Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

21 de diciembre de 2023

El recuerdo y la memoria (Las cosas de Kirke)

 

Ando estos días algo taciturna y filosófica, y eso explicaría el porqué de esta publicación.

Hace unos meses falleció mi padre. Mi madre lo hizo varios años atrás.

Estoy vaciando la casa que fue el hogar de él y de mi madre, y también mío. Ropa, muebles, enseres de todo tipo están siendo empaquetados y/o reciclados de diversas maneras. Es complejo seleccionar qué te quieres quedar y qué se puede donar o tirar directamente.

A mí me cuesta mucho deshacerme de algunas cosas porque siempre tengo en mente ese «por si acaso hace falta más adelante». Guardo objetos por si los necesito en un futuro, pero pasan los años y no los he precisado. Sin embargo, cuando, en un alarde de impetuosidad impropia en mí, decido deshacerme de ellos, indefectiblemente al poco tiempo los echo en falta porque me surge la posibilidad de utilizarlos. Ley de Murphy.

De todas formas, en esta ocasión seleccionar qué me quedo y qué no es mucho más difícil porque el motivo que hay detrás no es la posible utilidad sino algo más importante: el recuerdo.

El rastro en forma de objetos de toda índole que nos deja la vida es grandísimo. La principal fuente de esos recuerdos son las fotografías: momentos, generalmente alegres, que quedan plasmados en un papel. Sin embargo, estos días me estoy dando cuenta de que no solo las fotos nos traen de regreso sucesos del pasado.

Cuando le tocó el turno a la vitrina del sobrio mueble que preside el salón de la casa de mis padres guardé con mimo la fina cristalería que mi madre exhibía con orgullo a las visitas (se la trajo no recuerdo muy bien de dónde y le costó una pasta), pero como era muy valiosa no la utilizábamos casi nunca por si se rompía. En su lugar, usábamos otra más antigua y menos fina. Por eso mismo, de vez en cuando se caía alguna copa y solo han quedado unas pocas piezas sueltas: han sido las que he guardado con mayor primor, porque esas copas de colorines (un atentado contra la elegancia según mi madre) y de una estética vintage setentera (los años en que se compraron), son las que yo recuerdo de cuando celebrábamos los cumpleaños o las navidades. De las copas de champán, que nosotros rellenábamos con sidra El Gaitero en nochevieja, tan solo quedan tres. Esas tres supervivientes para mí son más valiosas que si fueran de cristal de Bohemia.

Fueron tantos los recuerdos que acudieron a mí al guardarlas que me puse a llorar como una tonta delante de aquellas copas tan sencillas, pero tan entrañables. Mientras, las de cristal de puturrú empaquetadas en su caja me observaban indiferentes a mis emociones; la clase alta suele comportarse con frialdad ante las cuitas del pueblo llano.

Otros objetos de lo más prosaico fueron protagonistas de recuerdos bonitos, pero, con la pérdida tan reciente, motivo de cierta tristeza. Una fuente de cerámica de Talavera donde mi madre servía primorosamente una ensaladilla rusa que nos hacía levitar de lo rica que estaba. El manual de ortografía práctica de Miranda Podadera con el que mi padre estuvo torturándome unas vacaciones navideñas tras el cabreo que se agarró porque yo había suspendido lengua por culpa de un dictado (no di ni una con las bes y las haches). Un abanico deshilachado con las varillas descoloridas por el uso con el que mi madre combatía los calores agosteños de Madrid. Un ejemplar del Quijote lleno de anotaciones de mi padre que siempre fue muy fan de Cervantes y firme defensor del ingenioso hidalgo.

Múltiples utensilios resultado de situaciones cotidianas en su día pero que ahora, con el tiempo y la pérdida de quienes fueron sus dueños, se convierten en pilares de la memoria.

Sin embargo, y para que esta publicación no sea demasiado ñoña y triste, también quiero hablar sobre algo con lo que me he topado después de treinta años. Algo que en lugar de buenos recuerdos me despierta agobios y sudores y aun así he guardado (¿por masoquismo? ¿porque soy tonta?): los apuntes de la carrera.

El motivo por el que aún los conservo no lo tengo claro. Lo de quedármelos por si acaso los necesitaba más adelante se ha demostrado que no tenía ningún fundamento. Y no porque no haya tenido que consultar conceptos supuestamente aprendidos durante mi formación universitaria, pero en esas ocasiones me he ido a buscar en los libros de texto o, desde hace unos años, directamente en internet.

Ayer me puse a ojear el mogollón de carpetas que tenía guardadas en el altillo de un armario. Al igual que me pasó con la cristalería de la vitrina, las lágrimas acudieron a mis ojos, pero de la angustia que sentí al recordar lo mal que lo pasé para examinarme de todo eso. Al contrario que me ocurrió cuando lo de las copas de mi niñez, no decidí guardar nada. A la basura ha ido todo.

Me he quitado un buen peso de encima, treinta kilos concretamente. Para que luego digan que el saber no ocupa lugar. ¿Cómo que no? Ocupa y pesa. Sudando llegamos al contenedor del papel mi marido y yo con las dichosas carpetas a cuestas.

Pero, apuntes aparte, hay otras cosas que no sé si guardar o no, primero porque no tengo espacio donde almacenarlas y segundo porque no sé hasta qué punto es necesario eso para recordar. ¿Confiamos demasiado en esos objetos y no nos fiamos de nuestra propia capacidad de rememorar?

¿Realmente necesitamos objetos para recordar igual que las fotos nos impiden que los rostros de quienes ya no están se desdibujen?

Desde luego, en el caso de los apuntes, no tengo ninguna necesidad de acordarme del capullo de Galénica que me tuvo todo un verano estudiando su asignatura, o del de Botánica que me las hizo pasar canutas en el examen oral donde me preguntó lo que no está escrito (literalmente, porque me hizo preguntas sobre temas que no habíamos dado, el muy cabr**).

Es complicada la gestión de la memoria y la añoranza. Ahora mismo ciertos recuerdos alegres son agridulces porque la ausencia es dolorosa aún. Pero confío en ese gran aliado que todo lo pone en su adecuado lugar: el tiempo. Aunque, también, me da miedo que ese tiempo, según vaya transcurriendo, me distorsione sucesos importantes.

A pesar de todo lo expuesto, estoy con Gabriela Mistral cuando dijo «Recordar un buen momento es sentirse feliz de nuevo». Sí, está bien recordar los buenos momentos. En cambio, los malos mejor no, porque ver los apuntes de Botánica me ha puesto de una mala leche...

GALERÍA DE IMÁGENES:











17 de diciembre de 2023

Malas vibraciones

 


¿Qué te pasa, Lola? Llevas toda la mañana de aquí para allá, hecha un manojo de nervios.

No sé… estoy inquieta, hay algo… raro que flota en el ambiente. Tengo un mal pálpito.

Ya estamos. Sabes que esos estados de ansiedad anímica son fluctuantes y no debes hacerlos caso.

Mira, Manolo, no me vengas con la palabrería del psiquiatra, que me la sé de memoria, pero ese tarugo no tiene ni idea de cómo soy yo, por mucho que me repita que me conoce.

Mujer, después de quince años tratándote… algo sí que te debe de conocer.

No me conoce en absoluto. Llevo casada contigo veinte y tampoco sabes entenderme así que…

Venga, tranquilízate. ¿Por qué dices que tienes un mal pálpito?

No sé. Es como si algo en mi interior se agitara, como una vibración.

¿Una vibración?

Sí, empezó anoche, en el baño.

¡Lola! ¿Pero qué haces tú en el baño para que vibres? Oye, no estarás usando un aparatito como ese que le pillé a la niña.

Manolo empezó a sudar copiosamente según recordaba aquel incidente ocurrido meses atrás cuando, buscando en la habitación de su hija un cargador para el móvil se encontró con un consolador.

Si no fisgonearas donde no debes, te habrías ahorrado el mal rato replicó su mujer sonriendo porque aún se acordaba de la escena.

Lola podía recordarlo como si hubiera ocurrido el día anterior. Su marido con un vibrador en la mano preguntando a su hija qué era aquello y ella diciendo, con algo de apuro en el rostro, que era un monote de la clase de urología de la facultad de Medicina donde estudiaba. Al principio, el muy pavo se lo creyó, pero cuando fue a dejarlo donde lo había encontrado le dio al interruptor y aquello se puso a moverse. Lola no pudo evitar soltar una carcajada cuando se reprodujo, de nuevo, la cara de su esposo y cómo su hija le quitaba el artilugio de la manos para guardarlo en un cajón.

No te rías, Lola, y contéstame. ¿Has estado usando una cosa de esas?

Lola siguió riéndose y Manolo empezó a mosquearse. Cuando consiguió serenarse, su mujer le siguió explicando su malestar, pues, recuerdos aparte, lo cierto es que no se encontraba bien.

No, Manolo, no, No he utilizado ningún vibrador. Cuando hablo de vibraciones me refiero a algo… interior.

Bueno, según me han dicho, esa… cosa os la metéis por… el interior replicó su marido con un escalofrío.

Lola no pudo evitar reírse de nuevo, a pesar de que estaba preocupada, pero es que su marido a veces parecía un troglodita de lo simple que podía llegar a ser.

¡Que no! Que lo que yo siento es diferente. Noto como si todo a mi alrededor vibrara, como si el entorno estuviera preparado para atacarme o algo así.

¿Te estás tomando las pastillas que te recetó el doctor?

Mira, contigo es imposible hablar. Cuando algo no te cuadra, ya sales con que no me estoy tomando la medicación.

Es que sabes que si no sigues las indicaciones del médico luego vienen los problemas…

¡Que no me des más la tabarra!

Lola, se fue indignada hacia el balcón de la casa que daba a un fértil valle de la isla en la que vivía desde hacía más de cuarenta años. A los pies de pequeños cráteres que festoneaban la cordillera volcánica, cultivos de plátanos, aguacates y vides verdeaban una llanura que acababa abruptamente en acantilados de piedra negra junto al mar.

De repente, una sacudida hizo vibrar el edificio.

¿Lo has notado, Manolo?

¿El qué?

¡La vibración!

¡Qué pesada estás! Habrá sido algún camión que ha pasado por la carretera, algunos hacen mucho ruido y retiembla todo. Deja de ver amenazas por todas partes, Lola. O vete al médico a que te suba la dosis.

Manolo se fue enfurruñado al comedor y se puso la televisión. En ese momento, las imágenes que aparecieron en el noticiario hicieron que diera un brinco en el sillón.

¡Lola! ¡Loooooola! ¡Corre! ¡Ven! ¡Salimos en la tele!

Lola entró desde el balcón para mirar lo que su marido le señalaba.

Una mujer con un micrófono en la mano conectaba con los estudios centrales desde donde se emitía el informativo. La periodista aparecía rodeada de plataneras y cultivos de aguacate, al fondo se veía nítidamente la casa de Manolo y Lola.

Buenas tardes decía la reportera micrófono en ristre. Desde ayer se han detectado múltiples seísmos en toda la isla de La Palma. Los expertos sospechan que pueda ser indicativo de que una erupción volcánica se esté gestando.

¿Lo ves, Manolo? ¡Las vibraciones! Ya te dije que algo se estaba preparando, algo malo.

¡Sí, claro! ¿Una erupción volcánica? Esta tía señaló a la periodista está igual de chalada que tú. ¡Cómo les gusta alarmar!

Manolo, vivimos en una zona volcánica. La alarma tiene fundamento.

Sí, ya lo sé. ¿Pero un volcán? Saldrá algo de humo por algún cráter de los que hay por aquí y ya está. Que no estamos en el Jurásico, mujer.

Yo lo noto, Manolo. Hay vibraciones, hay…

¡Basta ya! Que aquí no va a pasar nada, te lo digo yo. Me voy al bar de Tino, a tomar unos chatos con mis compadres, a ver si me alejo de tanta histérica.

Manolo abrió la puerta de la calle y salió mientras con una sonrisa cínica dijo mirando hacia el perfil de cráteres que en la lejanía se veían desde su casa:

¡Erupción volcánica! ¡Venga ya! ¡Qué tontería!

 

 


NOTA: Este relato es un ejercicio para el taller de escritura del Colectivo Bremen. En esta ocasión el tema era "vibraciones" y esto es lo que me ha salido.





6 de diciembre de 2023

Mujer tenías que ser (y II)

 

Demostrando la inteligencia y el buen hacer del que hacía gala, los pronósticos de Orellana se cumplieron y al tercer día ninguna mujer salió a la orilla a acribillarlos con dardos. Por fin pudieron desembarcar en un pequeño remanso que el grandioso río procuraba para reabastecerse de agua y alimentos. En esta ocasión la provisión se realizó sin sobresaltos y sin lamentar ninguna baja. Ya era hora.


Un mes después de abandonar el país de las amazonas, un sonido como de truenos se oyó en la lejanía.

—¿Sabéis a qué se debe ese estruendo, don Juan? —preguntó Orellana al piloto.

—Cabría pensar que es tormenta, pero el cielo está despejado y el aire calmo. Mas es alarmante. Anoche ya se empezaba a oír muy tenuemente y a cada hora que pasa se nota más intenso, aunque aún lejano. La tropa está empezando a murmurar.

Durante el resto del día el ruido subió de intensidad sin que nada en el entorno diera idea de qué podía ser. A la mañana siguiente era más que notable y todos a bordo estaban nerviosos, por la noche casi nadie había podido descansar por culpa del sonido que se presentía como una nueva amenaza.

Grupos de soldados se mostraban agitados en la cubierta.

—¡Es el fin del mundo! —gritó uno de ellos.

—¡No seas agorero!

—Fray Gaspar dice que donde el mundo acaba hay una gran catarata y se abre un abismo infinito. Ese rumor que se oye es el sonido de las aguas al caer por el precipicio. ¡Virgen Santísima, ayúdanos!

Los demás comenzaron a alzar la voz y uno de los oficiales tuvo que emplearse a fondo para mantener el orden.

Orellana se fue en busca del dominico.

—Páter, en lugar de alborotar la mente de la tropa con historias del fin del mundo, os podríais dedicar a rezar —le espetó el capitán muy enfadado—. Mis esfuerzos me cuesta mantener la disciplina para que luego vos me agitéis el gallinero.

—Este río tan grande acabará en algún lugar y tan enorme es que su fin debe ser el infierno* —espetó el fraile con los ojos desorbitados.

—Este río acabará donde lo hacen los demás: o en otro río o en el mar.

—Todas las cosas marchan a su fin, y estas aguas deformes van a llevarnos al final de todas las cosas* —porfió el dominico haciendo la señal de la cruz. 

Orellana abandonó al fraile con un gesto de fastidio y se dirigió a donde estaba el piloto.

—¿Cómo va el gobierno de la nave? ¿Creéis que está próxima una catarata?

—No sabría deciros. Lo cierto es que desde que se oye ese ruido el río se presenta más tranquilo. En estas tierras abandonadas de Dios todo es extraño y creo que mis conocimientos de navegar sirven de bien poco.

—No habléis así, señor de Alcántara. La destreza que poseéis ha sido fundamental para mantenernos a todos con vida. Las tormentas que nos han azotado en estos ocho meses de navegación habrían dado con nuestros huesos en el fondo del limo si no fuera por vuestra pericia con el timón.

—A fe mía, que más parece cosa de milagro que el resultado de mis conocimientos porque solo la intercesión de algún santo explica que este barco siga navegando. Tristes aparejos los que llevamos, capitán. Utilizar mantas como velamen… es una situación lamentable.

—Pero seguimos vivos —porfió Orellana mirando hacia proa.

—Cabe la posibilidad de que nos enfrentemos a un desnivel del río que acabe con el barco y con nosotros y, sin embargo, a vos os veo muy tranquilo. Admiro vuestro valor y dignidad, capitán.

—No es valentía, don Juan. Es confianza en Wayana.

—¿Quién? ¿El indio con el que… fingís que parlamentáis? —preguntó Juan de Alcántara con una sonrisa cínica— ¿Qué os ha dicho esta vez?

Orellana fue a rebatir las últimas palabras de su piloto, pero era tanta la confianza que tenía con él que decidió rendirse ante la perspicacia del marino.

—No, no me ha dicho nada. Y aunque lo hubiera hecho de nada serviría —los dos hombres rieron—. Pero, aunque no entiendo sus palabras, sí comprendo sus gestos. Es su actitud la que me da confianza, don Juan.

—No os comprendo, capitán.

—Está tranquilo. Se pone nervioso cuando algún soldado lleva un arcabuz, o cuando fray Gaspar agita el incensario —los dos volvieron a reír—, pero cuando mira hacia el río su rostro muestra serenidad: no ve signos de alarma a pesar del ruido. Sea lo que sea que nos espere ahí delante no es algo a lo que temer. Confiad en mí, señor de Alcántara. Y en Wayana. 

El piloto cabeceó en señal de asentimiento y siguió gobernando el timón.

Tres días hubo de durar el sonido, cada vez más fuerte, hasta que una espuma blanca empezó a cubrir la superficie del agua. El ruido era ya ensordecedor y la tropa estaba aterrorizada.

—¡Regresemos! 

—¡Decid al piloto que se vuelva!

—¡Virad el barco, por Dios!

—¿Y regresar al país de las amazonas? ¿Queréis volver a sufrir sus ataques? —tronó la voz de Orellana.

Todos callaron ante la disyuntiva.

—Bien mirado… mejor no. Sea lo que sea, afrontémoslo —llegó a oírse por encima del estruendo.

—Yo tampoco quiero volver a tener que enfrentarme a esas señoras.

—Ni yo. Antes me arriesgo a lo que sea que hay allí delante.

En esas estaban cuando un muro de agua en suspensión los envolvió. El barco fue zarandeado por un remolino que tan pronto les lanzaba hacia delante como los hacía retroceder. En varias ocasiones estuvieron a punto de naufragar.

—¡La catarata! ¡Nos espera la catarata del fin del mundo!

—¡Cristo de los Remedios! ¡Ampáranos! 

—¡Don Juan! ¡Saboread el agua que nos salpica! —gritó Orellana.

El piloto no entendió lo que su capitán pretendía con esa orden tan extraña, pero aun así obedeció y se pasó la lengua por la mano mojada comprobando que el agua estaba salada. 

Aquello no era ninguna catarata sino la desembocadura del río más grande del planeta que, en el choque de aguas con el océano, originaba remolinos y turbulencias.

Aun tuvieron que avanzar un buen trecho más para salir al mar. El delta era muy amplio, acorde con la magnitud del río que durante más de ocho meses estuvieron navegando.

—Creo que habéis dirigido la exploración de un río asombroso —dijo Juan de Alcántara—, y que los siglos venideros os han de reconocer ser el primero en recorrer estas aguas. No hemos encontrado canela, ni oro, pero vos tendréis la gloria.

—Y además podré contar cosas maravillosas, como esas mujeres que tantos quebrantos nos dieron. No me negaréis que fue fascinante enfrentarse a féminas tan fieras, las amazonas, con ese bello nombre, pardiez.

El piloto no contestó, se limitó a torcer el gesto. Esperaba que esa parte de la aventura se borrara lo más pronto posible de su memoria, la fiereza que admiraba su capitán a él le parecía desfachatez y aún sentía un prurito de humillación por haber tenido que rehuir el combate ante sus ataques.

—Tan solo os doy la razón en un punto. El nombre sí es bonito: Amazonas.


*Tomado de El País de la Canela, de William Ospina.


NOTAS HISTÓRICAS: 

El nombre Amazonas que se da al río más grande del mundo no era el que tuvo cuando Orellana lo recorrió. Al principio le llamaron Río Grande (viva la originalidad) y también Orellana. Dicen que lo de Amazonas viene porque Orellana, al ver esas mujeres que les atacaron, se acordó del mito griego, aunque el tramo del río donde sufrió esos ataques corresponde al río Marañón (cuando este se une al Ucayali, otro río la leche de grande, ya forman entre los dos el Amazonas).

A la desembocadura del río llegaron dos barcos y no uno como se cuenta en este relato. El segundo barco lo construyeron un poco antes del encuentro con las amazonas americanas. Lo he omitido por simplificar el cuento.

Francisco de Orellana alcanzó gloria y fama gracias a esta travesía por el Amazonas, pero antes las pasó canutas y a punto estuvo de ser ejecutado, porque al volver a Perú, de donde partió la expedición para buscar canela, estaba el rencoroso de Gonzalo Pizarro que, harto de esperar en aquella orilla la ayuda que iba a traer Orellana cuando se montó en el barco, decidió regresar por la selva a costa de muchas penalidades y muertos. Pizarro estaba con un cabreo de padre y muy señor mío y le acusó de traición. Afortunadamente, en el juicio que le montaron, nuestro explorador fluvial hizo valer sus razones y se libró. Menos mal. 

El río Amazonas fue la causa de la fama y gloria de Orellana y también su tumba. Unos años después regresó a la desembocadura para morir allí de fiebres o por una flecha envenenada (hay dos versiones) mientras buscaba ramificaciones del río o El Dorado (las dos versiones tampoco se ponen de acuerdo en esto).



Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores