande con agua y todo, así que
a allí me dirigí como una flecha por ver si había alguna oquedad que comunicara
con los sótanos del castillo y esperar ver salir de ahí mi deseado dragón.
Mientras mis acompañantes se dedicaban a fotografiar y pasear por el entorno,
yo estaba sentada en un poyete mirando el foso como una pánfila.
—¿Se puede saber qué
estás mirando?—dijo una voz con acento italiano.
Supuse que me estaba
hablando alguno de los turistas que iban en mi autocar (aunque lo del deje
italiano no me cuadraba porque en ese bus todos éramos españoles) y le contesté
sin mirarle.
—Nada, estoy observando
el foso. Me atrae mucho.
No entré en más
detalles por no dejar claro a mi supuesto compañero de viaje que era una
lunática. Íbamos a estar diez días dando vueltas por Francia y no era cuestión
de que me señalaran como la rarita del grupo desde el minuto cero. Ya tendrían
tiempo para descubrirlo, pero no se lo iba a poner fácil.
—No estarás pensando
en darte un baño, ¿verdad?
—No, no, tranquilo—le
dije sin darme la vuelta.
—Lo digo porque
bañarse ahí podría ser peligroso.
—¿Por qué? ¿Hay…? ¿Hay
algo ahí que pueda atacar?—pregunté con la esperanza de que ese peligro fuera
mi añorado dragón—. ¿Cocodrilos?
No me atreví a hablar
abiertamente de dragones porque eso sería toda una declaración de intenciones.
A pesar de que la conversación se estaba alargando yo seguía sin mirar a mi
interlocutor.
—¿Cocodrilos? No, en
absoluto. La creencia de que en los fosos se hallan animales es una falacia. Estas
estructuras están pensadas para dificultar el paso de las tropas enemigas y las
máquinas de asedio, pero no es necesario añadir nada más.
—Ya. Me lo temía.
—Este foso, en
concreto, tiene una forma geométrica especialmente diseñada para que el asalto
sea prácticamente imposible. Yo le di
algunas ideas al dueño, antes de empezar a construirlo.
Flipé al escuchar lo
que había dicho porque el primer dueño de ese castillo fue el rey Francisco I
(de Francia, claro), un monarca que reinó en el siglo XVI.
—¿Cómo?—exclamé a la
vez que me giraba para ver, esta vez sí, a mi acompañante.
Me topé con un señor
que en nada se parecía a un turista, al menos a uno de los que venían conmigo
en el autocar. Era un hombre mayor, con una espesa barba blanca a juego con la
larga melena. Un bonete le coronaba la cabeza mientras que una capa negra, que
le llegaba hasta los pies, impedía ver el resto de su vestimenta.
Al notar que le observaba
con detenimiento, el individuo se me acercó con la mano extendida.
—Perdona mis modales.
No me he presentado. Me llamo Leonardo. ¿Y tú?
—Kirke—contesté con mi
alias bloguero porque es lo que suelo hacer cuando me encuentro con
desconocidos «raros» por ahí.
Le estreché la mano
que me tendía; noté unos dedos largos, finos y una piel muy suave a pesar de
las venas que surcaban el dorso. Manos de artista, pensé.
Absorta en la facha de
aquel hombre me había olvidado del motivo de querer mirarlo: eso que dijo sobre
el primer dueño del castillo y que él le había dado ideas para su diseño.
Afortunadamente, mi interlocutor se encargó de retomar el tema.
—Su majestad me pidió
consejo para esbozar los planos del castillo—dijo mientras observaba la
imponente construcción con un brillo en los ojos—. Fue muy amable, siempre tuvo
una gran consideración hacia mi persona.
—Así que usted fue el
arquitecto—dije mientras recurría al folleto informativo en busca del nombre
del autor de ese monumento; ahí ponía que se llamaba Domenico da Cortona, y el
hombre que tenía delante me había dicho que se llamaba Leonardo.
El susodicho vino a
aclararme un poco.
—No, no. El arquitecto
fue un compatriota mío, yo solo contribuí con algunas cositas—dijo bajando la
cabeza en un gesto de humildad que no le quedó muy bien porque se leía la
vanidad en su rostro a pesar de todo.
—¿Cositas? ¿Qué
cositas?
—Bueeeno, pequeños
detallitos, peccata minuta—insistió en su falsa modestia.
—Venga, especifique
algo más—insistí para que me diera más datos, algo que él deseaba a todas
luces.
—Por ejemplo, la
escalera de doble hélice. Como digo, detalles menores—añadió encogiéndose de
hombros para quitarle importancia, aunque se notaba que no se la quería quitar
en absoluto.
La escalera de doble
hélice. ¿Dónde había oído hablar yo de eso? ¡Ah, sí! De camino al castillo, la
guía del autocar nos contó que dentro había un prodigio de la arquitectura: una
escalera con dos rampas independientes que se enroscan en una espiral perfecta.
También dijo quién la había diseñado y entonces recordé su nombre: Leonardo Da
Vinci. Así que el Leonardo que me estaba hablando era ¡Da Vinci! ¡Ostras!
—¡Caray con el
detallito! Hay que tener un coco estupendo para idear semejante ingenio.
—¡Pse! Lo esbocé en
una tarde. Las amantes del rey no se llevaban bien con la reina y a esta no le
gustaba cruzarse con ellas cuando salían de los aposentos privados de su esposo,
así que ideé ese sistema para que no se vieran, mientras una subía por una
escalera las otras bajaban por la otra sin llegar a verse.
—¿En serio? Diseñar
esa escalera fue una cuestión… ¿de cuernos? ¡Ese fue el motivo!
Leonardo me miró con
reconvención, esa última expresión era bastante vulgar y a un hombre refinado
como él esos exabruptos no le gustaban. Debía contener mi lengua barriobajera.
—Los motivos de su
majestad, suyos son. Los míos eran aceptar el desafío y disfrutar diseñando
algo tan peculiar.
—Ya. ¿Y qué hacía un
italiano como usted en una corte francesa como esta?—pregunté mirando el
castillo.
Las razones por las
que Da Vinci terminó en Francia las había explicado la guía de camino al lugar
en el que nos hallábamos, pero yo me había quedado dormida y no me había
enterado. Ahora, el destino me daba una segunda oportunidad pudiendo acceder a
la información de manos del propio protagonista.
—Cuando tenía 64 años,
en Italia ya no había nada interesante para mí. Mi benefactor, Juliano II de
Médicis, había fallecido y sentí que mi carrera terminaba con su vida. Además,
estaba ya muy harto del fatuo de Miguel Ángel, siempre con sus inquinas y su
envidia hacia mi persona. ¡Qué hombre más insufrible! Fue entonces cuando un
joven Francisco I me llamó a su corte. El monarca era un fiel admirador de mi
obra, así que me vine a Francia para ser el ingeniero y arquitecto del rey.
—Pues qué bien, ¿no?
Este fue su retiro dorado—dije mirando embobada el castillo.
—Este exactamente, no.
El castillo se empezó a construir después de mi muerte. Yo viví en Amboise, a
cuatrocientos metros de la residencia del rey. ¿No has visto mi casa?—ante mi
negativa Leonardo prosiguió—: Deberías ir, está relativamente cerca de aquí,
aunque lo mismo no ves mucho porque está lleno de visitantes. Se llama Clos
Lucé.
Tomé nota mental del
lugar porque mi próxima parada en el recorrido por el Valle del Loira era,
precisamente, Amboise.
—En esa corte pasé mis
últimos años y me trataron como a uno más de la familia. Francisco fue como un
hijo para mí y yo una especie de padre intelectual para él—prosiguió el
ingeniero real con nostalgia—. Creí que nunca podría devolver el inmenso favor
que me hicieron acogiendo a un anciano con tanta hospitalidad, aunque con el
discurrir de los años he comprobado que les pagué largamente.
—¿A qué se refiere?
—Entre las
pertenencias que me traje de Florencia se encontraban varios lienzos. Algunos
los compró el rey tras mi muerte y uno de ellos está proporcionando pingües
beneficios.
Ante mi cara de
estulticia el maestro continuó con sus explicaciones, no sin enviarme antes una
mirada de conmiseración por mi ignorancia.
—Estoy hablando de la
Gioconda, un cuadro admirado por media humanidad y que se ha convertido en la
primera atracción del mejor museo del mundo, el Louvre.
Al oír lo que había
dicho me envaré. Personalmente, no entiendo qué le ven al retrato de la Mona
Lisa. Me parece un cuadro insulso. No soy entendida en arte, ni me considero
una patriotera, pero donde estén las Meninas de Velázquez… En cuanto a
importancia de pinacotecas, la mención del Louvre como el mejor museo del mundo
me tocó la fibra porque, en tamaño es el más grande del mundo, pero en cuanto a
calidad de pinturas y concentración por metro cuadrado, el museo del Prado es
el number one. Todo esto lo pensé, pero no lo dije, el hombre que tenía
delante no parecía agresivo, sin embargo, intuía que no iba a tolerar bien mis
apreciaciones artísticas por lo que decidí callar.
A pesar del interés
que me suscitaba mi acompañante no pude evitar seguir mirando el foso—las
obsesiones pueden ser muy insistentes— y Leonardo se dio cuenta.
—La presencia de animales
en los fosos de los castillos es un mito. No obstante, haces bien en mirar,
nunca se sabe.
—Los seres que busco
yo ni siquiera existen—le repliqué encogiéndome de hombros y pensando en mis quiméricos
dragones—. Es imposible que mi búsqueda tenga éxito.
Da Vinci me sonrió con
afecto.
—Imposible parecía que
se pudieran construir máquinas voladoras y yo diseñé algunas, ahora el ser
humano puede desplazarse volando e incluso viajar al espacio. Solo es imposible
lo que no se intenta. Míranos, a los pies de este castillo, charlando. ¿Hasta
hace unos minutos, a ti te parecía posible hablar con alguien que lleva más de
quinientos años muerto?
Le miré y volvió a
sonreír mientras se daba la vuelta y se alejaba internándose en el castillo. Quise
retenerle algo más a mi lado. Quería preguntarle sobre su vida y su obra: quién
era realmente la Gioconda y qué vio en ella para pintarla, cómo se le ocurrió
diseñar el puente autoportante que no requiere clavos ni cuerdas o que me
contara chismes sobre sus peloteras con Miguel Ángel Buonarroti. Sin embargo,
le dejé marchar y él siguió su camino. Antes de desaparecer de mi vista añadió:
—Nunca pierdas la
esperanza, Kirke. Quien abandona la lucha nunca podrá ganar.