Con el corazón en un puño debido al encuentro con el soldado Campbell me desplacé unos kilómetros al oeste, hacia una fortificación alemana en la que había varios cañones.
—Esta es la batería de Longues-sur-Mer. Forma parte de una extensa línea de fortificaciones defensivas que los nazis construyeron para protegerse de una invasión de los aliados. A toda la línea defensiva se le llamó Muro Atlántico —me explicó mi marido todo entusiasmado.
El entusiasmo de mi media naranja con el mundo bélico nunca lo he entendido. No conozco a nadie más pacifista que él, por no hablar de que se tiró toda la mili renegando de la pérdida de tiempo, pero sabe más de armamento que muchos ministros de defensa. Paradojas de la vida.
—Estos cañones —prosiguió mi churri con un brillo en los ojos— son de 150 mm.
—¿Quince centímetros? Pero si miden por lo menos seis o siete metros —le repliqué mirando la mole de metal.
—150 mm es el diámetro de la munición —me contestó con cierto tonito condescendiente, sabedor de que yo sobre armas y municiones no tengo ni pajolera idea, como había quedado de manifiesto con mi absurda pregunta—. Son de largo alcance. Desde aquí dispararon a los buques aliados cuando vieron que se acercaban a la costa.
Los cañones en cuestión, que medían bastante más de quince centímetros, estaban protegidos por una especie de carcasa de hormigón armado. Dentro de esa carcasa supuse que se colocarían los artilleros para darles caña a los aliados.
—Disparaban a los buques, ¿y también a los soldados que desembarcaron? Porque desde aquí no se ve la playa —pregunté pensando en el soldado inglés y sus compañeros.
—No, a esos les disparaban desde una línea más cerca de la costa, en los búnkeres que están a unos metros de la arena, donde terminan las dunas.
Mi marido siguió contando aspectos técnicos de los dichosos cañones, creo que dijo algo de que eran de fabricación checoslovaca, pero no estoy segura porque empecé a sentirme mareada. Todo me daba vueltas y caí al suelo. Pensé que había perdido el conocimiento porque al abrir los ojos ya era de noche. Aturdida miré a mi alrededor y no vi ni a mi marido ni a nadie del grupo con el que viajaba. «¿Me han dejado sola?», me dije, enfadada. «¡No me lo puedo creer!».
Sin embargo, no estaba sola. Dos hombres hablaban en voz baja. Su actitud me resultó sospechosa por lo que no me di a conocer. Sin hacer ruido y procurando que no me vieran me acerqué a ellos parapetándome tras un bloque de piedra.
—Ya llegan, tío, ya llegan.
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—Que llegan los aliados.
—No flipes, agonías, que eres muy agonías. No puede ser. El Führer dijo que el desembarco iba a ser en Calais. Es lo lógico, es el tramo más estrecho que separa Gran Bretaña con Francia.
—Pues el Führer se equivoca. Están aquí —replicó el agonías mirando por unos prismáticos—. Estoy viendo varios acorazados y destructores.
—¡Buques de guerra! ¿Estás seguro?
—Pesqueros no son y embarcaciones de recreo tampoco. Estos no vienen de vacaciones.
—¡Joder! Hay que avisar al jefe de la defensa. Voy a pedir que me pongan con el mariscal —dijo el otro soldado acercándose a una radio.
—¿Con Rommel? Pues busca el número de Berlín porque aquí no lo vas a encontrar. Se ha ido a celebrar el cumpleaños de su mujer.
—¿Qué dices? ¿No se halla en Francia? Nos están dando la murga con lo de que los aliados están al caer y ahora que vienen, él se va. ¡Manda huevos!
—Como el parte meteorológico decía que estos días iba a hacer mal tiempo supuso que esta semana no vendría nadie por mar. De hecho, hay bastantes olas. La verdad, no sé cómo se les ocurre a estos —el agonías señaló hacia los barcos— intentar desembarcar con tanta marejada.
—Pues habrá que avisar a alguien.
—Que decidan los que llevan galones. Llama a algún mando.
El aludido habló con alguien a través de la radio y en unos minutos un coche apareció. Del vehículo se bajó un tipo con gorra de plato y con un uniforme de color gris verdoso, en la pechera de su guerrera lucía una aparatosa insignia con un águila y una cruz gamada. Los dos soldados que estaban en el cañón, el agonías y su compañero, se cuadraron en cuanto le vieron.
—¿Qué es eso de que llegan los aliados? Si deciden atacar, será por Calais, el punto más cercano al continente desde la pérfida Albión. Deme sus prismáticos —le dijo el recién llegado al agonías.
—¡A sus órdenes, coronel! —contestó el aludido más tieso que un palo.
Cuando el oficial comprobó con sus propios ojos que los soldados no mentían puso cara de circunstancias.
—¡Ya están aquí! Neutralizaremos la invasión hasta que nos lleguen los refuerzos. Prepárense todos para disparar en cuanto estén a tiro y siguiendo las coordenadas de los observadores —les gritó a los soldados—. Voy a dar orden de ametrallar desde los búnkeres a los efectivos que consigan llegar a la playa. Pero necesitamos que movilicen las divisiones Panzer, que las traigan desde Calais a Normandía. Esa orden solo puede venir del Führer —añadió pinzándose el puente de la nariz—, pero su interlocutor es Rommel. Y el mariscal está en Berlín. Ya podía cumplir años su santa esposa otro día. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¿Qué hacemos?
Los dos soldados se miraron entre sí porque no sabían si la pregunta era retórica o realmente les estaba preguntando a ellos cómo actuar.
—Voy a llamar yo directamente a la Cancillería del Reich. A ver qué pasa —continuó el coronel para alivio de los reclutas que se vieron exentos de tomar decisiones—. Soldado, páseme la radio.
Tras trastear con el aparato un buen rato, el oficial consiguió línea con Berlín. Allí le dijeron que el jefe estaba de veraneo, en los Alpes. Un buen rato después consiguió comunicación con Berghof, donde se ubicaba la residencia de verano de Hitler. Desde mi escondite asistí a toda la conversación.
—Guten morgen (buenos días, en alemán). Aquí el coronel Schneider. Llamo desde el frente del Muro Atlántico. ¿Está el Führer? Que se ponga.
—¿Guten morgen? —contestaron desde el otro lado de la línea—. Dirá más bien Gute nacht (buenas noches, en alemán). ¡Son las cinco de la madrugada! No son horas de llamar.
—Lo sé, pero necesito hablar con Herr Hitler, es importante.
—El jefe está durmiendo y no le gusta que le interrumpan el descanso porque se pone de muy mala leche, así que deje su mensaje y ya le avisaremos, que no son horas, caramba.
—Dígale que los aliados están desembarcando en Normandía, lejos de Calais. Necesitamos que dé la orden de movilizar las divisiones Panzer, no sabemos cuánto tiempo podremos retenerlos.
—Vale, tomo nota. Cuando se despierte ya le paso el recado.
El coronel cortó la comunicación y se quitó la gorra para rascarse la nuca. A pesar de que hacía bastante frío pude ver cómo sudaba profusamente.
—A esperar —les dijo a los dos soldados que no salían de su asombro tras escuchar la conversación por radio.
Miré el reloj que tenía el oficial, marcaba las 5:30h, y me dije que, siendo alemán, Hitler no tardaría mucho en despertarse así que en breve el coronel recibiría instrucciones. Me equivoqué. Hitler era muy alemán y muy ario para muchas cosas pero en lo de madrugar parecía español porque el tiparraco se despertó a las 12 de la mañana. Ya le vale.
Transcurrieron siete horas amenizadas con un concierto de cañonazos de las baterías hacia los miles de barcos que se veían en el mar y ráfagas interminables de ametralladoras que, desde el borde de la playa, impedían a los desembarcados avanzar. El ruido era ensordecedor. Esas largas horas a mí se me hicieron eternas, porque estaba convencida de que sufría una alucinación y temía los posibles daños cerebrales que me la estaban causando.
Mientras yo esperaba salir de esa pesadilla y el oficial se mesaba su rubio cabello, la radio volvió a sonar. El Führer había despertado ¡Por fin!
—¿Coronel Schneider? —se oyó al otro lado de la línea.
—Al aparato —contestó el rubio.
—Le he pasado su mensaje a Herr Hitler y dice que no se lo cree.
—¿Están dudando de mi palabra? Con el debido respeto: ¡esto es intolerable!
—No. A usted sí le cree. Lo que no se cree es que estén desembarcando de verdad. Piensa que es una maniobra de distracción y que el verdadero desembarco será en Calais, como él ha estado diciendo desde hace meses. Las divisiones Panzer se quedan donde están.
—Vamos a ver. Hay cientos de buques de guerra y miles de lanchas de desembarco. Llevan saltando al agua soldados en cinco playas desde hace ¡siete horas! Esto no puede ser un amago de desembarco. ¡Soldado! —gritó girándose a los artilleros— ¿Cuántos efectivos han llegado ya a las playas?
El agonías, sin dejar de disparar el cañón a su cargo y alzando la voz para que se le oyera respondió:
—Más de cien mil, según nos dicen los de transmisiones, pero siguen llegando muchos más. Y menos mal que los primeros se han ahogado porque los soltaron antes de tiempo. De momento están parapetados tras unas dunas porque las metralletas de los búnkeres los mantienen a raya, pero no sé cuánto tiempo vamos a aguantar así si no nos mandan refuerzos, mi coronel.
—¿Ha oído, señor? ¿A usted le parece que desembarcar cien mil soldados es una añagaza?
—Pues a lo peor no. Espere. Voy a consultar.
Volvieron a pasar un par de horas más y entre tanto llegaban más y más soldados aliados, algunos sin ningún tipo de impedimenta porque se habían desprendido del equipo para poder salir a flote, esos eran los primeros en caer abatidos por las metralletas de la línea costera. Sin embargo, las cosas se estaban complicando para los alemanes, porque habían aparecido en el cielo aviones que empezaban a lanzar bombas. Dado que yo estaba ahora en ese bando, y por mucho asco que me dieran los nazis, recé para que se salvaran, al menos los que disparaban el cañón al lado del cual me encontraba.
—Coronel, nos van a aniquilar, son muchos —espetó el agonías—. ¿Cuándo llegan los refuerzos? Esas divisiones Panzer preparadas desde hace meses para combatir la invasión tendrían que estar aquí ya, porque tan cierto es que nos están invadiendo como que yo me llamo Johannes.
El oficial cerró los ojos unos instantes antes de contestar.
—Dejen la posición. Aquí no hacemos nada. No voy a dejar que mueran mis hombres mientras en Berlín o en los Alpes están decidiendo si esto es de verdad o no. Estoy hasta la esvástica de tanto militar que hace la guerra desde un despacho. Daré la orden de retirada a toda la batería. Buen trabajo, soldados. Nos replegamos a Caen.
—¡A sus órdenes, coronel! —respondieron al unísono los dos combatientes.
Una vez que el oficial se fue en el coche, el agonías de Johannes le dijo a su compañero:
—Este —señaló con la barbilla al coronel— acaba gaseado en Auschwitz, se le va a caer el pelo por dar la retirada.
—Eso no es problema nuestro. Coge la radio que nos largamos.
—¡Espera! Hay alguien ahí, he visto una sombra.
Por desgracia, la sombra a la que se refería el agonías era yo. Cuando fijó la vista y me vio bien, se encaminó hacia mí con la mano levantada.
—¡Una espía!
Cerré los ojos en un reflejo instintivo para no ver lo que se me venía encima. Entonces sentí un cachete flojito en la cara, muy suave para venir de un soldado alemán que se encaraba con quien él creía una espía. Abrí los ojos y vi el rostro de mi marido.
—Te has desmayado. ¿Qué te ha pasado? Menos mal que ya vuelves en ti. Parece una bajada de tensión —me dijo mirándome detenidamente— Vamos a tomarnos un café para que te repongas, aunque ya es algo tarde y los franchutes cierran muy pronto los bares. Lo mismo no encontramos nada abierto.
—Claro, tanto bombardeo y tanto esperar a que Hitler se despierte... hemos perdido el tiempo —añadí yo aún aturdida por lo que acababa de vivir.
—¡¿Qué?!
—¡Que no son horas!

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