La tarde se presentaba incierta en cuanto a climatología, algunas nubes cargadas de agua amenazaban el día que tan soleado se había mostrado por la mañana. Un tímido sol peleaba por aparecer entre ellas para dar más luz y realce al entorno.
Aunque el lugar en el que me hallaba no necesitaba de aditamentos para
realzarse porque el castillo de Chenonceau se basta y sobra para destacar y
dejar boquiabiertos a cuantos lo contemplan.
Este castillo forma parte del conjunto de construcciones emplazadas en
el valle del Loira, aunque el río que pasa literalmente por debajo de él es el
Cher, afluente del que da nombre al valle con tantos castillos.
A esta construcción también se le llama el Castillo de las Damas. El
motivo fue explicado por la guía en el autocar, pero yo, una vez más, me lo perdí
porque me dediqué a dormir durante el trayecto. Es lo que tiene madrugar tanto
cuando estás de vacaciones.
En cuanto me acerqué y comprobé que este castillo también tenía foso me centré
en mi obsesión: encontrar dragones. El resultado fue el de siempre, por lo que
pronto abandoné mi búsqueda y me adentré en el interior del edificio para
visitar los aposentos reales.
Sabía que allí había vivido una reina muy interesante: Catalina de Médici.
Mi interés por este regio personaje se basaba en su afición por las plantas medicinales,
aunque sus detractores siempre la acusaron de que ese afán por conocer el uso
de las plantas no tenía nada que ver con la terapéutica y sí con el
envenenamiento. De hecho, la apodaron la Reina Serpiente porque se movía en la
política arteramente y utilizaba veneno para ayudarse en el gobierno. Yo no lo
tengo tan claro ya que lo primero que visité fue la botica real que ella misma
fundó y se preocupó de abastecer, así que creo que su intención primigenia fue
la de utilizar los conocimientos botánicos para sanar.
Dentro de los aposentos reales pude visitar la habitación de la propia
Catalina. Un lugar amplio y recargado con mucho tapiz, porcelana y dosel con
bordados dorados, una ornamentación propia del siglo XVI que haría llorar de
impotencia a un decorador de Ikea.
—Esta habitación es la mejor de todas —me dijo alguien a mi espalda.
Al girarme me encontré con una mujer vestida de terciopelo negro y
blanco, con una diadema que recogía su pelo rizado y de la que pendía una perla
que adornaba una frente con un cutis blanquísimo.
Cuando vi la facha de esa mujer pensé que me volvía a topar con alguien
«raro» y dado que me hallaba en los aposentos de Catalina tuve claro que debía
tratarse de ella, la Reina Serpiente.
Sin saber muy bien si debería hacer una reverencia o algo así, bajé la
cabeza en señal de respeto y le dije atolondrada.
—Encantada de conocerla, Su Majestad.
—No, no. Yo no soy reina —contestó con un rictus de amargura—. Aunque
tuve tanto poder como si lo fuera.
Mi gozo en un pozo. No era Catalina, lo que me habría gustado para
platicar sobre esas plantas que decían conocía tan bien. En fin, qué se le iba
a hacer.
La mujer al ver mi cara de decepción añadió:
—Me llamo Diana.
¿Lady Di? A esa la conocía de las revistas del corazón y no se parecía
en nada, además el lugar y cómo iba vestida no me cuadraban nada. Menos mal que
la mujer vino a añadir más información para orientarme.
— Soy Diana de Poiters. Dama de Anete, Gran Senescala de Normandía,
Condesa de Maulévrier, Vizcondesa de Bec-Crespin y de Marny.
Los títulos parecían de postín, pero mi conocimientos sobre heráldica son
nulos y me quedé con el primer nombramiento, Dama de Anete.
—Eres una dama de compañía de Catalina de Médici.
Ante mi comentario el rostro blanquísimo de la susodicha adquirió un
tono cárdeno muy poco saludable pues era fruto de la inmensa ira que la estaba
embargando. Incapaz de hablar me señaló con un dedo tembloroso con el que
parecía querer fulminarme.
—Co… co… como te atreves a insinuar que fui amiga de esa… de esa… arpía,
desgraciada, asquerosa, bruja, adefesio, asesina, intrigante de Catalina.
No sabía quién era Diana de Poitiers, pero tenía muy claro que a la tal
Diana, Catalina de Médici no le caía bien.
—Siento haberla ofendido, señora —dejé el tuteo por no enfadarla más—.
Pero como estamos en los aposentos de la reina…
—Pues deberías ver los míos, no son tan amplios, pero tuvieron mucha más
importancia. Allí el rey pasaba más tiempo que en su consejo de gobierno y, por
supuesto, que aquí.
Esto último lo dijo mirando la habitación con cara de asco.
Con ese comentario llegué a la conclusión de que Diana era una de las
cortesanas que solían calentar la cama de los reyes fuera del lecho conyugal.
—Entiendo, entiendo. O sea que usted fue… una amante del esposo de
Catalina, o sea de… Enrique II de Francia —añadí leyendo el folleto que nos
habían dado en la entrada.
—¿Una? —El color rojo acudió otra vez a su rostro—. ¡La! ¡La amante! Este
castillo me lo regaló él. Es cierto que mi Enrique tuvo otras distracciones,
Filipa, Marie, Colette… Pero yo fui la más importante.
Con tanta querida, no me extraña que el padre de Enrique, Francisco I,
decidiera poner una escalera de doble hélice, tal como me explicó Da Vinci unos
días atrás. Ese tipo de escaleras debían de tener un tránsito muy concurrido
por las noches.
—Yo siempre fui la primera en el corazón del rey. Seguía mis consejos
para gobernar, incluso después de que esa entrometida apareciera en la corte —prosiguió
la mujer mirando la cama que fue de Catalina—. Una corte que siempre le vino
grande a esa zarrapastrosa venida de Italia y recogida de un convento porque no
tenía dónde caerse muerta. La huérfana pordiosera dada en matrimonio por
compasión cuando Enrique no era el heredero pero que, por designios del
destino, acabó reinando Francia. Una palurda con suerte.
En este momento decidí salir en defensa de la reina. El recuerdo de la
botica real que fundó me hacía hermanarme con ella y creí necesario apoyarla.
—Bueno… palurda, palurda… Se rodeó de sabios, incluso, creo recordar que
era amiga de Nostradamus, un médico y boticario, con renombre.
—¡Bah! ¡Cantamañanas!
Nostradamus tuvo sus cositas cuando le dio por profetizar, pero fue un
prestigioso médico y buen conocedor de las plantas medicinales. Como no quería
polemizar ni cabrear más a Diana, cambié de tema.
—¿Y si el castillo le pertenece a usted qué hace la habitación de la
reina aquí?
—Cuando Enrique murió, esa malnacida me echó de aquí.
—Mujer, es comprensible. Tener a la amante de tu marido bajo el mismo
techo recordando constantemente los cuernos no debe de ser plato de buen gusto.
—Esa infame solo trajo desgracia a este país. Maldita la hora en que
llegó. Es responsable de la muerte de muchos franceses. Una traidora en toda
regla, apoyó a los hugonotes para luego masacrarlos en la matanza de San
Bartolomé.
Acudí presta al folleto informativo para saber de qué estaba hablando,
al tiempo que anotaba mentalmente no volverme a quedar dormida en el autocar
para no perderme las explicaciones, porque luego te encuentras con alguien que
estuvo allí y te pone en un aprieto.
No obstante, Diana siguió iluminándome sobre el historial de Catalina.
—Su único afán fue salvaguardar la dinastía Valois a costa de lo que
fuera. Tuvo nueve hijos, tres fueron reyes, aunque los dos primeros acabaron
muriendo tempranamente, pero a todos los sostuvo ella en el poder con sus
intrigas y sus alianzas que rompía sin pudor si la situación lo requería.
El folleto que yo consultaba también añadía que, si no hubiera sido por
Catalina, probablemente sus hijos no se habrían mantenido en el trono. Según
hablaba Diana yo no vi nada raro, al menos nada que no hubiera hecho un hombre
en su lugar y su época. Empeñarse en retener el poder es algo que han estado
haciendo los poderosos desde siempre, aliándose con quienes les convenía para
traicionarlos si les reportaba más poder. En el caso de los hombres se veía como
algo normal, pero cuando era una mujer quien se comportaba así entonces llovían
las críticas y los insultos. No me pareció justo, y menos que quien tanto la
atacaba fuera otra mujer, aunque en el caso de Diana puede que la moviera el
despecho de ser expulsada de un castillo que en realidad era suyo, además un
castillo precioso; el rey Enrique debía de ser muy rumboso o Diana una amante
muy buena porque le entregó un pedazo de regalo, sí señor.
Diana siguió despotricando contra Catalina un buen rato, llegó un
momento en el que me di cuenta de que se había enrocado en su diatriba y ni
siquiera me estaba hablando a mí. Intenté interrumpirla, pero fue en vano.
Decidí seguir con mi visita y la dejé en los aposentos de su más acérrima rival
echando pestes de ella.
Cuando abandoné el lugar averigüé que el nombre Castillo de las Damas, se
debía a las mujeres influyentes y notables que, a través del tiempo, vivieron
allí: Diana de Poitiers, Catalina de Médici, Caterina Briçonnet (inició la
construcción del castillo), Luisa de Lorena (viuda de Enrique III, nuera de Catalina) y Louise
Dupin (mecenas de filósofos y defensora del castillo durante la Revolución
Francesa).
Pero estaba claro que, de todas ellas, la palma se la llevan las dos
primeras, porque, en mis averiguaciones, supe que de los dos jardines que
jalonan los lados del castillo, uno lo diseñó Diana y el otro, Catalina. E
incluso en algo tan trivial ahora se especula cuál de los dos es más bonito. El
de Diana, lleno de caminos que atraviesan praderas de césped, grande,
majestuoso y con pretensiones; el de Catalina, más pequeño y recogido, con
plantas coloridas de propiedades terapéuticas, íntimo, elegante y sencillo.
Esas dos mujeres fueron rivales mientras estaban vivas y seguían siendo rivales
una vez muertas.
Dos mujeres tan inteligentes si hubieran aunado fuerzas habrían formado un
tándem muy productivo, pero la sociedad y el tiempo que les tocó vivir las
abocaron a enfrentarse en lugar de aliarse. Una pena.
Como rechazo al papel que la historia les había asignado, me marché de
Chenonceau pensando en Diana y Catalina como en dos mujeres excepcionales que
no se merecían seguir peleando durante toda la eternidad. Si alguien me
preguntara a quién prefiero yo diría que a las dos por igual, aunque me temo
que esta contestación salomónica no les iba a gustar a ninguna de ellas.
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