Por este espacio suelo contar cosas que me suceden en los viajes, o en
determinadas ocasiones especiales (la escritura de la tesis, experiencias en la
cuarentena, etc.). Por suerte o por desgracia, todo lo que cuento tiene muy
poco de inventado y mucho de real.
Hoy voy a contar algo que me sucedió hace bastantes años: mi nacimiento.
Dado que mi propio comienzo en esta vida tuvo sus más y sus menos, sospecho que
todo lo que me ha pasado desde entonces tiene algo de congénito porque la cosa
viene de antiguo, concretamente desde que estaba en la tripa de mi madre.
Aprovechando que hace unos días fue mi cumpleaños, voy a celebrar el aniversario
con el relato de cómo se desarrolló mi nacimiento. Aclararé que todo lo que
viene a continuación es una recreación hecha por mí basada en lo que me
contaron mis padres porque, evidentemente, una servidora no se acuerda de nada
de aquello.
El día que iba a nacer, Paloma mantuvo a todo el personal del hospital
en vilo. Enfermeras, médicos, matronas y hasta celadores estuvieron en jaque
durante casi dos días. La que estaba liando la criaturita, todo porque no
quería salir.
Paloma era reacia a aparecer en este mundo (lo mismo es que se imaginaba
lo que le esperaba y se desanimó). Sin embargo, ella bien que se encargó de
avisar su llegada. El día anterior a su nacimiento tuvo a bien despertar a su
madre pateándole con saña la barriga. A la incomodidad del calor propio de
agosto en Madrid, la madre primeriza tenía que añadir un futuro retoño con
ganas de incordiar ya que, encima, el pateado lo hizo a unas horas muy molestas:
las cuatro de la mañana.
―Este va para futbolista ―se dijo la embarazada.
Teniendo en cuenta que en la época de los hechos, los felices años
sesenta del siglo pasado, no existía el fútbol femenino ―un deporte masculino
por excelencia en la España de Franco―, lo que dijo la madre de Paloma podría
entenderse como una manera de reivindicar el papel de la mujer, pero no. La futura
mamá no estaba en condiciones de solidarizarse con nada, bastante tenía con
soportar los quince quilos de más peso que había ganado desde que se preñó. Si
dijo lo que dijo fue porque en los felices años sesenta no se sabía el sexo del
bebé hasta que nacía, por lo que, como tampoco existía el lenguaje inclusivo,
todos los bebés antes de nacer eran niños.
Ante la insistencia de Paloma, y ya que era imposible volver a conciliar
el sueño, su madre se levantó a beber un vaso de agua. En la cocina dejó correr
un buen rato el agua del grifo para ver si salía más fresquita porque los
primeros cinco litros que se habían quedado esperando en las cañerías, y dada
la temperatura agosteña, estaban cerca del punto de ebullición. Cuando creyó
que el agua que salía por el caño ya era bebible se llenó un vaso, al
acercárselo a los labios notó el suelo mojado.
―Vaya, se ha debido de romper el fregadero y tiene fugas ―dijo en voz
alta mientras llamaba a su marido.
Cuando el padre de Paloma acudió a la llamada de su esposa, comprobó que
el agua que estaba en el suelo no procedía de ninguna cañería sino de la futura
madre: había roto aguas, Paloma iba a llegar ya (o eso parecía).
Presa de los nervios tomó las llaves de la moto, entonces se dio cuenta
de que llevar a su mujer a punto de parir en una Vespa no era lo más adecuado.
Debería llevarla en taxi, pero ¿cómo conseguir uno a esas horas? (en aquellos
felices años sesenta no existía Radio-Taxi, ni tampoco Cabify). El sistema utilizado
en la época consistía en salir al medio de la calzada y parar un taxi al
original grito de «¡Taxi!». Pero esperar ver aparecer un taxi a las cuatro de
la mañana en un barrio obrero de la periferia era como esperar ver aparecer a
la Virgen del Pilar. El padre de Paloma se preocupó mucho, pero siempre fue un
hombre obstinado y consiguió su propósito. El vecino del primero C era taxista
y afortunadamente para los padres de Paloma ―para el taxista no― estaba en casa
durmiendo, así que el buen hombre se levantó, se quitó las legañas y con su coche
los llevó hasta el hospital.
En aquellos felices años sesenta que una madre primeriza tuviera
cuarenta años se consideraba una rareza además de una temeridad. La madre de
Paloma rozaba esa edad y los médicos de la Seguridad Social no le dieron muchas
esperanzas de que el embarazo fuera a acabar bien. Pero el padre de Paloma,
hombre tozudo y constante como buen burgalés, no se amilanó y cortó por lo
sano: si la Seguridad Social no se atrevía a llevar a buen término el embarazo
de riesgo, pues sería la sanidad privada quien lo conseguiría.
Toda la gestación fue tratada por un médico privado que, curiosamente,
también pasaba consulta en un hospital público. La consulta privada del doctor
Salmerón se encontraba en un sanatorio con nombre portugués, Virgen de Fátima, situado en la calle
Vizcaya, al lado de la plaza de Cascorro que preside la estatua del héroe de
Cuba, en el castizo barrio de La Latina (cincuenta años antes de que se
barajara el término “diversidad multinacional” aquella zona ya apuntaba
maneras). Los nerviosos futuros padres y el adormilado vecino taxista llegaron
hasta el sanatorio, pero, como en aquellos felices años sesenta no había cita
por internet ni teléfono móvil con el que dar aviso, cuando se presentó la
parturienta no estaba nadie esperándola, tan solo una monja que hacía de
recepcionista y a la que la intempestiva llegada la había pillado asistiendo en
la capilla a maitines (o rezando un rosario, en esto hay disparidad de
criterios porque los testigos no se ponen de acuerdo).
Tras esperar un rato en la puerta, al fin la sor apareció y tras avisar
a un par de enfermeras instalaron a la futura madre en una habitación mientras otra monja
intentaba contactar con el doctor Salmerón.
La eminencia médica que trataba a la madre de Paloma, como tal eminencia, tenía
renombre y también mucho dinero, al menos el necesario para poseer un chalet en
Cercedilla donde el galeno pasaba los fines de semana ―algo solo factible en
gente adinerada, no como ahora que tienen chaletes hasta los comunistas―. El
día en cuestión era sábado, por lo que el médico estaba allá, en la sierra de
Guadarrama. Ahora, con las autovías y carreteras actuales, se tarda una hora
escasa en llegar desde Cercedilla a Madrid, pero en aquellos años sesenta, más felices
para los que tenían chalet, la cosa era más complicada. Que el doctor no
atendiera a las llamadas de teléfono ―posiblemente porque estaría durmiendo como
un tronco― tampoco ayudó a que la asistencia fuera rápida.
―No consigo dar con el doctor Salmerón ―dijo preocupada sor Angustias a
la comadrona.
―Pues llame a su ayudante, ese vive en Lavapiés, que venga para acá
corriendo. El niño está encajado pero la madre no dilata. Mucho me temo que… ¡vamos
a necesitar una cesárea!
Al oír lo de “cesárea”, todo el personal sanitario se llevó las manos a
la cabeza y un par de monjas salieron disparadas camino de la capilla. Y es que
en aquellos felices años sesenta hacer una cesárea era algo muy serio, pocos
médicos se atrevían a practicarla porque conllevaba muchos riesgos tanto para
la madre como para el bebé. En concreto, en el sanatorio Virgen de Fátima el
único médico capacitado para hacer una intervención así era el doctor Salmerón que
se encontraba a más de sesenta kilómetros de distancia y, supuestamente,
durmiendo a pierna suelta sin enterarse del drama que estaba a punto de ocurrir
en su lugar de trabajo.
El doctor Mendizábal, ayudante de la eminencia ginecológica, llegó en un
plis plas; su casa en la calle de Argumosa no era tan fascinante como el chalet
del doctor Salmerón en Cercedilla, pero se tardaban diez minutos en llegar
caminando desde allí al hospital.
Cuando el joven médico exploró a la parturienta se encontró que el bebé,
o sea Paloma, estaba listo y presto para salir pero que tenía un pequeño
problemilla: no cabía por la salida natural pensada para estos casos (Paloma
nunca consiguió averiguar si el problema radicó en que su madre no dilataba lo
suficiente o era ella, que tenía la cabeza muy grande; con el paso de los años,
y viendo la talla que usa de sombrero, cree que fue lo segundo).
―Si ya no tiene líquido amniótico y está encajado, puede haber
sufrimiento fetal y eso no es bueno, claro ―el médico domiciliado en Lavapiés
sabía explicarse y hacerse entender, era una maravilla―. Señora, el bebé
debería nacer ya, pero parece que no está por la labor. La cosa está chunga
―añadió haciendo alarde de un lenguaje sanitario poco común entre los
facultativos.
―Lo entiendo, doctor ―dijo la parturienta con un gesto de dolor―. Yo
también quiero que el niño nazca para que no sufra y también porque esto duele
mucho, no sé si se hace cargo, que me imagino que no.
―¿Preparo el quirófano, doctor? ―preguntó sor Angustias.
―¿Seguimos sin tener noticias del doctor Salmerón? ―preguntó a su vez
él.
―Pues no. En su casa de Cercedilla no contesta nadie, y es raro, porque
alguien debería haber oído el teléfono.
―Este se ha ido a la playa. ¡Qué cabrón! Menudo embolao me ha
dejado el tío ―dijo en un susurro el doctor Mendizábal.
―¿Cómo dice, doctor? Perdone, pero no le he oído.
―Nada, sor Angustias, cosas mías. Vamos a esperar un poco más, a ver si
da señales de vida. Tendría que ser él quien haga la cesárea. Las pocas veces
que he asistido a alguna ha sido como simple observador ―contestó el médico
enjugándose el sudor de la frente―. ¡Joder, qué calor!
La monja se fue pasillo adelante con semblante serio, estos médicos
jóvenes eran muy malhablados.
Pasó toda la mañana del sábado y el doctor Salmerón seguía desaparecido,
la parturienta no paraba de gritar porque las contracciones cada vez eran más
fuertes y el padre de la criatura por nacer, aunque no tenía ningún tipo de
dolor, estaba pasándolo fatal ―los de Burgos son gente dura pero también tienen
su corazoncito― al ver cómo su mujer se retorcía de dolor y suponiendo que su
primogénito, Paloma, tampoco debía de estar en las mejores condiciones por eso
del sufrimiento fetal.
El día fue avanzando en el paritorio, otras madres entraban en él y
salían con sus retoños, pero los padres de Paloma seguían esperando. Cuando llegó
la madrugada del domingo, el doctor Salmerón seguía sin aparecer. Y Paloma
tampoco. Entonces, el joven ayudante se decidió.
―Dispóngalo todo ―le dijo a la monja supervisora―, voy a hacer la
cesárea yo y que sea lo que Dios quiera.
Nada más oír esto, otras dos monjas se fueron a la capilla para ayudar a
su manera en la intervención que el inexperto doctor Mendizábal estaba a punto
de realizar.
A las seis de la mañana de un domingo, 26 de agosto, el doctor
Mendizábal, dos jóvenes enfermeras y sor Angustias se introdujeron en el
quirófano, dentro les esperaba la futura mamá ya sin signos de dolor en el
rostro porque el anestesista de guardia ya se había encargado de dormirla. Antes
de empezar, todos los presentes rezaron un padrenuestro.
Tres horas después, tras una intervención que hizo sudar no solo al
doctor Mendizábal sino a todo el personal presente en la sala de operaciones,
una rubicunda niña de tres kilos y medio llegó a este mundo. La puñetera ni
siquiera lloró, tan solo se limitó a escupir, con un gesto de asco y desagrado,
algo de placenta que se le había metido en la boca. Encima de tardona y pesada,
la niña era una melindre.
Mientras entregaban la niña al recién estrenado papá, el doctor
Mendizábal se quedó en el quirófano porque, para su desgracia y más para la de su
paciente, la faena no había terminado: la madre se estaba desangrando.
A partir de aquí la historia no está clara porque hay dos versiones. Según
el padre de Paloma, su mujer salvó la vida porque, por fin, el doctor Salmerón
apareció y eso fue gracias a la pesada de sor Angustias que se tiró llamando
toda la noche anterior para dejar recado por todo Madrid pidiendo que se
personara en el hospital. Según la madre de Paloma todo el mérito fue de las
monjas que se quedaron rezando en la capilla: solo la virgen (no tenía claro
cual, si la de Fátima que daba nombre al sanatorio o la de la Paloma que daba
nombre a su hija) consiguió que ella pudiera contarlo.
Lo único cierto es que el doctor Salmerón hizo acto de presencia y
rescató a la madre de las garras de una muerte casi segura ―el inexperto doctor
Mendizábal le puso interés, pero no poseía la pericia necesaria―.
De tan estresante nacimiento quedaron algunas secuelas.
A la madre de Paloma se le quitaron las ganas de repetir otro parto y la
niña fue hija única.
A Paloma le quedó un miedo visceral por los sitios estrechos y oscuros ―cuando
visitó unos túneles volcánicos en Canarias tuvo que salir precipitadamente
porque sufrió un ataque de pánico―; entre sus peores pesadillas se encuentra
una en donde camina por una cueva que va estrechando sus paredes hasta cerrarse
tanto que es imposible salir al exterior. Afortunadamente, Paloma heredó la
reciedumbre de su padre burgalés y nunca dio importancia a tan inquietantes
sueños, de lo contrario, se estaría dejando una fortuna en psicoanalistas. Tampoco
soporta comer carne cruda, dice que le sabe a placenta.
NOTA: Los
nombres reales de los facultativos han sido cambiados para no provocar ningún tipo
de conflicto; la sanidad hoy en día ya tiene bastante con lo que le ha caído
encima.
El nombre de la
monja supervisora también ha sido sustituido por otro inventado porque ese
sanatorio estuvo envuelto en el turbio asunto de los niños robados. No he
querido liarla más.