Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

21 de enero de 2022

Unidos por un anillo

 

El día era apacible en La Comarca. Dos hobbits miraban atardecer fumando sendas pipas sentados en la puerta de su casa.

¿Has estado mirando el Palantir(1), Frodo?

Sí, estuve hablando un rato con Pippin.

¿Qué se cuenta?

Le va muy bien en el bosque de Fargorn(2), el vivero que tiene allí ha sido un negocio redondo, como no necesitan abono las plantas crecen sin apenas cuidados.

Un chollo y una gran visión empresarial añadió Sam.

También informó sobre Gandalf; está peor. Trae de cabeza a los del psiquiátrico. Por las noches enciende el bastón iluminando todas las habitaciones como si fuera de día y no deja dormir a nadie, otras veces les llena el jardín de águilas gritando que nos debe rescatar. En fin, que los tiene a todos tan locos como lo está él.

Pues yo recibí carta de Eowyn. Tenemos boda. Aragorn se ha separado de Arwen y se ha ido a vivir con la hermana de Éomer.

Se veía venir. Hacen muy buena pareja, tienen intereses comunes. Recuerdo cuando entrenaban juntos con la espada mientras la elfa pavisosa se dedicaba a bordar un estandarte: ya ves tú, lo mismo tiene cargarse un nazgul(3) como hizo Eowyn que ponerse a bordar. No hay color.

Pues estamos invitados al casorio; además, tú eres el padrino. No sé qué ponerme contestó Sam.

Utiliza el mismo traje que usaste para nuestra boda respondió Frodo. Estabas guapísimo.

Gracias, cariño. Eso haré. Y tú encárgate de llevar los anillos.


NOTA: El relato está basado en personajes de El Señor de los Anillos. No sé hasta qué punto puede ser entendido por quienes ni han visto la trilogía cinematográfica ni han leído los libros de Tolkien. Al   final   de esta nota aclaratoria he puesto la definición de algunos nombres que sonarán a chino a quienes no están familiarizados con esta obra.
Se me hacer difícil hacer un resumen de una historia tan larga para poner en situación. Tan solo comentar que Sam y Frodo fueron los dos hobbits que llegaron hasta las tierras de Mordor donde estaba Sauron para destruir el anillo que podía darle un poder absoluto al señor de Mordor. Juntos pasan multitud de penalidades y formaron una pareja entrañable donde Sam demuestra una fe y una lealtad inquebrantable hacia Frodo.
Eowyn es una guerrera que se enfrentó a un nazgul, lo mató ella solita. Arwen es una elfa que renuncia a su origen para unirse a un humano, Aragorn, guerrero él también. Mientras Eowyn, Aragorn y muchos otros más las pasan canutas para luchar contra Sauron, Arwen se dedica a esperar los acontecimientos a salvo de todo y con el cabreo de su padre porque quiere que huya con su pueblo, borda el estandarte de la casa de Aragorn para utilizarlo en la coronación de este.
(1) Palantir: es una piedra vidente, con forma esférica, sirve para ver acontecimientos o lugares distantes y, también, para comunicarse con el usuario de otra de ellas.
(2) Fargorn: bosque de una exuberancia tal que hasta algunas personas crecen si viven en él.
(3) Nazgul:  jinete negro con un gran poder destructor. El que se cargó Eowyn además iba montado en un dragón.

16 de enero de 2022

El secreto de la (in)felicidad

 

No podía seguir así. Tenía que cambiar, lo que estaba viviendo no era soportable. Había que bloquear esa desazón que todas las mañanas la embargaba y que la llegaba a paralizar e impedir que saliera de la cama.

Remedios nunca había tenido mucha fortuna en nada, pero de un tiempo a esta parte la suerte adversa se estaba ensañando con ella. Estaba acostumbrada a que en los sorteos o cualquier otro tipo de juego de azar no le tocara nunca nada, aunque eso era lo de menos; había otros aspectos en los que la suerte también le era esquiva y donde las consecuencias eran mucho más dramáticas.

Porque dramático fue que se quedara sin líquido de frenos cuando estaba bajando el puerto de Somosierra, algo que los mecánicos que inspeccionaron el coche después del siniestro no se explicaban porque el auto era nuevo (se lo habían entregado el día anterior). «Ha sido mala suerte, señorita» le dijo el guardia civil que la atendió tras el accidente y mientras la introducían en la ambulancia para llevarla al hospital.

También fue catastrófica aquella vez que se le incendió la casa.  Un escape de gas tuvo la culpa, pero Remedios se preguntó en aquella ocasión por qué el gas acabó acumulándose en su piso si ella tenía todo eléctrico. «A veces el gas se filtra por grietas y acaba en los sitios más insospechados» le comentó el agente del seguro cuando fue a dar parte del siniestro y a comunicarle que los escapes de gas, propios o vecinales, no estaban contemplados en la póliza.

No, a Remedios le acompañaba la desgracia. “Pupas” le llamaban sus amigos, el mismo mote que recibía el equipo de fútbol del que era aficionada. Quizás su infelicidad venía de una simbiosis íntima con el club de sus amores.

Eran muchas las desgracias que jalonaban la vida de Remedios y eso la sumía en un estado depresivo que solo se atenuaba malamente a base de medicación. Pero debía de haber otra solución.

Un compañero de trabajo le dijo que la mala suerte no existía, que cada uno era dueño de su propio destino y que cada uno elige lo que le pasa. Remedios no entendió muy bien qué quería decir con eso y tampoco tuvo ocasión de pedirle a su colega que se lo aclarara porque el jefe de personal ese mismo día le comunicó que estaba despedida y ya no volvió por la oficina, aunque le pareció entender que lo había leído en un libro clandestino, oculto… o algo así.

Recordando ese preciso día hizo memoria y visualizó el libro de marras que, además, habían leído bastantes más miembros de su lugar de trabajo. Se trataba de El Secreto. Decidió adquirir un ejemplar por internet, pero como ese día se había quedado sin conexión ―estaban realizando unas obras en las conducciones del gas― decidió bajar a la librería aledaña a su casa a comprarlo en vivo y en directo.

Remedios abrió el libro convencida de que en él encontraría remedio a su adversidad. Cayó en la cuenta de la redundancia de su propósito con su nombre y enseguida vio ahí una señal: la propia Remedios remediaría su situación. Sí que iba a ser cierto que uno elige lo que le ocurre.

Acomodada en el sofá del comedor se sumergió en la lectura, pasaron las horas y Remedios no podía dejar el libro concentrada en lo que estaba leyendo. Su entrega no era tanto debida al interés de lo que allí se contaba sino más bien a que no entendía casi nada de lo que ahí se decía. Subrayó algunas frases y las copió en un papel para analizarlas detenidamente y ver si obtenía alguna conclusión que le sirviera a su caso en particular por lo de concretar y no divagar que para divagaciones ya estaba la autora de la obra que tenía entre manos.

­­­«Cuando quieres cambiar tus circunstancias, primero debes cambiar tus pensamientos». Esta frase la copió en rojo. Sabía que ahí había miga, aunque lo de cómo llevarlo a la práctica se le antojaba más complicado. A ella, por ejemplo, le gustaría cambiar de trabajo ―desde que la despidieron solo había conseguido un puesto como repartidora de comida rápida y aunque lo de ir en bicicleta le había ahorrado la cuota del gimnasio, el curro no le terminaba de convencer―. El día anterior precisamente, y mientras pedaleaba entre el tráfico infernal de la ciudad para llevar una ensalada César y un yogur desnatado a una clienta, pensaba que era la directora de marketing en la misma empresa de la que fue despedida, pero ese pensamiento no le había cambiado nada, seguía trabajando dándole al pedal.

«Es imposible sentirnos mal y tener pensamientos positivos al mismo tiempo». Esta frase la apuntó con un boli de color verde, no por importante, sino por ser una perogrullada. En el momento de escribir aquello la autora debía de estar recién levantada después de una noche de juerga. Al menos eso le pasaba a Remedios cuando estaba con resaca; le venían a la mente ideas simples, aunque se mostraran en ese momento como algo excelso: me duele la cabeza y no se me va a quitar como no me tome una aspirina.

«Cuando más utilices tu poder interior, más poder atraerás hacia ti». Esta oración la apuntó en color azul y flanqueada por dos signos de interrogación. ¿Qué es el poder interior? Ella conocía casos de poderes especiales, como el de Spiderman para moverse como una araña, o el de Superman que podía volar ―ese poder sí que molaba, cómo le gustaría tenerlo cuando llegaba tarde para realizar una entrega―. Aunque en esos casos se trataba de “súper” poderes, y ahí se hablaba de poder a secas, interior, pero normal. Aun así, ella no tenía nada de eso.

«Has de rellenar el espacio en blanco de la pizarra de tu vida con aquello que más desees». Esto ya lo había hecho Remedios antes de leer el libro. Cuando faltaban quince días para Navidad compró un décimo de lotería y escribió el número en la única pizarra que tenía, una magnética pegada en la nevera de la cocina. Todas las mañanas, y hasta que llegó el día del sorteo, miraba el número y lo repetía mentalmente pidiendo que le cayera el Gordo. Ni la pedrea le tocó. Remedios apuntó la frase para, acto seguido, tacharla por inexacta.

«Eres la energía y la energía no puede ser creada o destruida. La energía simplemente cambia de forma». Esta frase le recordó las clases de física del instituto. ¿Eso no lo había dicho antes Einstein?

«Tu trabajo eres Tú. A menos que primero te llenes a ti mismo, no tendrás nada que dar a nadie». Esta fue la primera frase que tuvo sentido para Remedios. Era una verdad como un templo. En su trabajo como no llenara la cesta térmica con los pedidos no podría dárselos a los clientes. La apuntó con el boli verde, el de las perogrulladas.

«Aquello a lo que te resistes es lo que atraes, porque estás fuertemente enfocado en ello con tu emoción». Tuvo que leer este enunciado unas diez veces, no lo entendía. Remedios era una mujer pragmática y todo lo visualizaba con hechos tangibles. Después de darle muchas vueltas, creyó ver lo que quería decir. Era como aquella vez, de pequeña, cuando estaba aprendiendo a andar en bicicleta: se encontraba en una explanada vacía donde tan solo había una farola en medio. Su padre, que le estaba enseñando, le avisó que fuera por cualquier lado menos por donde estaba el poste de la luz, el único lugar que entrañaba peligro para una ciclista en ciernes, pero, inexplicablemente, sus manos movieron el manillar para dirigirse derechita a la farola que la atrajo como un imán. De aquella experiencia sacó en claro, además de un chichón en la frente y sendos moratones en las rodillas, que hay que alejarse de los elementos susceptibles de chocarse cuando vas en bici; esto le fue de gran ayuda, quién se lo iba a decir, en el trabajo como repartidora, pero seguía sin ver la utilidad para acabar con su mala situación.

«En lugar de enfocarte en los problemas del mundo, pon atención y energía en el amor, la confianza, la abundancia, la educación y la paz». Esta frase la anotó porque la puso como una moto. Después de leerla varias veces le entraron ganas de apuntarse a tres ONG, hacerse voluntaria en un comedor social y alistarse en el ejército para ir como casco azul a alguna zona bélicamente conflictiva. Cuando sospechó que eso no le ayudaba a superar su estado de melancolía y menos a tener mejor fortuna, decidió desecharla porque seguro que en una guerra el primer obús que se lanzara le daba de lleno a ella.

«La única razón por la que la gente no tiene lo que quiere es porque piensa más sobre lo que no quiere que sobre lo que quiere». Tras el apunte de esta oración Remedios añadió «El perro de San Roque no tiene rabo porque Ramón Rodríguez se lo ha robado».

Las horas fueron pasando entre la lectura y los apuntes hasta que unos pitidos insistentes en su móvil hicieron que saliera de su concentración. Tenía 23 mensajes de WhatsApp, algunos de sus nuevos compañeros de trabajo, los cuatro últimos de su jefe que habían sido enviados con una separación de diez minutos entre sí. Fueron estos los que la hicieron soltar el libro de golpe: «Se puede saber dónde estás???!!!» «Hace DOS HORAS que deberías haber empezado a repartir tus pedidos!!!» «Como no aparezcas enseguida te despido!!!» «Estás DESPEDIDA!!!!»

¡Maldito libro! Se suponía que su lectura la sacaría del hoyo en que se encontraba y ahora se había hundido un poco más porque al enfrascarse en su lectura había perdido el trabajo. Cerró enfadada el manual e inspiró profundamente para serenarse un poco. A pesar de todo quiso ser positiva y se consoló pensando que, ya que no tenía que ir a trabajar, podría ver la final de la Champions que se jugaba en Lisboa y en la que participaba por segunda vez en su historia el equipo de sus amores y, en esta ocasión, además, enfrentándose al eterno rival de los derbis madrileños.

Encendió la televisión y nada más ver salir al campo de juego a los dos equipos, recordó otra cosa que había visto en un tutorial de YouTube: «Si quieres modificar el rumbo de tu vida empieza por modificar algunas cosas de tu vida».

«¿Y si me cambio de equipo y deseo que gane el adversario?» pensó Remedios, al fin y al cabo, el otro club también era de su ciudad y la deserción le pareció más tolerable. Buscó una camiseta blanca para mimetizarse con su nuevo equipo y se dispuso a ver el partido. Como si de lanzar una moneda a cara o cruz se tratara, decidió que lo que ocurriera en esa final le daría, o no, la razón y sería la señal de que a partir de ese momento su vida sería distinta. El árbitro dio el pitido de inicio del juego; en dos horas, más o menos, Remedios sabría si su infelicidad tenía fecha de caducidad.


 

NOTA: Soy muy crítica con algunos libros de autoayuda, pero respeto, como no podía ser de otra manera, a quienes ven en ellos una herramienta útil para afrontar determinados problemas. Pido disculpas si con este relato he podido ofender a quienes gustan de leer ese tipo de literatura en general y a quienes “El Secreto” les sirvió de ayuda en particular.




19 de diciembre de 2021

Moldeando Palabras (Reseñas kirkenianas)

 


Para terminar el año traigo al blog una reseña de las mías, de las que he dado en llamar kirkenianas. En este tipo de reseñas hablo de un libro que, por algún motivo concreto, me vincula con la historia o con el autor. En este caso el vínculo lo tengo con una de las autoras que aparecen en él pues son varios los escritores ya que se trata de una antología de relatos.

«Moldeando palabras» contiene 24 relatos de otros tantos escritores. Las historias son de lo más variadas y como comentarlas todas me traería mucho tiempo y espacio voy a centrarme en el relato de la autora con la que me siento muy unida.

Primero diré qué tipo de relación me une a la escritora, es una muy estrecha y directa porque resulta que la autora a la que me refiero soy yo, y aunque hay veces en que ni yo misma me reconozco o comprendo por qué hago algunas cosas, lo cierto es que estoy bastante unida a mí misma. Creo que no hacen falta más explicaciones.

Presenté el relato a un certamen hace ya varios meses, por eso de si suena la flauta y decidían publicármelo. Y resulta que la flauta sonó y acabó el relato en letra impresa. A veces los hados o los dioses se aparecen a los mortales y les dan alguna alegría.

He de comentar, ya de paso, que había transcurrido tanto tiempo desde que envié el texto a la editorial que cuando me avisaron de que estaba en imprenta ya ni me acordaba del envío porque conmigo ni los hados ni los dioses se prodigan en hacerme favores y pensaba que la cosa había terminado en agua de borrajas.

Una vez explicada la relación y el porqué de hacer esta reseña kirkeniana, paso a la reseña en sí, algo que puede parecer chusco porque eso de que un autor se reseñe a sí mismo es muy poco ortodoxo por no decir que es puro “auto-nepotismo”, pero algo tendré que hacer si no tengo ni fama ni calidad para que me reseñen otros.

El relato se titula «Dígaselo con un abanico» y está ambientado en el Madrid de finales del siglo XIX. El género al que pertenece podría catalogarse de costumbrista, o pseudo-romántico o dramático porque de amores habla pero no de amores correspondidos, aunque tampoco es que haya tragedia, más bien lo contrario ya que hay cierto tonito humorístico que tiende a ridiculizar a algunos personajes.

En cuanto a la narrativa… yo diría que está bastante bien escrito el relato. No tiene ni faltas de ortografía ni de sintaxis (al menos faltas que consten como tales en el corrector de Word). Los diálogos son pasables y la autora demuestra que se lo ha currado documentándose porque, lo sé de muy buena tinta, tuvo que recurrir a libros de historia para saber quién era alcalde de Madrid en la época en que se desarrollan los hechos o leerse un manual para enterarse de los signos del lenguaje de los abanicos (complicadísimo, oiga usted). También tuvo su intríngulis averiguar de qué partes constan esos artilugios para aventar así como los diferentes materiales con los que se manufacturan. En fin, que escribir esas 12 páginas no fue coser y cantar; al menos el trabajo hay que reconocérselo.

De todas formas cada uno puede obtener su propia opinión si lo lee en el blog (al final aparecen los enlaces).

Tanto esa autora como los que la acompañan en esta antología, tienen un denominador común: la ilusión por escribir, por transmitir sensaciones, por volcar en un papel escrito historias salidas de la imaginación. Un libro entretenido con muchos mundos recreados a través de las letras moldeadas por estos alfareros del lenguaje*.

 

(*) El nombre “Alfareros del Lenguaje” no me lo he inventado yo, más quisiera, así se llama la asociación que promueve iniciativas como la de publicar esta antología.

 


NOTA: Esta es la última entrada del año así que os deseo a todos unas felices fiestas y espero que iniciéis el nuevo año con fuerzas renovadas porque falta nos van a hacer.

También deseo que los Reyes Magos sean generosos con vosotros: sé que os habéis portado muy bien. Yo he debido de comportarme igualmente bien porque, de momento, ya me han adelantado un regalo: la aparición de uno de mis textos en la antología que aquí reseño.



Si alguien está interesado en adquirir el libro, aquí pongo el enlace para obtenerlo: Moldeando palabras

Los enlaces al relato publicado están aquí:

Dígaselo con un abanico (1ª Parte)

Dígaselo con un abanico (2ª Parte)

11 de diciembre de 2021

Invocación (y III)

 

Águeda no podía creer lo que le estaba pasando: ¡volaba! Ella, que se perdía en el monte, que no era capaz de memorizar los nombres de las plantas, que era una inútil, podía volar. Cuando formulaba un deseo en las noches de San Juan sus pretensiones se limitaban a pedir que la huerta no se anegara en primavera con la crecida del río o que pudiera estrenar una saya nueva el Domingo de Ramos, pero ni en sus sueños más locos se había atrevido a desear volar y eso que el cura les decía que fueran ambiciosos en sus peticiones, aunque para el sacerdote a quien había que rogar era a Jesús no a una diosa del bosque.

 La niña decidió dejarse de cábalas y disfrutar de su viaje. Parpadeó varias veces por ver si aquello era en realidad un sueño, y también porque el aire le estaba haciendo lagrimear. De repente, el paisaje que discurría bajo sus pies cambió: contempló otro valle y otras montañas y una aldea entre ellas, la suya, el lugar donde había nacido.

Sin saber qué voluntad gobernaba su cuerpo, se fue acercando hacia la casa que había sido su hogar hasta que se fue a vivir con la vieja. Una mujer salió de la pequeña construcción de adobe: su madre.

―¡Ama! ―gritó Águeda con todas sus fuerzas.

Pero la mujer no hizo ademán de haberla oído.

―¡Ama! ¡Estoy aquí! ¡Mira hacia arriba!

La madre de Águeda siguió trajinando fuera de la casa sin atender la llamada de su hija. La niña, con lágrimas en los ojos ―esta vez producto de la emoción y no del aire―, comprendió que el sortilegio bajo el que estaba no le permitía que los demás percibieran su presencia. Al menos sabía que su madre estaba bien, se la veía algo triste, pero ama siempre fue muy seria, la vida que le había tocado en suerte no le dio muchas alegrías. Le hubiera gustado hablarle, abrazarla, pero no podía ser. Lo que fuera que le estaba sucediendo era suficiente. Cerca de donde su madre estaba vio al hombre que, hacía ya una eternidad, la había ayudado a salir del bosque cuando se perdió. Parecía merodear la casa. ¿Qué hacía allí? ¿Estaba acechando a su ama? Nada más pensar eso, el sujeto elevó la cabeza y la miró. «No te preocupes, Águeda, yo cuido de tu madre». La niña oyó esas palabras aunque el hombre no había movido la boca, pero le estaba hablando a ella. Sin decir nada más, se internó en el bosque.

Una sensación de paz invadió a Águeda y giró el cuerpo para regresar a la cueva aunque desconocía por dónde tenía que ir. Algo, no sabía bien qué, la había llevado hasta allí, sin intervención de su voluntad; ahora que era ella la que pensaba en un rumbo se sintió insegura porque mucho se temía que su orientación en el aire era igual de mala que en el suelo. Sin embargo, una especie de sexto sentido le indicó cuál era el camino y, sobrevolando valles, ríos y montañas, volvió a la caverna donde se encontraban sus compañeras.

―¡Águeda! ¡Águeda! ¡Despierta!

Alguien la estaba zarandeando. Águeda abrió los ojos y vio a Estevania mirándola de cerca.

―¿Qué ha pasado? ¿Ya he vuelto? ―dijo la niña mirando a su alrededor y comprobando que se hallaba en la cueva de nuevo―. ¡He ido a mi casa, Estevania! ¡He visto a mi madre! Y a un señor muy raro que me hablaba sin mover los labios y que me veía aunque mi madre no, pero estaba bien y dijo que la cuidaba y que…

―¡Para! Tranquilízate, estás muy alterada ―respondió la pelirroja.

―¿Volar? ¿Pero qué dices, niña? Además de botarate ahora inventas ―dijo Ane.

―¡Que sí! Fui por el aire hasta mi aldea y…

―¡Basta ya! Levántate y ayúdanos a recoger todo esto. Volvemos a casa mañana ―la interrumpió la vieja sin contemplaciones.

Mientras Estevania y Ane se alejaban, Águeda musitó compungida:

―Pero… yo volé. Era real.

Las dos mujeres se miraron sonriendo.

―Fue buena idea traerla hasta aquí ―dijo Ane―. Ya sabe invocar y a la primera lo ha conseguido. Realmente tiene mucho poder. Poco puedo yo enseñarle ya.

―No digas tonterías ―contestó Estevania―. Aún tiene mucho que perfeccionar y tú eres la más indicada.

El viaje de vuelta a la cabaña fue penoso para Águeda. Había sido muy duro despedirse de aquellas mujeres; apenas había convivido con ellas un par de días, pero habían sido tan intensos que percibía un vínculo especial con todas, especialmente con Estevania.  Por primera vez en su vida, Águeda, tenía un sentimiento de pertenencia, se sentía parte de un grupo.

Instaladas de nuevo en la casa del bosque volvieron a la rutina: recolectar plantas y hongos para luego elaborar emplastos y otros preparados que los aldeanos venían a recoger de tanto en tanto.

Las estaciones se sucedieron una tras otra; la luna recorrió el firmamento docenas de veces y los años fueron pasando.

Águeda, poco a poco fue adquiriendo más destreza en muchos aspectos aunque su mala memoria no se vio afectada; los nombres de las plantas aún se le resistían y le costaba mucho recordar las proporciones de algunas fórmulas, algo que, a veces, le costaba más de un disgusto, como aquella vez que se equivocó con la dosis de un laxante en el jarabe que le preparó a un leñador y este apareció, con el hacha en el hombro, a pedir explicaciones.

Cuando se sentía especialmente triste invocaba a Mari, entonces volaba y recorría lugares lejanos. Visitaba a su madre para comprobar que Basajaun, ese era el hombre misterioso del bosque, cumplía su palabra cuidando de ella.

 Gracias a esos viajes y a las esporádicas escapadas que, cada dos o tres años, hacían a la cueva de Zugarramurdi, Águeda soportó mejor la soledad a la que estaba sometida porque la vieja apenas servía de compañía, cada día era más huraña. El paso de los años y la humedad estaban haciendo mella en sus viejos huesos y sus movimientos eran más torpes, las tisanas de corteza de sauce y los emplastos de mostaza negra cada vez le hacían menos efecto. Ane muchos días ni se levantaba de la cama siendo Águeda la que se encargaba ya de todo.

Una noche en que la ventisca azotaba sin piedad la pequeña choza, Ane se acercó a Águeda con una caja de madera labrada en la mano.

―Creo que ya es hora de que tengas esto ―dijo la anciana entregándole la caja―. Yo ya no le puedo sacar provecho.

Águeda abrió la caja, en el interior se hallaba un colgante de bronce. Era un disco no muy grande, parecía muy antiguo. En una de sus caras estaba labrada la figura de una mujer tocando una especie de flauta. La niña se emocionó, era la primera vez que le regalaban una joya, si es que a una medalla de bronce con una tira de cuero se le podía llamar así.

―Gra… ¡gracias! ―dijo Águeda con la voz entrecortada.

―No me des las gracias y sécate esos ojos, puede que cuando sepas lo que sobrelleva ya no me lo agradezcas ―fue la enigmática y desabrida respuesta de Ane.

Aquella vieja incluso cuando entregaba un regalo era antipática y desagradable.

Al día siguiente Águeda se internó en el bosque en busca de hongo negro para hacerle unas cataplasmas a Ane. Antes de salir de la cabaña se colgó el disco de bronce. Todo el suelo estaba cubierto de hojas y era difícil encontrar la seta que buscaba.

―Por aquí no hay hongo negro, tienes que ir al otro lado del río.

Águeda se giró para comprobar quién había dicho aquello, supuso que sería alguna haya la que le había hablado aunque ya se conocía las voces de la mayoría y aquella voz no concordaba con ninguna. Una avutarda que estaba posada en una rama la observaba. Sin prestar demasiada atención a la voz ―ya estaba más que acostumbrada a oír a los árboles―, la chica siguió a lo suyo.

―No seas terca, ya te he dicho que aquí no hay lo que buscas, que tienes que cruzar el río.

Esta segunda vez ya fue consciente de que quien le hablaba era el pájaro. Hasta ahora ningún animal se había comunicado con ella, eso era nuevo. Sin ser muy consciente de ello, se tocó el amuleto que le había regalado Ane y le pareció sentir que vibraba al contacto con su mano.

―¿Estás segura? ―le preguntó a la avutarda.

―Segurísima, ayer me di un buen festín, no veas qué ricos están.

Águeda hizo caso al ave y en el lugar que le indicó encontró suficiente hongo negro para sus necesidades.

―No te vas a creer lo que me ha pasado ―dijo Águeda nada más entrar en la cabaña―. Ahora puedo entender lo que dicen algunos animales, me dirás que soy tonta, como siempre, pero yo creo que es el colgante que me has regalado… ¿Ane, qué haces?

La vieja se había levantado de su catre y estaba haciendo un hatillo con algunas pertenencias.

―Me voy a Zugarramurdi.

―¿Qué? ¿Cómo vamos a ir a allí ahora, en invierno? No estás en condiciones para hacer un viaje tan largo.

―No me has entendido. Tú no vas a ninguna parte, tú te quedas aquí. Me voy sola ―recalcó la vieja mirando intensamente a la chica.

―De eso nada. No puedes hacer un viaje y mucho menos sola.

―Mira niña, he vivido sola toda mi vida hasta que apareciste tú y siempre me he apañado muy bien, no necesito una mocosa para nada.

Aún discutieron bastante rato, pero la vieja además de antipática era obstinada.

―¿Y por qué tienes que ir precisamente ahora? Creí que la próxima reunión sería en primavera.

―No hay ninguna reunión. Mis compañeras están en apuros y tengo que ayudarlas.

―¿Apuros? ¿Qué apuros?

―Los aldeanos las acusan de auténticas barbaridades. Y los curas se han metido por medio.

―Entonces, más razón para ir yo contigo. También son mis compañeras ―replicó Águeda recogiendo igualmente algunas de sus pertenencias.

―¡No! Tú te quedas aquí. Ahora eres tú quien se debe hacer cargo del legado, ya estás preparada.

―¿De qué legado hablas? No te referirás a esta cabaña cochambrosa, y no me lo tomes a mal, pero esto no es ningún palacio, prefiero vivir en la cueva de Zugarramurdi con Estevania y las demás, antes que vivir sola aquí.

―He dicho que te quedas ―susurró Ane y en ese murmullo iba implícita una amenaza que hizo estremecer a Águeda―. Es peligroso, niña ―ya tenía dieciséis años y aún la trataba como a una cría―. Yo soy la que debo partir, ya he cumplido mi misión y he de compartir el destino de mis compañeras. Aún no ha llegado tu momento.

Se despidieron una fría mañana con la niebla como testigo. Ane abrazó a Águeda que se echó a llorar en cuanto los huesudos brazos de la vieja la abarcaron con dificultad: la artrosis de la anciana y la estatura de la chica complicaron el acercamiento.

―No temas, niña. No estás sola. Mari te protege, el bosque también. Además, dentro de poco vendrá un amigo mío a vigilar que nada malo te pase. Él te enseñará lo poco que necesitas aún saber. Ya está llegando ―husmeó el aire cerrando los ojos.

Sin más, Ane se alejó de la cabaña hasta que la niebla la engulló mientras Águeda lloraba sin consuelo. No podía creer que la vieja la abandonara, aunque más extraño le resultaba que sintiera tristeza por ello.

No volvió a tener noticias de la anciana. Una madrugada la chica se despertó sobresaltada, olía a quemado. Salió de la cabaña asustada pensando en algún incendio forestal, pero no había nada de humo, aunque ese desagradable olor permaneció todo el día y al caer la tarde una opresión en el pecho le hizo saber que Ane ya no caminaba entre los vivos.

Pocos días después apareció un forastero que dijo ser amigo de Ane y venir en su nombre. Se llamaba Gael y el color rojo de su pelo le recordó a Estevania. Gael procedía de las tierras que se hallan más al norte, al otro lado del mar, donde, según él, muchos de sus habitantes tienen el pelo rojo.  

Aquel extraño se comportó con una familiaridad que resultó rara y al mismo tiempo reconfortante. Tal como predijo Ane, Gael cuidó de Águeda y le enseñó muchas cosas, entre las más valiosas leer y escribir, algo que palió en gran medida su nefasta memoria para recordar nombres y recetas. También le contó la historia sobre el origen del colgante que le regaló Ane, cómo había pasado de generación en generación a través de muchas otras mujeres.

Fueron numerosas las cosas que Águeda averiguó a través de Gael, pero eso, querido lector, eso ya es otra historia.

 

 



 

NOTA: Este largo relato, dividido en tres partes para adaptarlo al formato que impone un blog, forma parte de una historia mucho más extensa que estoy escribiendo y que, si las musas o las brujas me lo permiten, algún día verá la luz en forma de novela. Ojalá, y mientras ese momento llega, yo también consiga invocar a la diosa Mari para que me conceda el don de poder publicar el resultado final.

 


4 de diciembre de 2021

Invocación (II)

 

Las mujeres que les dieron la bienvenida acompañaron a Ane y a Águeda hasta el interior de la cueva. En uno de sus recovecos estaba colocada una tabla de grandes dimensiones apoyada en varios caballetes. A su alrededor había más mujeres que, entre risas, comían diferentes viandas sentadas en unos bancos dispuestos a los lados de la mesa. Águeda en cuanto vio la comida comenzó a salivar, las tripas le crujían de hambre.

―Sentaos y reponed fuerzas ―las invitó con un ademán la pelirroja―. Debéis de estar agotadas después de un viaje tan largo.

Águeda no se hizo de rogar; sin mediar palabra se sentó y se puso a comer.

―Cuida tus modales, jovencita ―la recriminó Ane―. No te comportes como un animal salvaje.

―Veo que sigues tan gruñona como siempre ―replicó la pelirroja―. Me llamo Estevania ―continuó dirigiéndose a la niña―. ¿Y tú?

―Águeda ―contestó la interpelada con la boca llena de un pastel de carne que la hizo poner los ojos del revés de lo sabroso que estaba.

Mientras que Águeda comía hasta hartarse, la anciana y la pelirroja se alejaron de la mesa y comenzaron a hablar en susurros, de vez en cuando dirigían la mirada hacia donde estaba la niña comiendo. Águeda estaba convencida de que hablaban de ella. A saber qué le estaría contando la vieja a Estevania, nada bueno, seguro.

―Amigas, ya está bien de tanto parloteo,  hay que ponerse manos a la obra. La reunión será esta noche y aún hay muchas cosas por preparar. ¡Vamos!

Quien así habló era una mujer oronda, con la cara rubicunda y el pelo muy rubio. A pesar del tono recriminatorio sus ojos sonreían con unos ojos azules, casi transparentes de lo claros que eran.

Todas las mujeres se levantaron de la mesa y empezaron a trajinar por la cueva. Águeda, muy a su pesar también se levantó y se quedó parada sin saber muy bien qué hacer. Estevania acudió a su rescate.

―Ven conmigo ―le dijo tomándola cariñosamente por los hombros―. Mientras las demás obedecen a Graciana ―señaló con el mentón a la mujer oronda ― tú y yo vamos a charlar.

Se sentaron en el suelo, al lado de una pequeña hoguera que desahogaba el humo por uno de los agujeros que en la cueva había.

―Ya me ha dicho Ane que tienes el don y por eso vives con ella.

―Sí, eso dice mi madre, pero yo no sé qué es ese don, ni esa doña ―contestó la niña encogiéndose de hombros.

―¿No te lo ha explicado Ane?

―No. Ella no explica, solo me manda hacer cosas y me dice los nombres de las plantas y para qué sirven, pero se me olvidan porque no puedo recordarlo todo y entonces ella se enfada y yo me agobio y me cuesta aún más aprender lo que me dice y…

Águeda se echó a llorar; era la primera vez desde que había dejado su casa. Ganas no le habían faltado, pero se había propuesto que no le daría esa satisfacción a la vieja porque dejarse llevar por el llanto le parecía una manera de claudicar y darle la razón a Ane cuando decía que era una inútil. Sin embargo, delante de Estevania sintió que podía sincerarse, aquella mujer era todo lo contrario de la anciana.

―Tranquila, niña. No te pongas así ―la reconfortó Estevania abrazándola―. Conozco a Ane y sé que no es precisamente la alegría personificada, pero es buena aunque a veces no se le note ―rio su propia gracia―. Es cierto que no se anda con rodeos y que no es muy amiga de hablar, pero estás con la mejor maestra. Si no te ha explicado en qué consiste el don y qué implica, lo haré yo.

Estevania dobló las piernas y, mientras atizaba el fuego, comenzó a hablar con una dulce cadencia.

―A lo largo de miles de lunas han nacido mujeres que tienen una capacidad especial para distinguir cosas que pasan desapercibidas a la mayoría. Esas mujeres pueden comunicarse con otros seres vivos diferentes a los humanos: entienden el rumor del agua en un río, los signos que aparecen entre las nubes o el lenguaje de las plantas.

―El día que me perdí en el bosque me hablaron unas hayas ―la interrumpió Águeda excitada.

Estevania sonrió y continuó con su explicación.

―La comunicación con la Naturaleza es tal en estas mujeres que eso las permite aprovechar todo lo que Ella nos regala. Nosotras ―señaló con un gesto a todas las mujeres que por allí pululaban, a sí misma e incluso a Águeda― utilizamos ese don para ayudar a los demás. Elaboramos todo tipo de preparados para curar dolencias, vaticinamos desastres leyendo las nubes o escuchando lo que el bosque nos advierte. Ponemos a disposición de los demás nuestros conocimientos, pero esto no siempre es bien aceptado por quienes se benefician de nuestra capacidad.

―En mi aldea me empezaron a mirar mal en cuanto se enteraron de lo de las hayas ―interrumpió otra vez Águeda.

Estevania volvió a sonreír ante la nueva intervención de la niña.

―Hay que ser cautas y tener precaución. Por eso solemos vivir aisladas y nos reunimos de vez en cuando para disfrutar de la compañía de otras como nosotras. No obstante, el don no es suficiente, hay que desarrollarlo, debe madurar.

―¿Y eso cómo se hace?

―Aprendiendo de otras mujeres que ya lo han perfeccionado.

―¿Como Ane?

―Por ejemplo. Es la que más sabe de todas las que estamos aquí. Estás con la mejor, tienes mucha suerte, niña.

Águeda no se quedó muy convencida. Que tenía que aprender lo podía asumir, pero que Ane fuera la mejor manera… Esa vieja era antipática y como maestra dejaba mucho que desear. Si los meses que había pasado con ella eran tener suerte no quería ni pensar lo que le tocaría vivir cuando no la tuviera.

―Puede que creas estar pasándolo mal ―prosiguió Estevania como si le hubiera leído el pensamiento―, pero te aseguro que si sigues con ella podrás desarrollar todo tu potencial que, lo percibo muy bien, es mucho. Estás empezando, debes ser paciente. Cuando aprendas a invocar te será revelado mucho conocimiento. Y hoy mismo puede que ya comience tu aprendizaje en ese aspecto porque, supongo que Ane aún no te ha enseñado cómo invocar, ¿verdad?

La cara de incomprensión de Águeda le dio la respuesta a Estevania.

―No te preocupes. Esta noche invocaremos su nombre y puede que seas afortunada ―prosiguió con tono enigmático.

Águeda miró a su alrededor y en un susurro le dijo a la pelirroja:

―Vosotras… vosotras… ¿sois brujas?

Águeda recordó lo que se decía en su aldea, que la brujas se reunían en cuevas o en lo más profundo del bosque para invocar al diablo y acostarse con él ―cuando las comadres llegaban a esta parte Águeda no entendía muy bien a qué se referían aunque sospechaba que lo de acostarse no era para dormir―.

―Bueno, ese es uno de los nombres que nos dan, pero eso no tiene importancia ―contestó Estevania sonriendo.

―Ya, pero eso de invocar… ¿Váis a llamar al demonio? ―replicó la chiquilla con angustia en la cara―. Yo no quiero estar presente, me da miedo y… un poco de asco ―añadió pensando en lo que sería acostarse con un ser con la forma de un macho cabrío.

Estevania estalló en una estentórea carcajada que resonó en las paredes de la enorme cueva.

―Nosotras no tenemos relaciones ―hizo un mohín pícaro― con el diablo. Supongo que te han llenado la cabeza de muchas historias horribles sobre nosotras, pero en nuestras reuniones no aparece ningún ente oscuro. Aunque te confesaré que sí hay algo de… fiesta ―repitió el mohín de picardía―, pero con hombres de carne y hueso ―rio―. Aún eres muy joven para entenderlo.

Tras oír la aclaración de la pelirroja, Águeda se relajó. La verdad es que la imagen que tenía sobre las brujas adquirida por las historias contadas alrededor de la lumbre en las noches de invierno, nada tenía que ver con Estevania, puede que con Ane, pero con aquella mujer… era muy guapa, y simpática.

―Invocamos a la diosa Mari ―prosiguió la mujer―. Es a ella a quien debemos nuestro poder y queremos que siga enseñándonos. Nada de seres malignos ni espíritus oscuros, de hecho le pedimos que nos proteja de ellos. Ella nos hizo un regalo atendiendo nuestros ruegos: el eguzkilore.

―¿La flor del sol es un regalo de Mari? ―preguntó Águeda asombrada―. Mi madre siempre se ocupaba de tener uno de esos cardos en la puerta. Aunque el cura decía que eran tonterías, que era mejor colgar un crucifijo.

―Pues sí, el eguzkilore nos lo entregó Ella para ahuyentar los seres que habitan en la oscuridad. Pero a nosotras nos regala muchas cosas más, por eso la invocamos en nuestras reuniones. Cuando vinculamos todos nuestros poderes, conseguimos que venga y nos acompañe proporcionándonos sabiduría y protección.

―Entonces ¿esta noche va a venir la diosa Mari?

―Lo intentaremos. Bueno, ya basta de cháchara, vamos a arrimar el hombro o Graciana vendrá a atizarnos con… una escoba ―se carcajeó la pelirroja.

Estuvieron toda la tarde limpiando y organizando diferentes lugares de la cueva. En la zona más amplia, donde el techo era más alto, dispusieron unas piedras formando un círculo y amontonaron leña en el interior para hacer una gran hoguera. Águeda no entendía a qué venía preparar un fuego tan potente porque en el interior de la cueva la temperatura era muy agradable.

―Esta noche danzaremos alrededor de la hoguera en honor a Mari. Con nuestros cánticos y la luz del fuego la invocaremos. Estate atenta, aprenderás.

La voz de Estevania le llegó nítidamente aunque la pelirroja estaba bastante alejada de ella, sin embargo la había oído muy bien y, lo más extraño, parecía que le había leído el pensamiento. Cuando la miró asombrada, Estevania le guiñó un ojo desde la distancia.

Al caer la noche vinieron más mujeres y algunos hombres también aunque en clara minoría, pero a Águeda le llamó la atención que eran fornidos y muy atractivos. Todos traían algún presente: comida, barriles de vino o de cerveza. Allí había cerca de medio centenar de personas. Águeda lo observaba todo con asombro: los ropajes de los asistentes ornamentados con bordados coloridos o los adornos florales que la mayoría llevaba en el pelo, incluidos los hombres.

Tras comer, y sobre todo beber, alrededor de la gran mesa, los reunidos se acercaron a la gran hoguera que ardía majestuosamente en el centro de la cueva. La rodearon formando un gran corro y cogidos de las manos empezaron a cantar. Águeda no entendía las palabras, era un idioma extraño, pero enseguida empezó a moverse al son del cántico que, poco a poco, iba adquiriendo un ritmo más acelerado e intenso. A medida que la canción ganaba en intensidad el baile fue enardeciéndose hasta que el corro se deshizo y cada uno bailaba a su aire en solitario o bien en parejas. Muchos de los presentes empezaron a desnudarse; al principio Águeda pensó que como consecuencia del calor emanado por la gran fogata, aunque eso no explicaba que tras quitarse la ropa algunos empezaran a acariciarse entre sí.

De lo que sí estaba segura Águeda es que aquello era fruto de la gran cantidad de bebida que todos habían consumido, pero ella, que apenas había probado el vino ni la cerveza, también sentía recorrer una excitación por todo su cuerpo. Se agitó frenética y completamente desinhibida saltó y gritó.

De repente una intensa luz la cegó, apenas podía distinguir nada de lo que había en la cueva; una enorme y difuminada sombra se acercó a ella, entre brumas le pareció ver el rostro de una mujer rubia, muy hermosa, que le sonreía. Antes de que Águeda pudiera discernir qué estaba viendo, la imagen desapareció, sintió cómo sus pies se despegaban del suelo y comenzó a flotar. Aturdida por lo que le pasaba cerró los ojos un instante y cuando los volvió a abrir comprobó que se hallaba fuera de la cueva, a sus pies, a cientos de metros, vio el valle por el que ese mismo día Ane y ella habían llegado. El corazón le latía con fuerza en el pecho. ¡Estaba volando!

CONTINUARÁ…




27 de noviembre de 2021

Invocación (I)


 

Nunca lo conseguiría. No tenía capacidad para hacer todo lo que ella le exigía por mucho que su madre dijera que ese era su destino. Le resultaba muy difícil aprender aquello. Eran demasiadas cosas. Saber las propiedades de todas esas plantas era muy complicado, apenas entendía en qué consistían las dolencias que sanaban; si los nombres de las enfermedades ya le resultaban en la mayoría de los casos extraños, más aún cómo se curaban. Tan solo conocía unas pocas dolencias, como el mal del pecho, ese que se llevó a su padre cuando ella era una niña, o el garrotillo ―aún recordaba con pavor la muerte de su hermano Unai cuando su garganta llegó a hincharse tanto que el pobre bebé acabó ahogado―. Por lo demás poco sabía de las causas por las que se moría la gente, porque esas cosas poco interesan cuando se tienen doce años.

Tampoco podía diferenciar esos malditos hongos tan parecidos, mucho menos memorizar sus enrevesados nombres. Ni siquiera era capaz de distinguirlos entre las hojas del suelo; más de una vez los había pisado deambulando por el monte en su busca y cuando esto ocurría ella la regañaba sin compasión.

Por eso prefería ir sola al bosque, aunque se desorientara porque su inutilidad era tal que en cuanto se alejaba de las cercanías de su casa se perdía fácilmente.

―Águeda, siempre estás con la cabeza en las nubes, no prestas atención por dónde vas y por eso te pierdes ―le solía reprender con dulzura su madre.

Su nefasta capacidad para orientarse fue la responsable de que acabara en el lugar en el que se hallaba, con esa maldita mujer. El día que se perdió en Irati fue el inicio del desastre.

Una de las ovejas que cuidaba se adentró en el bosque y Águeda fue en su busca para reintegrarla al rebaño ―el dueño era capaz de matarla si regresaba con la manada incompleta―, así que, a pesar del temor que la zona le inspiraba, se introdujo en la floresta para encontrar el animal perdido. Al final la oveja supo salir de allí por sus propios medios, pero Águeda no. Pasar la noche en aquel lugar siniestro fue un mal trago: la humedad, la oscuridad, los crujidos de los árboles que al mecerse con el viento parecía que le hablaban, todo la aterró. Águeda supuso que fue producto del miedo, pero creyó entender frases murmuradas por las hayas que, en cierta medida, la reconfortaron. En su cabeza sonaron voces diferentes, algunas dulces, otras infantiles; había una muy grave que cada vez que se oía parecía enfadada, en cambio había otra más aguda que solo decía impertinencias, se dedicaba a ridiculizarla y a llamarla panoli.

Cuando estaba a punto de amanecer apareció un hombre muy alto, con una larga y brillante cabellera rubia. Sin dirigirle la palabra la tomó de la mano y la condujo fuera del bosque hasta las cercanías de su aldea. Si no llega a ser por él hubiera muerto sola en aquella selva de hayas y abetos.

Fue una experiencia terrible, pero lo peor aún estaba por llegar. Lo malo no fue perderse, peor fue contarlo. Cuando le dijo a su madre, y a las vecinas reunidas en su casa alrededor de la lumbre, que por la noche las hayas le habían hablado y que un hombre extraño acudió en su ayuda, todas las mujeres que la escucharon se persignaron y comenzaron a murmurar. En pocos días el rumor se extendió por toda la aldea y cada vez que Águeda paseaba por las embarradas calles, los vecinos la señalaban con el dedo y más de uno escupía a su paso.

Una madrugada, cuando un tibio sol apuntaba entre las montañas, su madre la despertó y se la llevó al bosque con un pequeño hatillo donde había guardado unas pocas prendas.

―¿Dónde vamos, madre?

―A un lugar seguro para ti ―fue la escueta respuesta de su progenitora.

Caminaron durante horas entre árboles centenarios. Cuando llegaron a un pequeño claro del bosque donde discurría un río, divisaron una cabaña. Una anciana salió de la choza a recibirlas.

―Aquí tienes a mi hija. Tiene el don, es contigo con quien debe estar ―dijo la madre de Águeda.

La anciana miró a la niña y, después de un severo escrutinio, sonrió mostrando una reluciente dentadura, algo que asombró a Águeda porque nadie de la aldea con los mismos años tenía una boca tan sana como la de aquella mujer.

Antes de irse la madre de Águeda abrazó a su hija con lágrimas en los ojos.

―Aquí estarás bien. Créeme, este es tu lugar. Obedécela ―señaló a la anciana―, con ella aprenderás cosas increíbles.

Y así empezó su calvario. Su madre le dijo que ahí estaría bien, pero no era cierto. Se levantaba al alba para limpiar y ordenar el siempre desordenado habitáculo de la vieja, lleno de hierbas secas y frascos con líquidos de distintos colores. Las pocas palabras que la anciana le dirigía eran para darle órdenes. El resto del día lo ocupaba en aprender lo que ella le quería enseñar, invariablemente con frases secas y concisas.

―Hongo yesquero ―señalaba con un dedo artrítico un cestillo lleno de setas marrones y esponjosas―. Crece en la corteza de los árboles. Bueno para taponar heridas que sangran mucho.

Águeda, angustiada, intentaba memorizar todo mientras la anciana seguía con sus lecciones.

―Oreja de Judas, para la hinchazón de la piel y la irritación de los ojos. Pulmonaria, se recoge en verano; para la tisis y los catarros. Genciana, para los problemas del estómago. Acedera, suelta las tripas y la vejiga.

Tan solo en algunas ocasiones se explayaba más en sus explicaciones, como cuando le enseñó el pebrazo.

―Para la gonorrea ―dijo tomando en sus manos sarmentosas una seta ―. Esta la pide con frecuencia el cura ―sonrió con ironía―, aunque nunca viene él, claro, siempre manda a algún chiquillo.  

Casi todos los días iban juntas al bosque, a recolectar plantas y hongos. De regreso a la cabaña elaboraban emplastos, ungüentos y todo tipo de preparados que guardaban en una alacena, protegidos de la luz y de la humedad que todo lo impregnaba. De vez en cuando alguna aldeana se acercaba a la choza para llevarse una de las pócimas que la vieja y ella hacían. A cambio, recibían una gallina, una hogaza de pan o un buen trozo de queso. De todas las visitantes esporádicas que hasta allí se acercaban, Águeda nunca reconoció a ninguna. No eran sus antiguas vecinas; su nuevo hogar estaba muy lejos de la casa de su madre, y constatar eso la entristecía porque sabía que nunca volvería allí.

No era feliz. Se agobiaba con tanto nombre y tantas cosas que aprender. Ella nunca había sido muy espabilada ―estaba allí por tonta, por haberse perdido en Irati y, encima, contar lo que le ocurrió―. La anciana le decía, de tarde en tarde, que tenía el don. Como la vieja no era precisamente dicharachera, Águeda no consiguió averiguar a qué se refería. Por lo que a ella le constaba, no era capaz de hacer nada bien.

Siete lunas después de su llegada, la anciana le dijo a Águeda que preparara un zurrón con comida, que iban a hacer un viaje de varios días.

―¿Dónde vamos?

―A ver unas amigas ―respondió secamente la vieja.

Águeda se limitó a obedecer sin indagar más, pero en su interior se preguntó qué amigas podía tener esa mujer tan hosca que vivía en lo más profundo del bosque sin más compañía que los árboles, el agua del río y, desde hacía unos meses, una chiquilla torpe.

Caminaron durante varias jornadas entre bosques y montañas, siempre esquivando los lugares poblados. Cuando se hacía de noche, buscaban el refugio de algún árbol hueco o se cobijaban en las hojas amontonadas entre rocas cubiertas de musgo. Al cumplirse el quinto día de viaje divisaron desde una loma una población en medio de un valle cubierto de praderas de color esmeralda.

―Zugarramurdi ―exclamó la vieja con una sonrisa de satisfacción.

―¿Es a ese pueblo donde vamos?

―No exactamente.

Bajaron en dirección a la aldea, pero antes de llegar se desviaron hacia una zona boscosa y, tras atravesar un claro, llegaron a una cueva enorme. Águeda había visitado con otros chiquillos las grutas de su pueblo natal, pero eran pequeñas oquedades excavadas en la roca donde apenas cabían unas pocas personas. Sin embargo, la cueva en la que se encontraban era grandísima, en algunas zonas el techo era más alto que el de la iglesia de su aldea.

Mientras Águeda miraba embobada a su alrededor se oyeron voces femeninas. Del fondo de la cueva surgieron varias mujeres de edades diferentes. Todas se acercaron a las recién llegadas.

―Ane ¡Por fin has venido, amiga! ¡Cuántos años sin verte! Será un placer volver a charlar contigo y compartir vivencias ―dijo una mujer de tez muy blanca y con una larga cabellera roja al tiempo que abrazaba a la anciana.

Con esas pocas frases Águeda obtuvo más información de su mentora que en todos los meses que había pasado con ella: se llamaba Ane, era capaz de charlar y, lo más asombroso, ¡tenía amigas!

El asombro y los descubrimientos para Águeda no habían hecho más que comenzar.

CONTINUARÁ…





20 de noviembre de 2021

Perdida en la selva (y II)

 

Mecida por la vibración de las hayas al moverlas el suave viento empecé a cabecear. Un ligero mareo me invadió y ante mis ojos danzaron imágenes.

Como si de una película se tratara vi pasar las estaciones en el bosque. En el otoño las hojas descendían desde las alturas imposibles de las ramas más altas, hasta el suelo para formar un manto mullido y húmedo. La lluvia fina que regaba todo el lugar las convertía en un fertilizante alimento para las raíces de los árboles que las habían dejado caer, volviendo en cierta manera al lugar del que procedían. El calor de la putrefacción permitía temperaturas agradables para soportar el invierno cuando el bosque quedaba aletargado, en reposo, durmiente, en espera de rayos de sol más potentes que lo despertaran. La primavera con sus días más largos avivaba la savia y entonces nuevas hojas, hijas de las que cayeron y yacieron a los pies de las hayas, nacían para, en un magnífico despliegue horizontal, acaparar toda la luz y nutrirse. El verano transcurría en el bosque con un frescor fruto de la sombra producida por las ramas al tamizar los pocos rayos de sol que llegaban hasta el suelo.

―Yo me pregunto por qué esta mujer nos entiende. ¿No os parece sospechoso?

La voz chillona del haya toca narices me sacó de la ensoñación.

―Bueno, de vez en cuando aparece alguien así. No es la primera vez ―contestó el haya amable a la que ya había bautizado como Maja.

―Han pasado muchas lunas desde la última vez que un humano estuvo por aquí y habló con nosotros ―tronó la voz del haya que parecía llevar la batuta y a la que yo llamé Gruñón.  

―Es cierto, aún me acuerdo de ella. Pobrecilla, qué triste destino le aguardaba ―replicó Tocanarices―. Si hubiera sabido cómo iba a acabar seguro que no se habría ido de aquí.

No tenía ni idea de quién estaban hablando, pero me picó la curiosidad.

―¿Qué le pasó? ―pregunté alzando la cabeza y mirando a todos los árboles por igual. Aún no era capaz de identificar qué haya en concreto hablaba, aunque a Maja sí que la tenía localizada.

―Murió ―fue la escueta respuesta.

Un silencio siniestro se enseñoreó del lugar, ni el viento se hizo notar. Sentí un escalofrío.

―Ya, bueno. Si dices que fue hace mucho tiempo, lo lógico es que se haya muerto ―dije yo por tirarle de la lengua, o de lo que sea que tengan los árboles que hablan.

―Lo malo no fue que se muriera, sino cómo le vino la muerte ―prosiguió Tocanarices.

―La quemaron en una hoguera ―añadió Gruñón.

Esta vez su voz parecía afligida, algo que me sorprendió porque hasta ahora siempre había hablado con un tono enfadado.

―¡Madre mía! ¿Estáis seguros? Ya no se quema a la gente en la hoguera, eso son cosas de un pasado lejano ―repliqué yo algo asustada.

―A ver, panoli. Te acabamos de decir que fue hace muchas lunas.

―¡Ah! Vale. Y… exactamente, ¿por qué la quemaron? ―pregunté yo como si hubiera motivos más válidos que otros para hacer esa monstruosidad.

―Por bruja ―contestó la voz infantil, Nene ya para mí.

―Por ser diferente, en realidad ―añadió Maja―. No hacía ningún mal. Siempre que venía al bosque a buscar plantas para los emplastos que ella misma elaboraba, era amable con todos nosotros, respetuosa con cualquier ser vivo. Nunca hizo daño a nadie, pero sus congéneres la tenían miedo.

―Que se juntara en una cueva con otras amigas para bailar y vete tú a saber qué otras cosas más, no ayudó mucho, la verdad ―dijo Tocanarices―. Cuando se hacen cosas raras… pues eso no gusta a muchos. Los humanos sois muy cerriles. Pero la pobre Ane estaba un poco ida, las cosas como son.

―Debería haberse quedado aquí, entre nosotros, nunca la habrían encontrado. Incluso tenía el permiso de Basajaun para quedarse a vivir en el bosque ―añadió Gruñón.

―Además se llevaba muy bien con la otra loca, la que anda desnuda por aquí ―prosiguió Tocanarices.

―¡Más respeto! ¡No consiento que hables así de nuestra señora! ­―tronó Gruñón―. Basandere puede caminar por sus dominios como le dé la gana, y si quiere hacerlo desnuda está en su derecho.

Mientras Gruñón regañaba al haya faltona ―a lo que se ve Tocanarices era irrespetuoso con todo el mundo―, yo intentaba memorizar los nombres que estaba oyendo.

―Y esos Basanosequé y Basandenosecuántos, ¿quiénes son?

―Los señores del bosque ―contestó Nene―. ¿No te los has encontrado?

―Creo que no. ¿Qué aspecto tienen?

―Basajaun es muy alto, tiene una larga cabellera rubia; suele tener mal carácter, no le gusta que le desobedezcan. Basandere es muy bella y suele andar desnuda ―me informó Nene.

―Pues no, no me los he encontrado. A él casi que estoy segura, y a ella segurísimo que no, me habría dado cuenta si hubiera visto a una mujer en pelotas.

―¿Y a Juana? ¿La has visto?

―Si no me das más pistas… No sé a quién te refieres. Aunque entre los senderistas es común saludar a los paseantes con los que nos cruzamos no suelo preguntarles cómo se llaman ―contesté pensando que por fin oía un nombre facilito de recordar, Juana.

―Si la hubieras visto también te acordarías ―replicó Tocanarices.

―¿Por qué? ¿También va desnuda? ―pregunté.

―Es un esqueleto. Lo llevan en volandas unas hadas.

―Tienes razón, a esa tampoco me la encontré, y menos mal.

Después de saber qué clase de gente deambulaba por la zona, casi que estaba contenta de estar sola. ¡Menudos inquilinos los de este bosque! ¡Y me quejaba yo de mis vecinos!

―¿Y por qué "pasea" así la pobre Juana? ―pregunté curiosa pensando que había gente con manías muy raras para caminar por el bosque.

―Porque fue envenenada. Era reina de Navarra y tenía enemigos que no la querían bien.

―Ya, si la envenenaron muy bien no les caía, no, pero ¿y eso qué tiene que ver para ir el esqueleto por ahí?

―Busca venganza.

―¿Dando sustos a los que se encuentra por el camino? Pues vaya con la reina ―comenté.

―Nos estamos desviando de la principal cuestión ―dijo Tocanarices―. ¿Por qué eres capaz de entendernos?

―No tengo ni idea. Pero cuando me pierdo caminando me suelen pasar cosas raras. Hace un par de años me encontré con el espíritu de un oso en un bosque asturiano (Crónicas astures) y aquello, además de ser extraño, me causó muchos quebraderos de cabeza. En otras ocasiones he tenido como acompañante a un dios griego (Crónicas hercúleas), y en El Bierzo me topé con una bruja que también me metió en líos (Crónicas bercianas). No sé, quizás sea algo genético ―concluí encogiéndome de hombros.

―¡Bruja! ¡Esa es la clave! ―exclamó Tocanarices―. Como Ane, y como otras antes que ella, fueron las únicas que consiguieron entendernos.

―Hace mucho tiempo que las brujas dejaron de existir. A todas las persiguieron y quemaron o encerraron ―dijo Gruñón.

―Pues alguna debe de quedar suelta aún ―insistió Tocanarices.

―¿Qué más da el motivo? ―intervino Maja― Tú estás aquí, hablando con nosotros, sintiendo el bosque. Eso es lo único que importa.

―La verdad es que esta experiencia es muy instructiva ―asentí yo―, pero me gustaría que alguien me dijera cómo encontrar una senda que me saque de aquí. Vamos a ver, no me entendáis mal. Estoy disfrutando mucho de vuestra compañía pero la noche está a punto de caer encima y yo no tengo equipamiento para hacer vivac.

―Quizás si anduvieras un poco y no estuvieras de cháchara con nosotros ya habrías encontrado el camino ―replicó Tocanarices haciendo honor a su nombre.

―Si te encuentras con Basajaun puede que te ayude ―dijo Nene­.

O sea, que después de tanta cháchara me iba a tocar seguir andando a la buena de Dios para encontrarme con alguien que me diera indicaciones.

―Bueno, pues me pondré a caminar a ver qué hago ―dije con el ánimo por los suelos.

―Para toparte con Basajaun solo tienes que cerrar los ojos e invocarle, él se te mostrará… si quiere. Suele hacerlo para ayudar a los caminantes errantes ―me ayudó Nene.

Dado que la humedad previa al crepúsculo ya se estaba haciendo notar y la perspectiva de pernoctar en aquel lugar no me atraía nada, desesperada decidí hacer caso al haya infantil. Cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que el señor del bosque se me apareciera para sacarme de allí.

De repente, una voz distinta se oyó.

―¡Por fin! ¡Estás aquí! Llevo media hora buscándote.

Abrí los ojos y enfoqué la vista hacia quien hablaba. Un hombre rubio, con una mochila en la espalda me estaba mirando.

―¿Basajaun? ―dije asombrada.

La indumentaria que llevaba aquel hombre para nada me cuadraba con un señor del bosque con malas pulgas. Más parecía otro senderista y además muy parecido al guía del grupo con el que había empezado a caminar por allí.

―No. Soy Miguel. ¿No me reconoces? Estamos buscándote desde hace un buen rato. Espera, voy a comunicar por el walkie que te he encontrado. ¿Qué te pasa? Estás pálida. Ni que hubieras visto fantasmas.

No era Basajaun, sentí cierta decepción. Después de tanto cuento como me había enterado esperaba algo más excepcional, pero también tenía que reconocer que podía haber sido peor.

―Al menos no eres Juana ―dije en voz alta sin darme cuenta.

―¿Qué Juana? ¿Qué dices? De verdad, Paloma, ¿te encuentras bien? ¿Te has caído y te has golpeado la cabeza? ―me preguntó con gesto alarmado―. Te noto desorientada.

Claro que estaba desorientada, me había perdido y había estado hablando con árboles. O eso creía porque desde que apareció Miguel las hayas permanecieron calladas. Quizás tuviera razón el guía y me había golpeado, o había inhalado algún efluvio de un hongo alucinógeno ―no podía quitarme esa posibilidad de la cabeza ni a tiros―.

No contesté. Tan solo me limité a seguirle para unirnos con el resto del grupo de caminantes. Empezamos a alejarnos de la zona y cuando ya estaba convencida de que todo lo vivido y oído había sido fruto de una ensoñación, escuché perfectamente.

―¡Hasta pronto! ¡Vuelve cuando quieras… panoli!

FIN






Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores