«Playa de
Gold (Gold Beach) es el nombre en clave que recibió uno de los tramos de costa
donde se realizó el desembarco del día D, el 6 de junio de 1944, durante la Segunda
Guerra Mundial. El desembarco fue ejecutado por un compendio de tropas de
Estados Unidos, Reino Unido y Canadá, además de soldados de otras naciones. En
Playa Gold desembarcaron la 5ª División y la 8.ª Brigada blindada de Reino
Unido. El enclave está situado entre las playas de Omaha y Juno. Está a la
altura de la famosa población de Arromanches-les-Bains, una comuna de Francia a
25 km al noroeste de Caen y dentro del departamento de Calvados en la región de
Normandía.»
A pesar de que la voz cadenciosa de la guía era sumamente arrulladora
conseguí no dormirme en el trayecto en bus y escuché toda la explicación sobre
el desembarco de Normandía. Los temas bélicos no me seducen especialmente, pero
a mi chico sí y, por darle gusto, accedí a conocer las playas donde los aliados
pusieron pie en territorio ocupado por los alemanes en la Segunda Guerra
Mundial.
Arromanches-les-Bains es un pueblecito costero, lugar de veraneo de los
franceses que gustan del mar y no son muy exigentes con el buen tiempo ya que
suele soplar el viento y hace bastante fresco en verano, por no hablar de la
temperatura del agua que está gélida.
Tras visitar Gold Beach que, por mucho desembarco aliado que se diera en
la guerra, es una playa normal, nos encaminamos a Arromanches. Esta localidad
vive, esencialmente, de la fama del desembarco. Todos los establecimientos
tienen nombres relacionados con el día D, la oficina de turismo está repleta de
libros con fotos y reportajes sobre aquel día. Incluso, en la plaza, a modo de
mobiliario urbano, están colocados carros de combate y otros vehículos
militares.
Además, el año anterior habían celebrado el ochenta aniversario de dicho
desembarco y aún quedaban restos de la conmemoración. De los tres ejércitos
mayoritarios en el día D, Gold Beach fue la playa que los británicos utilizaron
para desembarcar, y por eso, en recuerdo de los soldados caídos en combate, por doquier aparecían coronas confeccionadas con
amapolas (de tela, las de verdad no les durarían ni dos minutos al ser flores
sumamente perecederas). Lo de
recordar a los muertos en batalla con amapolas es muy british y a mí me
dio la oportunidad de comprar algunas cosillas con esa flor (un pañuelo, una
taza y un imán) ya que, junto al girasol, la amapola es mi flor favorita.
Si alguno se está preguntando qué tienen que ver las amapolas con los
ingleses y con los soldados muertos aquí estoy yo para aclararos y daros luz.
Un poeta canadiense contó en un poema que la sangre derramada por los
soldados británicos en Flandes durante la Primera Guerra Mundial se convertía
en las amapolas que crecían entre las tumbas de esos soldados (o algo así,
porque el poema no me lo sé, además de que está en inglés). El caso es que a la
Royal British Legion le gustó mucho el símil y desde hace más de cien años se
conmemora a los caídos de Reino Unido con esa flor: los británicos se ponen una
amapola en la solapa (de tela, las de verdad no les durarían ni dos minutos al
ser flores sumamente perecederas) todos los 11 de noviembre (Día del Armisticio
de la Primera Guerra Mundial). Como he comentado anteriormente, no soy
aficionada a los temas bélicos, pero sí le tengo afición a Sting y este
cantante tiene una preciosa canción, Children’s Crusade, donde hace alusión a
lo de las amapolas y los soldados, de ahí mi conocimiento del tema porque el
poema anteriormente citado no me lo he leído.
Estrené mi foulard de amapolas para combatir la brisa marina que se
estaba convirtiendo en un viento frío, y lo hice mirando el mar y la playa a la
vez que reflexionaba sobre mi fijación con las amapolas: son flores campestres,
rotundamente naturales, sin el artificio de las flores ornamentales de los
jardines. Para mí representan la humidad si se las compara con las presuntuosas
rosas o las orgullosas orquídeas. Que no duren ni dos minutos cuando se las
arranca de la tierra es otro rasgo que me encanta porque lo efímero de su
naturaleza nos da un claro mensaje: las flores no tienen que estar en un
florero sino plantadas y viviendo su existencia con tranquilidad; el que quiera
disfrutar de su belleza que se vaya al campo (o al jardín). Además, una de sus
variedades, la blanca, tiene propiedades medicinales, aunque algunos la
consideran una droga, pero eso ya depende del uso que cada uno quiera darle; yo
me quedo con el terapéutico.
Desde luego nada que ver mis motivos con los de los británicos para amar
las amapolas.
Mientras me peleaba con el viento para anudarme correctamente el pañuelo
vi a alguien saliendo del agua. Se acercó a mí tiritando (normal, el agua
estaba helada a pesar de ser el mes de julio). Me extrañó que no llevara
bañador sino una camisa y un pantalón caquis. Si me encontrara en una playa del
Mediterráneo hubiera pensado que era un náufrago de alguna patera, pero las
aguas (océano Atlántico), el color de su piel (blanquísima), el de su pelo
(rojo) y el de sus ojos (azules) me quitaron la idea de la cabeza consciente de
lo políticamente incorrecto de mi razonamiento y de mis prejuicios.
—Quiero regresar a casa —me espetó sin más preámbulos.
No supe qué decirle. Para empezar, no sabía cuál era su domicilio y
aunque lo supiera tampoco hubiera sido capaz de darle instrucciones para llegar
porque yo no vivía en la zona.
Ante mi mutismo el chico (al acercarse me di cuenta de que era un
chaval) insistió.
—Quiero regresar a casa.
—¿No sería mejor que te cambies de ropa antes? Con este
viento y empapado vas a pillar una neumonía.
—Quiero regresar a casa. Me he perdido, tengo frío, necesito ir a mi
hogar.
Esto último lo dijo entre sollozos. Entonces me percaté de que algunas
de las gotas que surcaban su rostro no era agua de mar sino lágrimas.
—Te acompaño a una cafetería, te tomas algo caliente y vemos quién te
puede dar ropa seca. ¿De acuerdo? —añadí yo agarrándolo del brazo e intentando
serenarlo porque le noté muy asustado.
—¡No! ¡Quiero regresar a casa! —gritó desasiéndose de mí.
—Está bien, está bien —quise calmarle levantando las manos—. ¿Dónde
vives?
—Quiero regresar a casa —repitió como un mantra con la mirada perdida.
Me fijé más en su indumentaria y vi que en una de las mangas de la
camisa caqui tenía bordada la bandera británica. Debajo había otra insignia, también
bordada, con unos dibujos extraños que no fui capaz de descifrar, tan solo el
número 8.
«Ya estamos», me dije, «este es un soldado del desembarco». Sin
despeinarme asumí que me volvía a topar con otro rarito y, como si tal cosa, le
pregunté:
—¿Perteneces a las tropas aliadas que desembarcaron aquí?
—¡Soldado Campbell! ¡8.ª Brigada blindada de la armada de Su Graciosa
Majestad! —me contestó marcialmente y con el saludo militar.
Empapado de agua y con esa cara de niño (calculé que no tendría más de
diecisiete o dieciocho años), aquel saludo resultaba casi cómico si no fuera
porque el pobre estaba realmente desesperado.
—Pues como quieras regresar a casa vas a tener que seguir nadando hacia
el norte. En cuanto cruces el Canal de la Mancha ya has llegado —ironicé para
quitarle hierro al asunto y por no saber qué contestarle a un muerto que quiere
retornar a su morada.
—Quiero regresar a casa —insistió—. Me gustaría ver a mi madre. La echo
de menos. Aunque, siendo realistas, quizás sea más razonable buscar a mi
regimiento y reintegrarme con ellos —se aplacó sentándose en la arena.
—Creo que eso va a ser más difícil que volver a casa. Me parece que ya
no queda nadie —argumenté yo con un escalofrío en el cuerpo al pensar en la
madre de aquel chico.
—¿Se han ido? Seguro que ya han tomado posiciones. Las órdenes eran poner
pie desde el caserío de La Reviére hasta el caserío de Hamel. ¿Dónde está
Hamel? He de ir allí.
—No tengo ni idea. No soy de aquí.
—¡Ah! ¿No? Entonces… ¿no serás alemana? —me preguntó con suspicacia.
—¿Alemana yo? Vamos a ver, chaval. Soy bajita, morena y con el pelo
rizado. ¿Tengo pinta de ser de Alemania? —otra vez yo y mis prejuicios.
—Pues he de retomar el contacto con mi unidad. Por favor, ayúdame.
—Mira… lo de encontrar a tus colegas lo mismo es complicado…
—No entiendo cómo nos lanzaron tan pronto al agua —prosiguió sin hacerme
caso—. Abrieron las compuertas de las barcazas de desembarco demasiado pronto,
había demasiada profundidad, no hacíamos pie y algunos no sabían nadar. Y
aunque supieras nadar, tampoco servía de mucho, el equipo y las armas pesaban
demasiado y te hundías sin remisión. Yo me tuve que deshacer de todo, hasta de
las botas y el casco, de lo contrario me hubiera ahogado como la mayoría de mis
compañeros.
—Si abrieron las rampas para que saltarais al agua antes de tiempo, eso
fue un fallo muy gordo. ¡Joder! Y decían que fue una operación muy bien
programada.
—¿Bien programada? ¡Ja! Quisieron hacer el desembarco con luna nueva,
por lo de que no nos vieran antes de tiempo lo que implicó que nosotros tampoco viéramos un pimiento. También debía haber pleamar para no tener que
caminar tanto, que aquí cuando baja la marea el agua se va a tomar por saco de
la costa. Deberíamos haber desembarcado el día 5 de junio y varias horas antes
nos metieron a los de primera línea en las barcazas, pero resulta que había
temporal y decidieron posponerlo un día más, el 6 de junio. Sin embargo, a los
que ya estábamos en las lanchas nos dejaron allí, casi dos días enteros, con un
vaivén horrible, hacinados, sin apenas comer, mareados la mayoría, vomitando
por las olas y el miedo… Aunque nos soltaron más lejos de lo que debían, yo
casi lo agradecí, prefería morir ahogado que encerrado en aquella lata de
sardinas. Cuando conseguí zafarme de todo el equipo, salí a flote y llegué a la
orilla, pero los alemanes nos estaban esperando disparando desde los búnkeres.
No sé qué pudo pasar. Se supone que la línea de defensa alemana debería haber
sido neutralizada por nuestros aviones y los paracaidistas. Después de seis
interminables horas agazapado tras unas dunas con los proyectiles de los nazis
pasando a centímetros de mi cabeza, decidí regresar al agua, me pareció más
seguro.
Sobrecogida por lo que estaba oyendo enmudecí imaginando el horror que
debieron pasar aquellos soldados ese día que, en la actualidad, es tan alabado
por todos. ¡Qué horror!
—Pero no encuentro a mis compañeros. ¿Qué voy a hacer? Al menos estoy
vivo —se dijo para darse ánimos.
Mientras hablaba del espanto que tuvo que vivir me fijé en un agujero de
su camisa, estaba a la altura de un costado y ahí la tela mojada presentaba un
tono más oscuro, tirando a rojo. Espeluznada me di cuenta de que era el
orificio que le había provocado alguna de las balas con las que los recibieron
los alemanes nada más pisar tierra. Yo ya sabía que aquel muchacho estaba
muerto, pero lo terrible era que él no.
Hasta ahora, entre la gente rara que me había encontrado cada uno, a su
modo, era consciente de su estado, este chiquillo no. Entre lo aterrador de su
relato y mi nuevo descubrimiento la boca se me secó y no fui capaz de decirle
nada.
Sabía por mi marido, un devorador de libros y documentales sobre la
Segunda Guerra Mundial, que en el desembarco de Normandía, el famoso día D,
murieron cerca de 5.000 soldados (casi una quinta parte ahogados y no por culpa de
las balas alemanas) y hubo unos 6.000 heridos y/o desaparecidos. Más de diez
mil vidas truncadas en un conflicto bélico absurdo, como lo son todos los
conflictos bélicos. Eso sin contar las bajas alemanas, que también fueron
muchas.
El soldado Campbell no fue el único que no consiguió volver a casa. Miles
de jóvenes no regresaron jamás; miles de madres perdieron a sus hijos mientras
estos las echaban de menos.
El muchacho, consciente de mi silencio, se levantó de la arena y se
volvió a internar en el mar.
—¿A dónde vas? —le pregunté.
—Quiero regresar a casa.

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