Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

1 de noviembre de 2025

Un paseo por Francia: No son horas.

 Con el corazón en un puño debido al encuentro con el soldado Campbell me desplacé unos kilómetros al oeste, hacia una fortificación alemana en la que había varios cañones. 

—Esta es la batería de Longues-sur-Mer. Forma parte de una extensa línea de fortificaciones defensivas que los nazis construyeron para protegerse de una invasión de los aliados. A toda la línea defensiva se le llamó Muro Atlántico —me explicó mi marido todo entusiasmado. 

El entusiasmo de mi media naranja con el mundo bélico nunca lo he entendido. No conozco a nadie más pacifista que él, por no hablar de que se tiró toda la mili renegando de la pérdida de tiempo, pero sabe más de armamento que muchos ministros de defensa. Paradojas de la vida. 

—Estos cañones —prosiguió mi churri con un brillo en los ojos— son de 150 mm.

—¿Quince centímetros? Pero si miden por lo menos seis o siete metros —le repliqué mirando la mole de metal.

—150 mm es el diámetro de la munición —me contestó con cierto tonito condescendiente, sabedor de que yo sobre armas y municiones no tengo ni pajolera idea, como había quedado de manifiesto con mi absurda pregunta—. Son de largo alcance. Desde aquí dispararon a los buques aliados cuando vieron que se acercaban a la costa.


Los cañones en cuestión, que medían bastante más de quince centímetros, estaban protegidos por una especie de carcasa de hormigón armado. Dentro de esa carcasa supuse que se colocarían los artilleros para darles caña a los aliados. 

—Disparaban a los buques, ¿y también a los soldados que desembarcaron? Porque desde aquí no se ve la playa —pregunté pensando en el soldado inglés y sus compañeros.

—No, a esos les disparaban desde una línea más cerca de la costa, en los búnkeres que están a unos metros de la arena, donde terminan las dunas.

Mi marido siguió contando aspectos técnicos de los dichosos cañones, creo que dijo algo de que eran de fabricación checoslovaca, pero no estoy segura porque empecé a sentirme mareada. Todo me daba vueltas y caí al suelo. Pensé que había perdido el conocimiento porque al abrir los ojos ya era de noche. Aturdida miré a mi alrededor y no vi ni a mi marido ni a nadie del grupo con el que viajaba. «¿Me han dejado sola?», me dije, enfadada. «¡No me lo puedo creer!».

Sin embargo, no estaba sola. Dos hombres hablaban en voz baja. Su actitud me resultó sospechosa por lo que no me di a conocer. Sin hacer ruido y procurando que no me vieran me acerqué a ellos parapetándome tras un bloque de piedra.

—Ya llegan, tío, ya llegan. 

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

—Que llegan los aliados.

—No flipes, agonías, que eres muy agonías. No puede ser. El Führer dijo que el desembarco iba a ser en Calais. Es lo lógico, es el tramo más estrecho que separa Gran Bretaña con Francia.

—Pues el Führer se equivoca. Están aquí —replicó el agonías mirando por unos prismáticos—. Estoy viendo varios acorazados y destructores.

—¡Buques de guerra! ¿Estás seguro? 

—Pesqueros no son y embarcaciones de recreo tampoco. Estos no vienen de vacaciones.

—¡Joder! Hay que avisar al jefe de la defensa. Voy a pedir que me pongan con el mariscal —dijo el otro soldado acercándose a una radio.

—¿Con Rommel? Pues busca el número de Berlín porque aquí no lo vas a encontrar. Se ha ido a celebrar el cumpleaños de su mujer.

—¿Qué dices? ¿No se halla en Francia? Nos están dando la murga con lo de que los aliados están al caer y ahora que vienen, él se va. ¡Manda huevos!

—Como el parte meteorológico decía que estos días iba a hacer mal tiempo supuso que esta semana no vendría nadie por mar. De hecho, hay bastantes olas. La verdad, no sé cómo se les ocurre a estos —el agonías señaló hacia los barcos— intentar desembarcar con tanta marejada.

—Pues habrá que avisar a alguien.

—Que decidan los que llevan galones. Llama a algún mando.

El aludido habló con alguien a través de la radio y en unos minutos un coche apareció. Del vehículo se bajó un tipo con gorra de plato y con un uniforme de color gris verdoso, en la pechera de su guerrera lucía una aparatosa insignia con un águila y una cruz gamada. Los dos soldados que estaban en el cañón, el agonías y su compañero, se cuadraron en cuanto le vieron.

—¿Qué es eso de que llegan los aliados? Si deciden atacar, será por Calais, el punto más cercano al continente desde la   pérfida   Albión.    Deme    sus prismáticos —le dijo el recién llegado al agonías.

—¡A sus órdenes, coronel! —contestó el aludido más tieso que un palo.

Cuando el oficial comprobó con sus propios ojos que los soldados no mentían puso cara de circunstancias.

—¡Ya están aquí! Neutralizaremos la invasión hasta que nos lleguen los refuerzos. Prepárense todos para disparar en cuanto estén a tiro y siguiendo las coordenadas de los observadores —les gritó a los soldados—. Voy a dar orden de ametrallar desde los búnkeres a los efectivos que consigan llegar a la playa. Pero necesitamos que movilicen las divisiones Panzer, que las traigan desde Calais a Normandía. Esa orden solo puede venir del Führer —añadió pinzándose el puente de la nariz—, pero su interlocutor es Rommel. Y el mariscal está en Berlín. Ya podía cumplir años su santa esposa otro día. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¿Qué hacemos?

Los dos soldados se miraron entre sí porque no sabían si la pregunta era retórica o realmente les estaba preguntando a ellos cómo actuar. 

—Voy a llamar yo directamente a la Cancillería del Reich. A ver qué pasa —continuó el coronel para alivio de los reclutas que se vieron exentos de tomar decisiones—. Soldado, páseme la radio.

Tras trastear con el aparato un buen rato, el oficial consiguió línea con Berlín. Allí le dijeron que el jefe estaba de veraneo, en los Alpes. Un buen rato después consiguió comunicación con Berghof, donde se ubicaba la residencia de verano de Hitler. Desde mi escondite asistí a toda la conversación.

—Guten morgen (buenos días, en alemán). Aquí el coronel Schneider. Llamo desde el frente del Muro Atlántico. ¿Está el Führer? Que se ponga.

—¿Guten morgen? —contestaron desde el otro lado de la línea—. Dirá más bien Gute nacht (buenas noches, en alemán). ¡Son las cinco de la madrugada! No son horas de llamar.

—Lo sé, pero necesito hablar con Herr Hitler, es importante.

—El jefe está durmiendo y no le gusta que le interrumpan el descanso porque se pone de muy mala leche, así que deje su mensaje y ya le avisaremos, que no son horas, caramba.

—Dígale que los aliados están desembarcando en Normandía, lejos de Calais. Necesitamos que dé la orden de movilizar las divisiones Panzer, no sabemos cuánto tiempo podremos retenerlos.

—Vale, tomo nota. Cuando se despierte ya le paso el recado.

El coronel cortó la comunicación y se quitó la gorra para rascarse la nuca. A pesar de que hacía bastante frío pude ver cómo sudaba profusamente.

—A esperar —les dijo a los dos soldados que no salían de su asombro tras escuchar la conversación por radio.

Miré el reloj que tenía el oficial, marcaba las 5:30h, y me dije que, siendo alemán, Hitler no tardaría mucho en despertarse así que en breve el coronel recibiría instrucciones. Me equivoqué. Hitler era muy alemán y muy ario para muchas cosas pero en lo de madrugar parecía español porque el tiparraco se despertó a las 12 de la mañana. Ya le vale. 

Transcurrieron siete horas amenizadas con un concierto de cañonazos de las baterías hacia los miles de barcos que se veían en el mar y ráfagas interminables de ametralladoras que, desde el borde de la playa, impedían a los desembarcados avanzar. El ruido era ensordecedor. Esas largas horas a mí se me hicieron eternas,  porque estaba convencida de que sufría una alucinación y temía los posibles daños cerebrales que me la estaban causando. 

Mientras yo esperaba salir de esa pesadilla y el oficial se mesaba su rubio cabello, la radio volvió a sonar. El Führer había despertado ¡Por fin! 

—¿Coronel Schneider? —se oyó al otro lado de la línea.

—Al aparato —contestó el rubio.

—Le he pasado su mensaje a Herr Hitler y dice que no se lo cree.

—¿Están dudando de mi palabra? Con el debido respeto: ¡esto es intolerable!

—No. A usted sí le cree. Lo que no se cree es que estén desembarcando de verdad. Piensa que es una maniobra de distracción y que el verdadero desembarco será en Calais, como él ha estado diciendo desde hace meses. Las divisiones Panzer se quedan donde están.

—Vamos a ver. Hay cientos de buques de guerra y miles de lanchas de desembarco. Llevan saltando al agua soldados en cinco playas desde hace ¡siete horas! Esto no puede ser un amago de desembarco. ¡Soldado! —gritó girándose a los artilleros— ¿Cuántos efectivos han llegado ya a las playas?

El agonías, sin dejar de disparar el cañón a su cargo y alzando la voz para que se le oyera respondió:

—Más de cien mil, según nos dicen los de transmisiones, pero siguen llegando muchos más. Y menos mal que los primeros se han ahogado porque los soltaron antes de tiempo. De momento están parapetados tras unas dunas porque las ametralladoras de los búnkeres los mantienen a raya, pero no sé cuánto tiempo vamos a aguantar así si no nos mandan refuerzos, mi coronel. 

—¿Ha oído, señor? ¿A usted le parece que desembarcar cien mil soldados es una añagaza?

—Pues a lo peor no. Espere. Voy a consultar.

Volvieron a pasar un par de horas más y entre tanto llegaban más y más soldados aliados, algunos sin ningún tipo de impedimenta porque se habían desprendido del equipo para poder salir a flote, esos eran los primeros en caer abatidos por las metralletas de la línea costera. Sin embargo, las cosas se estaban complicando para los alemanes, porque habían aparecido en el cielo aviones que empezaban a lanzar bombas. Dado que yo estaba ahora en ese bando, y por mucho asco que me dieran los nazis, recé para que se salvaran, al menos los que disparaban el cañón al lado del cual me encontraba. 

—Coronel, nos van a aniquilar, son muchos —espetó el agonías—. ¿Cuándo llegan los refuerzos? Esas divisiones Panzer preparadas desde hace meses para combatir la invasión tendrían que estar aquí ya, porque tan cierto es que nos están invadiendo como que yo me llamo Johannes.

El oficial cerró los ojos unos instantes antes de contestar.

—Dejen la posición. Aquí no hacemos nada. No voy a dejar que mueran mis hombres mientras en Berlín o en los Alpes están decidiendo si esto es de verdad o no. Estoy hasta la esvástica de tanto militar que hace la guerra desde un despacho. Daré la orden de retirada a toda la batería. Buen trabajo, soldados. Nos replegamos a Caen.

—¡A sus órdenes, coronel! —respondieron al unísono los dos combatientes.

Una vez que el oficial se fue en el coche, el agonías de Johannes le dijo a su compañero:

—Este —señaló con la barbilla al coronel— acaba gaseado en Auschwitz, se le va a caer el pelo por dar la retirada.

—Eso no es problema nuestro. Coge la radio que nos largamos.

—¡Espera! Hay alguien ahí, he visto una sombra.

Por desgracia, la sombra a la que se refería el agonías era yo. Cuando fijó la vista y me vio bien, se encaminó hacia mí con la mano levantada. 

—¡Una espía!

Cerré los ojos en un reflejo instintivo para no ver lo que se me venía encima. Entonces sentí un cachete flojito en la cara, muy suave para venir de un soldado alemán que se encaraba con quien él creía una espía. Abrí los ojos y vi el rostro de mi marido.

—Te has desmayado. ¿Qué te ha pasado? Menos mal que ya vuelves en ti. Parece una bajada de tensión —me dijo mirándome detenidamente— Vamos a tomarnos un café para que te repongas, aunque ya es algo tarde y los franchutes cierran muy pronto los bares. Lo mismo no encontramos nada abierto.

—Claro, tanto bombardeo y tanto esperar a que Hitler se despierte... hemos perdido el tiempo —añadí yo aún aturdida por lo que acababa de vivir.

—¡¿Qué?!

—¡Que no son horas!

NOTA: 
   Quiero dar las gracias a mi marido por el asesoramiento histórico-militar y por demostrarme, una vez más, que sabe mogollón de la Segunda Guerra Mundial; sin él esta publicación no hubiera sido posible.
   Aunque el relato está escrito en tono de humor y me he tomado algunas licencias literarias, lo de que Rommel (jefe al mando de la defensa de Francia ante la previsible invasión aliada) se fue al cumpleaños de su mujer porque hacía mal tiempo o lo de que no quisieron despertar a Hitler (el único con potestad para movilizar los refuerzos) cuando supieron de la invasión, es completamente verídico, aunque pueda parecer extraño viniendo de gente tan seria como son los alemanes y, encima, nazis.
No solo se perdieron unas horas preciosas esperando que el jefe se levantara de la cama (a las 12, para que luego digan de nosotros), es que, para más inri, va el tío y no se lo cree. Tan obsesionado estaba con que iban a desembarcar en Calais que pensó que le querían engañar con lo de Normandía. El tiempo que se desperdició provocó que algunas posiciones, como la de la batería de Longues-sur-Mer, fueran abandonadas dejando más libre el paso a los aliados. 
   Aun así, la batalla de Normandía duró casi tres meses; el desembarco tardó unas 10 horas, pero llegar hasta Caen (a 25 km) y tomar la ciudad supuso muchísimo más tiempo.
   El desembarco fue una chapuza (la primera línea de ofensiva estuvo más de 48 horas hacinada en las barcas de desembarco por el mal estado del mar y saltó antes de tiempo ahogándose la mayoría, los aviones no consiguieron destruir los nidos de ametralladoras que los estaban esperando…), pero los alemanes también tuvieron su buena cuota de errores lo que propició que la balanza se decantara a favor de los aliados.




27 de octubre de 2025

Un paseo por Francia: Quiero regresar a casa.

 


«Playa de Gold (Gold Beach) es el nombre en clave que recibió uno de los tramos de costa donde se realizó el desembarco del día D, el 6 de junio de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial. El desembarco fue ejecutado por un compendio de tropas de Estados Unidos, Reino Unido y Canadá, además de soldados de otras naciones. En Playa Gold desembarcaron la 5ª División y la 8.ª Brigada blindada de Reino Unido. El enclave está situado entre las playas de Omaha y Juno. Está a la altura de la famosa población de Arromanches-les-Bains, una comuna de Francia a 25 km al noroeste de Caen y dentro del departamento de Calvados en la región de Normandía.»

A pesar de que la voz cadenciosa de la guía era sumamente arrulladora conseguí no dormirme en el trayecto en bus y escuché toda la explicación sobre el desembarco de Normandía. Los temas bélicos no me seducen especialmente, pero a mi chico sí y, por darle gusto, accedí a conocer las playas donde los aliados pusieron pie en territorio ocupado por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial.

Arromanches-les-Bains es un pueblecito costero, lugar de veraneo de los franceses que gustan del mar y no son muy exigentes con el buen tiempo ya que suele soplar el viento y hace bastante fresco en verano, por no hablar de la temperatura del agua que está gélida.

Tras visitar Gold Beach que, por mucho desembarco aliado que se diera en la guerra, es una playa normal, nos encaminamos a Arromanches. Esta localidad vive, esencialmente, de la fama del desembarco. Todos los establecimientos tienen nombres relacionados con el día D, la oficina de turismo está repleta de libros con fotos y reportajes sobre aquel día. Incluso, en la plaza, a modo de mobiliario urbano, están colocados carros de combate y otros vehículos militares.

Además, el año anterior habían celebrado el ochenta aniversario de dicho desembarco y aún quedaban restos de la conmemoración. De los tres ejércitos mayoritarios en el día D, el británico desembarcó en Gold Beach y por eso, en recuerdo de los soldados caídos en combate, por doquier aparecían coronas confeccionadas con amapolas (de tela, las de verdad no les durarían ni dos minutos al ser flores sumamente perecederas). Lo de recordar a los muertos en batalla con amapolas es muy british y a mí me dio la oportunidad de comprar algunas cosillas con esa flor (un pañuelo, una taza y un imán) ya que, junto al girasol, la amapola es mi flor favorita.

Si alguno se está preguntando qué tienen que ver las amapolas con los ingleses y con los soldados muertos aquí estoy yo para aclararos y daros luz.

Un poeta canadiense contó en un poema que la sangre derramada por los soldados británicos en Flandes durante la Primera Guerra Mundial se convertía en las amapolas que crecían entre las tumbas de esos soldados (o algo así, porque el poema no me lo sé, además de que está en inglés). El caso es que a la Royal British Legion le gustó mucho el símil y desde hace más de cien años se conmemora a los caídos de Reino Unido con esa flor: los británicos se ponen una amapola en la solapa (de tela, las de verdad no les durarían ni dos minutos al ser flores sumamente perecederas) todos los 11 de noviembre (Día del Armisticio de la Primera Guerra Mundial). Como he comentado anteriormente, no soy aficionada a los temas bélicos, pero sí le tengo afición a Sting y este cantante tiene una preciosa canción, Children’s Crusade, donde hace alusión a lo de las amapolas y los soldados, de ahí mi conocimiento del tema porque el poema anteriormente citado no me lo he leído.

Estrené mi foulard de amapolas para combatir la brisa marina que se estaba convirtiendo en un viento frío, y lo hice mirando el mar y la playa a la vez que reflexionaba sobre mi fijación con las amapolas: son flores campestres, rotundamente naturales, sin el artificio de las flores ornamentales de los jardines. Desde luego nada que ver mis motivos con los de los británicos para amar las amapolas.


Mientras me peleaba con el viento para anudarme correctamente el pañuelo vi a alguien saliendo del agua. Se acercó a mí tiritando (el agua estaba helada a pesar de ser el mes de julio). Me extrañó que no llevara bañador sino una camisa y un pantalón caquis. Si me encontrara en una playa del Mediterráneo hubiera pensado que era un náufrago de alguna patera, pero las aguas (océano Atlántico), el color de su piel (blanquísima), el de su pelo (rojo) y el de sus ojos (azules) me quitaron la idea de la cabeza consciente de lo políticamente incorrecto de mi razonamiento y de mis prejuicios.

—Quiero regresar a casa —me espetó sin más preámbulos.

No supe qué decirle. Para empezar, no sabía cuál era su domicilio y aunque lo supiera tampoco hubiera sido capaz de darle instrucciones para llegar porque yo no vivía en la zona.

Ante mi mutismo el chico (al acercarse me di cuenta de que era un chaval) insistió.

—Quiero regresar a casa.

—¿No sería mejor que te cambies de ropa antes? Con este viento y empapado vas a pillar una neumonía.

—Quiero regresar a casa. Me he perdido, tengo frío, necesito ir a mi hogar.

Esto último lo dijo entre sollozos. Entonces me percaté de que algunas de las gotas que surcaban su rostro no era agua de mar sino lágrimas.

—Te acompaño a una cafetería, te tomas algo caliente y vemos quién te puede dar ropa seca. ¿De acuerdo? —añadí yo agarrándolo del brazo e intentando serenarlo porque le noté muy asustado.

—¡No! ¡Quiero regresar a casa! —gritó desasiéndose de mí.

—Está bien, está bien —quise calmarle levantando las manos—. ¿Dónde vives?

—Quiero regresar a casa —repitió como un mantra con la mirada perdida.

Me fijé más en su indumentaria y vi que en una de las mangas de la camisa caqui tenía bordada la bandera británica. Debajo había otra insignia, también bordada, con unos dibujos extraños que no fui capaz de descifrar, tan solo el número 8.

«Ya estamos», me dije, «este es un soldado del desembarco». Sin despeinarme asumí que me volvía a topar con otro rarito y, como si tal cosa, le pregunté:

—¿Perteneces a las tropas aliadas que desembarcaron aquí?

—¡Soldado Campbell! ¡8.ª Brigada blindada de la armada de Su Graciosa Majestad! —me contestó marcialmente y con el saludo militar.

Empapado de agua y con esa cara de niño (calculé que no tendría más de diecisiete o dieciocho años), aquel saludo resultaba casi cómico si no fuera porque el pobre estaba realmente desesperado.

—Pues como quieras regresar a casa vas a tener que seguir nadando hacia el norte. En cuanto cruces el Canal de la Mancha ya has llegado —ironicé para quitarle hierro al asunto y por no saber qué contestarle a un muerto que quiere retornar a su morada.

—Quiero regresar a casa —insistió—. Me gustaría ver a mi madre. La echo de menos. Pero puede que sea más razonable buscar a mi regimiento y reintegrarme con ellos —se aplacó sentándose en la arena.

—Creo que eso va a ser más difícil que volver a casa. Me parece que ya no queda nadie —argumenté yo con un escalofrío en el cuerpo al pensar en la madre de aquel chico.

—¿Se han ido? Seguro que ya han tomado posiciones. Las órdenes eran poner pie desde el caserío de La Reviére hasta el caserío de Hamel. ¿Dónde está Hamel? He de ir allí.

—No tengo ni idea. No soy de aquí.

—¡Ah! ¿No? Entonces… ¿no serás alemana? —me preguntó con suspicacia.

—¿Alemana yo? Vamos a ver, chaval. Soy bajita, morena y con el pelo rizado. ¿Tengo pinta de ser de Alemania? —otra vez yo y mis prejuicios.

—Pues he de retomar el contacto con mi unidad. Por favor, ayúdame.

—Mira… lo de encontrar a tus colegas lo mismo es complicado…

—No entiendo cómo nos lanzaron tan pronto al agua —prosiguió sin hacerme caso—. Abrieron las compuertas de las barcazas de desembarco demasiado pronto, había demasiada profundidad, no hacíamos pie y algunos no sabían nadar. Y aunque supieras nadar, tampoco servía de mucho, el equipo y las armas pesaban demasiado y te hundías sin remisión. Yo me tuve que deshacer de todo, hasta de las botas y el casco, de lo contrario me hubiera ahogado como la mayoría de mis compañeros.

—Si abrieron las rampas para que saltarais al agua antes de tiempo, eso fue un fallo muy gordo. ¡Joder! Y decían que fue una operación muy bien programada.

—¿Bien programada? ¡Ja! Quisieron hacer el desembarco con luna nueva, por lo de que no nos vieran antes de tiempo lo que implicó que nosotros tampoco viéramos nada. También debía haber pleamar para no tener que caminar tanto, que aquí cuando baja la marea el agua se va a tomar por saco de la costa. Deberíamos haber desembarcado el día 5 de junio y varias horas antes nos metieron a los de primera línea en las barcazas, pero resulta que había temporal y decidieron posponerlo un día más, el 6 de junio. Sin embargo, a los que ya estábamos en las lanchas nos dejaron allí, casi dos días enteros, con un vaivén horrible, hacinados, sin apenas comer, mareados la mayoría, vomitando por las olas y el miedo… Aunque nos soltaron más lejos de lo que debían, yo casi lo agradecí, prefería morir ahogado que encerrado en aquella lata de sardinas. Cuando conseguí zafarme de todo el equipo, salí a flote y llegué a la orilla, pero los alemanes nos estaban esperando disparando desde los búnkeres. No sé qué pudo pasar. Se supone que la línea de defensa alemana debería haber sido neutralizada por nuestros aviones y los paracaidistas. Después de seis interminables horas agazapado tras unas dunas con los proyectiles de los nazis pasando a centímetros de mi cabeza, decidí regresar al agua, me pareció más seguro.

Sobrecogida por lo que estaba oyendo enmudecí imaginando el horror que debieron pasar aquellos soldados ese día que, en la actualidad, es tan alabado por todos. ¡Qué horror!

—Pero no encuentro a mis compañeros. ¿Qué voy a hacer? Al menos estoy vivo —se dijo para darse ánimos.

Mientras hablaba del espanto que tuvo que vivir me fijé en un agujero de su camisa, estaba a la altura de un costado y ahí la tela mojada presentaba un tono más oscuro, tirando a rojo. Espeluznada me di cuenta de que era el orificio que le había provocado alguna de las balas con las que los recibieron los alemanes nada más pisar tierra. Yo ya sabía que aquel muchacho estaba muerto, pero lo terrible era que él no.

Hasta ahora, entre la gente rara que me había encontrado cada uno, a su modo, era consciente de su estado, este chiquillo no. Entre lo aterrador de su relato y mi nuevo descubrimiento la boca se me secó y no fui capaz de decirle nada.

Sabía por mi marido, un devorador de libros y documentales sobre la Segunda Guerra Mundial, que en el desembarco de Normandía, el famoso día D, murieron cerca de 5.000 soldados (casi una quinta parte ahogados y no por culpa de las balas alemanas) y hubo unos 6.000 heridos y/o desaparecidos. Más de diez mil vidas truncadas en un conflicto bélico absurdo, como lo son todos los conflictos bélicos. Eso sin contar las bajas alemanas, que también fueron muchas.

El soldado Campbell no fue el único que no consiguió volver a casa. Miles de jóvenes no regresaron jamás; miles de madres perdieron a sus hijos mientras estos las echaban de menos.

El muchacho, consciente de mi silencio, se levantó de la arena y se volvió a internar en el mar.

—¿A dónde vas? —le pregunté.

—Quiero regresar a casa.








5 de octubre de 2025

Un paseo por Francia: El pirata con contrato.

 

Tras varios días recorriendo el valle del Loira nos desplazamos al norte de Francia, a Bretaña. El primer lugar de esa región donde recalamos fue Dinan, un pueblecito digno escenario para el cuento de La Bella y la Bestia. Tras visitar sus preciosas y coquetas calles nos fuimos a Saint-Malo.

Cuando viajo busco lugares muy diferentes a los que frecuento, por eso de que en la variación está el gusto. Por donde yo me muevo suele haber bastante gente ya que vivo en una gran ciudad. Las aglomeraciones no me asustan, pero tampoco me agradan, aunque esté acostumbrada. Por eso, cuando llego a un lugar donde hay pocas personas me relajo y disfruto del momento.

En Saint-Malo no me relajé nada de nada, porque aquello estaba petado de turistas. La localidad está situada en pleno Canal de la Mancha y tiene unas bonitas playas.

Debido a su emplazamiento (si uno se pone a nadar todo tieso para el norte llega a Gran Bretaña) tiene un pasado marítimo lleno de episodios bélicos. En esta ciudad se atrincheraron los alemanes en la Segunda Guerra Mundial cuando desembarcaron los aliados unas cuantas playas más al este. Pero antes de la confrontación mundial, Saint-Malo vivió momentos de luchas intensas pues llegó a ser una república independiente a caballo entre el ducado de Bretaña y el reino de Francia. Tanto los bretones como los franceses se querían apropiar de Saint-Malo y el pequeño estado tuvo que defenderse. Todo lo anterior explica por qué toda la ciudad es una auténtica fortaleza amurallada.

Además, su situación geopolítica propició que la ciudad fuera el refugio de corsarios y piratas. De hecho, todo el merchandising turístico está focalizado en esta cuestión, de tal manera que más parece un parque temático sobre piratas que una ciudad costera.

Intentando alejarme de la aglomeración turística y de las tiendas con maniquíes de Jack Sparrow, me interné entre sus estrechas callejuelas. Fuera ya de las vías principales hallé la paz deseada. Callejeando y sin saber muy bien a dónde iba me topé con una construcción llamativa.




     Se trataba de una casa con una pequeña torre adosada. La torre en sí ya era admirable porque su base era circular, pero arriba tenía la forma de un octógono, terminando en un tejado puntiagudo. En la casa, un coqueto balcón sobresalía de la fachada, mientras que las ventanas blancas, a juego con la puerta, destacaban en la piedra marrón. El acceso a la pequeña torre se hacía a través de una sugestiva puerta roja.

El cartel que se encontraba al inicio del callejón explicaba que en aquella casa se había alojado la duquesa Ana. No tenía ni idea de quién era esa señora (probablemente la guía lo habría contado en el bus, pero, de nuevo, yo había aprovechado el trayecto para dormir), así que busqué en Google.

Ana de Bretaña fue duquesa de ídem y reina de Francia en el siglo XV, resultó ser una buena gobernante del ducado y mecenas de las artes. Hasta aquí, su currículum me dejó bastante fría. Lo que me impactó fue averiguar que estuvo 14 veces embarazada, pero de esos embarazos solo llegaron a término 7 y de esos siete hijos tan solo dos sobrevivieron. Ya sabemos todos que la mortalidad infantil ha sido muy elevada hasta hace bien poco, pero, aun así, el sufrimiento de esta madre tuvo que ser enorme. Encima, la pobre mujer, se murió con 36 años.

Mientras estaba fotografiando la construcción, oí un ruido estridente de goznes mal engrasados. En el silencio de aquel callejón ese estrépito retumbó en mis oídos haciéndome dar un respingo. Buqué el origen del escándalo, y resultó que procedía de la puerta roja de la torre: se estaba abriendo lentamente. Como era de día y lucía un sol espléndido no sentí temor, pero esa escena me ocurre de noche y me falta calle para salir corriendo.

Me quedé parada esperando ver quién se disponía a salir de tan peculiar lugar. Lo primero que pensé, dada mi experiencia y tendencias paranormales, es que me iba a encontrar con Ana de Bretaña, al fin y al cabo, esa fue su casa.

Sin embargo, quien surgió no se parecía a ninguna duquesa. No es que yo tenga mucha experiencia en el trato con duquesas del siglo XV (ni de ningún siglo), pero me da que no llevan trabuco ni espada al cinto como el señor que se me plantó delante. A las armas que portaba había que añadir a su atuendo unos pantalones embutidos en unas botas de caña muy alta que le tapaban las rodillas y una casaca entallada de un color parecido al rojo llena de lamparones y remiendos. Un sombrero de tres picos coronaba su cabeza dejando entrever una larga melena recogida en una coleta. La barba, que le tapaba media cara, estaba entrelazada por diminutas trenzas.

—¿Quién será este? Por las pintas parece un pirata —me pregunté y me contesté a la vez.

Tanto la pregunta como la respuesta las hice en voz alta por lo que el susodicho me oyó.

—Distinguida dama, erráis en vuestro juicio pues no soy ningún pirata bandido.

Tras asegurarme de que se dirigía a mí (lo de «distinguida dama» me había hecho pensar que había alguien más en la escena) le contesté:

—Perdone. Como toda la ciudad está dedicada a los piratas me he dejado llevar por el ambiente.

—Perdonada estáis. Os confieso que os ha salvado vuestra condición femenina, de haber sido un varón habría pagado con su vida el llamarme pirata.

—Lamento haberlo ofendido. ¿Entonces, cuál es vuestra profesión? —insistí porque seguía pensando que las pintas que llevaba eran típicas de los piratas, por muy ofendido que se sintiera.

—Me llamo René Duguay-Trouin, soy corsario al servicio de su majestad Luis XVI.

¡Corsario! O sea, pirata con «patente de corso», una autorización por la que un estado concedía al propietario de un buque particular la posibilidad de ir armado y atacar los intereses (barcos, ciudades…) de un país enemigo. Corsarios, piratas, a mí siempre me parecieron iguales: ladrones que asaltaban buques, ni más ni menos. Dada la beligerancia de quien tenía delante no me atreví a mostrar mi opinión abiertamente; aun así, le dejé entrever qué pensaba yo de los corsarios.

—Así que, usted ataca barcos en alta mar y los… desvalija.

—Barcos enemigos —puntualizó él ajustándose la casaca.

—Ya. Barcos enemigos con ricos tesoros que ustedes se quedan.

—Bueno, algo habrá que cobrar por los servicios prestados —sonrió enseñando una dentadura cariada.

—Claro, porque su rey no les daba un sueldo, ¿no?

—El acuerdo firmado con su majestad dictamina que los emolumentos dependen del botín obtenido. En los asaltos incautamos lo que encontramos y nos lo quedamos. Lo pone en el contrato.

—Pero eso es lo que hacen los piratas —le espeté a riesgo de que se olvidara de mi condición femenina y decidiera darme matarile con el trabuco o con la espada.

—Estáis equivocada, señora mía. Los piratas actúan por su cuenta. Los corsarios lo hacemos por orden real, tenemos permiso. ¡Firmamos un contrato!

Me pareció una respuesta hipócrita, pero lo cierto es que lo dijo con una candidez que demostraba lo convencido que estaba de actuar con corrección.

Mi débil instinto patriota afloró pensando en cuánto oro y plata procedente de América perdieron los españoles por culpa de ese tipo de ataques, aunque, la verdad sea dicha, la mayor parte acabó en el fondo del mar a causa de las tempestades. No obstante, no pude evitar seguir tocándole un poco las narices.

—Si tan enemigos son los buques asaltados, ¿no sería mejor que los atacara la armada del país contrario en lugar de enviar a los pira… corsarios?

—Es que, la mayoría de las veces, no se disponen de suficientes navíos, por eso recurren a nosotros —contestó encogiéndose de hombros.

—Acabáramos. Es decir, recurren a mercenarios.

—Corsarios.

—Vale. Y… ¿no saca usted mucho rédito? —le pregunté mirando el mal estado de su ropa.

—Mi indumentaria no es la adecuada para un servidor del rey, lo reconozco —respondió dándose cuenta del porqué de mi pregunta—, pero es que Saint-Malo no es la corte. Aquí me relajo y soy más yo. Aflora mi verdadero ser.

«El de un ladrón», me dije a mí misma y teniendo mucho cuidado de no decirlo en voz alta.

—Lo que obtenemos mis hombres y yo por asaltar a los ingleses y a los holandeses, preferimos gastarlo en juego y mujeres —prosiguió.

—¿Ingleses y holandeses?

—Sí. Son nuestros enemigos. No los dejamos ni a sol ni a sombra. Para ellos somos un grano en el culo —espetó riéndose a carcajadas.

Saber que no atacó barcos españoles hizo que mi débil sentido patriótico (que en el extranjero se hacía más fuerte) volviera a aflorar y empecé a mirarlo de otra manera. Si les daba caña a los británicos y a los altivos y violentos holandeses que tanto nos incordiaron a nosotros pues bien merecido lo tenían. Donde las dan, las toman.

Con otra percepción sobre su persona tras saber quiénes eran objeto de su rapiña, decidí averiguar más sobre él.

—¿Todos los ataques que ha realizado han sido exitosos? Es decir, supongo que los barcos asaltados se defienden, ¿nunca ha tenido que abandonar alguna presa?

—El intríngulis consiste en atacar barcos que no sean de la armada, o sea, barcos que transportan mercancías. Primero porque llevan botín y, segundo y no menos importante, porque no están tan bien armados como los militares. No obstante, he sufrido algún que otro revés. Una vez fui apresado y encarcelado en Inglaterra.

—¿Cómo salió de allí? ¿Pagando un rescate?

—Utilizando mis armas.

—¿Estaba en la cárcel armado? —exclamé con los ojos como platos— ¿No le cachearon antes?

—Bueno, el arma que empleé no me la podían quitar. Cuando digo arma no me refiero a estas —dijo mirando el trabuco y la espada—, sino a otras… que no se ven a simple vista.

Creí que se refería a su locuacidad porque los franceses son únicos mareando la perdiz. Lo mismo, a este le dio por aturdir al carcelero con una interminable verborrea y le dejó libre con tal de no oírle, aunque eso me parecía poco serio viniendo de los ingleses.

El propio corsario me sacó de dudas. Se me acercó y, con sonrisa picarona, me dijo al oído.

—Enamoré a una inglesa.

Enarcó las cejas y sonrió ampliamente. Tras unos instantes de confusión, enseguida pillé de qué arma hablaba. No pedí más explicaciones por no sufrir otra de las características de los franceses: lo ufanos que están de sus capacidades amatorias. Allá por donde vas, presumen de que nadie liga y hace el amor mejor que ellos. Yo creo que no se puede generalizar. En cualquier caso, al corsario que tenía delante aquello le funcionó si consiguió salir de prisión. Detrás de toda leyenda siempre hay algo de verdad.

—Si me vieran mis padres… Ellos, que querían que fuera cura.

—¿En serio?

—Sí. Estaba destinado a ser eclesiástico, pero yo prefiero usar las armas. Todas… —añadió enarcando de nuevo las cejas—. Menos mal que no me doblegué a los designios paternos. Anda que no me lo pasé yo bien en Brasil. ¡Qué mujeres!

—¿Brasil?

—En once días tomé Río de Janeiro, y eso que se suponía que la ciudad tenía unas fortificaciones inexpugnables. Me tuvieron que pagar un buen caudal en forma de rescate y encima les obligué a liberar más de 1.000 presos franceses. Aunque yo solo me limité a seguir las cláusulas del contrato, no es de extrañar que Luis XVI me tenga en tan grande estima,

«Y que los portugueses te tengan manía» añadí yo para mis adentros.

—Lo siento, encantadora dama, pero tengo que asistir a una partida de naipes y no quiero hacer esperar a mis camaradas.

Una vez más, miré a mi alrededor por ver si había alguien más ya que no me di por aludida con lo de «encantadora dama». Tras hacerme una reverencia se alejó a la vez que añadía sin volverse:

—No todo ha de ser asaltar barcos. Los corsarios también tenemos derecho a tiempo de asueto. Lo pone en el contrato.






20 de septiembre de 2025

¿Cuánto va a durar esto?

 


Este es un microrrelato correspondiente al microrreto de El Tintero de Oro. Las premisas son:

"Escribe un micro de hasta 250 palabras en el que se narre una historia que tenga como protagonista un cuadro, escultura o similar, el cuadro puede ser el mismo protagonista o lo que aparezca en el mismo puede servir de hilo para una historia."

He tomado como cuadro Las Meninas de Velázquez.

¿CUÁNTO VA A DURAR ESTO? (249 palabras)


—Alteza, ¿cuánto va a durar esto? Tengo la mano dormida de tanto sujetar el búcaro. Bien podíais hacerme el favor de cogerlo vos misma.

—¿Y moverme? No lo quiera Dios, me arriesgo a que me regañe el de los bigotes, que tiene mucho gracejo andaluz, pero también un genio de mil demonios.

—Nadie osaría reprenderos, señora. Sois la infanta Margarita, hija de los reyes de las Españas.

—Quita, quita, Agustina. Velázquez tiene mucho predicamento con mis padres. ¿No te has dado cuenta de que no pierden detalle de la pose?

—Sí, los veo reflejados en el espejo a vuestra espalda. Tampoco pierde ripio ese señor que está en la puerta, el chambelán.

—Un cotilla de aúpa. A ti se te duerme la mano, pero yo voy a acabar con una tortícolis importante.

—¡Vive Dios que esto no es para cristianos! Se me han adormecido las piernas y eso que las tengo bien cortas.

—Maribárbola, cuida tu lengua. Ser bufona de la corte no te da dispensa para hablar como quieras. Toma ejemplo del perro, un animal sin raciocinio y no se ha movido un ápice.

—Porque lo sujeta Nicolasito. Además, al contrario que nosotras, está tumbado, y eso algo ayuda a soportarlo.

—Ya puede quedar bien el cuadro porque tanta inmovilidad es una tortura. Espero que esto lo vea mucha gente.

—Puede, alteza. Pero nadie sabrá de nuestro sufrimiento para posar.

—Quién sabe. Quizás alguien se decida a contarlo en algún reto de relatos.







12 de septiembre de 2025

Un paseo por Francia: La amante destronada

La tarde se presentaba incierta en cuanto a climatología, algunas nubes cargadas de agua amenazaban el día que tan soleado se había mostrado por la mañana. Un tímido sol peleaba por aparecer entre ellas para dar más luz y realce al entorno.

Aunque el lugar en el que me hallaba no necesitaba de aditamentos para realzarse porque el castillo de Chenonceau se basta y sobra para destacar y dejar boquiabiertos a cuantos lo contemplan.

 



Este castillo forma parte del conjunto de construcciones emplazadas en el valle del Loira, aunque el río que pasa literalmente por debajo de él es el Cher, afluente del que da nombre al valle con tantos castillos.

A esta construcción también se le llama el Castillo de las Damas. El motivo fue explicado por la guía en el autocar, pero yo, una vez más, me lo perdí porque me dediqué a dormir durante el trayecto. Es lo que tiene madrugar tanto cuando estás de vacaciones.

En cuanto me acerqué y comprobé que este castillo también tenía foso me centré en mi obsesión: encontrar dragones. El resultado fue el de siempre, por lo que pronto abandoné mi búsqueda y me adentré en el interior del edificio para visitar los aposentos reales.

Sabía que allí había vivido una reina muy interesante: Catalina de Médici. Mi interés por este regio personaje se basaba en su afición por las plantas medicinales, aunque sus detractores siempre la acusaron de que ese afán por conocer el uso de las plantas no tenía nada que ver con la terapéutica y sí con el envenenamiento. De hecho, la apodaron la Reina Serpiente porque se movía en la política arteramente y utilizaba veneno para ayudarse en el gobierno. Yo no lo tengo tan claro ya que lo primero que visité fue la botica real que ella misma fundó y se preocupó de abastecer, así que creo que su intención primigenia fue la de utilizar los conocimientos botánicos para sanar.

 

Dentro de los aposentos reales pude visitar la habitación de la propia Catalina. Un lugar amplio y recargado con mucho tapiz, porcelana y dosel con bordados dorados, una ornamentación propia del siglo XVI que haría llorar de impotencia a un decorador de Ikea.




        —Esta habitación es la mejor de todas —me dijo alguien a mi espalda.

Al girarme me encontré con una mujer vestida de terciopelo negro y blanco, con una diadema que recogía su pelo rizado y de la que pendía una perla que adornaba una frente con un cutis blanquísimo.

Cuando vi la facha de esa mujer pensé que me volvía a topar con alguien «raro» y dado que me hallaba en los aposentos de Catalina tuve claro que debía tratarse de ella, la Reina Serpiente.

Sin saber muy bien si debería hacer una reverencia o algo así, bajé la cabeza en señal de respeto y le dije atolondrada.

—Encantada de conocerla, Su Majestad.

—No, no. Yo no soy reina —contestó con un rictus de amargura—. Aunque tuve tanto poder como si lo fuera.

Mi gozo en un pozo. No era Catalina, lo que me habría gustado para platicar sobre esas plantas que decían conocía tan bien. En fin, qué se le iba a hacer.

La mujer al ver mi cara de decepción añadió:

—Me llamo Diana.

¿Lady Di? A esa la conocía de las revistas del corazón y no se parecía en nada, además el lugar y cómo iba vestida no me cuadraban. Menos mal que la mujer vino a añadir más información para orientarme.

— Soy Diana de Poiters. Dama de Anete, Gran Senescala de Normandía, Condesa de Maulévrier, Vizcondesa de Bec-Crespin y de Marny.

Los títulos parecían de postín, pero mis conocimientos sobre heráldica son nulos y me quedé con el primer nombramiento, Dama de Anete.

—Eres una dama de compañía de Catalina de Médici.

Ante mi comentario el rostro blanquísimo de la susodicha adquirió un tono cárdeno muy poco saludable pues era fruto de la inmensa ira que la estaba embargando. Incapaz de hablar me señaló con un dedo tembloroso con el que parecía querer fulminarme.

—Co… co… como te atreves a insinuar que fui amiga de esa… de esa… arpía, desgraciada, asquerosa, bruja, adefesio, asesina, intrigante de Catalina.

No sabía quién era Diana de Poitiers, pero tenía muy claro que a la tal Diana, Catalina de Médici no le caía bien.

—Siento haberla ofendido, señora —dejé el tuteo por no enfadarla más—. Pero como estamos en los aposentos de la reina…

—Pues deberías ver los míos, no son tan amplios, pero tuvieron mucha más importancia. Allí el rey pasaba más tiempo que en su consejo de gobierno y, por supuesto, que aquí.

Esto último lo dijo mirando la habitación con cara de asco.

Con ese comentario llegué a la conclusión de que Diana era una de las cortesanas que solían calentar la cama de los reyes fuera del lecho conyugal.

—Entiendo, entiendo. O sea que usted fue… una amante del esposo de Catalina, o sea de… Enrique II de Francia —añadí leyendo el folleto que nos habían dado en la entrada.

—¿Una? —El color rojo acudió otra vez a su rostro—. ¡La! ¡La amante! Este castillo me lo regaló él. Es cierto que mi Enrique tuvo otras distracciones, Filipa, Marie, Colette… Pero yo fui la más importante.

Con tanta querida, no me extraña que el padre de Enrique, Francisco I, decidiera poner una escalera de doble hélice, tal como me explicó Da Vinci unos días atrás. Ese tipo de escaleras debían de tener un tránsito muy concurrido por las noches.

—Yo siempre fui la primera en el corazón del rey. Seguía mis consejos para gobernar, incluso después de que esa entrometida apareciera en la corte —prosiguió la mujer mirando la cama que fue de Catalina—. Una corte que siempre le vino grande a esa zarrapastrosa venida de Italia y recogida de un convento porque no tenía dónde caerse muerta. La huérfana pordiosera dada en matrimonio por compasión cuando Enrique no era el heredero pero que, por designios del destino, acabó reinando Francia. Una palurda con suerte.

En este momento decidí salir en defensa de la reina. El recuerdo de la botica real que fundó me hacía hermanarme con ella y creí necesario apoyarla.

—Bueno… palurda, palurda… Se rodeó de sabios, incluso, creo recordar que era amiga de Nostradamus, un médico y boticario, con renombre.

—¡Bah! ¡Cantamañanas!

Nostradamus tuvo sus cositas cuando le dio por profetizar, pero fue un prestigioso médico y buen conocedor de las plantas medicinales. Como no quería polemizar ni cabrear más a Diana, cambié de tema.

—¿Y si el castillo le pertenece a usted qué hace la habitación de la reina aquí?

—Cuando Enrique murió, esa malnacida me echó de aquí.

—Mujer, es comprensible. Tener a la amante de tu marido bajo el mismo techo recordando constantemente los cuernos no debe de ser plato de buen gusto.

—Esa infame solo trajo desgracia a este país. Maldita la hora en que llegó. Es responsable de la muerte de muchos franceses. Una traidora en toda regla, apoyó a los hugonotes para luego masacrarlos en la matanza de San Bartolomé.

Acudí presta al folleto informativo para saber de qué estaba hablando, al tiempo que anotaba mentalmente no volverme a quedar dormida en el autocar para no perderme las explicaciones, porque luego te encuentras con alguien que estuvo allí y te pone en un aprieto.

No obstante, Diana siguió iluminándome sobre el historial de Catalina.

—Su único afán fue salvaguardar la dinastía Valois a costa de lo que fuera. Tuvo nueve hijos, tres fueron reyes, aunque los dos primeros acabaron muriendo tempranamente, pero a todos los sostuvo ella en el poder con sus intrigas y sus alianzas que rompía sin pudor si la situación lo requería.

El folleto que yo consultaba también añadía que, si no hubiera sido por Catalina, probablemente sus hijos no se habrían mantenido en el trono. Según hablaba Diana yo no vi nada raro, al menos nada que no hubiera hecho un hombre en su lugar y su época. Empeñarse en retener el poder es algo que han estado haciendo los poderosos desde siempre, aliándose con quienes les convenía para traicionarlos si les reportaba más poder. En el caso de los hombres se veía como algo normal, pero cuando era una mujer quien se comportaba así entonces llovían las críticas y los insultos. No me pareció justo, y menos que quien tanto la atacaba fuera otra mujer, aunque en el caso de Diana puede que la moviera el despecho de ser expulsada de un castillo que en realidad era suyo, además un castillo precioso; el rey Enrique debía de ser muy rumboso o Diana una amante muy buena porque le entregó un pedazo de regalo, sí señor.

Diana siguió despotricando contra Catalina un buen rato, llegó un momento en el que me di cuenta de que se había enrocado en su diatriba y ni siquiera me estaba hablando a mí. Intenté interrumpirla, pero fue en vano. Decidí seguir con mi visita y la dejé en los aposentos de su más acérrima rival echando pestes de ella.

Cuando abandoné el lugar averigüé que el nombre Castillo de las Damas, se debía a las mujeres influyentes y notables que, a través del tiempo, vivieron allí: Diana de Poitiers, Catalina de Médici, Caterina Briçonnet (inició la construcción del castillo), Luisa de Lorena (viuda de Enrique III, nuera de Catalina) y Louise Dupin (mecenas de filósofos y defensora del castillo durante la Revolución Francesa).

Pero estaba claro que, de todas ellas, la palma se la llevan las dos primeras, porque, en mis averiguaciones, supe que de los dos jardines que jalonan los lados del castillo, uno lo diseñó Diana y el otro, Catalina. E incluso en algo tan trivial ahora se especula cuál de los dos es más bonito. El de Diana, lleno de caminos que atraviesan praderas de césped, grande, majestuoso y con pretensiones; el de Catalina, más pequeño y recogido, con plantas coloridas de propiedades terapéuticas, íntimo, elegante y sencillo. Esas dos mujeres fueron rivales mientras estaban vivas y seguían siendo rivales una vez muertas.

Dos mujeres tan inteligentes si hubieran aunado fuerzas habrían formado un tándem muy productivo, pero la sociedad y el tiempo que les tocó vivir las abocaron a enfrentarse en lugar de aliarse. Una pena.

Como rechazo al papel que la historia les había asignado, me marché de Chenonceau pensando en Diana y Catalina como en dos mujeres excepcionales que no se merecían seguir peleando durante toda la eternidad. Si alguien me preguntara a quién prefiero yo diría que a las dos por igual, aunque me temo que esta contestación salomónica no les iba a gustar a ninguna de ellas.

 

 






4 de septiembre de 2025

Un paseo por Francia: El arquitecto del rey

La mañana lucía espléndida. La espesa y abundante vegetación proporcionaba frescura al ambiente. El río, que en las cercanías fluía manso, añadía intensidad y color al escenario. El día se presentaba prometedor.

Me dirigía a visitar el castillo de Chambord, el primero de una extensa lista diseñada para viajar por el Valle del Loira, en la zona central francesa. A ese valle lo llaman el jardín de Francia por hallarse allí una gran cantidad de monumentos históricos adornados con jardines decorativos que dan mayor realce a las construcciones. La mayoría de los chateaux son de la época renacentista por lo que un español a ese tipo de castillos los suele llamar «palacios» mientras que, en la península ibérica, donde tantas fortalezas hubo que levantar durante la llamada Reconquista, reservamos el concepto de castillo para las fortificaciones más antiguas y con una función militar.

Castillos o palacios, me disponía a ver unos cuantos. Mi filiación con los castillos viene de antiguo; desde pequeña me atraen porque los asocio con la existencia de dragones. Creo que la fijación se debe a los cuentos de mi niñez, aunque, bien mirado, en esas historias no es que salgan muy a menudo estos seres imaginarios, pero se ve que los pocos cuentos en los que aparecían me impresionaron y de ahí que ahora ande buscando dragones en cuanto veo un castillo. No profundizaré más porque eso ya sería tarea de un psicólogo o quizás, mejor, de un psiquiatra.

El chateau de Chambord fue construido a principios del siglo XVI. Las guías turísticas lo definen como «un castillo de arquitectura renacentista francesa muy distintiva, donde se mezclan formas tradicionales medievales con estructuras clásicas italianas». Yo lo defino como «un castillo muy grande y muy pintón». Tiene mogollón de torres y, lo más llamativo, un foso grande con agua y todo, así que a allí me dirigí como una flecha por ver si había alguna oquedad que comunicara con los sótanos del castillo y esperar ver salir de ahí mi deseado dragón. Mientras mis acompañantes se dedicaban a fotografiar y pasear por el entorno, yo estaba sentada en un poyete mirando el foso como una pánfila.


—¿Se puede saber qué estás mirando?—dijo una voz con acento italiano.

Supuse que me estaba hablando alguno de los turistas que iban en mi autocar (aunque lo del deje italiano no me cuadraba porque en ese bus todos éramos españoles) y le contesté sin mirarle.

—Nada, estoy observando el foso. Me atrae mucho.

No entré en más detalles por no dejar claro a mi supuesto compañero de viaje que era una lunática. Íbamos a estar diez días dando vueltas por Francia y no era cuestión de que me señalaran como la rarita del grupo desde el minuto cero. Ya tendrían tiempo para descubrirlo, pero no se lo iba a poner fácil.

—No estarás pensando en darte un baño, ¿verdad?

—No, no, tranquilo—le dije sin darme la vuelta.

—Lo digo porque bañarse ahí podría ser peligroso.

—¿Por qué? ¿Hay…? ¿Hay algo ahí que pueda atacar?—pregunté con la esperanza de que ese peligro fuera mi añorado dragón—. ¿Cocodrilos?

No me atreví a hablar abiertamente de dragones porque eso sería toda una declaración de intenciones. A pesar de que la conversación se estaba alargando yo seguía sin mirar a mi interlocutor.

—¿Cocodrilos? No, en absoluto. La creencia de que en los fosos se hallan animales es una falacia. Estas estructuras están pensadas para dificultar el paso de las tropas enemigas y las máquinas de asedio, pero no es necesario añadir nada más.

—Ya. Me lo temía.

—Este foso, en concreto, tiene una forma geométrica especialmente diseñada para que el asalto sea prácticamente imposible.  Yo le di algunas ideas al dueño, antes de empezar a construirlo.

Flipé al escuchar lo que había dicho porque el primer dueño de ese castillo fue el rey Francisco I (de Francia, claro), un monarca que reinó en el siglo XVI.

—¿Cómo?—exclamé a la vez que me giraba para ver, esta vez sí, a mi acompañante.

Me topé con un señor que en nada se parecía a un turista, al menos a uno de los que venían conmigo en el autocar. Era un hombre mayor, con una espesa barba blanca a juego con la larga melena. Un bonete le coronaba la cabeza mientras que una capa negra, que le llegaba hasta los pies, impedía ver el resto de su vestimenta.

Al notar que le observaba con detenimiento, el individuo se me acercó con la mano extendida.

—Perdona mis modales. No me he presentado. Me llamo Leonardo. ¿Y tú?

—Kirke—contesté con mi alias bloguero porque es lo que suelo hacer cuando me encuentro con desconocidos «raros» por ahí.

Le estreché la mano que me tendía; noté unos dedos largos, finos y una piel muy suave a pesar de las venas que surcaban el dorso. Manos de artista, pensé.

Absorta en la facha de aquel hombre me había olvidado del motivo de querer mirarlo: eso que dijo sobre el primer dueño del castillo y que él le había dado ideas para su diseño. Afortunadamente, mi interlocutor se encargó de retomar el tema.

—Su majestad me pidió consejo para esbozar los planos del castillo—dijo mientras observaba la imponente construcción con un brillo en los ojos—. Fue muy amable, siempre tuvo una gran consideración hacia mi persona.

—Así que usted fue el arquitecto—dije mientras recurría al folleto informativo en busca del nombre del autor de ese monumento; ahí ponía que se llamaba Domenico da Cortona, y el hombre que tenía delante me había dicho que se llamaba Leonardo.

El susodicho vino a aclararme un poco.

—No, no. El arquitecto fue un compatriota mío, yo solo contribuí con algunas cositas—dijo bajando la cabeza en un gesto de humildad que no le quedó muy bien porque se leía la vanidad en su rostro a pesar de todo.

—¿Cositas? ¿Qué cositas?

—Bueeeno, pequeños detallitos, peccata minuta—insistió en su falsa modestia.

—Venga, especifique algo más—insistí para que me diera más datos, algo que él deseaba a todas luces.

—Por ejemplo, la escalera de doble hélice. Como digo, detalles menores—añadió encogiéndose de hombros para quitarle importancia, aunque se notaba que no se la quería quitar en absoluto.

La escalera de doble hélice. ¿Dónde había oído hablar yo de eso? ¡Ah, sí! De camino al castillo, la guía del autocar nos contó que dentro había un prodigio de la arquitectura: una escalera con dos rampas independientes que se enroscan en una espiral perfecta. También dijo quién la había diseñado y entonces recordé su nombre: Leonardo Da Vinci. Así que el Leonardo que me estaba hablando era ¡Da Vinci! ¡Ostras!

—¡Caray con el detallito! Hay que tener un coco estupendo para idear semejante ingenio.

—¡Pse! Lo esbocé en una tarde. Las amantes del rey no se llevaban bien con la reina y a esta no le gustaba cruzarse con ellas cuando salían de los aposentos privados de su esposo, así que ideé ese sistema para que no se vieran, mientras una subía por una escalera las otras bajaban por la otra sin llegar a verse.

—¿En serio? Diseñar esa escalera fue una cuestión… ¿de cuernos? ¡Ese fue el motivo!

Leonardo me miró con reconvención, esa última expresión era bastante vulgar y a un hombre refinado como él esos exabruptos no le gustaban. Debía contener mi lengua barriobajera.

—Los motivos de su majestad, suyos son. Los míos eran aceptar el desafío y disfrutar diseñando algo tan peculiar.

—Ya. ¿Y qué hacía un italiano como usted en una corte francesa como esta?—pregunté mirando el castillo.

Las razones por las que Da Vinci terminó en Francia las había explicado la guía de camino al lugar en el que nos hallábamos, pero yo me había quedado dormida y no me había enterado. Ahora, el destino me daba una segunda oportunidad pudiendo acceder a la información de manos del propio protagonista.

—Cuando tenía 64 años, en Italia ya no había nada interesante para mí. Mi benefactor, Juliano II de Médicis, había fallecido y sentí que mi carrera terminaba con su vida. Además, estaba ya muy harto del fatuo de Miguel Ángel, siempre con sus inquinas y su envidia hacia mi persona. ¡Qué hombre más insufrible! Fue entonces cuando un joven Francisco I me llamó a su corte. El monarca era un fiel admirador de mi obra, así que me vine a Francia para ser el ingeniero y arquitecto del rey.

—Pues qué bien, ¿no? Este fue su retiro dorado—dije mirando embobada el castillo.

—Este exactamente, no. El castillo se empezó a construir después de mi muerte. Yo viví en Amboise, a cuatrocientos metros de la residencia del rey. ¿No has visto mi casa?—ante mi negativa Leonardo prosiguió—: Deberías ir, está relativamente cerca de aquí, aunque lo mismo no ves mucho porque está lleno de visitantes. Se llama Clos Lucé.

Tomé nota mental del lugar porque mi próxima parada en el recorrido por el Valle del Loira era, precisamente, Amboise.

—En esa corte pasé mis últimos años y me trataron como a uno más de la familia. Francisco fue como un hijo para mí y yo una especie de padre intelectual para él—prosiguió el ingeniero real con nostalgia—. Creí que nunca podría devolver el inmenso favor que me hicieron acogiendo a un anciano con tanta hospitalidad, aunque con el discurrir de los años he comprobado que les pagué largamente.

—¿A qué se refiere?

—Entre las pertenencias que me traje de Florencia se encontraban varios lienzos. Algunos los compró el rey tras mi muerte y uno de ellos está proporcionando pingües beneficios.

Ante mi cara de estulticia el maestro continuó con sus explicaciones, no sin enviarme antes una mirada de conmiseración por mi ignorancia.

—Estoy hablando de la Gioconda, un cuadro admirado por media humanidad y que se ha convertido en la primera atracción del mejor museo del mundo, el Louvre.

Al oír lo que había dicho me envaré. Personalmente, no entiendo qué le ven al retrato de la Mona Lisa. Me parece un cuadro insulso. No soy entendida en arte, ni me considero una patriotera, pero donde estén las Meninas de Velázquez… En cuanto a importancia de pinacotecas, la mención del Louvre como el mejor museo del mundo me tocó la fibra porque, en tamaño es el más grande del mundo, pero en cuanto a calidad de pinturas y concentración por metro cuadrado, el museo del Prado es el number one. Todo esto lo pensé, pero no lo dije, el hombre que tenía delante no parecía agresivo, sin embargo, intuía que no iba a tolerar bien mis apreciaciones artísticas por lo que decidí callar.

A pesar del interés que me suscitaba mi acompañante no pude evitar seguir mirando el foso—las obsesiones pueden ser muy insistentes— y Leonardo se dio cuenta.

—La presencia de animales en los fosos de los castillos es un mito. No obstante, haces bien en mirar, nunca se sabe.

—Los seres que busco yo ni siquiera existen—le repliqué encogiéndome de hombros y pensando en mis quiméricos dragones—. Es imposible que mi búsqueda tenga éxito.

Da Vinci me sonrió con afecto.

—Imposible parecía que se pudieran construir máquinas voladoras y yo diseñé algunas, ahora el ser humano puede desplazarse volando e incluso viajar al espacio. Solo es imposible lo que no se intenta. Míranos, a los pies de este castillo, charlando. ¿Hasta hace unos minutos, a ti te parecía posible hablar con alguien que lleva más de quinientos años muerto?

Le miré y volvió a sonreír mientras se daba la vuelta y se alejaba internándose en el castillo. Quise retenerle algo más a mi lado. Quería preguntarle sobre su vida y su obra: quién era realmente la Gioconda y qué vio en ella para pintarla, cómo se le ocurrió diseñar el puente autoportante que no requiere clavos ni cuerdas o que me contara chismes sobre sus peloteras con Miguel Ángel Buonarroti. Sin embargo, le dejé marchar y él siguió su camino. Antes de desaparecer de mi vista añadió:

—Nunca pierdas la esperanza, Kirke. Quien abandona la lucha nunca podrá ganar.



  


Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores