Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

5 de octubre de 2025

Un paseo por Francia: El pirata con contrato.

 

Tras varios días recorriendo el valle del Loira nos desplazamos al norte de Francia, a Bretaña. El primer lugar de esa región donde recalamos fue Dinan, un pueblecito digno escenario para el cuento de La Bella y la Bestia. Tras visitar sus preciosas y coquetas calles nos fuimos a Saint-Malo.

Cuando viajo busco lugares muy diferentes a los que frecuento, por eso de que en la variación está el gusto. Por donde yo me muevo suele haber bastante gente ya que vivo en una gran ciudad. Las aglomeraciones no me asustan, pero tampoco me agradan, aunque esté acostumbrada. Por eso, cuando llego a un lugar donde hay pocas personas me relajo y disfruto del momento.

En Saint-Malo no me relajé nada de nada, porque aquello estaba petado de turistas. La localidad está situada en pleno Canal de la Mancha y tiene unas bonitas playas.

Debido a su emplazamiento (si uno se pone a nadar todo tieso para el norte llega a Gran Bretaña) tiene un pasado marítimo lleno de episodios bélicos. En esta ciudad se atrincheraron los alemanes en la Segunda Guerra Mundial cuando desembarcaron los aliados unas cuantas playas más al este. Pero antes de la confrontación mundial, Saint-Malo vivió momentos de luchas intensas pues llegó a ser una república independiente a caballo entre el ducado de Bretaña y el reino de Francia. Tanto los bretones como los franceses se querían apropiar de Saint-Malo y el pequeño estado tuvo que defenderse. Todo lo anterior explica por qué toda la ciudad es una auténtica fortaleza amurallada.

Además, su situación geopolítica propició que la ciudad fuera el refugio de corsarios y piratas. De hecho, todo el merchandising turístico está focalizado en esta cuestión, de tal manera que más parece un parque temático sobre piratas que una ciudad costera.

Intentando alejarme de la aglomeración turística y de las tiendas con maniquíes de Jack Sparrow, me interné entre sus estrechas callejuelas. Fuera ya de las vías principales hallé la paz deseada. Callejeando y sin saber muy bien a dónde iba me topé con una construcción llamativa.




     Se trataba de una casa con una pequeña torre adosada. La torre en sí ya era admirable porque su base era circular, pero arriba tenía la forma de un octógono, terminando en un tejado puntiagudo. En la casa, un coqueto balcón sobresalía de la fachada, mientras que las ventanas blancas, a juego con la puerta, destacaban en la piedra marrón. El acceso a la pequeña torre se hacía a través de una sugestiva puerta roja.

El cartel que se encontraba al inicio del callejón explicaba que en aquella casa se había alojado la duquesa Ana. No tenía ni idea de quién era esa señora (probablemente la guía lo habría contado en el bus, pero, de nuevo, yo había aprovechado el trayecto para dormir), así que busqué en Google.

Ana de Bretaña fue duquesa de ídem y reina de Francia en el siglo XV, resultó ser una buena gobernante del ducado y mecenas de las artes. Hasta aquí, su currículum me dejó bastante fría. Lo que me impactó fue averiguar que estuvo 14 veces embarazada, pero de esos embarazos solo llegaron a término 7 y de esos siete hijos tan solo dos sobrevivieron. Ya sabemos todos que la mortalidad infantil ha sido muy elevada hasta hace bien poco, pero, aun así, el sufrimiento de esta madre tuvo que ser enorme. Encima, la pobre mujer, se murió con 36 años.

Mientras estaba fotografiando la construcción, oí un ruido estridente de goznes mal engrasados. En el silencio de aquel callejón ese estrépito retumbó en mis oídos haciéndome dar un respingo. Buqué el origen del escándalo, y resultó que procedía de la puerta roja de la torre: se estaba abriendo lentamente. Como era de día y lucía un sol espléndido no sentí temor, pero esa escena me ocurre de noche y me falta calle para salir corriendo.

Me quedé parada esperando ver quién se disponía a salir de tan peculiar lugar. Lo primero que pensé, dada mi experiencia y tendencias paranormales, es que me iba a encontrar con Ana de Bretaña, al fin y al cabo, esa fue su casa.

Sin embargo, quien surgió no se parecía a ninguna duquesa. No es que yo tenga mucha experiencia en el trato con duquesas del siglo XV (ni de ningún siglo), pero me da que no llevan trabuco ni espada al cinto como el señor que se me plantó delante. A las armas que portaba había que añadir a su atuendo unos pantalones embutidos en unas botas de caña muy alta que le tapaban las rodillas y una casaca entallada de un color parecido al rojo llena de lamparones y remiendos. Un sombrero de tres picos coronaba su cabeza dejando entrever una larga melena recogida en una coleta. La barba, que le tapaba media cara, estaba entrelazada por diminutas trenzas.

—¿Quién será este? Por las pintas parece un pirata —me pregunté y me contesté a la vez.

Tanto la pregunta como la respuesta las hice en voz alta por lo que el susodicho me oyó.

—Distinguida dama, erráis en vuestro juicio pues no soy ningún pirata bandido.

Tras asegurarme de que se dirigía a mí (lo de «distinguida dama» me había hecho pensar que había alguien más en la escena) le contesté:

—Perdone. Como toda la ciudad está dedicada a los piratas me he dejado llevar por el ambiente.

—Perdonada estáis. Os confieso que os ha salvado vuestra condición femenina, de haber sido un varón habría pagado con su vida el llamarme pirata.

—Lamento haberlo ofendido. ¿Entonces, cuál es vuestra profesión? —insistí porque seguía pensando que las pintas que llevaba eran típicas de los piratas, por muy ofendido que se sintiera.

—Me llamo René Duguay-Trouin, soy corsario al servicio de su majestad Luis XVI.

¡Corsario! O sea, pirata con «patente de corso», una autorización por la que un estado concedía al propietario de un buque particular la posibilidad de ir armado y atacar los intereses (barcos, ciudades…) de un país enemigo. Corsarios, piratas, a mí siempre me parecieron iguales: ladrones que asaltaban buques, ni más ni menos. Dada la beligerancia de quien tenía delante no me atreví a mostrar mi opinión abiertamente; aun así, le dejé entrever qué pensaba yo de los corsarios.

—Así que, usted ataca barcos en alta mar y los… desvalija.

—Barcos enemigos —puntualizó él ajustándose la casaca.

—Ya. Barcos enemigos con ricos tesoros que ustedes se quedan.

—Bueno, algo habrá que cobrar por los servicios prestados —sonrió enseñando una dentadura cariada.

—Claro, porque su rey no les daba un sueldo, ¿no?

—El acuerdo firmado con su majestad dictamina que los emolumentos dependen del botín obtenido. En los asaltos incautamos lo que encontramos y nos lo quedamos. Lo pone en el contrato.

—Pero eso es lo que hacen los piratas —le espeté a riesgo de que se olvidara de mi condición femenina y decidiera darme matarile con el trabuco o con la espada.

—Estáis equivocada, señora mía. Los piratas actúan por su cuenta. Los corsarios lo hacemos por orden real, tenemos permiso. ¡Firmamos un contrato!

Me pareció una respuesta hipócrita, pero lo cierto es que lo dijo con una candidez que demostraba lo convencido que estaba de actuar con corrección.

Mi débil instinto patriota afloró pensando en cuánto oro y plata procedente de América perdieron los españoles por culpa de ese tipo de ataques, aunque, la verdad sea dicha, la mayor parte acabó en el fondo del mar a causa de las tempestades. No obstante, no pude evitar seguir tocándole un poco las narices.

—Si tan enemigos son los buques asaltados, ¿no sería mejor que los atacara la armada del país contrario en lugar de enviar a los pira… corsarios?

—Es que, la mayoría de las veces, no se disponen de suficientes navíos, por eso recurren a nosotros —contestó encogiéndose de hombros.

—Acabáramos. Es decir, recurren a mercenarios.

—Corsarios.

—Vale. Y… ¿no saca usted mucho rédito? —le pregunté mirando el mal estado de su ropa.

—Mi indumentaria no es la adecuada para un servidor del rey, lo reconozco —respondió dándose cuenta del porqué de mi pregunta—, pero es que Saint-Malo no es la corte. Aquí me relajo y soy más yo. Aflora mi verdadero ser.

«El de un ladrón», me dije a mí misma y teniendo mucho cuidado de no decirlo en voz alta.

—Lo que obtenemos mis hombres y yo por asaltar a los ingleses y a los holandeses, preferimos gastarlo en juego y mujeres —prosiguió.

—¿Ingleses y holandeses?

—Sí. Son nuestros enemigos. No los dejamos ni a sol ni a sombra. Para ellos somos un grano en el culo —espetó riéndose a carcajadas.

Saber que no atacó barcos españoles hizo que mi débil sentido patriótico (que en el extranjero se hacía más fuerte) volviera a aflorar y empecé a mirarlo de otra manera. Si les daba caña a los británicos y a los altivos y violentos holandeses que tanto nos incordiaron a nosotros pues bien merecido lo tenían. Donde las dan, las toman.

Con otra percepción sobre su persona tras saber quiénes eran objeto de su rapiña, decidí averiguar más sobre él.

—¿Todos los ataques que ha realizado han sido exitosos? Es decir, supongo que los barcos asaltados se defienden, ¿nunca ha tenido que abandonar alguna presa?

—El intríngulis consiste en atacar barcos que no sean de la armada, o sea, barcos que transportan mercancías. Primero porque llevan botín y, segundo y no menos importante, porque no están tan bien armados como los militares. No obstante, he sufrido algún que otro revés. Una vez fui apresado y encarcelado en Inglaterra.

—¿Cómo salió de allí? ¿Pagando un rescate?

—Utilizando mis armas.

—¿Estaba en la cárcel armado? —exclamé con los ojos como platos— ¿No le cachearon antes?

—Bueno, el arma que empleé no me la podían quitar. Cuando digo arma no me refiero a estas —dijo mirando el trabuco y la espada—, sino a otras… que no se ven a simple vista.

Creí que se refería a su locuacidad porque los franceses son únicos mareando la perdiz. Lo mismo, a este le dio por aturdir al carcelero con una interminable verborrea y le dejó libre con tal de no oírle, aunque eso me parecía poco serio viniendo de los ingleses.

El propio corsario me sacó de dudas. Se me acercó y, con sonrisa picarona, me dijo al oído.

—Enamoré a una inglesa.

Enarcó las cejas y sonrió ampliamente. Tras unos instantes de confusión, enseguida pillé de qué arma hablaba. No pedí más explicaciones por no sufrir otra de las características de los franceses: lo ufanos que están de sus capacidades amatorias. Allá por donde vas, presumen de que nadie liga y hace el amor mejor que ellos. Yo creo que no se puede generalizar. En cualquier caso, al corsario que tenía delante aquello le funcionó si consiguió salir de prisión. Detrás de toda leyenda siempre hay algo de verdad.

—Si me vieran mis padres… Ellos, que querían que fuera cura.

—¿En serio?

—Sí. Estaba destinado a ser eclesiástico, pero yo prefiero usar las armas. Todas… —añadió enarcando de nuevo las cejas—. Menos mal que no me doblegué a los designios paternos. Anda que no me lo pasé yo bien en Brasil. ¡Qué mujeres!

—¿Brasil?

—En once días tomé Río de Janeiro, y eso que se suponía que la ciudad tenía unas fortificaciones inexpugnables. Me tuvieron que pagar un buen caudal en forma de rescate y encima les obligué a liberar más de 1.000 presos franceses. Aunque yo solo me limité a seguir las cláusulas del contrato, no es de extrañar que Luis XVI me tenga en tan grande estima,

«Y que los portugueses te tengan manía» añadí yo para mis adentros.

—Lo siento, encantadora dama, pero tengo que asistir a una partida de naipes y no quiero hacer esperar a mis camaradas.

Una vez más, miré a mi alrededor por ver si había alguien más ya que no me di por aludida con lo de «encantadora dama». Tras hacerme una reverencia se alejó a la vez que añadía sin volverse:

—No todo ha de ser asaltar barcos. Los corsarios también tenemos derecho a tiempo de asueto. Lo pone en el contrato.






20 de septiembre de 2025

¿Cuánto va a durar esto?

 


Este es un microrrelato correspondiente al microrreto de El Tintero de Oro. Las premisas son:

"Escribe un micro de hasta 250 palabras en el que se narre una historia que tenga como protagonista un cuadro, escultura o similar, el cuadro puede ser el mismo protagonista o lo que aparezca en el mismo puede servir de hilo para una historia."

He tomado como cuadro Las Meninas de Velázquez.

¿CUÁNTO VA A DURAR ESTO? (249 palabras)


—Alteza, ¿cuánto va a durar esto? Tengo la mano dormida de tanto sujetar el búcaro. Bien podíais hacerme el favor de cogerlo vos misma.

—¿Y moverme? No lo quiera Dios, me arriesgo a que me regañe el de los bigotes, que tiene mucho gracejo andaluz, pero también un genio de mil demonios.

—Nadie osaría reprenderos, señora. Sois la infanta Margarita, hija de los reyes de las Españas.

—Quita, quita, Agustina. Velázquez tiene mucho predicamento con mis padres. ¿No te has dado cuenta de que no pierden detalle de la pose?

—Sí, los veo reflejados en el espejo a vuestra espalda. Tampoco pierde ripio ese señor que está en la puerta, el chambelán.

—Un cotilla de aúpa. A ti se te duerme la mano, pero yo voy a acabar con una tortícolis importante.

—¡Vive Dios que esto no es para cristianos! Se me han adormecido las piernas y eso que las tengo bien cortas.

—Maribárbola, cuida tu lengua. Ser bufona de la corte no te da dispensa para hablar como quieras. Toma ejemplo del perro, un animal sin raciocinio y no se ha movido un ápice.

—Porque lo sujeta Nicolasito. Además, al contrario que nosotras, está tumbado, y eso algo ayuda a soportarlo.

—Ya puede quedar bien el cuadro porque tanta inmovilidad es una tortura. Espero que esto lo vea mucha gente.

—Puede, alteza. Pero nadie sabrá de nuestro sufrimiento para posar.

—Quién sabe. Quizás alguien se decida a contarlo en algún reto de relatos.







12 de septiembre de 2025

Un paseo por Francia: La amante destronada

La tarde se presentaba incierta en cuanto a climatología, algunas nubes cargadas de agua amenazaban el día que tan soleado se había mostrado por la mañana. Un tímido sol peleaba por aparecer entre ellas para dar más luz y realce al entorno.

Aunque el lugar en el que me hallaba no necesitaba de aditamentos para realzarse porque el castillo de Chenonceau se basta y sobra para destacar y dejar boquiabiertos a cuantos lo contemplan.

 



Este castillo forma parte del conjunto de construcciones emplazadas en el valle del Loira, aunque el río que pasa literalmente por debajo de él es el Cher, afluente del que da nombre al valle con tantos castillos.

A esta construcción también se le llama el Castillo de las Damas. El motivo fue explicado por la guía en el autocar, pero yo, una vez más, me lo perdí porque me dediqué a dormir durante el trayecto. Es lo que tiene madrugar tanto cuando estás de vacaciones.

En cuanto me acerqué y comprobé que este castillo también tenía foso me centré en mi obsesión: encontrar dragones. El resultado fue el de siempre, por lo que pronto abandoné mi búsqueda y me adentré en el interior del edificio para visitar los aposentos reales.

Sabía que allí había vivido una reina muy interesante: Catalina de Médici. Mi interés por este regio personaje se basaba en su afición por las plantas medicinales, aunque sus detractores siempre la acusaron de que ese afán por conocer el uso de las plantas no tenía nada que ver con la terapéutica y sí con el envenenamiento. De hecho, la apodaron la Reina Serpiente porque se movía en la política arteramente y utilizaba veneno para ayudarse en el gobierno. Yo no lo tengo tan claro ya que lo primero que visité fue la botica real que ella misma fundó y se preocupó de abastecer, así que creo que su intención primigenia fue la de utilizar los conocimientos botánicos para sanar.

 

Dentro de los aposentos reales pude visitar la habitación de la propia Catalina. Un lugar amplio y recargado con mucho tapiz, porcelana y dosel con bordados dorados, una ornamentación propia del siglo XVI que haría llorar de impotencia a un decorador de Ikea.




        —Esta habitación es la mejor de todas —me dijo alguien a mi espalda.

Al girarme me encontré con una mujer vestida de terciopelo negro y blanco, con una diadema que recogía su pelo rizado y de la que pendía una perla que adornaba una frente con un cutis blanquísimo.

Cuando vi la facha de esa mujer pensé que me volvía a topar con alguien «raro» y dado que me hallaba en los aposentos de Catalina tuve claro que debía tratarse de ella, la Reina Serpiente.

Sin saber muy bien si debería hacer una reverencia o algo así, bajé la cabeza en señal de respeto y le dije atolondrada.

—Encantada de conocerla, Su Majestad.

—No, no. Yo no soy reina —contestó con un rictus de amargura—. Aunque tuve tanto poder como si lo fuera.

Mi gozo en un pozo. No era Catalina, lo que me habría gustado para platicar sobre esas plantas que decían conocía tan bien. En fin, qué se le iba a hacer.

La mujer al ver mi cara de decepción añadió:

—Me llamo Diana.

¿Lady Di? A esa la conocía de las revistas del corazón y no se parecía en nada, además el lugar y cómo iba vestida no me cuadraban. Menos mal que la mujer vino a añadir más información para orientarme.

— Soy Diana de Poiters. Dama de Anete, Gran Senescala de Normandía, Condesa de Maulévrier, Vizcondesa de Bec-Crespin y de Marny.

Los títulos parecían de postín, pero mis conocimientos sobre heráldica son nulos y me quedé con el primer nombramiento, Dama de Anete.

—Eres una dama de compañía de Catalina de Médici.

Ante mi comentario el rostro blanquísimo de la susodicha adquirió un tono cárdeno muy poco saludable pues era fruto de la inmensa ira que la estaba embargando. Incapaz de hablar me señaló con un dedo tembloroso con el que parecía querer fulminarme.

—Co… co… como te atreves a insinuar que fui amiga de esa… de esa… arpía, desgraciada, asquerosa, bruja, adefesio, asesina, intrigante de Catalina.

No sabía quién era Diana de Poitiers, pero tenía muy claro que a la tal Diana, Catalina de Médici no le caía bien.

—Siento haberla ofendido, señora —dejé el tuteo por no enfadarla más—. Pero como estamos en los aposentos de la reina…

—Pues deberías ver los míos, no son tan amplios, pero tuvieron mucha más importancia. Allí el rey pasaba más tiempo que en su consejo de gobierno y, por supuesto, que aquí.

Esto último lo dijo mirando la habitación con cara de asco.

Con ese comentario llegué a la conclusión de que Diana era una de las cortesanas que solían calentar la cama de los reyes fuera del lecho conyugal.

—Entiendo, entiendo. O sea que usted fue… una amante del esposo de Catalina, o sea de… Enrique II de Francia —añadí leyendo el folleto que nos habían dado en la entrada.

—¿Una? —El color rojo acudió otra vez a su rostro—. ¡La! ¡La amante! Este castillo me lo regaló él. Es cierto que mi Enrique tuvo otras distracciones, Filipa, Marie, Colette… Pero yo fui la más importante.

Con tanta querida, no me extraña que el padre de Enrique, Francisco I, decidiera poner una escalera de doble hélice, tal como me explicó Da Vinci unos días atrás. Ese tipo de escaleras debían de tener un tránsito muy concurrido por las noches.

—Yo siempre fui la primera en el corazón del rey. Seguía mis consejos para gobernar, incluso después de que esa entrometida apareciera en la corte —prosiguió la mujer mirando la cama que fue de Catalina—. Una corte que siempre le vino grande a esa zarrapastrosa venida de Italia y recogida de un convento porque no tenía dónde caerse muerta. La huérfana pordiosera dada en matrimonio por compasión cuando Enrique no era el heredero pero que, por designios del destino, acabó reinando Francia. Una palurda con suerte.

En este momento decidí salir en defensa de la reina. El recuerdo de la botica real que fundó me hacía hermanarme con ella y creí necesario apoyarla.

—Bueno… palurda, palurda… Se rodeó de sabios, incluso, creo recordar que era amiga de Nostradamus, un médico y boticario, con renombre.

—¡Bah! ¡Cantamañanas!

Nostradamus tuvo sus cositas cuando le dio por profetizar, pero fue un prestigioso médico y buen conocedor de las plantas medicinales. Como no quería polemizar ni cabrear más a Diana, cambié de tema.

—¿Y si el castillo le pertenece a usted qué hace la habitación de la reina aquí?

—Cuando Enrique murió, esa malnacida me echó de aquí.

—Mujer, es comprensible. Tener a la amante de tu marido bajo el mismo techo recordando constantemente los cuernos no debe de ser plato de buen gusto.

—Esa infame solo trajo desgracia a este país. Maldita la hora en que llegó. Es responsable de la muerte de muchos franceses. Una traidora en toda regla, apoyó a los hugonotes para luego masacrarlos en la matanza de San Bartolomé.

Acudí presta al folleto informativo para saber de qué estaba hablando, al tiempo que anotaba mentalmente no volverme a quedar dormida en el autocar para no perderme las explicaciones, porque luego te encuentras con alguien que estuvo allí y te pone en un aprieto.

No obstante, Diana siguió iluminándome sobre el historial de Catalina.

—Su único afán fue salvaguardar la dinastía Valois a costa de lo que fuera. Tuvo nueve hijos, tres fueron reyes, aunque los dos primeros acabaron muriendo tempranamente, pero a todos los sostuvo ella en el poder con sus intrigas y sus alianzas que rompía sin pudor si la situación lo requería.

El folleto que yo consultaba también añadía que, si no hubiera sido por Catalina, probablemente sus hijos no se habrían mantenido en el trono. Según hablaba Diana yo no vi nada raro, al menos nada que no hubiera hecho un hombre en su lugar y su época. Empeñarse en retener el poder es algo que han estado haciendo los poderosos desde siempre, aliándose con quienes les convenía para traicionarlos si les reportaba más poder. En el caso de los hombres se veía como algo normal, pero cuando era una mujer quien se comportaba así entonces llovían las críticas y los insultos. No me pareció justo, y menos que quien tanto la atacaba fuera otra mujer, aunque en el caso de Diana puede que la moviera el despecho de ser expulsada de un castillo que en realidad era suyo, además un castillo precioso; el rey Enrique debía de ser muy rumboso o Diana una amante muy buena porque le entregó un pedazo de regalo, sí señor.

Diana siguió despotricando contra Catalina un buen rato, llegó un momento en el que me di cuenta de que se había enrocado en su diatriba y ni siquiera me estaba hablando a mí. Intenté interrumpirla, pero fue en vano. Decidí seguir con mi visita y la dejé en los aposentos de su más acérrima rival echando pestes de ella.

Cuando abandoné el lugar averigüé que el nombre Castillo de las Damas, se debía a las mujeres influyentes y notables que, a través del tiempo, vivieron allí: Diana de Poitiers, Catalina de Médici, Caterina Briçonnet (inició la construcción del castillo), Luisa de Lorena (viuda de Enrique III, nuera de Catalina) y Louise Dupin (mecenas de filósofos y defensora del castillo durante la Revolución Francesa).

Pero estaba claro que, de todas ellas, la palma se la llevan las dos primeras, porque, en mis averiguaciones, supe que de los dos jardines que jalonan los lados del castillo, uno lo diseñó Diana y el otro, Catalina. E incluso en algo tan trivial ahora se especula cuál de los dos es más bonito. El de Diana, lleno de caminos que atraviesan praderas de césped, grande, majestuoso y con pretensiones; el de Catalina, más pequeño y recogido, con plantas coloridas de propiedades terapéuticas, íntimo, elegante y sencillo. Esas dos mujeres fueron rivales mientras estaban vivas y seguían siendo rivales una vez muertas.

Dos mujeres tan inteligentes si hubieran aunado fuerzas habrían formado un tándem muy productivo, pero la sociedad y el tiempo que les tocó vivir las abocaron a enfrentarse en lugar de aliarse. Una pena.

Como rechazo al papel que la historia les había asignado, me marché de Chenonceau pensando en Diana y Catalina como en dos mujeres excepcionales que no se merecían seguir peleando durante toda la eternidad. Si alguien me preguntara a quién prefiero yo diría que a las dos por igual, aunque me temo que esta contestación salomónica no les iba a gustar a ninguna de ellas.

 

 






4 de septiembre de 2025

Un paseo por Francia: El arquitecto del rey

La mañana lucía espléndida. La espesa y abundante vegetación proporcionaba frescura al ambiente. El río, que en las cercanías fluía manso, añadía intensidad y color al escenario. El día se presentaba prometedor.

Me dirigía a visitar el castillo de Chambord, el primero de una extensa lista diseñada para viajar por el Valle del Loira, en la zona central francesa. A ese valle lo llaman el jardín de Francia por hallarse allí una gran cantidad de monumentos históricos adornados con jardines decorativos que dan mayor realce a las construcciones. La mayoría de los chateaux son de la época renacentista por lo que un español a ese tipo de castillos los suele llamar «palacios» mientras que, en la península ibérica, donde tantas fortalezas hubo que levantar durante la llamada Reconquista, reservamos el concepto de castillo para las fortificaciones más antiguas y con una función militar.

Castillos o palacios, me disponía a ver unos cuantos. Mi filiación con los castillos viene de antiguo; desde pequeña me atraen porque los asocio con la existencia de dragones. Creo que la fijación se debe a los cuentos de mi niñez, aunque, bien mirado, en esas historias no es que salgan muy a menudo estos seres imaginarios, pero se ve que los pocos cuentos en los que aparecían me impresionaron y de ahí que ahora ande buscando dragones en cuanto veo un castillo. No profundizaré más porque eso ya sería tarea de un psicólogo o quizás, mejor, de un psiquiatra.

El chateau de Chambord fue construido a principios del siglo XVI. Las guías turísticas lo definen como «un castillo de arquitectura renacentista francesa muy distintiva, donde se mezclan formas tradicionales medievales con estructuras clásicas italianas». Yo lo defino como «un castillo muy grande y muy pintón». Tiene mogollón de torres y, lo más llamativo, un foso grande con agua y todo, así que a allí me dirigí como una flecha por ver si había alguna oquedad que comunicara con los sótanos del castillo y esperar ver salir de ahí mi deseado dragón. Mientras mis acompañantes se dedicaban a fotografiar y pasear por el entorno, yo estaba sentada en un poyete mirando el foso como una pánfila.


—¿Se puede saber qué estás mirando?—dijo una voz con acento italiano.

Supuse que me estaba hablando alguno de los turistas que iban en mi autocar (aunque lo del deje italiano no me cuadraba porque en ese bus todos éramos españoles) y le contesté sin mirarle.

—Nada, estoy observando el foso. Me atrae mucho.

No entré en más detalles por no dejar claro a mi supuesto compañero de viaje que era una lunática. Íbamos a estar diez días dando vueltas por Francia y no era cuestión de que me señalaran como la rarita del grupo desde el minuto cero. Ya tendrían tiempo para descubrirlo, pero no se lo iba a poner fácil.

—No estarás pensando en darte un baño, ¿verdad?

—No, no, tranquilo—le dije sin darme la vuelta.

—Lo digo porque bañarse ahí podría ser peligroso.

—¿Por qué? ¿Hay…? ¿Hay algo ahí que pueda atacar?—pregunté con la esperanza de que ese peligro fuera mi añorado dragón—. ¿Cocodrilos?

No me atreví a hablar abiertamente de dragones porque eso sería toda una declaración de intenciones. A pesar de que la conversación se estaba alargando yo seguía sin mirar a mi interlocutor.

—¿Cocodrilos? No, en absoluto. La creencia de que en los fosos se hallan animales es una falacia. Estas estructuras están pensadas para dificultar el paso de las tropas enemigas y las máquinas de asedio, pero no es necesario añadir nada más.

—Ya. Me lo temía.

—Este foso, en concreto, tiene una forma geométrica especialmente diseñada para que el asalto sea prácticamente imposible.  Yo le di algunas ideas al dueño, antes de empezar a construirlo.

Flipé al escuchar lo que había dicho porque el primer dueño de ese castillo fue el rey Francisco I (de Francia, claro), un monarca que reinó en el siglo XVI.

—¿Cómo?—exclamé a la vez que me giraba para ver, esta vez sí, a mi acompañante.

Me topé con un señor que en nada se parecía a un turista, al menos a uno de los que venían conmigo en el autocar. Era un hombre mayor, con una espesa barba blanca a juego con la larga melena. Un bonete le coronaba la cabeza mientras que una capa negra, que le llegaba hasta los pies, impedía ver el resto de su vestimenta.

Al notar que le observaba con detenimiento, el individuo se me acercó con la mano extendida.

—Perdona mis modales. No me he presentado. Me llamo Leonardo. ¿Y tú?

—Kirke—contesté con mi alias bloguero porque es lo que suelo hacer cuando me encuentro con desconocidos «raros» por ahí.

Le estreché la mano que me tendía; noté unos dedos largos, finos y una piel muy suave a pesar de las venas que surcaban el dorso. Manos de artista, pensé.

Absorta en la facha de aquel hombre me había olvidado del motivo de querer mirarlo: eso que dijo sobre el primer dueño del castillo y que él le había dado ideas para su diseño. Afortunadamente, mi interlocutor se encargó de retomar el tema.

—Su majestad me pidió consejo para esbozar los planos del castillo—dijo mientras observaba la imponente construcción con un brillo en los ojos—. Fue muy amable, siempre tuvo una gran consideración hacia mi persona.

—Así que usted fue el arquitecto—dije mientras recurría al folleto informativo en busca del nombre del autor de ese monumento; ahí ponía que se llamaba Domenico da Cortona, y el hombre que tenía delante me había dicho que se llamaba Leonardo.

El susodicho vino a aclararme un poco.

—No, no. El arquitecto fue un compatriota mío, yo solo contribuí con algunas cositas—dijo bajando la cabeza en un gesto de humildad que no le quedó muy bien porque se leía la vanidad en su rostro a pesar de todo.

—¿Cositas? ¿Qué cositas?

—Bueeeno, pequeños detallitos, peccata minuta—insistió en su falsa modestia.

—Venga, especifique algo más—insistí para que me diera más datos, algo que él deseaba a todas luces.

—Por ejemplo, la escalera de doble hélice. Como digo, detalles menores—añadió encogiéndose de hombros para quitarle importancia, aunque se notaba que no se la quería quitar en absoluto.

La escalera de doble hélice. ¿Dónde había oído hablar yo de eso? ¡Ah, sí! De camino al castillo, la guía del autocar nos contó que dentro había un prodigio de la arquitectura: una escalera con dos rampas independientes que se enroscan en una espiral perfecta. También dijo quién la había diseñado y entonces recordé su nombre: Leonardo Da Vinci. Así que el Leonardo que me estaba hablando era ¡Da Vinci! ¡Ostras!

—¡Caray con el detallito! Hay que tener un coco estupendo para idear semejante ingenio.

—¡Pse! Lo esbocé en una tarde. Las amantes del rey no se llevaban bien con la reina y a esta no le gustaba cruzarse con ellas cuando salían de los aposentos privados de su esposo, así que ideé ese sistema para que no se vieran, mientras una subía por una escalera las otras bajaban por la otra sin llegar a verse.

—¿En serio? Diseñar esa escalera fue una cuestión… ¿de cuernos? ¡Ese fue el motivo!

Leonardo me miró con reconvención, esa última expresión era bastante vulgar y a un hombre refinado como él esos exabruptos no le gustaban. Debía contener mi lengua barriobajera.

—Los motivos de su majestad, suyos son. Los míos eran aceptar el desafío y disfrutar diseñando algo tan peculiar.

—Ya. ¿Y qué hacía un italiano como usted en una corte francesa como esta?—pregunté mirando el castillo.

Las razones por las que Da Vinci terminó en Francia las había explicado la guía de camino al lugar en el que nos hallábamos, pero yo me había quedado dormida y no me había enterado. Ahora, el destino me daba una segunda oportunidad pudiendo acceder a la información de manos del propio protagonista.

—Cuando tenía 64 años, en Italia ya no había nada interesante para mí. Mi benefactor, Juliano II de Médicis, había fallecido y sentí que mi carrera terminaba con su vida. Además, estaba ya muy harto del fatuo de Miguel Ángel, siempre con sus inquinas y su envidia hacia mi persona. ¡Qué hombre más insufrible! Fue entonces cuando un joven Francisco I me llamó a su corte. El monarca era un fiel admirador de mi obra, así que me vine a Francia para ser el ingeniero y arquitecto del rey.

—Pues qué bien, ¿no? Este fue su retiro dorado—dije mirando embobada el castillo.

—Este exactamente, no. El castillo se empezó a construir después de mi muerte. Yo viví en Amboise, a cuatrocientos metros de la residencia del rey. ¿No has visto mi casa?—ante mi negativa Leonardo prosiguió—: Deberías ir, está relativamente cerca de aquí, aunque lo mismo no ves mucho porque está lleno de visitantes. Se llama Clos Lucé.

Tomé nota mental del lugar porque mi próxima parada en el recorrido por el Valle del Loira era, precisamente, Amboise.

—En esa corte pasé mis últimos años y me trataron como a uno más de la familia. Francisco fue como un hijo para mí y yo una especie de padre intelectual para él—prosiguió el ingeniero real con nostalgia—. Creí que nunca podría devolver el inmenso favor que me hicieron acogiendo a un anciano con tanta hospitalidad, aunque con el discurrir de los años he comprobado que les pagué largamente.

—¿A qué se refiere?

—Entre las pertenencias que me traje de Florencia se encontraban varios lienzos. Algunos los compró el rey tras mi muerte y uno de ellos está proporcionando pingües beneficios.

Ante mi cara de estulticia el maestro continuó con sus explicaciones, no sin enviarme antes una mirada de conmiseración por mi ignorancia.

—Estoy hablando de la Gioconda, un cuadro admirado por media humanidad y que se ha convertido en la primera atracción del mejor museo del mundo, el Louvre.

Al oír lo que había dicho me envaré. Personalmente, no entiendo qué le ven al retrato de la Mona Lisa. Me parece un cuadro insulso. No soy entendida en arte, ni me considero una patriotera, pero donde estén las Meninas de Velázquez… En cuanto a importancia de pinacotecas, la mención del Louvre como el mejor museo del mundo me tocó la fibra porque, en tamaño es el más grande del mundo, pero en cuanto a calidad de pinturas y concentración por metro cuadrado, el museo del Prado es el number one. Todo esto lo pensé, pero no lo dije, el hombre que tenía delante no parecía agresivo, sin embargo, intuía que no iba a tolerar bien mis apreciaciones artísticas por lo que decidí callar.

A pesar del interés que me suscitaba mi acompañante no pude evitar seguir mirando el foso—las obsesiones pueden ser muy insistentes— y Leonardo se dio cuenta.

—La presencia de animales en los fosos de los castillos es un mito. No obstante, haces bien en mirar, nunca se sabe.

—Los seres que busco yo ni siquiera existen—le repliqué encogiéndome de hombros y pensando en mis quiméricos dragones—. Es imposible que mi búsqueda tenga éxito.

Da Vinci me sonrió con afecto.

—Imposible parecía que se pudieran construir máquinas voladoras y yo diseñé algunas, ahora el ser humano puede desplazarse volando e incluso viajar al espacio. Solo es imposible lo que no se intenta. Míranos, a los pies de este castillo, charlando. ¿Hasta hace unos minutos, a ti te parecía posible hablar con alguien que lleva más de quinientos años muerto?

Le miré y volvió a sonreír mientras se daba la vuelta y se alejaba internándose en el castillo. Quise retenerle algo más a mi lado. Quería preguntarle sobre su vida y su obra: quién era realmente la Gioconda y qué vio en ella para pintarla, cómo se le ocurrió diseñar el puente autoportante que no requiere clavos ni cuerdas o que me contara chismes sobre sus peloteras con Miguel Ángel Buonarroti. Sin embargo, le dejé marchar y él siguió su camino. Antes de desaparecer de mi vista añadió:

—Nunca pierdas la esperanza, Kirke. Quien abandona la lucha nunca podrá ganar.



  


8 de julio de 2025

Rumbo oeste

Aún impresionado por la audiencia real que había mantenido con el monarca más poderoso del mundo, Álvaro de Mendaña intentaba asimilar lo conseguido hacía unos instantes: el título de adelantado. Era un oficial de la corona con funciones judiciales, militares y administrativas en zonas fronterizas. Todo un logro después de tanto luchar por regresar a las islas que descubrió cuatro años atrás.

En 1567, con 26 años de edad, Mendaña había descubierto las islas Salomón en una expedición formada por solo dos barcos. Según las leyendas de los indígenas del Perú, al oeste había una isla repleta de oro, los españoles fabularon que en ese lugar se hallaban las minas del rey Salomón. Cuando Mendaña llegó a unas islas en medio del Pacífico las bautizó con el nombre del rey bíblico, aunque oro no encontraron; en cambio, mosquitos y plagas, sí. Las malas condiciones de la tripulación que sufría enfermedades y desnutrición lo obligaron a abandonarlas sin haberlas colonizado y su anhelo era volver. Ahora, Felipe II, le había dado permiso para hacerlo.

—¡Qué gran logro, Hernán! —le dijo a su secretario personal— Por tu semblante no pareces muy convencido.

—Disculpadme, señor, pero yo no veo un negocio rentable el que acabáis de pactar con Su Majestad el rey Felipe.

—Voy a organizar una expedición y seré poseedor de todas las tierras que descubra. ¡De todas! ¡Pardiez! ¿No es ese un buen negocio?

—Lo sería si no fuera por un pequeño inconveniente… Esa expedición la tenéis que pagar vos. Hablamos de muchos caudales, señor.

El secretario Hernán tenía razón. Reunir el dinero necesario para la expedición que se encargaría de llegar a las islas Salomón para colonizarlas fue una ardua tarea que duró dos décadas. Álvaro de Mendaña consiguió su propia fortuna casándose con la hija de un poderoso hacendado, Isabel Barreto, una beldad criolla a la que le sacaba veinte años. Aun así, necesitó más dinero a través del virrey del Perú, que invirtió capital para financiar tan ambiciosa empresa. Igualmente, hubo de recurrir a otros acaudalados terratenientes que aportaron barcos y sus propias condiciones.

—¡Zarpamos! —exclamó triunfante el adelantado Mendaña desde la proa de la nao San Gerónimo—. ¡Timonel! ¡Rumbo oeste! ¡Nos vamos a las Islas Salomón!

Junto a la San Gerónimo salían del puerto del Callao tres naves más. No contaban con mapas de la zona por la que iban a transitar por lo que, para orientarse, deberían recurrir a la memoria de uno de los tripulantes de la primera expedición que, supuestamente, recordaba cómo se iba a un lugar en el que había estado veinticinco años atrás.

—Míralos, qué acaramelados se les ve. Ella es un bellezón y él… tiene apostura, aunque más parece su padre que su marido —comentó un marinero a su compañero mientras recogían unas jarcias.

—No te metas con el almirante a ver si te vas a tirar todo el viaje limpiando la cubierta. Se les ve enamorados, vive Dios, pero no me gusta que un capitán se traiga a su propia esposa a un viaje incierto. Más que amor, parece locura.

—¡Tierra!

—¿Ya? Según el almirante aún nos faltan días para llegar a las Salomón.

—Será que los vientos nos han sido propicios y hemos llegado antes.

—Mala espina me da esto —replicó el otro rascándose la rizada barba—. El mar no regala ni tiempo ni bondades, es más amigo de hacérnoslas pasar canutas que de ayudar.

Nada más desembarcar en la isla que habían avistado antes de lo previsto, Mendaña se dispuso a conversar con los isleños pues de su primer viaje se llevó consigo a unos cuantos nativos y se ayudó de ellos para aprender su lengua. Después de varios intentos fallidos porque los indígenas no daban muestras de entenderle, el almirante se dio por vencido.

—No sé por qué no me comprenden, hablo su misma lengua. ¿Qué ha podido ocurrir?

—A lo mejor, en estos veinticinco años que han pasado, han cambiado de parla —comentó uno de sus capitanes.

—O las islas han sido conquistadas por otro pueblo que habla distinto —comentó otro.

—O resulta que no estamos donde vos creéis —añadió Pedro Fernández de Quirós, experimentado piloto de una de las naves, el cual creía que aportar dinero para la expedición le otorgaba tanto mando o más que el almirante y al que cuestionaba en todo momento.

Después de navegar por las islas del archipiélago llegaron a la conclusión de que Quirós estaba en lo cierto. Aquellas islas no eran las Salomón, eran otras.

—Pues las llamaré Islas Marquesas, me las quedo, tal como me prometió Su Majestad, y nos vamos a seguir buscando las Salomón. Deben de andar cerca —dijo Álvaro de Mendaña finalmente.

—¿Y hacia dónde vamos, señor?

—Rumbo oeste.

Siguieron navegando dos meses más con la imprecisa premisa de saber que las islas que buscaban estaban al oeste, algo que, en medio del océano Pacífico era bastante ambiguo.

—Nos estamos quedando sin agua, señor. Y sin víveres porque ya nos hemos comido todos los caballos. Perdonadme la expresión, almirante, pero estamos jodidos.

—No lo entiendo. Esas islas tienen que estar por aquí —exclamó un abatido Mendaña que había perdido mucho peso por las restricciones a bordo ante la calamitosa situación.

—Este océano es inmenso, almirante. Sin mapas es imposible encontrar nada —se quejó Fernández de Quirós—. Os lo advertí.

—¡Tierra! —exclamó el vigía.

—¿Las islas Salomón?

—Ni idea, pero tierra, al fin y al cabo. Ahí encontraremos agua.

El lugar en el que desembarcaron era una isla que sí pertenecía al conjunto de las islas Salomón. Tal como expresó el vigía, allí había agua, pero también varios volcanes que tuvieron la genial idea de ponerse en erupción cuando los expedicionarios asentaron allí una colonia con el nombre de Santa Cruz.

—Este aire es irrespirable. Tanta ceniza comienza a ser molesta —exclamó un marinero—. La arena negra de las playas despide un calor atroz. Estoy de aqueste lugar hasta el último pelo del bigote.

En una de las erupciones de los muchos volcanes que por la zona había, explotó uno de los barcos llevándose por delante a todos los tripulantes con sus víveres.

—Pues estamos apañados. Deberíamos volver a casa. Este viaje es un fracaso. Además, los capitanes están todo el día a la gresca —se quejó un marinero—. Los que han invertido dinero se insubordinan con el almirante porque se ven en la ruina. O don Álvaro pone orden o esto va a acabar como el rosario de la aurora.

Efectivamente, Mendaña tuvo que sofocar un motín ejecutando a los dirigentes y colocando sus cabezas cercenadas en unos postes a la entrada del fortín donde se hallaban parapetados pues los indígenas, al igual que los volcanes, no los estaban acogiendo con los brazos abiertos. El ambiente estaba enrarecido y no precisamente por la ceniza en suspensión.

—Con los amotinados bajo tierra esperemos que entre nosotros los ánimos se calmen —le dijo uno de los oficiales a un compañero.

—Dios te oiga. Pero me temo que los cielos no están por ayudarnos porque, ahora que la revuelta está sofocada, nuestro almirante ha enfermado. Tiene mala pinta. Este viaje está gafado. Y como la casque las cosas van a ir a peor. Dicen que ha hecho testamento y que nombra a su esposa almirante de la flota. ¡Una mujer almirante! ¡¿Dónde se ha visto tamaña insensatez?!

En la cabaña donde residía el adelantado Álvaro de Mendaña reinaba la tristeza.

—Se nos va, señora, se nos va —dijo llorando la doncella a la esposa de Mendaña, Isabel Barreto.

—¡No puede ser! —exclamó la futura viuda mientras se acercaba al lecho donde un Mendaña demacrado luchaba por respirar.

—Isabel, he escrito mis últimas voluntades. El secretario real ya las tiene en su poder. Tú eres mi única heredera. Recibirás, a mi muerte, todas mis posesiones y títulos, incluidos los de adelantado y almirante. Quien no obedezca será condenado aquí y en el cielo, pues esa es mi voluntad.

—Amor, no pienses en morir. Te vas a restablecer. Yo no puedo ser almirante, primero porque tus hombres no van a aceptar órdenes de una mujer y, segundo, porque no sé hacia dónde ir. Nadie sabe dónde estamos realmente. Deberíamos regresar a casa.

—El regreso es imposible. Las corrientes y los vientos alisios nos lo impiden. Hay que seguir yendo al oeste. Llegar a las islas Filipinas es la única salida a esta situación.

Unas pocas horas después, Álvaro de Mendaña falleció dejando a su mujer el mando y un buen papelón.

—Pero ¿qué sabéis vos de navegar, doña Isabel? El último deseo de vuestro esposo es un desatino.

Quien así hablaba era el piloto, y socio capitalista de la expedición, Fernández de Quirós, hombre ambicioso, muy bueno en su profesión, pero impertinente y díscolo, especialmente con Isabel Barreto. Si nunca tuvo ni aprecio ni respeto por Álvaro de Mendaña, menos los iba a tener por su esposa. En su opinión, las mujeres no debían embarcar, mucho menos gobernar una flota. ¡Qué disparate!

—Tenéis razón que en lo de marinear no tengo conocimientos, pero sé gobernar, y muestras he dado durante estos meses. No solo he sabido aconsejar a mi señor esposo, también he soportado todas las penurias, el hambre y la sed de esta desafortunada expedición, como el más sencillo marinero, sin una queja y sin lamentarme —se defendió Isabel Barreto—. Ahora debemos seguir el viaje hacia Manila.

—¿A las Filipinas? ¿Os habéis vuelto loca? ¡No tenemos mapas! No sabemos nuestra ubicación exacta, este océano es colosal. ¿Cómo vamos a llegar? —exclamó muy enfadado Quirós.

—Vos sois el piloto, y de los buenos. Esa es vuestra misión. De todas formas, os doy una pista, Manila está por allí —señaló con el dedo hacia donde el sol se estaba poniendo—. Rumbo oeste.

 


NOTA HISTÓRICA

Hasta aquí llegaron las aventuras de Álvaro de Mendaña, un marino valiente que descubrió las islas Salomón y que, cuando pretendía volver a ellas para colonizarlas antes de que lo hicieran los corsarios ingleses (como finalmente así ocurrió), se encontró «por un error de cálculo» otras islas, las Marquesas (el error fue de bulto porque entre las Salomón y las Marquesas hay más de 4.000 km de distancia). Podría decirse que se hizo un dos por uno.

      Una vez muerto, y acatando sus últimas voluntades, Isabel Barreto se convirtió en la primera mujer almirante de la Historia. Tuvo muchas dificultades para cumplir el deseo de su marido: llevar la flota a Manila. Las complicaciones no solo se debieron a la compleja situación (encontrarse en medio del Pacífico sin mapas ni cartas para ubicarse), la tripulación y los mandos también se lo pusieron difícil pues no encajaron bien que los gobernara una mujer. Durante tres agónicos meses afrontó tempestades, hambre, sed, motines y la pérdida de todos los barcos, menos uno, el San Gerónimo que, a los mandos de Fernández de Quirós, llegó a Manila. El piloto le guardó rencor eterno a la viuda del almirante, pero cumplió con su deber: llegar a puerto. Isabel Barreto se volvió a casar con un primo de su primer esposo, hizo valer sus derechos de exploración heredados de Mendaña y consiguió regresar a su ciudad natal, Lima. Pero esa es otra historia. 



21 de junio de 2025

El suero de la vida

 El relato que viene a continuación es una versión del cuento de los hermanos Grimm, "El agua de la vida" y como ejercicio para el taller de escritura Bremen que propuso esta historia como una de nuestras tareas. Dado que este es un cuento poco conocido (una servidora no tenía noticia de él), pongo seguidamente un breve resumen del mismo.

Un rey está gravemente enfermo. Un anciano revela a los tres hijos del rey que el agua de la vida puede curar a su padre. 

Los dos hijos mayores, movidos por la ambición, emprenden la búsqueda. Sin embargo, su arrogancia y falta de cortesía les impiden superar los obstáculos que encuentran en el camino. 

El hijo menor, por su parte, muestra humildad y amabilidad. En su camino, se encuentra con un enano que le pide ayuda. El joven príncipe, a diferencia de sus hermanos, no duda en ayudarlo y, a cambio, el enano le revela dónde encontrar el agua de la vida y cómo superar los peligros del castillo. 

El joven príncipe llega al castillo, encuentra el agua, libera a la princesa encantada y también recibe la promesa de casarse con ella y heredar su reino. 

Al regresar a casa, sus hermanos, celosos, intentan robarle el agua y la princesa, pero el joven príncipe, gracias a su bondad y sabiduría, logra frustrar sus planes. 

Finalmente, el príncipe regresa a casa con el agua de la vida, cura a su padre y se casa con la princesa, recibiendo su reino como regalo. 


EL SUERO DE LA VIDA

Había una vez un reino muy lejano llamado Gea, sus habitantes vivían felices y despreocupados hasta que una plaga los azotó. Una extraña enfermedad empezó a atacar a sus moradores. Lo que al principio eran unos simples escalofríos poco a poco derivaba en fiebre muy alta, dificultad para respirar y un colapso total que, en la mayoría de los casos, terminaba con la muerte.

El rey de Gea, Oms, no sabía qué hacer. Consultó a todos los sabios del reino, pero estos no sabían qué estaba ocurriendo. Algunos aseguraban que el mal había surgido en una zona del reino caracterizada por el hacinamiento de la población y por tener muchos murciélagos en los alrededores de un mercado famoso por su insalubridad. Otros comentaban que la enfermedad había sido creada en las cuevas que algunos alquimistas utilizaban para sus prácticas arcanas y que, por un descuido o por mala intención (en esto no había demasiado consenso), el patógeno había escapado de las profundidades para atacar a todo el reino. Fuera por un motivo u otro, el caso es que los súbditos de Oms morían a millares.

Oms, desesperado, se reunió con sus tres hijos. Había que buscar un remedio y serían ellos los encargados de encontrarlo para demostrar que la corona se preocupaba y se implicaba con los problemas de sus súbditos.

Primero envió a su primogénito, Supremacista, un fornido joven al que le gustaba vestir con ropa militar. No pertenecía al ejército porque la disciplina castrense se le antojaba demasiado exigente para su forma de ser, pero reconocía que el porte y prestancia de un buen uniforme militar, con sus insignias y sus condecoraciones, daba lustre a su persona. El conjunto quedaba niquelado con el corte de pelo al cepillo y unos brazos tatuados con simbología étnico-fóbica. Supremacista se fue caminando por el bosque y allí se encontró con una anciana que, con voz desfallecida, le pidió que le ayudara a llevar leña, algo que para él sería muy fácil dado los desarrollados (y tatuados) músculos que mostraba en sus brazos. Pero el primogénito de Oms le ordenó, con muy malos modos, que se apartara de su camino pues con sus peticiones estorbaba la misión tan importante que le había sido encomendada y que estaba por encima de ayudar a una vieja decrépita.

A pesar de la mala educación del forzudo, la mujeruca se interesó por la naturaleza de esa importante misión. El musculitos la informó desabridamente y ella le indicó que siguiendo un sendero que cerca de allí nacía podría encontrar el remedio a esa enfermedad para que todos se curaran.

El primogénito del rey siguió las indicaciones de la anciana pensando que lo de que se curaran todos le traía sin cuidado porque lo que realmente le importaba era él y su círculo más cercano. Al poco, se sintió cansado y se tumbó a la sombra de un roble centenario; soñó que todo lo que estaba pasando era una oportunidad del destino para llevar a cabo una selección de los más favorecidos y así crear una raza superior donde los débiles habrán desaparecido gracias a la plaga, especialmente los ancianos que eran los más sensibles y en este caso, además, se ahorrarían un montón de pasta en jubilaciones.

Cuando Supremacista le comentó a su padre cuál sería la solución, es decir, dejar morir a los habitantes de los barrios más pobres (haciendo hincapié en ser especialmente rigurosos con las residencias de ancianos), el monarca no lo vio claro por lo que decidió enviar a su segundo hijo viendo que el primero no le daba una respuesta apropiada a tan peliagudo problema.

El segundo hijo en la línea de sucesión se llamaba Beato que, al contrario que su hermano mayor, era de poca envergadura tirando a enclenque y de aspecto enfermizo. En el mismo bosque, Beato se encontró a la misma anciana que también le requirió ayuda para transportar su hato de leña. Beato se apartó con una mano en sus reales napias porque el aspecto de la vieja era desaliñado y su olor corporal echaba para atrás. No obstante, no le negó por completo su ayuda: prometió que rezaría fervientemente para que ella recuperara las fuerzas de cuando era joven y así poder llevar la leña e incluso un árbol entero si era preciso. La mujer, a pesar de la negativa piadosa de Beato, se interesó por él y éste le comentó la misión que le había encargado su padre. Ella le indicó dónde se ubicaba una cueva famosa por recurrentes manifestaciones mágicas. Beato se persignó ante la mención de magia, pero decidió hacer caso a la mujer. En la cueva vio una piedra antropomorfa en precario equilibrio y él se postró de rodillas porque vio en esa roca la figura de la Virgen. Se reafirmó en su idea cuando la piedra (ya dicho, en precario equilibrio) se cayó al suelo por efecto de la genuflexión, algo que para Beato era una señal divina. Cargó con la supuesta imagen y se la llevó a palacio con la idea de construir una basílica en su honor y así recibir la inmensa gracia mariana de librar al reino de la epidemia que los estaba azotando.

Oms miró y remiró la piedra que le trajo su segundo hijo y, por más que le insistió éste, él no vio la imagen de ninguna mujer, ni virgen ni impura. Mucho menos pensó que esa sea la solución para el terrible problema que tenían encima.

Viendo la inutilidad de la que hacían gala sus dos hijos varones, Oms no tuvo más remedio que acudir al último de sus vástagos, Inmunidad, su hija pequeña. La muchacha nunca dio muestras de una especial inteligencia, pero la verdad es que la niña era más espabilada de lo que todos creían. Su fingida estulticia se debía al desánimo que la embargó desde que se dio cuenta de cómo eran sus dos hermanos destinados a gobernar el reino cuando su padre faltara porque, según una ley escrita milenios antes en el inicio de la dinastía, las mujeres no podían, bajo ningún concepto, reinar en Gea.

Inmunidad se encaminó al bosque y allí se topó con la anciana habitual. Cuando ésta le pidió ayuda con la leña, a pesar de que la chica era poco más fuerte que la abuela, decidió ayudarla y acarreó la provisión de madera hasta la cabaña de la vieja. Esta, agradecida, la invitó a un frugal refrigerio. Al tiempo que la chica se comía un delicioso chocolate con churros, la anciana le entregó un frasco sellado con un tapón de cera y un pliego con unas extrañas frases. La niña preguntó qué era eso y la anciana le contestó enigmáticamente: «El remedio para tu reino. Con este suero podrás curar a todos los contagiados por el mal y con la fórmula que en el papel está escrita podrás hacer más pociones que protegerán a los que aún no hayan padecido dicho mal. Tu búsqueda ha finalizado.» La niña, de natural curioso, le preguntó cómo había obtenido el remedio y la longeva mujer le comentó que del suero de una vaca infectada con una enfermedad semejante. La niña se llevó la fórmula y el frasco a palacio.

Cuando el monarca preguntó qué era lo que traía, su hija le comentó que era una vacuna (el nombre le vino en ese mismo momento al recordar el animal del que consiguió la abuela obtener el suero).

Oms, aunque seguía sin ver claro que aquello pudiera servir para algo, aceptó utilizarlo porque de todos los remedios que le habían traído hasta el momento era el único que tenía visos de poder funcionar. Lo probaron con un par de lacayos que habían caído enfermos y estos curaron en un par de días.

Convencido de que la niña, esa que parecía medio tonta, era la que había conseguido salvar al reino, decidió probar consigo mismo para evitar el contagio, tal como Inmunidad le contó que podía servir esa vacuna.

Sin embargo, Supremacista y Beato, envidiosos del éxito de su hermana, cambiaron el suero por una mezcla de aguas residuales donde se habían bañado varios contagiados por la enfermedad. Oms, entonces, contrajo la enfermedad;  entre terribles toses y tiritando por la fiebre mandó recluir a su hija en las mazmorras más profundas del palacio.  

Pasaron varios meses, la población seguía sucumbiendo ante el mal y el rey estaba a punto de espicharla, mientras Inmunidad languidecía en una insalubre mazmorra.

Una mañana, la anciana llegó a las puertas del palacio. Quería proponerle un negocio a la muchacha que tan amable se había mostrado con ella: montar una botica real. La cría debía convencer a su padre para que les diera un local y capital para arrancar el negocio y ella, la anciana, pondría su saber y conocimiento de las plantas y de los sueros obtenidos de los animales. Pero le denegaron el acceso por su aspecto calamitoso. Ella se despojó de sus ropas malolientes y se acicaló las greñas. Como si de una crisálida se tratara, surgió por efecto del aseo, una mujer que, sin ser una belleza, mostraba unos rasgos agradables. La renovada anciana (que ahora parecía menos anciana y más una sexagenaria de las que se lo pasan pipa con los viajes del IMSERSO) pidió audiencia con el rey para preguntar por Inmunidad.

La introdujeron en la cámara real donde Oms estaba a un paso de irse al otro barrio. Allí también se enteró de la situación en la que se encontraba su futura socia. Entonces, la hechicera (pues esa era su ocupación verdadera) se dispuso primero a curar el rey (con el mismo remedio que le había entregado a Inmunidad y que sus alevosos hermanos habían cambiado). Una vez que el monarca sanó, le contó toda la verdad.

Inmunidad fue liberada y pasó derechita a ser la heredera del trono después de abolir la ley sálica que ya tocaba cambiar por rancia y obsoleta.

Supremacista y Beato fueron despojados de su derecho al trono, además tuvieron que cumplir una condena de varios años como personal de la limpieza en sendos hospitales donde se restablecían los convalecientes de la plaga.

Años después, con Inmunidad en el trono tras el fallecimiento de su padre por causas naturales, la hechicera ganó el premio Nobel de la recién creada ciencia de la Microbiología por la vacuna que contribuyó al exterminio de la epidemia que a punto estuvo de acabar con Gea

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

 

NOTA. Tanto los personajes como los hechos reflejados en esta historia son exclusivamente fruto de la imaginación de su autora. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.






Hada verde:Cursores
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