Este relato es un ejercicio para el taller de escritura del Colectivo Bremen. Siguiendo con nuestra intención de versionar cuentos de los hermanos Grimm, en esta ocasión el cuento elegido para emular es "Hansel y Gretel" también llamado "La casita de chocolate".
UN TECHO BAJO EL QUE COBIJARSE (LA CASITA DE ALQUILER)
No tenían dónde caerse muertos, esa era la cruda realidad. Las oportunidades laborales en la España vaciada eran nulas por lo que ese mundo rural cada vez estaba más vacío.
Los mellizos
Hugo y Greta sabían que tenían que irse del pueblo si querían salir de la
miseria y la depresión. Les gustaba el lugar donde habían nacido, pero allí no
había futuro.
Como siempre
habían estado juntos desde que nacieron, decidieron buscar oportunidades los
dos a la vez y se fueron a la gran ciudad. Hugo consiguió un trabajo antes de
partir pues un compañero del colegio que se había ido un año antes le había
encontrado un puesto en una hamburguesería, pero Greta no había tenido tanta
suerte. Aun así, decidieron seguir con el plan de irse juntos, aunque solo uno
de ellos tuviera trabajo. Seguro que una vez instalados algo habría para ella.
Nada más
llegar, y de manera provisional, se alojaron en el piso compartido del amigo de
Hugo, durmiendo en un pasillo en sendos colchones y con la maleta como armario.
—Hay que buscar
alojamiento —le dijo Hugo a su melliza— aunque la cosa está chunga. Ahora soy
consciente de lo importante que es tener un techo bajo el que cobijarse.
De todas las
dificultades que se imaginaron hallar en la gran ciudad nunca pensaron que lo
de encontrar una casa fuera la peor y, sobre todo, la más cara. El paupérrimo
salario de Hugo apenas llegaba para comprar algo de comida y ropa, ni de lejos servía
para cubrir los gastos de un alquiler. Sumidos en la desesperación y creyendo
que tendrían que volver al pueblo, los dos mellizos veían el panorama muy
negro.
Sin embargo, un
día, un anuncio del «20 minutos» que Hugo pilló en el metro les llamó la
atención.
«Jubilada
ofrece su casa para compartir con gente joven. Dos habitaciones, salón, baño y
cocina. 100 euros.»
Intuyendo que
ahí había algo de trampa decidieron igualmente responder al anuncio. Al tercer
timbrazo en la puerta les abrió una mujer mayor.
—La casa está
en buenas condiciones —le explicó la anciana—. Es espaciosa, yo solo utilizaré
el cuarto más pequeño donde paso todo el día. El resto de la vivienda está a
vuestra entera disposición.
—¿Todo esto por
100 euros al mes? — preguntó Hugo estupefacto.
—Sí, ese es el
precio. Tan solo habría una condición y es que me tengáis en cuenta a la hora
de cocinar. No veo bien y apenas puedo caminar, así que cuando os hagáis la
comida solo os pido que pongáis un poco más en otro plato y me lo llevéis a la
habitación. Yo como muy poco, igual que un pajarito.
Los mellizos
pensaron que era un buen trato.
—¡Esto es un
chollo! —exclamó Hugo que seguía estupefacto—. ¡Vamos a tener un techo bajo el
que cobijarse!
En el tema de
la comida, y para ahorrar, Hugo traía a menudo hamburguesas de su lugar de
trabajo porque se las dejaban a precio de coste.
—¡Ay, hija! Te
agradezco la intención, pero mi colesterol no me permite tanta grasa. Unas
verduras salteadas con un poco de ajo serían estupendas para mi mermada salud —espetó
la abuela cuando apareció Greta con una de las hamburguesas.
Greta, salió de
la habitación y bajó al chino que había en los bajos del edificio a buscar algo
de verdura y ajo para cocinárselos a su casera.
—¡Muchas gracias,
guapa! —dijo la anciana cuando se comió la verdura—. Ya que estás aquí… ¿Podrías
ayudarme a ir al baño? La muleta me molesta para sentarme en el inodoro y sin
ella temo caerme.
Una vez en el
baño, y después de hacer sus necesidades, la anciana volvió a suplicar a Greta:
—¡Qué torpe
soy! Me he manchado. ¿Serías tan amable de ayudarme a ducharme? Solo será un
momento.
Greta la duchó,
aseó y cambió la ropa.
—Coge la ropa
sucia y cuando vayas a poner la lavadora, me haces la colada —pidió de nuevo la
casera tras acostarse recién duchada y con un camisón limpio.
Las exigencias
de la abuela cada día eran más. Como Hugo se pasaba casi todo el día en el
burguer y, dado que Greta aún no había encontrado trabajo era ésta quien se
encargaba de atenderla, trabajando a tiempo completo con la anciana, aun así,
era un buen trato porque pagar 100 euros por aquella casa era una bicoca.
—Buscaré
trabajo por las tardes si me tiro las mañanas atendiendo a la vieja —le dijo
Greta a su hermano.
—¡Greta! —se
oyó a la casera desde su cuarto— Mañana acompáñame al médico.
—Mira, puedes
tomarte esto como un trabajo a cambio de vivir casi gratis los dos —le consoló
Hugo viendo la cara de fastidio de su hermana.
—Es que cada
día la noto más borde. Antes me pedía las cosas por favor, pero ahora… casi es
una exigencia. Además, si tardo en atender sus demandas, me grita e, incluso,
un día llegó a insultarme. No sé, Hugo, esto no me gusta demasiado.
—Greta, que
pagamos solo 100 euros de alquiler. No vamos a encontrar nada igual en ningún
sitio. Tenemos un techo bajo el que cobijarse.
Así quedaron
los hermanos entonces. Él iba a trabajar al búrguer y ella atendía a la
anciana.
Un día en que
Hugo apareció por la casa antes de los esperado (habían tenido una inspección
sanitaria y les habían cerrado temporalmente el local a los dueños de la
hamburguesería), la vieja le dijo:
—Se ha roto la
caldera. ¡Arréglala!
—Yo no tengo ni
idea, señora.
—Seguro que es algún
tornillo que se ha aflojado —replicó la anciana—. Y si no, busca en internet un
tutorial.
Así lo hizo
Hugo y, contra todo pronóstico, arregló la caldera. Días después tuvo que
desatascar el lavabo, encolar una silla y arreglar una ventana que cerraba mal.
Los días que estuvo sin ir al trabajo, por lo del cierre sanitario, tenía
tiempo de sobra, pero cuando tuvo que regresar, después del soborno
correspondiente al inspector de turno, Hugo empezó a agobiarse porque, tras
horas interminables limpiando bandejas y barriendo suelos llenos de sobres de
kepchup y mostaza, llegaba a casa cansado y debía seguir trabajando en las
múltiples chapuzas que la casera no paraba de encontrar.
Tras llegar
varios días tarde a la hamburguesería por quedarse dormido después de jornadas
agotadoras arreglando desperfectos en la casa, Hugo fue despedido.
—Ahora sí que
la hemos liado. No tenemos ni para pagar el alquiler, por muy bajo que sea.
—Si vamos a
estar a su entera disposición, que sea ella la que se haga cargo de todos los
gastos —propuso Greta—. Somos sus “internos” ¿no? Es más, debería pagarnos
incluso ella algo a nosotros.
—¡Ay, hijos!
Cobro una mísera pensión —fue la respuesta de la casera cuando los mellizos le
plantearon trabajar con ella a cambio de techo y comida—. Comprad lo que podáis
en el mercado, pero ya os aviso que no os puedo pasar mucho.
Era tan poco lo
que la vieja les daba que apenas tenían para comer porque, otra de las
condiciones de la nueva situación, fue que primero comía la casera y luego
ellos, lo que se traducía en que los mellizos se alimentaban con las sobras que
dejaba la anciana, que, aunque comiera como un pajarito, se zampaba unos buenos
platos.
—¡No aguanto
más! —estalló un día Greta—. Esta tía es una déspota, me tiene harta. Prefiero
irme al pueblo de nuevo.
—¡De eso, nada!
—espetó Hugo—. Hemos conseguido un techo bajo el que cobijarse y no pienso
renunciar a él. Además, quizás tengamos una oportunidad. El otro día pillé una
carta en la que se le anuncia el desahucio, porque resulta que la tía también
está de alquiler, la muy bruja, y, además, uno de esos de renta antigua. Total,
que la van a echar y, según pude entender, la van a llevar a una residencia de
ancianos.
—O sea, que
nosotros también nos vamos a la calle —añadió Greta alicaída.
—O no. Podemos
hablar con el verdadero propietario y llegar a un acuerdo.
Tal como había
predicho Hugo, la anciana fue expulsada de su casa para ingresarla en una
residencia donde la lavarían y darían de comer otros. Hugo y Greta contactaron
con el dueño que resultó ser un fondo buitre que pedía por el alquiler de esa
vivienda 2.500 euros, algo inalcanzable para los mellizos.
Sin embargo, los
hermanos no se dieron por vencidos y llegaron a un acuerdo con el dueño
inversor.
Gracias a
arreglar los desperfectos de la casa de su antigua casera, Hugo estaba cualificado
para encargarse del mantenimiento de todo el edificio pues el resto del
inmueble estaba en condiciones muy similares a lo que había sido su hogar. A
cambio de encargarse de solucionar los inconvenientes diarios de una construcción
antigua (fugas de agua, ventanas desencajadas, etc.) y de limpiar las zonas
comunes, los mellizos tenían derecho a disfrutar de un cubículo de diez metros
cuadrados situado en el sótano. Como los desperfectos eran continuos y el
trasiego de vecinos constante (todos los pisos se habían reconvertido en alojamientos
turísticos), estas labores requerían dedicarse a tiempo completo por parte de
los dos hermanos impidiéndoles buscar otro trabajo mejor remunerado.
Ni siquiera
tenían tiempo libre para salir a la calle y ver la luz del sol que se les
negaba en el cuchitril en el que habitaban. Toda su vida transcurría en ese
edificio. Cuando Greta comenzó a dudar sobre la decisión de huir del pueblo
para vivir así, su hermano la sacó de su error.
—No nos podemos
quejar. Tenemos un techo bajo el que cobijarse.
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