Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

27 de agosto de 2021

El volcán esquivo (Vacaciones con Murphy II)

 

De regreso ya de las vacaciones veraniegas y tras recuperar un poco de sosiego, retomo la actividad en el blog y lo hago contando mis peripecias viajeras.

 Siempre me he quejado de mi mala suerte y sobre todo cuando esta se muestra al irme de viaje. Este verano no ha sido la excepción; mi amigo Murphy, un año más, se empeñó en acompañarme, no es la primera vez (Vacaciones con Murphy). Mi querido amigo ha estado conmigo tooodo el rato y dando por saco, como es su costumbre.

Que el viaje iba a ser complicado se me anunció nada más montar en el avión. Cuando la nave estaba a punto de despegar un pasajero, que se encontraba dos filas por delante de mí, comenzó a convulsionar, tras la voz de alarma que dieron otros viajeros, yo incluida, el avión dio un frenazo y acudieron a su asiento los auxiliares de vuelo; por megafonía se preguntó si entre los presentes se encontraba algún sanitario, pero no había ni uno (deben de estar todos, los pobres, en los hospitales y centros de salud afrontando la enésima ola de la pandemia), así que tuvimos que esperar a que llegara un médico del propio aeropuerto con la ambulancia pertinente.

El pasajero se recuperó, pero hubo de someterse a un reconocimiento básico en el propio avión por el personal médico y, entre pitos y flautas, despegamos una hora después. Cuando llegamos lo hicimos con retraso y cierto mosqueo porque el piloto del avión, y para rematar el viajecito, nos dijo que aterrizábamos en el aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, en lugar del de Tenerife que era el destino al que íbamos. Gracias a Dios, el comandante de la nave, advertido por su ayudante, nos dijo que era un error antes de que el pasaje pensara que se había roto el avión y habíamos tenido que regresar al punto de partida.

Respecto a la estancia en Tenerife la podría resumir con una sola palabra: escaqueo. Y es que tuve la sensación durante todo el tiempo que estuve allí que la isla pasaba de mí y de mi body.

Empecemos con el sol. Las Canarias presumen de sol asegurado, bueno pues cuando estuve yo anduvo remolón. Todas las mañanas se presentaban unas nubes densas que lo tapaban, sobre las once parecía que lo dejaban entrever y hasta llegó a lucir bien, pero como a regañadientes. De hecho, cuando estuve en la localidad de Tenerife con fama de tener sol prácticamente todo el año (Puerto de Santiago) estaba nublado. En esa localidad se encuentran los acantilados de Los Gigantes que, gracias a que son enormes (de ahí el nombre), se dejaron ver medianamente porque había una bruma tirando a niebla que dificultaba ver otras cosas.

Los coches de alquiler también andaban escaqueándose porque nos costó Dios y ayuda encontrar uno libre. Tras dar con una agencia que decía tener el único coche disponible de toda la isla y pagar una cantidad indecente por dos días (la ley de la oferta y la demanda es cruel), concertamos con dicha agencia alquilar dicho coche tal que un viernes. El jueves por la tarde me llaman para decirme que el coche se ha averiado y está en el taller, que la entrega se pospone dos días, hasta el domingo. Aceptamos, qué le vamos a hacer, si se ha roto, se ha roto y como no hay más coches disponibles habrá que arreglarlo y esperar.  Como desagravio por las molestias la agencia de alquiler nos regala cuatro entradas para el Loro Parque, a lo que yo me dije, mira qué majos son. Sí, sí, majos. Era una manera de contentarnos para lo que venía después y que consistió en que el domingo, día de entrega ―por fin― de nuestro anhelado ―y carísimo― coche, el auto que nos dan no se corresponde ni por asomo al modelo y potencia del que habíamos contratado. Nos dieron un Hyundai de la gama más baja donde cuatro personas entraban justitas, y gracias que ninguna teníamos sobrepeso. Lo de que tuviéramos todos los ocupantes un peso dentro de la normalidad también vino bien para poder subir los puertos que caracterizan a Tenerife y a los que hay que subir y bajar si uno quiere acceder a los lugares guays de la isla.

Porque si la costa de Tenerife tiene lugares paradisíacos, no lo son menos los sitios que se encuentran en sus alturas. Aunque, por culpa de la poca potencia del coche que nos tocó, no pudimos ir a algunos pues la pendiente no era compatible con la capacidad de tracción de nuestro paupérrimo auto.

Otra cosa que se escaqueó fue la capacidad de control para acceder a ciertos lugares, como el Parque Rural de Anaga. Tras pasar las de Caín para llegar hasta allí por culpa de la poca potencia del auto, el lugar tenía un aparcamiento para unas veinte o treinta plazas, y los coches que allí había antes de que llegara yo superaban el centenar. El zipitostio que se organizó fue de campeonato. Dejé el coche de cualquier manera, nos bajamos para dar un paseíto rápido por el bosque de laurisilva y cogimos el auto de nuevo para seguir subiendo hasta un pueblo perdido en la montaña del que ni el GPS tenía noticia de su existencia pero que resultó precioso y en el que no tuvimos ningún problema para aparcar porque allí no había ni un alma.

Fueron muchas las cosas que se escaquearon durante mi viaje: el sol, la seriedad del alquiler de coches, las plazas de aparcamiento, etc. Pero el que se llevó la palma en cuanto a evadirse y esconderse fue el Teide. El pico más alto de España se mostró esquivo con una servidora. Durante los días que estuve en la isla le dio por esconderse tras un velo de nubes, de mayor o menor densidad según los días, y no había forma de ver la cumbre. Ese volcán se ve prácticamente desde cualquier punto de la isla, incluso desde las islas aledañas, pero cuando yo estuve, no. Cámara en ristre anduve tras la instantánea que me permitiera ver la cima del volcán, pero durante cuatro días la misión resultó infructuosa.

Como soy una abnegada turista y a mí a terca no me gana casi nadie, me dije: si el Teide no va a Paloma, Paloma irá al Teide. Y así fue. Con nuestro ridículo Hyundai i10 nos fuimos en plan aventurero a las Cañadas del Teide. Tras subir otros puertos para llegar a otros lugares como Santiago del Teide (donde tampoco se dejó ver el puñetero volcán y eso que esa localidad se encuentra a los pies como quien dice) el coche ya nos había dado muestras que lo de subir no se le daba bien, pero nosotros, erre que erre y a las Cañadas que nos fuimos.

La potencia del coche no permitía correr, pero las condiciones climatológicas tampoco porque la niebla que había antes de llegar y para atravesar el anillo de nubes que suele estar a mitad de camino hacia el volcán, era de una densidad importante, o lo que es lo mismo: no se veía un carajo. En segunda, con las luces puestas, el limpiaparabrisas a tope y a paso de tortuga, fuimos subiendo; sin embargo, de golpe, en unos pocos cientos de metros, el clima cambió como por ensalmo (y la visibilidad también, menos mal): la oscuridad húmeda en la que estábamos sumidos se trocó en unos instantes en un sol espléndido con un cielo azul limpísimo.

En los territorios del Teide, el sol no se mostró esquivo y el volcán tampoco. Ahí pudimos disfrutar con la boca abierta de toda la majestuosidad de una de las montañas más fascinantes que hay en el planeta.

Lo de disfrutar del paisaje con la boca abierta fue literal, por un lado, por lo bonito del entorno, pero por otro por el calor que pasamos y eso que estábamos a más de dos mil metros sobre el nivel del mar.

Con la sensación de la misión cumplida seguimos disfrutando de otros parajes de la isla: La Orotava, San Cristóbal de la Laguna, Icod de los Vinos, Garachico, etc., etc., pero la impronta que nos dejó el Teide en la retina y en el recuerdo se quedó con una huella indeleble. Por algo es el señor de la isla.

 



NOTA: a continuación, os pongo un vídeo sobre ese volcán esquivo. La música que suena de fondo, Mount Teide de Mike Oldfield, estuvo rondándome la cabeza durante toda mi estancia en Tenerife.

Vídeo Teide


8 de julio de 2021

Cuando un amigo se va

 

Dicen que vivir es perder cosas que has ido ganando. A medida que vives más, más cosas pierdes: ley de vida. Perder nos enseña, a algunos más pronto que tarde, que la vida es desgaste y que cuando tenemos algo o a alguien lo debemos disfrutar porque no hay nada eterno.

Ni siquiera los afectos se libran de la pérdida. Citando a mi adorado Sabina, hay amores eternos que duran lo que dura un corto invierno. Nada permanece, todo pasa.

Perder a alguien querido es lo más grave y por supuesto lo que más nos afecta; perder algo material parece más llevadero porque uno tiene la sensación de que casi siempre está la posibilidad de reemplazarlo. Sin embargo, hay cosas que no se pueden sustituir, no porque no haya algo parecido, sino porque los sentimientos que suscitaron son únicos.

Si me he puesto así de sensiblera es porque hace poco he perdido algo que me ha provocado mucha tristeza y ese algo puede parecer extraño para muchos. Hace unas semanas desapareció el mercado de mi barrio.

Qué tontería, puede pensar más de uno. Puede que lo sea, pero ver el solar vacío donde estaba el edificio me ha deprimido y me deja una tristeza amarga.

El edificio en cuestión no es que fuera ninguna maravilla de la arquitectura, ni mucho menos; de hecho era bastante feo ―más o menos como cualquier mercado―. Lo que me gustaba de esa construcción no era su forma sino lo que simbolizaba y lo ligado que estaba a muchos recuerdos de mi vida, especialmente de mi niñez.

El «Comercial La Elipa» ―el Mercado a secas para los elipeños― inició su andadura a principios de los años 60 del siglo pasado, cuando el barrio apenas empezaba a emerger. Aunque algunas calles no estaban asfaltadas o carecían de alumbrado público, el barrio estaba bien abastecido de alimentos. En ese mercado se ofrecían a precios asequibles para los vecinos, verduras, hortalizas, frutas, carnes y pescados de muy buena calidad. Los puestos de aquella galería fueron las únicas tiendas de comestibles durante muchos años y por tanto centro de reunión del vecindario.

Allí, además de hacer la compra, se ponía uno al corriente de cuanto suceso y/o cotilleo acontecía en el barrio. La Paqui ha tenido gemelos, el marido de Asun está en el hospital con apendicitis, el hijo de Antoñita se ha ido de casa, ayer se rompió una tubería en Marqués de Corbera y está todo inundado desde el puente hasta el pinar. Antes de que se inventaran los periódicos de barrio con las noticias locales, el mercado aquel era un estupendo centro de información.

Mientras nuestras madres hacían la compra y se ponían al día de lo que había sucedido, los niños correteábamos por los pasillos. Había una zona que a mí me gustaba especialmente; se encontraba al lado de la escalera que comunicaba las dos plantas del edificio, junto al puesto donde Merceditas arreglaba las medias de nailon y se hacían copias de llaves. En las losetas de aquel rincón hemos jugado al tejo mis amigas y yo muchas veces, e incluso a la goma, sobre todo en verano pues se estaba muy fresquito.

Me acuerdo de muchos de los puestos y sobre todo me acuerdo de quienes los atendían. Recuerdo el puesto de ultramarinos de Lucas, ahí podías comprar desde chorizo de Cantimpalos hasta macarrones; también recuerdo el puesto de aceitunas y encurtidos de Eusebio, cuando mi madre paraba allí él me regalaba una berenjena de Almagro que yo me iba comiendo por el camino hasta casa mientras me chupeteaba los dedos. O el puesto de Fermín, siempre contando chistes mientras ponía en un cucurucho de papel gris la fruta que las clientas le pedían. También estaba Nicolás, el de la pollería, allí vi por primera vez una perdiz muerta, con plumas y todo, colgada del mostrador ―allí también, mi hija, muchos años después, comprobó que la carne que nos comemos pertenece a animales al ver cómo descuartizaba un conejo―.

Uno de los puestos que recuerdo con añoranza y con saliva en la boca es el de Pedro, el de los churros y las porras. Era el único, junto con la panadería, que abría también los domingos. Esos domingos era mi padre el que se acercaba al mercado, compraba el pan y una docena de churros calentitos que traía ensartados en un junco verde. Solo de recordarlos me relamo de gusto.

También estaba Manoli, la de la floristería, la suministradora de plantas de todo el vecindario y también la que se encargaba de trasmitir las defunciones y casorios de la zona pues a ella le encargaban tanto las coronas para los fallecidos como los ramos de novia para las bodas.

En aquel microcosmos pasé muchas horas de mi vida. La relación con los tenderos era estrecha y cercana. Si un puesto cerraba un día, se preguntaba a los de al lado qué había pasado: hoy Fermín no ha venido porque tiene a la suegra pachucha en el pueblo, Lucas se cayó ayer arreglando una ventana y se ha torcido un tobillo.

Según fueron pasando los años, los tenderos se jubilaron y pasaron el testigo a sus hijos, aunque la mayoría de las veces el resultado fue que el puesto se cerraba definitivamente o lo traspasaban a otros dueños que delegaban a su vez en dependientes contratados temporalmente y que no permanecían más de dos o tres meses ―cosas de la precariedad laboral y de los contratos basura―.

Incluso la clientela fue cambiando. Los vecinos de toda la vida se jubilaron también y se retiraron a la casita del pueblo, o fallecieron. Sus hijos, mis compañeros de juegos, se fueron a vivir a otros barrios más modernos, con viviendas más adaptadas a los nuevos tiempos, pero también más alejadas del centro urbano. Tan solo una minoría resistió y permaneció en el barrio, aunque no siempre fiel a comprar en el mercado; la oferta y los precios ya no eran los de antes y los cotilleos tampoco eran un acicate, entre otras cosas porque la mayoría de los nuevos vecinos eran unos perfectos desconocidos, así que poco importaba lo que les ocurriera o dejara de ocurrir.

Hace varios años saltó la bomba: resulta que el mercado que estaba funcionando desde hacía más de medio siglo no tenía licencia. Cosas de la España cañí y de unos ediles pasotas que miraron para otro lado. Un juez dijo que eso no podía ser y dictaminó el cierre. Como las cosas de palacio van despacio ―y las de los juzgados aún más― el cierre se fue posponiendo durante más de una década hasta que un político con ganas de darse el pisto le dio por remover el expediente y ponerlo en funcionamiento. Hubo protestas vecinales, se pidió algo de comprensión y flexibilidad, pero las autoridades se mostraron rigurosas; para nuestro viejo mercado no hubo indulto ―el buen rollito y la convivencia se reservan para otros lugares de más enjundia y con más peso que un simple barrio obrero―.

El caso es que el mercado se cerró y hace unos meses lo derruyeron. El nuevo dueño, una cadena alemana de supermercados, no quiere que nada recuerde al viejo mercado y ha optado por construir desde cero. No sabemos cómo será la nueva edificación, pero supongo que se diferenciará muy poco ―más bien nada― de otros establecimientos de la cadena y resultará un clon más de los miles de tiendas que proliferan por media Europa. Seguramente, el nuevo súper ―se acabó lo de mercado a secas― será más funcional, e incluso tendrá productos más variados y más baratos, pero la cercanía y la familiaridad que se daban en aquel mercado de mi niñez, eso nunca lo podrán ofertar. Eso se fue con el viejo edificio y para no volver.

Vivir es perder cada día algo, mi barrio ha perdido para siempre un lugar emblemático lleno de recuerdos entrañables. Un amigo se nos fue.






 





NOTA: Con esta publicación yo también me voy, pero solo por unas semanas. Los calores y cierto agotamiento pandémico-bloguero-laboral me dificultan mucho la concentración para escribir, así que será mejor dejarlo por una temporada y volver en septiembre con fuerza renovada. Pasad un buen verano y cuidaos mucho.


25 de junio de 2021

Aires del norte

 

Por fin había llegado el día; el día para el que Firmino vivía el resto del año. Trescientos sesenta y cuatro días entrenando a todas horas para lucirse hoy.

En cuanto su trabajo en el barco pesquero le permitía unos momentos de tranquilidad y ocio, se volcaba en su pasión: la gaita. Si estaba en alta mar ensayaba en su camarote, a pesar de las protestas de sus compañeros.

―¡Carallo, Firmino, deja ya de tocar las narices! Nos vas a volver locos con tanta gaita. ¡Para quieto!

Una vez en tierra, en los días de descanso también se afanaba en tocar el artilugio, entonces era su mujer la que se quejaba.

―Firmino, ¿no puedes dejar eso un poco? ¿Es que no te cansas de tocarla? Suéltala ya, home, y vamos a dar una vueltiña que me tienes muy abandonada.

―Estrela, si quiero ser bueno en esto tengo que esforzarme, y la práctica hace la técnica. Quiero ser el mejor.

Sus esfuerzos serían visibles hoy, en A Xira, el día de la gaita. El primer domingo de agosto, cientos de gaiteros se reunían en Ribadeo para subir en romería hasta el monte de Santa Cruz al son de su música. Alegres acordes sonarían en el ascenso y él daría muestra de su pericia y buenhacer con su instrumento.

Varios miles de visitantes se congregaban para asistir a tan pintoresca y musical celebración. Entre ellos se encontraban las esposas de los gaiteros pertenecientes a la asociación Amigos da Gaita Galega, organizadora del evento. La fiesta servía también para que ellas se reunieran y aprovecharan para desahogar sus frustraciones devenidas de la afición de sus maridos: las ausencias provocadas por los frecuentes ensayos, los instantes de incertidumbre ante un recital donde iban a actuar, el drama cuando la gaita se estropeaba y había que llevarla a reparar, la espera del diagnóstico por si aquello se podía arreglar o había que sacrificar el instrumento y recurrir a otro nuevo que habría que domar. Acompañar en sus zozobras musicales a sus medias naranjas era muy duro. Muy sacrificado eso de ser esposa de gaitero.

―¿Este año ha venido más gente que el pasado? ¿O me lo parece a mí?

La que hablaba era Margarida, la mujer de Amaro, otro gaitero compañero de Firmino.

―¿Tú crees? No sabría decirte, ni que sí ni que no ―contestó Estrela.

―Puede. Lo que es cierto es que este año hay más gaitas… o puede que no. Quizás.

―Bueno, muller. Lo que importa, haya más o menos gente, es que nuestros maridos lo hagan bien ―añadió Estrela.

―¡Ay, filliña! No sé, no sé. Amaro no está en su mejor momento, lleva unos meses que no se centra y no la toca tan bien como antes. Yo creo que es cosa de la edad, siempre usa la misma y está ya vieja. Yo le digo que la cambie por otra más nueva, pero él dice que le cogió cariño y no quiere desprenderse de ella.

―Firmino también tiene la misma desde que se aficionó, y claro, como es más joven, está mejor, pero tampoco te vayas a creer.

―¡Manda carallo! ¡Qué te vas a quejar tú! Pero si Firmino es el mejor, a mí es el que más me gusta. Además, tiene una presencia imponente. Tan grandote y qué bien se mueve, con esas borlas colgando y balanceándose al compás. ¡Qué riquiño! ¡Da gusto verle! ―replicó Margarida con una sonrisa boba en la cara.

―Es que cuando hay gente delante se esmera más, pero en casa es muy poco virtuoso. A mí ya me empieza a aburrir. No sé, me gusta más cómo lo hacen otros, supongo que en la variación está el gusto.

―No busques fuera de casa lo que ya tienes dentro y no seas boba, muller. Lo que daría yo para que Amaro lo hiciera como tu Firmino. Si hasta le cuesta sujetarla, dice que le pesa mucho. Y el punteiro… aparte de que lo tiene más corto de lo habitual, no lo cuida nada y es lo más delicado de todo el aparato: si se pone húmedo ya no funciona y si queda seco, pues tampoco.

―¿Y con el soplete? ¿Qué tal? ¿Aguanta? ―preguntó Estrela mirando con cara de compasión a su amiga.

―¿Con el soplete? Pues mal, para qué te voy a mentir. No tiene ya fuerzas para soplar, ahora apenas es capaz de llenar todo el fuelle y si no se llena, luego no tiene nada que sacar. A veces me pide a mí que sople…

―¡¿Qué me dices, rapaza?!

―Lo que oíste. Llego reventada de mariscar en la ría y encima me toca soplar. Y hacerlo en casa, tiene un pase, pero con público delante… ahí tiene que hacerlo él soliño. Te digo que mi Amaro está mayor.

Cuando todos llegaron a la cima del monte de Santa Cruz, los músicos se reunieron alrededor del Monumento al Gaiteiro para tocar la «Muiñeira de Chantada» que hizo bailar a la mayoría de los asistentes, algunos con más fortuna que otros porque un norteamericano se arrancó por sevillanas que era lo que le había enseñado un colega de Ohio tras volver de la Feria de Abril.

Viendo al yanqui, y mientras se afanaba en soplar y llenar el fuelle, Amaro pensó que los turistas deberían aprobar un examen de costumbres locales antes de venir de vacaciones.

Cuando la famosa muñeira acabó, Amaro apenas podía respirar, estaba muy fatigado. De hecho, tuvo que terminar antes de tiempo dejando la faena algo deslustrada. Firmino, en cambio, aguantó muy bien; tenía potencia y estaba en muy buena forma, para eso servían tantas horas de práctica.

Margarida se quedó mirando a Firmino embobada mientras aplaudía a rabiar. Estrela también aplaudió, pero sin tanto interés. Tras los aplausos y mientras se encaminaban a un tenderete donde se estaba repartiendo orujo, Margarida exclamó.

―Tu Firmino es realmente bueno. ¡Qué bien lo hace! Qué envidia me das, Estreliña. Ojalá lo tuviera yo en casa, me tendría contenta a todas horas con esa manera de tocar. Vendríame bien que Amaro aprendiera algunas cosiñas de él.

―Si quieres te lo mando un día de estos para que te toque algo. Pero ya te dije que de puertas adentro es bastante más soso. No te hagas ilusiones. Pero bueno, puede que contigo y con Amaro delante se comporte porque se anima mucho cuando tiene espectadores.

―Entonces, ¿puede venir a mi casa?

―Cuando quieras. Y así yo también descanso un poco.

―¿El miércoles te viene bien?

―¿Y el jueves?

―Mejor el sábado, que no madrugo, porque entre diario a la mañana no doy levantado. Que venga después de cenar. ¡Ah, y que se traiga la gaita!

 




NOTA: Este relato corresponde a un imperativo del taller Bremen en el que participo desde hace unas semanas. En esta ocasión el tema a tratar era “El doble sentido”. Puede que, para algunos, el texto haya resultado procaz, pero he de aclarar que en todo momento Margarida y Estrela hablaban de las gaitas de sus maridos. ¿O no? ¿Quizás sí? ¿Quizás no? Puede ser.

Para los que se hayan imaginado cosas que no son, en la imagen de abajo vienen las partes de que se compone una gaita.  Por cierto, dicen los entendidos que de la longitud del punteiro depende la calidad del sonido que sale de la gaita. 

Y para los que no hayan oído nunca la muñeira de Chantada, os pongo un vídeo, no os la podéis perder, es realmente alegre. Seguro que os entran ganas de bailar, pero, por favor, que no sean sevillanas.




Muiñeira de Chantada


20 de junio de 2021

Viaje a Mordor (Segunda Parte)

 

Al día siguiente y después de recuperarme del ascenso a ese lugar inhóspito que está más allá de la Laguna Negra (y del susto de sentirme perdida en medio de la nada), decidí cambiar de zona, por ver si la meteorología era más benigna. Me fui a la provincia de Burgos, a visitar más lagunas, en este caso las de Neila.

Esa parte de Burgos también forma parte de la España vaciada y, por desgracia, se encuentra igualmente bajo los dominios del Señor de los Anillos porque sigue perteneciendo a Mordor; incluso más cerca del lugar donde habita Sauron porque si la niebla en la Laguna Negra era espesa, en Neila era una especie de sopa de agua que te empapaba hasta los huesos y dificultaba la respiración. O sea, salí de Guatemala para entrar en Guatepeor.

Pero la obstinación es un rasgo que caracterizaba a nuestro grupo y no nos amilanamos, seguimos adelante y nos dispusimos a visitar las lagunas de Neila.

Las lagunas de Neila son un conjunto de lagos formados en unos circos glaciares rodeados de picos de unos 2000 metros de altura, al sur de la sierra de la Demanda y al oeste del parque natural de la Laguna Negra. Son bastantes y tienen nombres variopintos: Negra, Cascada, Tejera, Haedillo, Larga, Pardillas, Patos, etc.

Creo que pasé bordeando la mayoría, pero no estoy segura porque lo único que acerté a ver fue un reborde con algo de agua y nada más. Si el día anterior se veía poco, el de Neila simplemente no se veía nada. De hecho, empecé a sospechar que estábamos, no ya no en Mordor, sino en el limbo donde van a parar las almas que no se merecen ni el paraíso ni el infierno y están condenadas a vagar eternamente; desde luego estuvimos vagando varias horas más perdidos que un pulpo en un garaje, y encima calados hasta los huesos porque la niebla era simplemente lluvia en suspensión (creo que la humedad relativa era de un 200%).

En algún momento de nuestro errático deambular pasamos por un sitio que era la Laguna Larga según se leía en un cartel (al que tuve que pegar la nariz literalmente para poder ver lo que ponía). Si la laguna era larga o corta yo no lo sabría decir, tan solo vi un palmo de agua, lo que había más allá era cuestión de echarle imaginación. Después estuvimos a los pies de la llamada Laguna de los Patos, no vi la laguna y mucho menos a los patos, pero el GPS del reloj de mi marido decía que estábamos ahí, así que así sería.

Laguna Pardillas, o puede que fuera la de Haellido, o un charco, no sé

Mirador desde el que se puede disfrutar de una fantástica panorámica de las lagunas de Neila (cuando hace sol, el día que fui yo no se veía un carajo).


Así pasamos la mañana, en busca de las lagunas perdidas o escondidas, sin ningún éxito porque, en esta ocasión, la niebla no solo no levantó, sino que se puso a llover y ahí ya sí que nos acabó de fastidiar.

Decepcionados por tan estéril caminata nos encaminamos al pueblo que da nombre a la zona: Neila.

El pueblo de Neila es un claro exponente de la España vaciada, con una población cercana a los 150 habitantes, sus calles respiran tranquilidad y una soledad absoluta.

Allí nos esperaba un guía local que dejó sus quehaceres diarios para documentarnos sobre la zona. El lugar de las explicaciones fue una antigua iglesia reconvertida en una especie de centro de visitantes (Casa del Parque de las Lagunas Glaciares de Neila); se suponía que ahí estaríamos resguardados de la suave pero persistente llovizna que estaba calándonos desde el principio de la mañana. Francamente, yo hubiera preferido que nos explicara en la calle, sí es verdad que en el interior no llovía, pero hacía un frío de mil demonios (y eso que era una iglesia), lo que sumado a las ropas empapadas que llevaba, provocó que me congelara.

Cuando el guía terminó su explicación sobre la flora y fauna del lugar, yo había ejecutado ya varios zapateados que hubieran sido la envidia de más de un bailaor flamenco; no es que me guste ese tipo de baile, pero o sacudía los pies contra el suelo o estaba segura de que mis piernas empezarían a necrosar por falta de riego sanguíneo a consecuencia del frío que allí estaba pasando.

Salimos al exterior e hicimos un corto recorrido por las calles del pueblo ―corto porque el pueblo se atraviesa en cuatro zancadas―. Durante el trayecto no nos cruzamos con nadie, nos dijo el guía que estaban todos en misa y yo deseé, por el bien del reuma de los habitantes de Neila, que en el interior de aquella iglesia hiciera más calor que en la que yo había estado escuchando las explicaciones del guía porque si no era como para que todo el pueblo se hiciera ateo sin remisión.

El paseo fue muy instructivo porque, además de conocer la casa donde se escondió el cura Merino (un bandolero/guerrillero eclesiástico que estuvo tocando las narices a las tropas de Napoleón cuando nos invadió), vimos las famosas ovejas churras y las ovejas merinas y me enteré de la diferencia entre unas y otras, aunque lo que no me quedó claro es por qué se dice que no se deben mezclar churras con merinas, porque ahí estaban todas mezcladas y revueltas y se las veía muy bien avenidas.

Ovejas churras y merinas mezcladas (el refranero no siempre acierta). Las ovejas churras son las que tienen manchas negras en la cara, las merinas son las otras.

Plaza de Neila, centro neurálgico del pueblo.


Casa donde residía el cura Merino cuando Napoleón le daba tregua y podía dejar el monte para pernoctar.


Después de tanto paseo y explicaciones se nos echó encima la hora de comer y nos dispusimos a comprar pan para hacernos unos bocadillos, pero nos quedamos con las ganas. Resulta que al panadero que se acerca al pueblo a suministrar el preciado alimento se le había roto la furgoneta por lo que ese día no había pan. Inconvenientes de la idílica y romántica España vaciada: mucha tranquilidad, mucho aire puro, pero como el panadero no pase la ITV te quedas sin bocata.

Regresamos a Madrid antes de tiempo, total allí no se veía nada y tampoco podíamos comer... En cuanto nos alejamos de la zona, un sol espléndido y un buen calorazo nos acompañaron de vuelta a la gran urbe. Una vez en Madrid, vimos que los transeúntes iban con tirantes y pantalón corto mientras que nosotros íbamos con forro polar y chubasqueros. Es lo que tiene viajar a Mordor: al regresar a la comarca natal el cambio es muy brusco.

FIN







10 de junio de 2021

Viaje a Mordor (Primera Parte)


 Hace mucho que no escribo nada para la sección sobre andanzas por esos  mundos de Dios «Do you speack English? And Spanish?». La situación de pandemia no favorece nada el turismo; la cosa está para pocos viajes.

El caso es que precisamente la pandemia y todo lo que he tenido que vivir a cuenta de ella, me han dado más ganas de viajar.

Al principio, el estado de alarma y los confinamientos en sus diferentes versiones (nacionales, autonómicos y/o callejeros) prohibían irse muy lejos (en mi caso, durante muchos meses no podía viajar más allá de la acera de enfrente de mi domicilio). Ahora, ya sin estado de alarma y con las autoridades llevándose la contraria, ya sí se puede viajar (más o menos). Sin embargo, irme por ahí con tanto virus (y gilipollas) suelto no me parecía ni seguro ni sensato. Pero también quería escapar, necesitaba alejarme de mi barrio, de mi entorno cotidiano de estos últimos meses porque desde antes de navidades lo más lejos que me he ido ha sido al parque del Retiro que se encuentra a dos kilómetros de mi casa. Me sentía como el oso de un zoológico que solo puede pasear por una jaula de dos por dos metros.

¡Qué dilema! ¿Me voy o no me voy?

Tomé una decisión salomónica: me iría, sí, pero a un lugar donde hubiera poca gente y que estuviera relativamente cerca porque solo tenía un finde para escaparme. Con esas condiciones lo primero que pensé fue irme a una biblioteca, pero con el confinamiento ya estaba bien servida de lectura, además quería moverme y hacer ejercicio. Lo de la biblioteca no me valía.

Al final encontré un lugar cerca y con poca gente: ¡¡¡la España vaciada!!!

Para Soria que me fui. Y como quería hacer ejercicio me decanté por visitar el Parque natural de la Laguna Negra y los Circos Glaciares de Urbión.

Haciendo honor al adjetivo de «vaciada», al llegar a la zona no nos recibió nadie, pero a cambio el clima se propuso hacer de anfitrión y lo hizo con una niebla densa, densa. No se veía un carajo.

En el lugar donde empecé a caminar la niebla ya era bastante espesa, como era temprano pensé que quizás según avanzara el día, la cosa mejoraría y comencé el ascenso. Llegué hasta la laguna, o eso creo porque la verdad es que apenas se veía nada, bastante tuve con mirar por dónde pisaba y no despeñarme. A mi derecha pude vislumbrar algo parecido a agua que, según dijeron mis acompañantes, era la famosa laguna (algo de agua parece que sí había, pero no estoy segura de si era la laguna o un charco grande producto de la lluvia de la noche anterior porque el radio de visión era de medio metro).

La laguna Negra es de origen glacial y se encuentra encajada entre paredes cortadas a cuchillo a unos 2000 metros de altura, o eso me dijeron los que iban conmigo porque si no vi la laguna, mucho menos vi las paredes de roca que la rodeaban.

Una vez alcanzado el objetivo inicial y no contentos con lo que estábamos sufriendo, decidimos continuar la subida sin ser conscientes de que la niebla según se sube en la montaña más espesa suele ser. Nuestra idea era llegar hasta otras lagunas que se encontraban más arriba y que eran más espectaculares.

Pero lo que no sabíamos es que en esa decisión haríamos un viaje alucinante porque con lo que no contábamos, ni mis acompañantes ni yo, era con que íbamos a ser víctimas de un hecho sobrenatural: en un momento dado debimos dar con un «agujero de gusano», es decir, un atajo a través del espacio y el tiempo y nos desplazamos a otro lugar y a otra época, concretamente a Mordor y a la edad del Señor de los Anillos.


Mis acompañantes decían que lo que estábamos bordeando era la llamada Laguna Helada, pero yo estoy segura de que era la Ciénaga de los Muertos donde están sumergidos los cuerpos de guerreros que cayeron en la Guerra de la Última Alianza entre Elfos y Hombres, al final de la Segunda Edad (el que no sepa de qué estoy hablando que se lea El Señor de los Anillos).

El terreno húmedo y el ambiente opresivo hicieron mella en mí, tanto que ni me atrevía a acercarme a la orilla porque estaba segura de que si me asomaba a las aguas esas se me aparecería el cadáver de un elfo. Había un cartel que ponía que aquello era la Laguna Helada, pero creo que solo era una manera de confiar al senderista insensato que se aventuraba a caminar por ahí con semejante climatología. Ni laguna helada ni caliente, ni circos glaciares de los Picos de Urbión; estábamos en Mordor, seguro.

De hecho, me crucé con un señor bajito con una capa de agua y estoy segura de que era Frodo, aunque iba solo porque a Sam no le vi. A Gollum tampoco lo vi, ni falta que hacía porque ese personaje es tope desagradable.

Tampoco vi a Sauron, aunque a ese sí me hubiera gustado encontrármelo, al menos a ese ojo a modo de faro que habría dado una luz que nos hubiera venido de perlas porque resulta que el guía que nos acompañaba se perdió; nos habíamos salido de la senda (ya he dicho que no se veía un carajo) y no dábamos con el GR (el que no sepa qué es un GR que se lea un manual para senderistas).

Perdidos en mitad de la nada (de Mordor), algunos dijeron de llamar a la Guardia Civil para que nos viniera a rescatar; yo miraba en lontananza (o, mejor dicho, donde habría estado la lontananza) por ver si el ojo de Sauron se encendía y nos hacía el favor iluminando la zona y encontrar así el puñetero camino GR.

Al final ni Sauron ni la Benemérita fueron necesarios, después de dar unas cuantas vueltas encontramos un camino que nos permitió volver a tomar ese túnel espacio-tiempo y retornamos a la Laguna Negra, además, esta vez, con mejor tiempo porque la niebla en ese punto había levantado y la laguna que tan esquiva fue al inicio de la caminata, a la vuelta se presentó en todo su esplendor y nos permitió disfrutar de un paisaje espectacular. Menos mal.







Continuará…





30 de mayo de 2021

Lo superarás

 


No podía fallar. Hoy era el gran día. El veinticinco aniversario del internado. Todo el claustro de profesores se iba a congregar para celebrarlo y él sería también, a su manera, protagonista. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Dar de comer a treinta personas no era cualquier cosa, aun más si esas personas significaban tanto para él. Ernesto trajinaba por la gran cocina, su nuevo feudo; entre fogones y cacerolas se movía como un rey entre sus súbditos. Solo hacía dos meses que había conseguido el puesto y ya se había ganado la admiración de profesores y alumnos por su creatividad a la hora de cocinar. Pero hoy más que nunca debía destacar; hoy todo debía ser perfecto, nada podía fallar. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Don Rogelio, el director. Don Pedro, el de Latín. Don Leonardo, el de Geografía. Don Anacleto, el de Matemáticas. Estaban todos. Los conocía bien de su etapa estudiantil en el centro. Estaban todos y Ernesto se iba a esmerar en agasajarles. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

De primer plato una crema con puerro, patata, cebolla, leche y nata. Un homenaje a don Pedro, amante del puerro sobre todas las cosas. Don Pedro Puerros le llamaban en clase cuando él no los podía oír. Su aliento siempre fétido avisaba de su llegada mucho antes de que hiciera acto de presencia. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

De segundo, estofado de pavo. Un guiso que le recordaba a don Leonardo, siempre presumido, siempre henchido, siempre ufano y siempre dispuesto a hablar de sí mismo, pero no de los demás. Un tutor que no sabía escuchar ni mucho menos tutelar. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Como guarnición con el pavo preparó níscalos a la flor de sal de romero con cebada. Ese iba a ser su plato estrella. La temporada de lluvias otoñales propició una buena cosecha de hongos, y Ernesto daría el do de pecho con su guiso. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Coció la cebada con esmero mientras su mente viajaba atrás en el tiempo, cuando el colegio iniciaba su andadura y él acababa de ingresar en el internado. Era un alumno brillante, un alumno especial, querido por muchos profesores, incluso por el director. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Limpió los níscalos con suavidad, retiró los restos de tierra y hojas. Laminó los hongos con cuidado, con precisión milimétrica, con la exactitud que exigía en los problemas de matemáticas don Anacleto; y con la misma precisión con que eludía las ecuaciones más difíciles planteadas por sus alumnos. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Entre lágrimas acertó a picar varios dientes de ajo. El olor acre le recordó otros olores de veinticinco años atrás. Olores, sabores, sensaciones que permanecían agazapadas en un rincón de su memoria y que acudían y le asaltaban con el ímpetu de una ola en pleno temporal. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

En la sartén cubierta por una película verde de aceite de oliva, salteó los níscalos con el ajo. Regó todo con un fuerte y áspero vino de Toro, fuerte como el cuerpo de don Rogelio, áspero como la barba de don Rogelio. Mientras las volutas de alcohol y vapor de agua ascendían hacia el techo de la cocina, los recuerdos de Ernesto se fueron con ellas, su mente se evadió. Se le daba bien evadirse, lo había aprendido hacía mucho tiempo, cada vez que el director acudía a su dormitorio.  «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Doró la cebada en otra sartén y añadió pimienta negra; tan negra como la oscuridad que se cernía sobre él cuando don Rogelio abandonaba su cama. Cató la mezcla y comprobó que se había excedido con la sal al romero. Estaba demasiado salado, sabía a lágrimas; tenía el mismo sabor que su almohada tras esas noches largas y dolorosas de veinticinco años atrás. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Por último, añadió su ingrediente secreto. Ernesto había ganado fama gracias a la creatividad que desplegaba con el uso de algunas plantas. Empleaba un condimento diferente según la ocasión, un toque genuino que le hacía ser un cocinero tan especial.

Desde la cocina oyó el alboroto propio de la celebración. Risas y algún que otro vítor se dejaban escuchar entre el ruido de los cubiertos y el chocar de las copas al brindar. Tras el café, don Rogelio se dispuso a dar un pequeño discurso. Tan solo hizo falta un leve carraspeo por parte del director para que todos a una callaran. El ruido de la conversación desapareció de repente. Como si de una coreografía ensayada al milímetro se tratara, todo el claustro enmudeció en un instante ante la figura del director en pie. Una sincronización perfecta. Ernesto no se extrañó, llevaban veinticinco años entrenando cómo obedecer al director, cómo callar. Llevaban veinticinco años practicando el silencio. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

Pero esta vez sería distinto. En esta ocasión callarían definitivamente. Ernesto había puesto mucho cuidado en ello. Gracias a él, el silencio del claustro de profesores sería perpetuo. Gracias a él y al condimento especial de la guarnición. Entre la sal al romero y el vino de Toro había añadido beleño negro que, en unas horas, haría su trabajo. Primero una ligera sensación de sopor, después la parálisis muscular; los pulmones dejarían de funcionar y la falta de aire los haría enmudecer, como lo venían haciendo desde hacía veinticinco años, pero esta vez para toda la eternidad. «Tranquilo, Ernesto, lo superarás».

 





17 de mayo de 2021

Dios los crea y ellos hacen juntas

 


―Se abre la Junta Extraordinaria para aprobar el presupuesto y la derrama correspondiente para el arreglo del tejado.

―Don Teodoro, ¿no sería mejor esperar un poco para ver si llegan más propietarios? ―dijo la vecina del 3ºB.

―Leonor, hemos esperado media hora, es más que suficiente.

―Ya, pero es que, si no están luego se quejan con lo de la derrama, que vamos a tocar un tema peliagudo.

―Como siempre, Leonor. Cuando se trata de apoquinar todos protestan, pero si quieren discutir lo que sea que vengan a las reuniones ―intervino el vecino del 2ºC―. Si hay quorum, adelante, don Teodoro.

―Lo hay, don Rufino ―contestó el aludido―. Se inicia la sesión, digo la junta ―añadió dando un sonoro golpe en la mesa con un mazo.

―Vale, lo que usted diga, pero ya verá como luego hay lío ―porfió Leonor encogiéndose de hombros.

―Como ya les anuncié en la convocatoria de la junta, hay que reparar los desperfectos del tejado y a tal efecto es necesario mirar los diferentes presupuestos que aquí les traigo para elegir el que creamos más conveniente y así iniciar las obras.

―Lo del tejado ¿tan grave es? ―interrumpió Rufino―. ¿Se va a caer o algo así?

―No, pero doña Luisita tiene una gotera en el salón por culpa del desperfecto ―añadió Teodoro mientras la aludida cabeceaba asintiendo con una tímida sonrisa.

―¿Y le cae mucha agua, Luisita? ―preguntó Rufino.

―Pues… pues caer, lo que se dice caer agua… pues no. Pero… tengo una mancha de humedad muy grande en el techo y…

―¿Y qué? ¿No te hace juego con las cortinas del comedor? ―interrumpió el vecino del 4º A con chulería y sonrisa socarrona.

―Ese tono, Juancho. Ante todo, respeto. Si Luisita tiene un problema hay que solucionarlo; es nuestro deber ―reprendió Teodoro al tiempo que hacía sonar con un golpe el mazo.

―Vamos a ver, esta casa tiene más años que la tos, y si nos paramos a arreglar cualquier chuminada, no vamos a terminar nunca. Si tiene una mancha que se la pinten y ya está ―porfió Rufino.

―No es tan sencillo. Hay que abordar el problema, no enmascararlo ―replicó Teodoro.

―Es que cuando no es el tejado, es el portal, y cuando no, la escalera, pero estamos soltando pasta todo el día. Esto es una ruina ―insistió Rufino.

―Si no te gastaras todo el dinero en copas y mujerzuelas no estarías arruinado, so golfo ―intervino la vecina del 1º A.

―¡Doña Remedios! ―la reconvino Teodoro con un golpe de mazo.

―Ya me parecía a mí. Mucho estaba tardando esta en dar por saco ―dijo en voz baja Leonor.

―En qué me gasto el dinero es asunto mío, señora. ¡Qué sabrá usted! ―replicó Rufino.

―Lo sé porque no sales del bar en todo el día y te vienes a casa con cada pelandusca que… Un día de estos vas a coger cualquier cosa y la palmas lleno de pústulas y bichos.

―Preocúpese de sus cosas y déjenos a los demás vivir tranquilos. Menos cotillear, doña Remedios ―respondió el aludido.

―Si es que está todo el día vigilando quién entra y quién sale asomada a la ventana, solo se va de ahí para pegarse a la mirilla ―añadió Juancho.

―Nos estamos desviando del tema ―dijo Teodoro.

―Juancho, bonito, fúmate un porro de los tuyos y deja a los mayores hablar ―respondió Remedios ignorando el comentario de Teodoro.

―Pues no me vendría nada mal. Jefe, ¿me da permiso?

―¡Ni se te ocurra! ―respondió Teodoro―. Según la ley 42/2010 de 30 de diciembre, se prohíbe fumar en espacios de uso público como…

―Vale, que sí, que ya lo he pillado, deje de dar la brasa ―le interrumpió Juancho―. El caso es que aquí, el golfo ―prosiguió haciendo caso omiso del golpe de mazo que dio Teodoro para llamarle al orden― tiene razón. Estamos todo el día con derramas, y sale por un pico tener un piso tan viejo.

―Sobre todo a ti, que no has dado un palo al agua en tu vida ―añadió Remedios―. Gracias a que tu abuela se murió y heredaste su piso, si no ¿de qué? No tendrías dónde caerte muerto, que hasta tus padres te echaron de casa por drogata… y por vago.

―Doña Remedios, como persista en su actitud me voy a ver en la obligación de echarla de la junta ―reconvino Teodoro mientras golpeaba con el mazo.

―No tienes huevos ―le respondió ella―. Muchos humos te das, pero tu mujer se fue con otro porque se moría de aburrimiento contigo que eres muy triste y muy seco y muy cansino.

―La vieja no se calla ni debajo del agua ―añadió Rufino.

―Tengamos la fiesta en paz. Vamos al tema de esta junta…

―Señora, lo mismo debería usted fumarse uno de mis porros y dejar el anís ese de garrafón que se gasta; se le sube a la cabeza y no dice más que tonterías.

―Tú sí que tienes la cabeza podrida, macarra ―respondió la aludida―. ¡Guárdate tus mierdas para ti!

―Pues si doña Remedios no quiere, yo sí que aceptaría liarme un canuto, porque creo que drogada es la única manera de aguantar esta reunión.

―Leonor, usted no añada más leña al fuego, haga el favor ―volvió a encararse Teodoro―. Bastante tenemos con lo que tenemos.

― Ejem. Bueno... Si lo de mi gotera es problemático, lo dejamos. No quiero ser motivo de molestias ―intervino tímidamente Luisita.

―Lo dejamos, dice ―se revolvió Rufino―. Nos hace reunirnos porque tiene humedad en el salón y ahora dice que lo dejemos. Después de la que ha liado. Si es que son ganas de fastidiar.

―Rufino, modérese ―respondió Teodoro con un nuevo golpe de mazo―. Doña Luisita, si usted tiene un problema se lo vamos a solucionar.

―Este se la quiere encamar ―dijo Remedios―. Claro, que le haría un favor y de paso nos lo haría a todos los vecinos, porque el verdadero problema de Luisita es que se le ha pasado el arroz hace años y está muy necesitada.

―¡Doña Remedios, no se lo repito más! ―interrumpió Teodoro golpeando el mazo―. Modere su actitud y deje de incitar a la discordia.

―Y tú deja el martillo ese quietecito. Qué manía con dar golpes, nos tienes a todos hasta el moño.

―Si es que la vieja está amargada y quiere amargar a los demás. Como no tiene hijos a los que incordiar se desquita con nosotros ―dijo Juancho.

―Para tener hijos como tú, prefiero estar sola, yonqui de mierda.

―Nada, que no se calla. Que alguien le traiga un copazo de anís, a ver si se calma ―dijo Rufino.

―Cree el borracho que todos somos como él. ¡Desgraciado! ―le respondió Remedios.

―¡Váyase a dormir al sarcófago! ―añadió Juancho.

―¡Vete tú, colgao!

―¡Orden! ¡Orden! ¡Hagan el favor! ―gritó Teodoro golpeando frenéticamente el mazo― Deben guardarse las rencillas personales para… ¡Doña Luisita! ¿Qué le pasa? ¡Está sangrando!

―¡Hostias! El mazo ha salido volando. ¡Menudo golpe! En todo el gepeto le ha dado ―dijo Juancho riéndose a carcajadas.

―Tanto aporrear con el martillito de los cojones… Se veía venir ―dijo Remedios.

―La que no lo ha visto venir ha sido la pobrecilla ―dijo Rufino mientras asistía a Luisita que tenía una brecha en la ceja izquierda.

―Voy a llamar a los del SAMUR ―respondió Teodoro con el móvil en la mano.

―Llame también a los del manicomio para que se lleven a la vieja ―dijo Juancho.

―Y a la perrera para que te lleven a ti, zopenco ―dijo Remedios.

―Y a Radio Taxi para me lleven a mí. Me voy a vivir al chalet de mi hermana ―dijo Leonor.

 



12 de mayo de 2021

Entre bichos anda el juego

 


«El Señor de los Bichos» era su apodo y el terrario del zoológico su feudo. Ofidios de varios tamaños, letales escorpiones y arañas, gráciles escalopendras y ranas multicolores eran los súbditos que Basilio gobernaba con habilidad.

Con su excelente currículum consiguió un puesto para el que estaba más que cualificado. Basilio sabía recrear con paciencia infinita los diferentes hábitats que cada animal necesitaba. Su serenidad manipulando las especies más peligrosas consiguió que desaparecieran los habituales accidentes responsables de la vacante que él acabó ocupando de manera definitiva.

Un día que Basilio manejaba el nido de una viuda negra sintió revolotear algo delante de él. No le prestó especial atención pues su interés se centraba en no ser mordido por la mortífera araña; sin embargo, aquello acabó posándose en su brazo. Aterrado comprobó que era una polilla: gorda, peluda, con unas largas antenas y probóscides que se movían amenazantes.

Basilio sacudió el brazo para deshacerse de aquel bicho asqueroso (aunque inocuo). Con el movimiento volcó la urna donde se encontraba la araña y, en un efecto dominó, los receptáculos de los escorpiones y las serpientes también cayeron de sus peanas. Entre ruido de cristales y los alaridos de Basilio, la estampida de reptiles, anfibios y otros especímenes sembró el caos en la sala.

Para desgracia de los diez visitantes que se encontraban en ese momento en el terrario, y que sufrieron las graves picaduras de los animales sueltos, en el excelente currículum de Basilio no se especificaba que padecía motefobia.

 

Motefobia: Miedo a las polillas.

Definición ampliada:

Se define como un persistente, anormal e injustificado miedo a las polillas.

 

También se utiliza este nombre para la fobia a las mariposas, que no tiene una denominación oficial. También se conoce la fobia a este tipo de insectos como lepidopterofobia (porque la clase de los lepidópteros incluye a las mariposas, polillas, etc.).

Entre quienes padecen de este trastorno, caracterizado por el temor o la aversión hacia las mariposas o las polillas, está la actriz Nicole Kidman (y la que esto suscribe también).

Es una fobia relativamente común. Las personas dan diferentes “razones” para su fobia, algunas de las cuales incluyen los patrones erráticos de vuelo, los colores reales y las imágenes en sus alas, su tamaño, e incluso cómo se les siente al tacto (en mi caso es que sencillamente me dan mucho, pero que mucho asco, prefiero mil veces una cucaracha o un escarabajo pelotero que tocar una polilla). Es clave recordar que las fobias son miedos irracionales.







7 de mayo de 2021

LA SOLEDAD ES MALA COMPAÑERA

 

Ayer me incorporé a un club literario virtual donde varios adictos a esto de escribir se reúnen cada dos semanas para compartir escritos e impresiones. En cada reunión se elige un tema o un estilo narrativo como base a la hora de escribir el relato correspondiente. El de ayer era LA SOLEDAD. Aquí va lo que me salió a mí.

La SOLEDAD es mala compañera. Hasta mi madre me lo dijo, pero qué quiere que le diga a usted, yo nunca fui de hacer caso a los demás, ni siquiera a mi madre, que era una santa.

En el colegio ya me decían que era un raro porque no me juntaba con nadie; no era de hacer amigos, esa es la verdad. Tan solo el Pecas se acercaba a mí, pero es que era bizco, sabe usted, y yo era el único que no le insultaba ni me burlaba, más por no hablar que por no ofenderle, no se vaya a usted a creer, y él se venía conmigo para estar tranquilo.

Sí, siempre he sido raro. Hasta me llevaron al médico cuando era chaval, y me dieron unas pastillas, pero como me atontaban mucho dejé de tomarlas. Pero eso no tiene nada que ver, la culpa de todo ha sido de la SOLEDAD, ya lo vengo diciendo desde hace tiempo. Se lo dije a los dos musculitos que llegaron a mi casa, que, por cierto, vaya manera de aporrear la puerta, que no eran horas para andar haciendo tanto ruido, las dos de la mañana y unas voces… ¡Policía Nacional! gritaban. Un escándalo. Con llamar al timbre hubiera sido suficiente, pero ellos no, venga a gritar y todos los vecinos al loro, claro, como para no salir a la escalera a ver qué pasaba. Yo hubiera hecho lo mismo, pero bastante tenía con ponerme el chándal encima porque estaba en pelotas, sabe usted, por eso tardé tanto en abrir, bueno por eso y por culpa de la SOLEDAD, que es la responsable de todo este malentendido, fíjese lo que le digo.

Después de que me esposaran, de muy malos modos, las cosas como son, y en el coche patrulla, les insistí a los polis que todo era culpa de la SOLEDAD, pero ellos ni caso, oiga. Que si era mejor que estuviera calladito y no sé qué de que si conocía a un abogado, me decían. Pero qué abogado ni qué abogada, no me conozco a mis vecinos, que son todos una panda de ignorantes, voy a conocer a un abogado. Desde luego, es que tiene unas cosas la policía.

En la comisaría también les dije a los compañeros de los dos energúmenos que me llevaron de mi casa que toda la culpa era de la SOLEDAD, pero igualmente pasaron de mí. Me hicieron fotos; que estaba yo para fotografiarme, todo despeinado y sucio, con barba de una semana y salpicaduras de sangre por toda la cara. No me dejaron ir al baño para acicalarme un poco y salgo con unas pintas… parezco un delincuente.

No le quiero dar demasiados detalles por no aburrirla que la veo cara de enfado. ¡Ah! Que sí quiere detalles, que para eso está usted aquí. Pues nada, lo que usted diga, que se ve que aquí es la que manda, porque en cuanto usted apareció vaya manera de ponerse tiesos los dos maromos que me vigilaban, eh, que solo les faltó hacerle una reverencia, y menuda coba que se gastaron. Que si su señoría por aquí, que si su señoría por allá. Se ve que es usted gente de calidad, lo noté enseguida; yo tengo muy buen ojo para medir a las personas, aunque no soy muy viajado, tan solo salí del barrio para ir al pueblo de mi madre cuando se murió que quería la pobre que la enterraran allí y no sé por qué, que ella se marchó de esa aldea miserable porque se moría de hambre y de asco y… Que me ciña a lo que pasó anoche. Sí, perdone, iré al grano, es que hacía tiempo que no tenía a nadie con quien hablar, o más bien, hacía tiempo que no encontraba a nadie que me escuchara con atención, como lo está haciendo usted ahora mismo. Y mucho menos que se apunte y escriba lo que digo.

Bueno, pues como le estaba diciendo, yo no he viajado nada y es que… No, no, no se me impaciente, que lo de no viajar viene al caso, espere un poco, ya verá. Pues eso, que si yo no he viajado ha sido por culpa de la SOLEDAD, ¿no ve como sí tiene relación? Porque todo es por culpa de ella.

Bueno, por ella y por los del Billy. No, el Billy no es un amigo, que yo no tengo amigos, señora señoría. El Billy es el bar de debajo de mi casa donde voy a desayunar un café con churros antes de ir al parque a sentarme y pasar la mañana, todo por no estar en el piso, que no soporto a la SOLEDAD, en el parque al menos veo a gente y… Sí, es verdad, me voy por las ramas.

Pues eso, que los del Billy, los del bar, llevaban una temporada venga a decirme que la SOLEDAD era mala compañera, que debía buscarme una mujer como dios manda, que no sé yo qué me querían decir con eso, pero que no podía seguir así, con esas pintas que llevaba, que tenía mala cara y que los moretones de los ojos no se podían tolerar y yo que no, que no eran morados que eran ojeras, de no dormir, pero ellos venga a machacar, que si la SOLEDAD por aquí, que si la SOLEDAD por allá. Tumba y dale. Eran muy pesados, sabe usted. El caso es que todas las mañanas me calentaban mucho, y me dejaban la cabeza como un bombo. 

Total, que, entre unos y otros, pues me harté. Ya llevaba unos días muy cansado, como a punto de mandarlo todo a paseo, sabe usted. Y anoche… pues que no estaba yo para tonterías. Que uno puede ser un vago, desapasionado lo llamo yo, que no es lo mismo, pero lo que no soy es un… un… ¿Cómo me llamaba ella? Un comemierda. Cada vez que me decía eso me daba mucha rabia, primero porque no sé qué quiere decir, yo no he comido mierda en mi vida, y eso que he pasado hambre muchas veces, pero es que, además, me daba mucho asco. ¿De dónde se sacaría esa palabra tan rara? De los culebrones que veía a todas horas, seguro. Que yo seré un vago, pero ella no movía su culo gordo del sofá. Enganchada a la tele estaba, mire usted.

En fin, que ayer por la noche, cuando llegué de darme una vuelta por el barrio, la SOLEDAD me recibió a voces. Que mira qué horas son, que no sé por qué te consiento lo que te consiento, que si eres un tal, que si eres un cual. Parecía un disco rayado, fíjese lo que le digo. Que no son horas, SOLEDAD, que es muy tarde y la vamos a liar. Y ella a chillar más y a seguir insultándome, porque no soporta que le lleven la contraria, sabe usted. Y entre una lindeza y otra va y me suelta lo de comemierda. Bueno, ya está bien, Manolo, me dije, hasta aquí hemos llegado, así que me dio un pronto y le solté que no la aguantaba más y que me largaba de casa. Entonces va ella y se echa a reír. Largarte tú, me dijo, que a dónde me iba a ir yo, y venga a reírse. Y ahí ya, no sé qué me pasó. Se me nubló todo, notaba las cosas como medio borradas, tan solo veía bien un cuchillo grande, el que usamos para cortar el queso. Ahí estaba, encima de la mesa de la cocina. Si le digo que me habló no me creería, ¿verdad? Debió de ser una lucinación o algo así, pero yo oí que el cuchillo me decía que lo usara. Y lo usé, vaya que si lo usé. De un viaje le rajé la garganta a la SOLEDAD. Oiga, y fue efectivo, se calló enseguida, tan solo hizo un ruido como de burbujas mientras se llevaba las manos al cuello. Aunque, antes de despatarrarse en el suelo, creo que me llamó cabrón. No sé, no estoy seguro. Eso lo tengo algo confuso, pero comemierda no me lo llamó, mire usted. Sí, fue buena idea lo del cuchillo. Aunque se puso todo de sangre…, un asco.

Violencia de género. ¿Eso qué es? ¿Y lo de prisión preventiva? ¿Qué dice de mis facultades mentales? Perturbado. ¿Yo? ¿Homicidio con qué? Alevosía. No le entiendo nada, señora señoría, habla usted muy raro.

¿Culpable? Que no, que yo no soy culpable de nada, que lo único que hice fue quitarme de encima a esa mala pécora porque vivir con ella no era bueno para mí. Si ya me lo dijeron todos: la SOLEDAD es mala compañera.

 




Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores