Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

13 de octubre de 2024

Si no fuera por mí

 

Siempre anduve rodeada de hombres, así que estoy curada de espanto. Acepto que sean ellos quienes reciban los parabienes cuando una campaña es exitosa, suelen ser ambiciosos y eso alimenta su endeble autoestima. A nosotras nos inculcaron desde la cuna la humildad como una virtud femenina y, aunque en mi caso no funcionó como a mi madre le hubiera gustado, es lo habitual entre las mujeres.

Ahora, desde este retiro voluntario en mi casa de Santiago de Nueva Extremadura[1] me dedico a las labores propias de mi sexo: cuidar de enfermos, realizar obras de caridad, fundar hospitales y ayudar a los más necesitados. Labores generosas, pero algo aburridas, la verdad.

Yo no fui siempre así.

Hace cuarenta años me hervía la sangre y el coraje me subía a la garganta cuando sabía de las aventuras de mis vecinos. Para empezar, ya hice acopio de audacia cuando decidí cruzar el océano en busca de mi marido del que apenas pude disfrutar un año pues a los doce meses de casados partió al Nuevo Mundo. Diez años sin noticias suyas me empujaron a buscarlo. Loca, temeraria, estúpida insensata, todo eso me llamaron cuando tomé la decisión de ir tras su rastro.

Llegué a este mundo nuevo para enterarme de que mi matrimonio había acabado pues mi marido había perecido en la Batalla de las Salinas[2]. Dentro de la mala suerte que es morir en una guerra, mi esposo tuvo la fortuna de hacerlo en el bando vencedor. En realidad, la fortuna fue para mí, su viuda, pues me correspondió una encomienda en Cuzco. Ahí hubiera pasado el resto de mis días si no le hubiera conocido a él.

Pedro Valdivia era vecino mío, tenía fama de arrojado y valiente. Era el maestre de campo de Pizarro en la batalla en la que murió mi marido. En las charlas que mantuvimos sobre explotación agraria y otros temas domésticos insertaba aventuras de su vida militar en Europa a las órdenes del emperador Carlos V: las campañas en Flandes, las guerras italianas, el asalto a Roma. En este nuevo mundo también se había ganado fama de valiente y buen estratega. Yo escuchaba sus vivencias pero sin el arrobo de otras jovencitas obnubiladas por la buena planta de mi vecino que se mostraba casi como un héroe mitológico; a mí me atraían todas sus aventuras porque me hubiera gustado vivirlas yo. Quedé prendida de su forma de vida; he de reconocer que también se me quedaba la boca abierta ante el atractivo de su figura porque era guapo a rabiar.

Cuando se propuso iniciar una exploración al sur, a la zona que llaman Chile, yo quise acompañarle. Todas las trabas que me objetaron las desbaraté con una férrea decisión. Pizarro, a cuyas órdenes estaba, tan solo puso una condición: yo iría en calidad de criada, para guardar las formas y ocultar lo que todos sabían, que Pedro y yo éramos amantes. Al timorato de Pizarro no le temblaba la mano cuando de ejecutar indios se trataba o para asesinar a sus propios hombres, pero le escandalizaba que la querida de uno de sus capitanes fuera con él en una expedición.

Me tragué el orgullo y acepté. Mi condición de criada no impidió que aceptaran las alhajas que aporté como inversión en el viaje.

Afrontamos muchos peligros y penalidades, y todo el mérito se lo achacaron a él, porque supo alentar a sus hombres, porque los mantuvo unidos y soportaba los mismos sufrimientos que ellos. ¡¿Y yo?! ¡Soporté y sufrí lo mismo, y contribuí también al buen término de la expedición!

Si no fuera por mí habríamos muerto todos de sed en el desierto de Atacama. Las enseñanzas de un zahorí que en mi Plasencia natal solía charlar conmigo, permitieron que descubriera en aquel páramo inhóspito un pozo de agua que nos salvó la vida.

Si no fuera por mí, Valdivia hubiera muerto en dos conspiraciones que yo supe desbaratar antes de que se llevaran a cabo.

Si no fuera por mí…

Defendí y me impliqué en la construcción de la ciudad que fundamos nada más atravesar ese desierto asesino, en el valle del río Mapocho. Ahí establecimos Santiago de Nueva Extremadura. El valle era fértil, la tierra generosa y el ganado se criaba en abundancia. Pero estábamos rodeados de indios belicosos que nos atosigaban día y noche. En uno de sus ataques destruyeron nuestra nueva ciudad hasta los cimientos, pero nosotros la volvimos a reconstruir. Tesón no nos faltaba y a mí menos que a ninguno.

Por segunda vez cercaron la ciudad, «mi ciudad», miles de indios dispuestos a repetir la hazaña de destruirnos. Pedro estaba lejos sofocando una rebelión en Cochapoal. Los capitanes al mando quisieron negociar intercambiando siete caciques que custodiábamos como rehenes. Yo tenía otros planes.

Sabía que nuestros asediadores no iban a ceder. La hija de mi madre, por las buenas es muy buena, pero por las malas… ¡la peor! Ordené decapitar a los siete caciques. Los de Plasencia no nos andamos con rodeos. Los capitanes me tildaron de loca, también de sanguinaria. Que me llamen lo que quieran, la táctica funcionó. Cuando vieron las cabezas de sus jefes rodar fuera de las murallas, los indios huyeron en desbandada, más al saber que era una mujer quien había dado la orden. Supongo que en su lengua también me dedicarían lindos adjetivos. Me da igual. Salvé la ciudad. Santiago se mantuvo gracias a mí.

Fue mucha mi contribución en esta tierra bautizada Nueva Extremadura[3], y fue desinteresada. Amé a ese hombre como a nadie en mi vida y creo que él también me amó a mí, a su manera. Pero... el valiente y arrojado capitán que tantos peligros afrontó sin temblar en ningún momento, que se enfrentó a miles de belicosos indios ganando batallas innumerables, se dejó vencer por un fraile.

Defendió nuestra unión ante cualquiera que se le enfrentaba cuestionando nuestra relación, nunca dudó en salvaguardar nuestro amor. Excepto con ese religioso: Pedro de la Gasca, el canónigo virrey del Perú, consiguió que doblara la cerviz.

Valdivia había salido vencedor en muchas batallas y conquistado vastos territorios, al mismo ritmo fue ganando enemigos entre sus propias filas a los que la envidia les fue carcomiendo. Fue acusado de muchos cargos: posesión indebida, rebeldía a la corona y otras cuestiones más graves, pero todo sería olvidado si me abandonaba.

Él estaba casado con doña Marina, una esposa que dejó en España y a la que llevaba más de veinticinco años sin ver. Su mujer era yo, yo fui la que veló su sueño ante la inminencia de una batalla, yo fui la que compartió con él sus planes de ataque, sus anhelos, la que le soportaba cuando estaba de mal humor. Yo fui la que defendió la ciudad que ambos fundamos. Yo fui la que soportó las mismas penalidades y sufrimientos que él cuando exploramos tierras hostiles. Pero para los demás solo fui su barragana.

Pedro aceptó el chantaje, me traicionó a cambio de su honor. Para recuperar sus títulos y honra renunció a mí. Se olvidó de que todos esos logros los obtuvo en gran medida por mi intercesión. Hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres[4].

El fraile no se contentó con restaurar el honor de Pedro, también quiso reparar el mío y para ello le pidió a Valdivia que me buscara marido. Rodrigo de Quiroga fue el elegido, algo más joven que yo, pero un buen hombre. Siempre me trató con delicadeza y los treinta años que vivimos juntos fueron los más apacibles de mi vida. Se acabaron las travesías por desiertos asesinos, las batallas contra indios salvajes, era la hora de la contemplación, de dedicarme a lo que de mí se esperaba. No me importó, con cuarenta años cumplidos ya había vivido más de lo que muchos hombres experimentan con edades más longevas, y por supuesto muchísimo más que todas las mujeres.

La traición de Pedro me dolió. Me sentí como un animal de compañía al que se mima y cuida hasta que su dueño se harta de él y le aparta de sí porque ya se ha aburrido, ya no lo necesita y estorba en su vida.

Pedro capituló ante los convencionalismos, o puede que no me quisiera tanto como él mismo aseguraba cuando me llamaba «Inés del alma mía». Es cierto que siempre se creyó llamado por la historia para «dejar fama y memoria de mí[5]», y esa ambición le nubló el entendimiento.

Yo nunca sentí ese interés, hice lo que hice porque me gustaba la aventura, porque quería fundar un hogar en un lugar que me pareció ideal, pero que mi nombre deje huella nunca me importó. O puede que sí, porque algo de resquemor sí que me ha quedado. Pedro no habría llegado donde lo hizo si no fuera gracias a mí y el olvido al que me relegó me lastima.

También me duele que su ambición acabara con él. En busca de otras aventuras se empecinó en seguir más al sur, a unas tierras que no tienen nada que aportar, tan solo temperaturas extremas y páramos helados. Se fue a combatir a unos fieros guerreros, los mapuche, que estaban comandados por Lautaro, un indio que sirvió de paje al propio Pedro y que, mientras le ayudaba a vestirlo y le servía la comida, aprendió las tácticas de lucha de los nuestros, un aprendizaje que le vino muy bien para combatirnos después. Recuerdo cuando Pedro me dijo, refiriéndose al entonces su paje, «Este chico es listo y espabilado» ¡Vive Dios que sí!

Cuando me enteré de su intención de combatir a los mapuche quise disuadirle, mas no me oyó. Nos habíamos distanciado, tal como el fraile pretendía, y yo ya no tenía sobre él el ascendiente de nuestros años de enamorados; ignoró mis advertencias. Si me hubiera hecho caso, gracias a mí aún estaría vivo.

Los hombres de Lautaro masacraron a la expedición de Valdivia, dejando para mi amado el más amargo final. Lo desollaron vivo y luego lo decapitaron. La ambición exige un alto pago.

Ya queda poco para que me reencuentre en el Más Allá con él. A mis setenta y dos años he sobrevivido a todos los que participamos en la fundación de esta ciudad que adoro: Santiago. No sé qué le diré cuando nos reencontremos. Le quise (le quiero) mucho pero no creo que me quede con las ganas de dedicarle algún reproche: «Tú no habrías llegado tan lejos, si no fuera por mí».


 



NOTA: Inés Suárez formó parte de la expedición de Pedro de Valdivia a Chile. Fue la primera española en pisar ese territorio. Participó en la fundación de la actual ciudad de Santiago de Chile destacándose en el asedio mapuche de 1541. Pero la historia la dejó de lado durante mucho tiempo adjudicándole el único mérito de ser la amante de Valdivia. La documentación que acredita su participación activa en la conquista de Chile y la fundación y defensa de Santiago de Chile ha descubierto su verdadero papel y ahora se le reconoce su valía. Novelas como «Inés del alma mía» y algunas series de televisión han dado relevancia a este personaje colocándola en el lugar destacado que se merece.



[1] Santiago de Chile

[2] Batalla donde se enfrentaron las fuerzas de Pizarro a las de Almagro en la guerra civil desatada en la conquista de Perú.

[3] Chile

[4] Tomado de la novela «Inés del alma mía» de Isabel Allende.

[5] Palabras textuales de Pedro de Valdivia



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Hada verde:Cursores
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