Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

21 de diciembre de 2023

El recuerdo y la memoria (Las cosas de Kirke)

 

Ando estos días algo taciturna y filosófica, y eso explicaría el porqué de esta publicación.

Hace unos meses falleció mi padre. Mi madre lo hizo varios años atrás.

Estoy vaciando la casa que fue el hogar de él y de mi madre, y también mío. Ropa, muebles, enseres de todo tipo están siendo empaquetados y/o reciclados de diversas maneras. Es complejo seleccionar qué te quieres quedar y qué se puede donar o tirar directamente.

A mí me cuesta mucho deshacerme de algunas cosas porque siempre tengo en mente ese «por si acaso hace falta más adelante». Guardo objetos por si los necesito en un futuro, pero pasan los años y no los he precisado. Sin embargo, cuando, en un alarde de impetuosidad impropia en mí, decido deshacerme de ellos, indefectiblemente al poco tiempo los echo en falta porque me surge la posibilidad de utilizarlos. Ley de Murphy.

De todas formas, en esta ocasión seleccionar qué me quedo y qué no es mucho más difícil porque el motivo que hay detrás no es la posible utilidad sino algo más importante: el recuerdo.

El rastro en forma de objetos de toda índole que nos deja la vida es grandísimo. La principal fuente de esos recuerdos son las fotografías: momentos, generalmente alegres, que quedan plasmados en un papel. Sin embargo, estos días me estoy dando cuenta de que no solo las fotos nos traen de regreso sucesos del pasado.

Cuando le tocó el turno a la vitrina del sobrio mueble que preside el salón de la casa de mis padres guardé con mimo la fina cristalería que mi madre exhibía con orgullo a las visitas (se la trajo no recuerdo muy bien de dónde y le costó una pasta), pero como era muy valiosa no la utilizábamos casi nunca por si se rompía. En su lugar, usábamos otra más antigua y menos fina. Por eso mismo, de vez en cuando se caía alguna copa y solo han quedado unas pocas piezas sueltas: han sido las que he guardado con mayor primor, porque esas copas de colorines (un atentado contra la elegancia según mi madre) y de una estética vintage setentera (los años en que se compraron), son las que yo recuerdo de cuando celebrábamos los cumpleaños o las navidades. De las copas de champán, que nosotros rellenábamos con sidra El Gaitero en nochevieja, tan solo quedan tres. Esas tres supervivientes para mí son más valiosas que si fueran de cristal de Bohemia.

Fueron tantos los recuerdos que acudieron a mí al guardarlas que me puse a llorar como una tonta delante de aquellas copas tan sencillas, pero tan entrañables. Mientras, las de cristal de puturrú empaquetadas en su caja me observaban indiferentes a mis emociones; la clase alta suele comportarse con frialdad ante las cuitas del pueblo llano.

Otros objetos de lo más prosaico fueron protagonistas de recuerdos bonitos, pero, con la pérdida tan reciente, motivo de cierta tristeza. Una fuente de cerámica de Talavera donde mi madre servía primorosamente una ensaladilla rusa que nos hacía levitar de lo rica que estaba. El manual de ortografía práctica de Miranda Podadera con el que mi padre estuvo torturándome unas vacaciones navideñas tras el cabreo que se agarró porque yo había suspendido lengua por culpa de un dictado (no di ni una con las bes y las haches). Un abanico deshilachado con las varillas descoloridas por el uso con el que mi madre combatía los calores agosteños de Madrid. Un ejemplar del Quijote lleno de anotaciones de mi padre que siempre fue muy fan de Cervantes y firme defensor del ingenioso hidalgo.

Múltiples utensilios resultado de situaciones cotidianas en su día pero que ahora, con el tiempo y la pérdida de quienes fueron sus dueños, se convierten en pilares de la memoria.

Sin embargo, y para que esta publicación no sea demasiado ñoña y triste, también quiero hablar sobre algo con lo que me he topado después de treinta años. Algo que en lugar de buenos recuerdos me despierta agobios y sudores y aun así he guardado (¿por masoquismo? ¿porque soy tonta?): los apuntes de la carrera.

El motivo por el que aún los conservo no lo tengo claro. Lo de quedármelos por si acaso los necesitaba más adelante se ha demostrado que no tenía ningún fundamento. Y no porque no haya tenido que consultar conceptos supuestamente aprendidos durante mi formación universitaria, pero en esas ocasiones me he ido a buscar en los libros de texto o, desde hace unos años, directamente en internet.

Ayer me puse a ojear el mogollón de carpetas que tenía guardadas en el altillo de un armario. Al igual que me pasó con la cristalería de la vitrina, las lágrimas acudieron a mis ojos, pero de la angustia que sentí al recordar lo mal que lo pasé para examinarme de todo eso. Al contrario que me ocurrió cuando lo de las copas de mi niñez, no decidí guardar nada. A la basura ha ido todo.

Me he quitado un buen peso de encima, treinta kilos concretamente. Para que luego digan que el saber no ocupa lugar. ¿Cómo que no? Ocupa y pesa. Sudando llegamos al contenedor del papel mi marido y yo con las dichosas carpetas a cuestas.

Pero, apuntes aparte, hay otras cosas que no sé si guardar o no, primero porque no tengo espacio donde almacenarlas y segundo porque no sé hasta qué punto es necesario eso para recordar. ¿Confiamos demasiado en esos objetos y no nos fiamos de nuestra propia capacidad de rememorar?

¿Realmente necesitamos objetos para recordar igual que las fotos nos impiden que los rostros de quienes ya no están se desdibujen?

Desde luego, en el caso de los apuntes, no tengo ninguna necesidad de acordarme del capullo de Galénica que me tuvo todo un verano estudiando su asignatura, o del de Botánica que me las hizo pasar canutas en el examen oral donde me preguntó lo que no está escrito (literalmente, porque me hizo preguntas sobre temas que no habíamos dado, el muy cabr**).

Es complicada la gestión de la memoria y la añoranza. Ahora mismo ciertos recuerdos alegres son agridulces porque la ausencia es dolorosa aún. Pero confío en ese gran aliado que todo lo pone en su adecuado lugar: el tiempo. Aunque, también, me da miedo que ese tiempo, según vaya transcurriendo, me distorsione sucesos importantes.

A pesar de todo lo expuesto, estoy con Gabriela Mistral cuando dijo «Recordar un buen momento es sentirse feliz de nuevo». Sí, está bien recordar los buenos momentos. En cambio, los malos mejor no, porque ver los apuntes de Botánica me ha puesto de una mala leche...

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17 de diciembre de 2023

Malas vibraciones

 


¿Qué te pasa, Lola? Llevas toda la mañana de aquí para allá, hecha un manojo de nervios.

No sé… estoy inquieta, hay algo… raro que flota en el ambiente. Tengo un mal pálpito.

Ya estamos. Sabes que esos estados de ansiedad anímica son fluctuantes y no debes hacerlos caso.

Mira, Manolo, no me vengas con la palabrería del psiquiatra, que me la sé de memoria, pero ese tarugo no tiene ni idea de cómo soy yo, por mucho que me repita que me conoce.

Mujer, después de quince años tratándote… algo sí que te debe de conocer.

No me conoce en absoluto. Llevo casada contigo veinte y tampoco sabes entenderme así que…

Venga, tranquilízate. ¿Por qué dices que tienes un mal pálpito?

No sé. Es como si algo en mi interior se agitara, como una vibración.

¿Una vibración?

Sí, empezó anoche, en el baño.

¡Lola! ¿Pero qué haces tú en el baño para que vibres? Oye, no estarás usando un aparatito como ese que le pillé a la niña.

Manolo empezó a sudar copiosamente según recordaba aquel incidente ocurrido meses atrás cuando, buscando en la habitación de su hija un cargador para el móvil se encontró con un consolador.

Si no fisgonearas donde no debes, te habrías ahorrado el mal rato replicó su mujer sonriendo porque aún se acordaba de la escena.

Lola podía recordarlo como si hubiera ocurrido el día anterior. Su marido con un vibrador en la mano preguntando a su hija qué era aquello y ella diciendo, con algo de apuro en el rostro, que era un monote de la clase de urología de la facultad de Medicina donde estudiaba. Al principio, el muy pavo se lo creyó, pero cuando fue a dejarlo donde lo había encontrado le dio al interruptor y aquello se puso a moverse. Lola no pudo evitar soltar una carcajada cuando se reprodujo, de nuevo, la cara de su esposo y cómo su hija le quitaba el artilugio de la manos para guardarlo en un cajón.

No te rías, Lola, y contéstame. ¿Has estado usando una cosa de esas?

Lola siguió riéndose y Manolo empezó a mosquearse. Cuando consiguió serenarse, su mujer le siguió explicando su malestar, pues, recuerdos aparte, lo cierto es que no se encontraba bien.

No, Manolo, no, No he utilizado ningún vibrador. Cuando hablo de vibraciones me refiero a algo… interior.

Bueno, según me han dicho, esa… cosa os la metéis por… el interior replicó su marido con un escalofrío.

Lola no pudo evitar reírse de nuevo, a pesar de que estaba preocupada, pero es que su marido a veces parecía un troglodita de lo simple que podía llegar a ser.

¡Que no! Que lo que yo siento es diferente. Noto como si todo a mi alrededor vibrara, como si el entorno estuviera preparado para atacarme o algo así.

¿Te estás tomando las pastillas que te recetó el doctor?

Mira, contigo es imposible hablar. Cuando algo no te cuadra, ya sales con que no me estoy tomando la medicación.

Es que sabes que si no sigues las indicaciones del médico luego vienen los problemas…

¡Que no me des más la tabarra!

Lola, se fue indignada hacia el balcón de la casa que daba a un fértil valle de la isla en la que vivía desde hacía más de cuarenta años. A los pies de pequeños cráteres que festoneaban la cordillera volcánica, cultivos de plátanos, aguacates y vides verdeaban una llanura que acababa abruptamente en acantilados de piedra negra junto al mar.

De repente, una sacudida hizo vibrar el edificio.

¿Lo has notado, Manolo?

¿El qué?

¡La vibración!

¡Qué pesada estás! Habrá sido algún camión que ha pasado por la carretera, algunos hacen mucho ruido y retiembla todo. Deja de ver amenazas por todas partes, Lola. O vete al médico a que te suba la dosis.

Manolo se fue enfurruñado al comedor y se puso la televisión. En ese momento, las imágenes que aparecieron en el noticiario hicieron que diera un brinco en el sillón.

¡Lola! ¡Loooooola! ¡Corre! ¡Ven! ¡Salimos en la tele!

Lola entró desde el balcón para mirar lo que su marido le señalaba.

Una mujer con un micrófono en la mano conectaba con los estudios centrales desde donde se emitía el informativo. La periodista aparecía rodeada de plataneras y cultivos de aguacate, al fondo se veía nítidamente la casa de Manolo y Lola.

Buenas tardes decía la reportera micrófono en ristre. Desde ayer se han detectado múltiples seísmos en toda la isla de La Palma. Los expertos sospechan que pueda ser indicativo de que una erupción volcánica se esté gestando.

¿Lo ves, Manolo? ¡Las vibraciones! Ya te dije que algo se estaba preparando, algo malo.

¡Sí, claro! ¿Una erupción volcánica? Esta tía señaló a la periodista está igual de chalada que tú. ¡Cómo les gusta alarmar!

Manolo, vivimos en una zona volcánica. La alarma tiene fundamento.

Sí, ya lo sé. ¿Pero un volcán? Saldrá algo de humo por algún cráter de los que hay por aquí y ya está. Que no estamos en el Jurásico, mujer.

Yo lo noto, Manolo. Hay vibraciones, hay…

¡Basta ya! Que aquí no va a pasar nada, te lo digo yo. Me voy al bar de Tino, a tomar unos chatos con mis compadres, a ver si me alejo de tanta histérica.

Manolo abrió la puerta de la calle y salió mientras con una sonrisa cínica dijo mirando hacia el perfil de cráteres que en la lejanía se veían desde su casa:

¡Erupción volcánica! ¡Venga ya! ¡Qué tontería!

 

 


NOTA: Este relato es un ejercicio para el taller de escritura del Colectivo Bremen. En esta ocasión el tema era "vibraciones" y esto es lo que me ha salido.





6 de diciembre de 2023

Mujer tenías que ser (y II)

 

Demostrando la inteligencia y el buen hacer del que hacía gala, los pronósticos de Orellana se cumplieron y al tercer día ninguna mujer salió a la orilla a acribillarlos con dardos. Por fin pudieron desembarcar en un pequeño remanso que el grandioso río procuraba para reabastecerse de agua y alimentos. En esta ocasión la provisión se realizó sin sobresaltos y sin lamentar ninguna baja. Ya era hora.


Un mes después de abandonar el país de las amazonas, un sonido como de truenos se oyó en la lejanía.

—¿Sabéis a qué se debe ese estruendo, don Juan? —preguntó Orellana al piloto.

—Cabría pensar que es tormenta, pero el cielo está despejado y el aire calmo. Mas es alarmante. Anoche ya se empezaba a oír muy tenuemente y a cada hora que pasa se nota más intenso, aunque aún lejano. La tropa está empezando a murmurar.

Durante el resto del día el ruido subió de intensidad sin que nada en el entorno diera idea de qué podía ser. A la mañana siguiente era más que notable y todos a bordo estaban nerviosos, por la noche casi nadie había podido descansar por culpa del sonido que se presentía como una nueva amenaza.

Grupos de soldados se mostraban agitados en la cubierta.

—¡Es el fin del mundo! —gritó uno de ellos.

—¡No seas agorero!

—Fray Gaspar dice que donde el mundo acaba hay una gran catarata y se abre un abismo infinito. Ese rumor que se oye es el sonido de las aguas al caer por el precipicio. ¡Virgen Santísima, ayúdanos!

Los demás comenzaron a alzar la voz y uno de los oficiales tuvo que emplearse a fondo para mantener el orden.

Orellana se fue en busca del dominico.

—Páter, en lugar de alborotar la mente de la tropa con historias del fin del mundo, os podríais dedicar a rezar —le espetó el capitán muy enfadado—. Mis esfuerzos me cuesta mantener la disciplina para que luego vos me agitéis el gallinero.

—Este río tan grande acabará en algún lugar y tan enorme es que su fin debe ser el infierno* —espetó el fraile con los ojos desorbitados.

—Este río acabará donde lo hacen los demás: o en otro río o en el mar.

—Todas las cosas marchan a su fin, y estas aguas deformes van a llevarnos al final de todas las cosas* —porfió el dominico haciendo la señal de la cruz. 

Orellana abandonó al fraile con un gesto de fastidio y se dirigió a donde estaba el piloto.

—¿Cómo va el gobierno de la nave? ¿Creéis que está próxima una catarata?

—No sabría deciros. Lo cierto es que desde que se oye ese ruido el río se presenta más tranquilo. En estas tierras abandonadas de Dios todo es extraño y creo que mis conocimientos de navegar sirven de bien poco.

—No habléis así, señor de Alcántara. La destreza que poseéis ha sido fundamental para mantenernos a todos con vida. Las tormentas que nos han azotado en estos ocho meses de navegación habrían dado con nuestros huesos en el fondo del limo si no fuera por vuestra pericia con el timón.

—A fe mía, que más parece cosa de milagro que el resultado de mis conocimientos porque solo la intercesión de algún santo explica que este barco siga navegando. Tristes aparejos los que llevamos, capitán. Utilizar mantas como velamen… es una situación lamentable.

—Pero seguimos vivos —porfió Orellana mirando hacia proa.

—Cabe la posibilidad de que nos enfrentemos a un desnivel del río que acabe con el barco y con nosotros y, sin embargo, a vos os veo muy tranquilo. Admiro vuestro valor y dignidad, capitán.

—No es valentía, don Juan. Es confianza en Wayana.

—¿Quién? ¿El indio con el que… fingís que parlamentáis? —preguntó Juan de Alcántara con una sonrisa cínica— ¿Qué os ha dicho esta vez?

Orellana fue a rebatir las últimas palabras de su piloto, pero era tanta la confianza que tenía con él que decidió rendirse ante la perspicacia del marino.

—No, no me ha dicho nada. Y aunque lo hubiera hecho de nada serviría —los dos hombres rieron—. Pero, aunque no entiendo sus palabras, sí comprendo sus gestos. Es su actitud la que me da confianza, don Juan.

—No os comprendo, capitán.

—Está tranquilo. Se pone nervioso cuando algún soldado lleva un arcabuz, o cuando fray Gaspar agita el incensario —los dos volvieron a reír—, pero cuando mira hacia el río su rostro muestra serenidad: no ve signos de alarma a pesar del ruido. Sea lo que sea que nos espere ahí delante no es algo a lo que temer. Confiad en mí, señor de Alcántara. Y en Wayana. 

El piloto cabeceó en señal de asentimiento y siguió gobernando el timón.

Tres días hubo de durar el sonido, cada vez más fuerte, hasta que una espuma blanca empezó a cubrir la superficie del agua. El ruido era ya ensordecedor y la tropa estaba aterrorizada.

—¡Regresemos! 

—¡Decid al piloto que se vuelva!

—¡Virad el barco, por Dios!

—¿Y regresar al país de las amazonas? ¿Queréis volver a sufrir sus ataques? —tronó la voz de Orellana.

Todos callaron ante la disyuntiva.

—Bien mirado… mejor no. Sea lo que sea, afrontémoslo —llegó a oírse por encima del estruendo.

—Yo tampoco quiero volver a tener que enfrentarme a esas señoras.

—Ni yo. Antes me arriesgo a lo que sea que hay allí delante.

En esas estaban cuando un muro de agua en suspensión los envolvió. El barco fue zarandeado por un remolino que tan pronto les lanzaba hacia delante como los hacía retroceder. En varias ocasiones estuvieron a punto de naufragar.

—¡La catarata! ¡Nos espera la catarata del fin del mundo!

—¡Cristo de los Remedios! ¡Ampáranos! 

—¡Don Juan! ¡Saboread el agua que nos salpica! —gritó Orellana.

El piloto no entendió lo que su capitán pretendía con esa orden tan extraña, pero aun así obedeció y se pasó la lengua por la mano mojada comprobando que el agua estaba salada. 

Aquello no era ninguna catarata sino la desembocadura del río más grande del planeta que, en el choque de aguas con el océano, originaba remolinos y turbulencias.

Aun tuvieron que avanzar un buen trecho más para salir al mar. El delta era muy amplio, acorde con la magnitud del río que durante más de ocho meses estuvieron navegando.

—Creo que habéis dirigido la exploración de un río asombroso —dijo Juan de Alcántara—, y que los siglos venideros os han de reconocer ser el primero en recorrer estas aguas. No hemos encontrado canela, ni oro, pero vos tendréis la gloria.

—Y además podré contar cosas maravillosas, como esas mujeres que tantos quebrantos nos dieron. No me negaréis que fue fascinante enfrentarse a féminas tan fieras, las amazonas, con ese bello nombre, pardiez.

El piloto no contestó, se limitó a torcer el gesto. Esperaba que esa parte de la aventura se borrara lo más pronto posible de su memoria, la fiereza que admiraba su capitán a él le parecía desfachatez y aún sentía un prurito de humillación por haber tenido que rehuir el combate ante sus ataques.

—Tan solo os doy la razón en un punto. El nombre sí es bonito: Amazonas.


*Tomado de El País de la Canela, de William Ospina.


NOTAS HISTÓRICAS: 

El nombre Amazonas que se da al río más grande del mundo no era el que tuvo cuando Orellana lo recorrió. Al principio le llamaron Río Grande (viva la originalidad) y también Orellana. Dicen que lo de Amazonas viene porque Orellana, al ver esas mujeres que les atacaron, se acordó del mito griego, aunque el tramo del río donde sufrió esos ataques corresponde al río Marañón (cuando este se une al Ucayali, otro río la leche de grande, ya forman entre los dos el Amazonas).

A la desembocadura del río llegaron dos barcos y no uno como se cuenta en este relato. El segundo barco lo construyeron un poco antes del encuentro con las amazonas americanas. Lo he omitido por simplificar el cuento.

Francisco de Orellana alcanzó gloria y fama gracias a esta travesía por el Amazonas, pero antes las pasó canutas y a punto estuvo de ser ejecutado, porque al volver a Perú, de donde partió la expedición para buscar canela, estaba el rencoroso de Gonzalo Pizarro que, harto de esperar en aquella orilla la ayuda que iba a traer Orellana cuando se montó en el barco, decidió regresar por la selva a costa de muchas penalidades y muertos. Pizarro estaba con un cabreo de padre y muy señor mío y le acusó de traición. Afortunadamente, en el juicio que le montaron, nuestro explorador fluvial hizo valer sus razones y se libró. Menos mal. 

El río Amazonas fue la causa de la fama y gloria de Orellana y también su tumba. Unos años después regresó a la desembocadura para morir allí de fiebres o por una flecha envenenada (hay dos versiones) mientras buscaba ramificaciones del río o El Dorado (las dos versiones tampoco se ponen de acuerdo en esto).



29 de noviembre de 2023

Mujer tenías que ser (I)

 

¡Vive Dios que tienen puntería las malditas!

    Así juraba el capitán Orellana mientras daba órdenes a sus soldados para responder a la lluvia de dardos que desde la orilla del río les llegaba, al tiempo que le pedía al piloto que se alejara más de la ribera para evitar que les alcanzaran las flechas. Los arcabuces, que tan útiles les podrían ser estaban almacenados en la bodega pues la pólvora se les había acabado un mes atrás, al igual que la comida; aquella travesía se estaba haciendo interminable y convirtiéndose en una auténtica pesadilla.

—¿Seguro que son mujeres las que nos disparan, capitán? —preguntó Cristóbal, un soldado veinteañero—. Nunca vi a ninguna fémina asaetear con semejante destreza. En verdad, nunca vi disparar a ninguna, ni con destreza ni sin ella.

—Yo creo que son indios con la melena más luenga de lo que es habitual en ellos —terció otro soldado mientras se agachaba para esquivar una flecha que iba directa a su cabeza.

—¿Sí? ¿Eso crees? —le replicó el capitán—. Pues además de tener más luenga la cabellera también tienen pechos más crecidos de lo que se espera en un varón. ¡Son mujeres, pardiez, y buenas guerreras! ¡Señor de Alcántara, alejadnos de aquesta orilla del diablo!

    El piloto manejó con soltura el bergantín obedeciendo a su capitán y pudieron eludir, al menos por el momento, el ataque de las mujeres.

    Se encontraban en semejante tesitura desde hacía una semana.

    Al igual que Cristóbal, muchos de los ocupantes del barco no podían creer que unas hembras les tuvieran sojuzgados de aquella manera. Todos recordaron el asombro que les embargó aquel día en que divisaron por primera vez a una de ellas.

    De la espesura de la selva salió una mujer completamente desnuda, con el pelo trenzado en pequeñas coletas que se enrollaban alrededor de la cabeza y todo el cuerpo lleno de dibujos de diferentes colores. Desde la borda, la marinería comenzó a saludarla con frases procaces que se convirtieron en gritos de estupor cuando la fémina les lanzó una lanza que se clavó más de dos palmos en el cascarón del barco a pesar de estar bien separados de la orilla donde ella se encontraba. Sin darles tiempo a reponerse del sobresalto, más mujeres aparecieron también disparando sus lanzas de las cuales una pasó a un palmo de la cara del propio capitán.

    Desde ese día los ataques no habían cesado y la moral decrecida y el cansancio estaban haciendo mella en todos. De todos los sufrimientos que en esa expedición estaban pasando este era el peor y el más humillante: ¡unas mujeres!, ¡por todos los Santos!

—Son las amazonas —explicó fray Gaspar de Carvajal, el dominico que iba a bordo del bergantín y que se encargaba de registrar la crónica del viaje—. Fueron las enemigas de Aquiles en la guerra de Troya.

—¿Y desde Troya se han venido hasta aquí?

—Cuentan que en sus ciudades solo hay mujeres —prosiguió el fraile haciendo caso omiso del comentario del piloto—, cuando quieren procrear raptan a hombres de los pueblos vecinos, y una vez satisfechos su deseo y su objetivo, los sacrifican, al igual que el fruto de esos encuentros si son varones. Tan solo se quedan con las niñas para criarlas a su semejanza y con sus mismas destrezas.

—Solo unos salvajes podrían aceptar un comportamiento tan insolente y contra natura. ¿Dónde se ha visto un lugar solo habitado por mujeres en el que los hombres simplemente sirven para sembrar su semilla? —exclamó un arcabucero que en la cubierta asistía a la plática del dominico— En la hoguera habían de arder todas. ¡Voto a Cristo!

—Hemos visto cosas excepcionales, pero aquesta es la más extraordinaria —añadió el capitán Orellana con un punto de admiración.

—Y la más sacrílega —insistió el arcabucero.

    El capitán nada añadió y se retiró a sus aposentos para reflexionar sobre cómo afrontar esta parte de un viaje que cada vez se complicaba más y más.

    En la soledad de su camarote Francisco de Orellana hizo recuento de cómo habían llegado todos a esa situación.

    Encontrar el País de la Canela, el objetivo de aquella expedición, había resultado una quimera más de las muchas que en el Nuevo Mundo se perseguían. Después de varios meses de vagar por la selva, los árboles de canela que pudieron hallar apenas eran un centenar, nada que se pudiera aprovechar como explotación de riqueza. Además, la pérdida de hombres había sido altísima, aunque fue mucho más alta entre los indígenas. Orellana recordó con un escalofrío cómo el jefe de la expedición, el más pequeño de los hermanos Pizarro, en un alarde de crueldad suprema y muy acorde al talante de sus otros hermanos, decidió masacrar a todos los indios entre guías, intérpretes y porteadores, más de mil, en venganza por no haber encontrado el maldito País de la Canela.

    Una vez que todos supieron que ese país de ensueño no existía, o al menos no se encontraba por esos lares, decidieron volver, pero la falta de alimentos y las malas condiciones de la mayoría de los supervivientes hacían que el regreso fuera poco factible. Fue entonces cuando Gonzalo Pizarro decidió construir un barco para intentar avanzar más rápido por el río que se encontraron. El propio Orellana se ofreció a ir en esa nave inestable y construida de manera tosca para buscar alimentos mientras la mayoría de los hombres, con Pizarro a la cabeza, se quedaban en la orilla a esperar la ayuda. Sin embargo, el río por el que navegaban recibía el agua de otros también muy caudalosos, de tal manera que en unos pocos días la fuerza del agua era tanta que hacía imposible volver atrás.

—Volver significa muerte segura —dijo Orellana a sus hombres cuando se planteó la cuestión—; regresar en esta nao es lo mismo que naufragar sin remedio. Tan solo tenemos una opción: seguir adelante*.

    Al mismo ritmo que el caudal del río crecía, crecieron las penalidades. Indios cada vez más belicosos los acosaban desde la orilla día y noche haciendo muy difícil proveerse de agua y alimento pues cada vez que desembarcaban el precio era la vida de dos o tres hombres asaeteados por los indígenas.

    Y ya, para rematar, después de seis meses de navegar por ese río interminable, el acoso de estas mujeres guerreras con una ferocidad inusitada en alguien de su sexo.

    Con la preocupación pintada en el rostro, el capitán se dispuso a pasar la noche rezando para que el barco abandonara lo más pronto posible el territorio de las amazonas.

    Al día siguiente, Orellana comprobó que sus rezos de poco habían valido pues las indias estaban de nuevo lanzando flechas y lanzas contra el barco.

—Capitán, se nos está acabando el agua. Necesitamos desembarcar —le urgió uno de los oficiales.

—Pues ya me diréis cómo. Esas brujas no paran de disparar. ¡Vive Dios! ¿Es que no se cansan nunca? Traedme a ese indio que viaja con nosotros desde hace dos semanas. He de parlamentar con él.

    El oficial fue en busca del indígena al que hacía alusión su capitán. Se trataba de un varón al que pillaron desprevenido mientras pescaba tranquilamente en la orilla. Orellana, conocedor de varios dialectos indígenas solía procurarse la compañía (el eufemismo que él mismo utilizaba para referirse a capturar) de habitantes de las zonas por las que pasaban para obtener información.

    Un individuo bajo pero fornido, con el pelo rapado a la altura de las orejas y con la nariz atravesada por un fino hueso, apareció ante el capitán.

—Wayana, tienes que ayudarnos —le dijo Orellana al recién llegado para, acto seguido, seguir hablando en una lengua desconocida para los demás.

    Durante un buen rato, el español y el indio anduvieron intercambiando frases que nadie más entendió.

—Dice Wayana que el país de estas mujeres, al que rinden pleitesía todos los poblados en muchas leguas a la redonda, se acaba en un día, a lo sumo dos. No hay que dejar lugar a la desesperación, tened un poco más de paciencia —tradujo Orellana a la tripulación una vez terminado el parlamento con el indio—. Así que aguantad un poco más y nos zafaremos de estos demonios encarnados en mujer.

    Nadie de los presentes objetó la orden de su capitán, pero varios de los soldados se miraron entre sí con la duda en los ojos.

—¿No crees que el capitán sabe demasiadas lenguas? —dijo Cristóbal a uno de sus compañeros.

—Es hombre culto y letrado.

—Ya, eso sí, pero… no sé, me da que la mayor de las veces se inventa lo que traduce. En La Española he visto cómo trabajan los intérpretes y siempre es dificultoso el pasar de una lengua a otra, siempre se traban, o dudan antes de decir muchas de las palabras, pero el capitán… lo dice todo de corrido.

—Ya te he dicho que es un hombre leído y muy listo —le contestó el compañero dándose la vuelta y zanjando el tema.

    Cristóbal no andaba errado con su apreciación. Francisco de Orellana era bueno aprendiendo lenguas y siempre le fue muy útil, así conseguía entenderse con los indígenas y obtenía informaciones muy valiosas, pero era cierto que estaban recorriendo tierras muy alejadas de las que él conocía y el habla de sus gentes en nada se parecía a los idiomas que él, más o menos, podía entender.

    Aunque el compadre de Cristóbal también tenía razón: Orellana era muy listo. Y también buen capitán. Sabía cuán importante es tranquilizar a la tropa y evitar que el pánico se propague. No había entendido ni una palabra de lo que el indio Wayana le había dicho, pero disimuló y se inventó que pronto saldrían de la zona de las amazonas para que no cundiera el desánimo ni hubiera altercados. Ahora solo esperaba que lo que había hecho pasar por una información de su invitado se hiciera realidad. En algún momento debería de acabarse el país de las amazonas. Y si no era así, ya podían todos encomendar sus almas a Dios.

CONTINUARÁ…







13 de noviembre de 2023

El cuento de nunca acabar

 


Iván estaba eufórico. Por fin había terminado de escribir y corregir el artículo que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.

Repasar las cinco tablas con más de cien datos con sus desviaciones estándar y sus correlaciones estadísticas le llevó más de una semana. Adaptar la sintaxis a las exigencias de la revista donde iba a mandar el trabajo fue un auténtico martirio. «¿Qué más dará si la ‘p’ de la significación va en cursiva o no?» se preguntaba cada vez que corregía una de esas letras que no estaba bien según las normas de la editorial. Cuadrar los pies de las gráficas, elegir los tonos de grises adecuados para que se visualizaran bien (si los ponía en color era más caro publicar), adecuar el formato numérico al sistema anglosajón (los decimales se separan con puntos, no con comas) y muchas más pijotadas le mantuvieron entretenido (y cabreado) durante semanas.

A Iván esta parte de la labor científica le era muy desagradable y engorrosa. Lo que realmente le gustaba era investigar; poner unas letras en cursiva, cambiar algunas comas por puntos o elegir una buena trama como fondo de un gráfico no tenía nada que ver con la investigación, pero si uno no publica lo que hace, no existe, no es nadie, es menos que nadie: está muerto científicamente e Iván quería vivir en la Ciencia. Por lo tanto, este era un trámite a seguir, un efecto colateral en la investigación.

Conseguir la financiación para pagar los tres mil euros del ala que cobraría la editorial si accedía a publicar el manuscrito también había supuesto un esfuerzo titánico, pero tras arrastrarse por varios despachos, incluido el de la decana de Farmacia, tenía asegurada la pasta gracias a un presupuesto extra salido de no sabía muy bien dónde.

Pero, al fin, el artículo estaba finiquitado. «Se acabó» dijo Iván con una sonrisa de satisfacción en el rostro y entrando en la web de la revista para colgar el texto y así finalizar el último trámite.

Nada más poner su apodo y la clave de acceso, un mensaje saltó en la pantalla del ordenador:

«Usuario y contraseña no coinciden. Por favor, vuelva a intentarlo.» Envió un email solicitando una nueva clave y tras recibirla, se dispuso a emplearla para entrar en la web. Aunque el proceso fue automático y casi instantáneo, eso ya le llevó unos diez minutos.

Una vez en la plataforma de la revista, comenzó a introducir los datos previos para colgar su manuscrito.

Datos y filiación de los autores: como en el trabajo participaban siete compañeros pertenecientes a varios departamentos de la universidad, introducir todos los nombres con sus respectivos cargos y lugares de investigación supuso un buen lapso.

Sugerencias de revisores: este apartado suscitaba sentimientos encontrados en Iván. Sabía que esos verificadores que iban a corregir (y generalmente, a masacrar) su trabajo debían ser especialistas en el área de investigación sobre la que versaba el artículo, pero siempre que tenía que rellenar esa parte del cuestionario, pensaba en poner a su madre, a su abuela y a su tía Matilde, un trío de mujeres a las que todo lo que él hacía siempre les parecía que estaba requetebién. Rellenar con el nombre, filiación, correo electrónico, área de trabajo y motivos por los que se proponían dichas sugerencias también requirió una buena porción de tiempo. «No sé para qué preguntan esto, si al final ponen a los que ellos les da la gana» se dijo al tiempo que pulsaba «Enter» tras introducir el último dato.

Aún hubo de proporcionar otra serie de referencias más donde tan solo le faltó informar acerca del número de zapato que calzaba o la regularidad con la que iba al baño.

Una vez añadidos los datos requeridos se preparó para subir a la web el trabajo en sí mismo. Primero fueron las tablas. Una a una, seleccionó todas, teniendo especial cuidado en no repetir o en saltarse alguna. Tras repasar concienzudamente que todos los ficheros estaban bien, le dio a la pestaña de «Upload» y el sistema respondió con un cuadro de texto donde se leía «Error». Refrescó la pantalla y todos los ficheros que tan cuidadosamente había elegido se borraron. «No pasa nada» se dijo Iván al tiempo que se pasaba una mano por la cara, «Habré dado a la tecla mal. Vuelvo a cargar».

Repitió la operación, esta vez aún más despacio, por lo de no dar a la tecla equivocada, y tras volver a darle a la pestaña de «Upload» el mismo mensaje de «Error» apareció borrando igualmente los ficheros elegidos. En esta ocasión Iván empezó a impacientarse mirando el reloj que le informaba que ya llevaba con el último trámite más de una hora y cuarto.

Tras intentar subir las dichosas tablas tres veces más con idénticos resultados, decidió pedir ayuda. Varios compañeros le ofrecieron tomarse un café con ellos, aunque para lo de las tablas no le dieron solución. Sin saber muy bien qué hacer, se fijó que, en la pantalla donde debía cargar los ficheros, en una esquina y con una letra pequeñísima había un mensaje que avisaba que los archivos a subir debían estar en formato TIFF. «Anda, coño. Yo las estaba subiendo en JPG.»

Una vez superado el escollo de las tablas, pasó a subir las gráficas. En esta ocasión, y ya escaldado con la experiencia previa, convirtió todas las imágenes, que también estaban en JPG, a TIFF. Una vez cargadas le dio a «Upload» y nuevamente el maldito mensaje de «Error» volvió a aparecer. Tras dos intentos más y casi repitiendo los mismos pasos dados con las tablas, pudo comprobar que los gráficos debían cargarse en formato JPG y no en TIFF.  

Cuando ya estaba seguro de haber subido todo lo que tenía que subir, se percató de que uno de los gráficos estaba repetido. «Menos mal que me he dado cuenta» pensó ufano Iván. Señaló el gráfico doble y le dio a la pestaña de «Remove», pero el sistema se vino arriba y le removió todos los ficheros, los gráficos y las tablas también.

Jurando en arameo Iván empezó a ponerse de muy mal humor. Se había sentado al ordenador pensando en acabar el trabajo, llevaba más de dos horas y eso no estaba acabando ni mucho menos.

Decidió tomarse ese café (descafeinado) ofrecido con sus compañeros por relajarse y por ver si se le iba la mala leche que le estaba carcomiendo las entrañas.

Media hora después volvía a cargar otra vez los archivos necesarios, poniendo especial cuidado en no repetir ninguno y que cada fichero estuviera en el formato adecuado. Cuando ya iba a dar a la pestaña de «Submission» recordó algo: «Porras, no he puesto la cover letter». Anduvo un buen rato explorando por las decenas de carpetas de su portátil hasta que encontró un modelo tipo. Rellenarlo con los datos de la editorial y del artículo a presentar también le supuso unos cuantos minutos. Cuando ya la tuvo confeccionada fue a introducirla en la web, pero en la pantalla aparecía un mensaje encuadrado en rojo: «Time out».

«¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!» gritó un desquiciado Iván. Varios colegas se acercaron a su mesa de trabajo para ver qué le pasaba, cuando averiguaron el motivo de su furia la mayoría se encogió de hombros y regresó a sus quehaceres. Tan solo Lucía, la becaria, se quedó un rato más a consolarlo, pero finalmente también se marchó.

En soledad y con los nervios a flor de piel, Iván comenzó de nuevo a poner todos los datos. En esta ocasión, y dado que ya estaba avisado de los formatos, tardó algo menos. Una vez cumplimentado todo, y en el tiempo estipulado por la web, le dio a la bien deseada pestaña de «Submission».

La pantalla se quedó en blanco, ningún mensaje apareció. «¿Se habrá cargado todo bien?» se preguntó Iván mientras se mordía las uñas.

Pasaron varios minutos y la pantalla seguía en blanco. «¿Se habrá cargado algo bien?» se preguntó esta vez. «¿Se habrá cargado algo?» se volvió a preguntar al borde del pánico pues el sistema no parecía reaccionar. «¿Me habré quedado sin conexión a internet y estoy haciendo el panoli mirando la pantalla?»

Tras unos minutos más, apareció un reloj de arena indicando que, al menos, sí tenía conexión a la red. En unos segundos un nuevo mensaje en inglés apareció: «El navegador empleado es incompatible con nuestra plataforma. Por favor, inténtelo de nuevo con otro explorador. Gracias.»

 


 

 

 


4 de noviembre de 2023

En busca de El Dorado perdido

 


Toma 1 ¡Acción!

1538. País de los Chachapoyas (Amazonía de Perú). Dos hombres vestidos con armadura y morrión, uno de ellos porta un arcabuz al hombro mientras que el otro lleva una espada al cinto, los dos contemplan cómo varios carpinteros están construyendo una barca.

—Don Alonso, ¿no va siendo hora de darnos por vencidos? —dice el hombre del arcabuz—. Aquí ni hay oro ni piedras preciosas, tan solo mosquitos como perdices e indios beligerantes.

—A fe mía que hemos de seguir mientras las fuerzas no nos falten. ¡Vive Dios!

—Estoy de esos chachapoyas… hasta el final de su nombre, en mala hora vinimos aquí, don Alonso.

—No blasfemes, Gonzalo. En cuanto crucemos este vasto río, hallaremos la laguna repleta de oro.

Los dos hombres se giran tras oír gritos. Un hombre con un papel en la mano se acerca al de la espada.

—Señor Alvarado, que los chapachollas, esto… los chanasollas, no, los… Que los indios poyas de San Juan de la Frontera se han amotinado. Se nos ordena que abandonemos la búsqueda y regresemos.

—¡Voto a Cristo! Suspendemos la expedición a El Dorado.

 

Toma 2. ¡Acción!

1540. Bogotá. Palacio del gobernador. En una espaciosa sala un hombre asiste de pie a la perorata de otro hombre que está sentado tras una enorme mesa de madera.

—¿Me estáis diciendo que después de sacrificar a los caballos para alimentar a la tropa y después de perder a la mitad de vuestros hombres, volvéis sin saber dónde está El Dorado? ¡Maldita sea vuestra estampa, don Hernán Pérez de Quesada!

 

Toma 3. ¡Acción!

1546. Desembocadura del Río Grande (actual Amazonas). Dos hombres observan a un enfermo postrado en un catre instalado en una tienda entre palmas.

—¿Desde cuándo está así?

—Las fiebres le atacaron hace dos semanas, pero esta noche ha sido la peor. No creo que sobreviva, don Luis. Ni las tisanas ni los ungüentos le están haciendo efecto

—¡Maldito El Dorado! Después de tantos logros, después de descubrir este grande río, después de pelear ferozmente contra los indios, acabar así por buscar una quimera.

—Y no se olvide vuecencia de las indias.

—¿Qué?

—Que ha parlado sobre las luchas de los indios, pero las indias de aqueste lugar no son menos fieras peleando. Nuestro capitán —señala al hombre postrado— las llamó amazonas, porque le recordaban a unas mujeres antiguas que guerreaban igual de bien.

—Yo tampoco creo que vea el día de mañana —replica el otro haciendo caso omiso del comentario—. Llamad al capellán para que le dé los Santos Óleos a don Francisco de Orellana.

 

Toma 4. ¡Acción!

1561. Barquisimeto (Venezuela). Tres hombres ensangrentados discuten frente al cadáver de otro que yace a sus pies con múltiples cuchilladas.

—¡Se acabó la discusión! Ni al Perú ni a El Dorado, yo me vuelvo a mi pueblo del que nunca debí salir —dice uno de los hombres limpiando una daga en la manga de su camisa.

—¡Cómo vas a volver! —replica otro de los hombres al que le falta un ojo—. Ahora somos prófugos de la justicia. Si ya teníamos difícil el explicar la muerte de don Pedro de Ursúa y la de don Fernando de Guzmán, esta —señala el cadáver— nos manda derechitos al cadalso.

—¡Cuidado, Cosme! No te confundas. De la muerte de don Pedro es responsable quien ahora acabamos de mandar al infierno. ¡Hideputa Lope de Aguirre! —exclama dándole una patada al cadáver—. Nuestra situación es por culpa de él —lo vuelve a patear—. Nos engañó con promesas vanas. Que si íbamos a ser los reyes del Perú, que si le íbamos a hacer sombra al propio Felipe II… en mala hora le seguimos, por su culpa nos encontramos así.

—Puede que en el asesinato de don Pedro nosotros no tengamos parte, pero en el de don Fernando… —interviene el tercer hombre que había permanecido en silencio.

—Porque quería abandonar la conquista del Perú para nosotros y regresar a buscar El Dorado, ese lugar del que los indios nos hablan pero que nadie ha visto aún. A fe mía que nos están burlando estos indígenas.

—¿Y todas la muertes que se han dado después? —porfía Cosme— Porque fue darle matarile a don Fernando y ha sido un sin parar, las cuchilladas y los estrangulamientos eran casi diarios; apenas quedamos unos pocos de toda la expedición.

—Por eso mismo debíamos hacer esto —señala el cadáver con la daga ya limpia—. Había que ponerle fin. Nos volvemos o nos quedamos, pero El Dorado que lo busque otro.

 

Toma 5. ¡Acción!

1569. Cumaná (Venezuela). Dos hombres rezan ante una tumba improvisada entre dos palmeras.

—Señor, te encomendamos el alma de tu siervo Diego Hernández Serpa para que lo acojas en tu seno. Amén.

—Es hora de partir, Fernán, antes de que los indios aparezcan y rematen lo que no consiguieron ayer.

—Si no hubiera tantos desertores podríamos haberlos hecho frente y aniquilarlos.

—Esta expedición no tiene ningún sentido, buscamos una leyenda.

—Pero los dos capitanes que fueron en avanzadilla vieron una aldea con pepitas y piezas labradas en oro.

—Puede, mas no portaron con ellos nada que lo probara, además, ahora están bajo tierra como nuestro gobernador. Vámonos, aquí no hay nada de valía.

 

Toma 6. ¡Acción!

1573. San Juan de los Llanos (Venezuela). Dos hombres están sentados a la sombra de una ceiba, tienen picaduras en el rostro y manos, sus vestimentas están desgarradas y sucias.

—Mejor nos volvemos, señor Jiménez de Quesada. Regresemos a Bogotá, olvidaos de El Dorado y disfrutad de vuestro título de marqués que aquí estamos de más.

 

Toma 7. ¡Acción!

1574. En algún lugar entre el actual río Amazonas y el Orinoco. Una llanura está cubierta de cadáveres. Un grupo de indios caribes observan la matanza.

—Bueno. Un problema menos —dice uno de los indios—. Mira que llevamos ya muertos unos cuantos y siguen viniendo. Desde luego, son valientes.

—O tercos —añade otro.

—O idiotas —dice otro más.

—Son avariciosos. La obsesión por el oro les nubla la mente —añade una mujer—. Jefe, ¿qué hacemos con el único superviviente?

—Tómalo cautivo para que dentro de unos años les cuente a los suyos lo que aquí pasó. Que sepan que buscar oro les trae la muerte como se acerquen por nuestros dominios.

 

Toma 8. ¡Acción!

1596. Santo Tomé de Guayana (Venezuela). Un hombre joven está sentado junto al lecho de un hombre anciano semiinconsciente. Algo más retirado, otro hombre los acompaña de pie.

—He llegado tarde, padre, perdonadme, pero no pude reunir toda la ayuda que me demandasteis con la celeridad que el asunto requería —dice el hombre joven al yaciente.

—Creo que ya no es capaz de escucharos, don Fernando. El señor De Berrío está a punto de encontrarse con el Hacedor —dice el hombre que está de pie.

—¡Mal rayo parta a El Dorado y a quienes alientan leyendas y cuentos de viejas! Mi padre va a entregar su vida por perseguir un ensueño. ¡Cuántos años desperdiciados!

—Las penalidades de todas las expediciones hechas le han pasado cuenta. Fiebres, hambre, ver morir a sus hombres, el ataque del pirata Raleigh y los meses que estuvo preso de esos corsarios… Son muchos sinsabores. Harto ha soportado.

—Al menos ahora descansará en paz. Pero yo he de seguir con su búsqueda.

—Acabáis de decir que es una quimera.

—Mi linaje me obliga a continuar con el legado de mi padre.

 

Toma 9. ¡Acción!

1652. Laguna de Guatavita (Colombia). Dos hombres observan cómo multitud de operarios intentan quebrar la ladera de un cerro aledaño a un gran lago.

—Señor, ¿en verdad creéis que vamos a desecar toda esta agua? —dice el hombre más joven.

—Es aquí donde los eruditos ubican El Dorado.

—Pero eso es una fábula, señor, y perdonad mi franqueza. No hay más riquezas que las que ya se han encontrado.

—Aquí se celebraba una ceremonia en la que cada nuevo cacique de Guatavita se cubría con oro y se bañaba en la laguna al tiempo que sus súbditos arrojaban al agua esmeraldas y objetos de oro. El fondo de esta laguna debe de estar repleto de tesoros, Rodrigo.

—No sé, señor Sepúlveda, pero mucha agua junta veo yo para hacer que se escape por aquella brecha que intentan abrir.

—Ten fe, Rodrigo, ten fe. El tesón es la base del éxito.

—Os doy la razón a medias: tesón no nos falta, pero éxito...

 

Toma 10. ¡Acción!

1971. Selva peruana. Un hombre está sentado en una silla de tijera, en la mano tiene un megáfono, a su lado otro hombre lleva en las manos un libreto. Varios hombres y mujeres trajinan alrededor de ellos entre cámaras y focos.

—¡Coooorten! —grita el del megáfono—. Este guion es una mierda. Así no vamos a ningún lado.

—Werner, tu idea de hacer una película sobre aventureros en busca de El Dorado es muy difusa. Hubo tantos que es difícil centrarse.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Nos basamos en una sola expedición. Me gusta mucho esa que tiene tantos asesinatos, eso da juego. ¿Cuál era? —se rasca la frente— ¡Ah! ¡Sí! La que habla de un tal Lope de Aguirre. Esa es la que vamos a utilizar, ya tengo en mente a quien hará el papel del sanguinario ese: Klaus Kinski encarnará muy bien el personaje.

—¡Genial! ¿Y el título? ¿Seguimos con el de ahora, «En busca de El Dorado perdido»?

—No. Mejor: «Aguirre, la ira de Dios». Seguro que es un taquillazo.

 


 

 

28 de octubre de 2023

En defensa de mi generación

 


Con esta manía de etiquetar todo se le pone nombres raros a situaciones o temas que hace años se llamaban de una manera más simple.

Ciclogénesis explosiva, tren convectivo o bomba meteorológica son expresiones que se emplean ahora para denominar a lo que antes se llamaba temporal, tormenta o simplemente, mal tiempo.

También se les ha puesto nombre a las generaciones. Según en qué intervalo de años se haya nacido se pertenece a una generación concreta con su particular nombre.

Si naciste entre 1930 y 1948, eres uno de los «niños de la Posguerra», si el nacimiento fue entre 1949 y 1968, eres un «Baby Boomer», entre 1969 y 1980 se pertenece a la «Generación X», los «Millenials» nacieron entre 1981 y 1993, los nacidos entre 1994 y 2010 son de la «Generación Z», etcétera.

Me voy a centrar en la franja que a mí me incumbe, por interés personal y porque creo que se nos está tratando muy injustamente. Yo soy una «Baby Boomer», o «Boomer», a secas, y aunque la mayoría utilizan este apelativo con desprecio yo me enorgullezco de pertenecer a esa generación porque creo que hemos formado parte de muchos cambios en la sociedad española, y además, cambios para bien.

El nombrecito viene de «boom» como onomatopeya de explosión (que digo yo por qué no se nos llamó generación explosiva). La explosión a la que se refiere es a la demográfica. Nacimos como consecuencia de un brote de natalidad que se dio después de la segunda guerra mundial, aunque en España se refiere a otra guerra, la Guerra Civil. Aquí, esa natalidad explosiva vino a dar vidilla a la población que estaba aún convaleciente del conflicto bélico y de la posguerra por haber pasado bastantes penalidades ante la escasez de muchos bienes, incluidos los alimentos.

Bueno, pues los niños que nacimos en esos años (especialmente los nacidos en los "felices" 60) dimos un empuje, primero a la moral y luego al crecimiento económico. Después de una guerra falta personal y hay que volver a levantar lo que se ha destruido: los niños de la posguerra pasaron muchas dificultades y no estaban para levantar mucho, pero los boomer vinimos a cambiar la cosa. Y eso es lo que mejor nos define: el cambio. Asistimos y protagonizamos cambios en muchos ámbitos.

Fuimos testigos del paso de una dictadura a una democracia. Vimos cómo cambiaba una sociedad encorsetada y amordazada por otra más abierta, más libre, más desinhibida. Ahora todos sienten la democracia como algo sustancial, pero quienes vivimos la dictadura, aunque fuéramos niños, sabemos que la democracia hay que ganársela y defenderla, que se puede perder en cualquier momento. De hecho, también vivimos un intento de golpe de estado viendo peligrar esa democracia que ahora muchos creen «natural». Y porque sabemos cuánto vale la libertad, pues conocimos su privación, nos echamos a la calle después del fallido intento de quitarnos lo que habíamos conseguido. Fue una de las manifestaciones más impresionantes a las que he asistido, fue la primera en la que participaba y asistí con mi padre; la recuerdo con emoción, miles de personas clamando por los derechos y libertades de un país democrático, un tortazo en toda la cara a los que querían volver a lo de antes: yo ordeno, tú obedeces. Ahora muchos jóvenes con la edad que tenía yo entonces van también a manifestaciones, pero a reventarlas y armar jaleo.

Mi generación también inició el cambio en el hogar: la mujer seguía trabajando después de casarse. Lo de conciliar vida familiar y vida laboral lo ‘inventamos’ las mujeres boomer.

Pero si de cambio se trata, hubo uno con bastante peso y variedad: el paso de lo analógico a lo digital.

Nosotros hemos escuchado música en cassette, LP (ahora se los conoce por discos de vinilo), CD, en mp3 y a través de Spotify. Y sin despeinarnos. Además, fuimos los primeros en tomar conciencia con el gasto energético porque, para ahorrar pilas, las cintas de cassette las rebobinábamos con un boli Bic.

Si queríamos quedar con los amigos, como solían vivir en la misma zona, íbamos a su portal y llamábamos al portero automático: «Pili, ya estoy aquí, baja». Pero si queríamos hablar con alguien que no estuviera muy cerca, llamábamos con el único teléfono de la casa, que solía estar en el salón, marcando una ruedecita con números y teniendo mucho cuidado de no prolongar demasiado la conversación porque había que dejar la línea libre no fuera a haber una ‘urgencia’ y alguien quisiera contactar con la familia. Ese cuidado era especialmente sensible si la llamada era a un lugar fuera de tu ciudad, porque entonces se trataba de una conferencia y, además de tener ocupada la línea poniendo en peligro la transmisión de un posible mensaje urgente (según mi madre, todas las desgracias que podían pasar a sus familiares podían ocurrir cuando yo me ponía a hablar con mis amigas), la llamada costaba un riñón. Entonces no había más que una compañía telefónica y el monopolio conllevaba que cobraban lo que querían (he de reconocer que en este aspecto poco se ha cambiado, salvo lo del monopolio, lo de que te cobren lo que quieren sigue igual).

Es decir, el teléfono era para dar avisos: «voy a llegar tarde», «quedamos a las siete en la puerta del cine», «se ha muerto la tía Julia». De esa manera de comunicarnos pasamos al teléfono móvil en sus diferentes versiones: desde un pedazo de mamotreto con teclas de tamaño similar a las de un teclado de ordenador y antena de radio, hasta los más modernos smartphone con vídeo llamadas y domótica incluida.

Escribíamos con máquinas de escribir, los suertudos lo hacían con las eléctricas (eran un poco más rápidas que las manuales y no había que darle un mamporro a la palanca de ‘pasar línea’), aunque la mayor parte de las veces escribíamos a mano, usábamos el bolígrafo y gastábamos muchos. Y de ahí pasamos a escribir en un ordenador: el Word nos permitía borrar sin problema y tener tantas copias como ejemplares quisiéramos sin necesidad de ir a una fotocopiadora o utilizar papel carbón. Hemos almacenado información en carpetas ordenadas alfabéticamente en una estantería, en disquetes, CD-ROM, pendrives y en la nube. Hemos leído libros en la biblioteca, en papel y en ebook. Hemos escrito SMS con un teclado numérico economizando caracteres para que fuera más barato y ahora enviamos mensajes de voz de diez minutos para contar cómo nos fue el día. Vimos películas en VHS, luego en DVD y ahora en streaming. Conocimos los vídeo clubs y somos usuarios de Netflix, Amazon Prime y HBO. Cuando nos íbamos de veraneo enviábamos postales para enseñar la playa a los allegados y ahora colgamos la foto en Facebook para que la vea todo el mundo. Hemos manejado los mapas de carretera para viajar y ahora nos guiamos (y nos perdemos) con el GPS.

Utilizamos los dos medios, los de antes y los de después, los analógicos y los virtuales. Pero… resulta que se nos tacha de inútiles tecnológicos porque no somos «nativos digitales», o lo que es lo mismo, somos «inmigrantes digitales» que es el eufemismo para «tontos del culo».

¿En serio? Pero si hemos usado de todo y, además, nos acordamos de cómo era la vida cuando no existía internet de tal manera que si hubiera algún holocausto tecnológico por falta de suministro eléctrico o algo así, creo que mi generación sería la única preparada para sobrevivir: a un millenial quería yo verlo en un pueblo perdido de Grecia sin batería en el móvil y teniendo que usar una cabina de teléfono con dial analógico y monedas.

Creo que hemos dado muestras de saber adaptarnos a tanto cambio. Somos un claro exponente de lo que es la adaptación, la virtud que Darwin estimó necesaria para la evolución («No sobrevive el más fuerte, sino el que mejor se adapta al cambio»).

Pero, a esta manera tan despectiva de referirse a nosotros, hay «otro maltrato» más que añadir: es indignante el tratamiento que sufrimos desde los estamentos oficiales porque, además de todo lo ya reseñado, somos una generación muy bien preparada y esto al Ministerio de la Seguridad Social le supone un problema.

Y es que resulta que fuimos a la universidad, aquel feudo casi exclusivo de las clases más pudientes y/o influyentes antes de nacer nosotros. Los hijos de los obreros accedieron a las aulas universitarias, con o sin ayuda estatal (una servidora no vio nunca ni un duro de una beca y eso que tuve un expediente académico de 10), pero la inquietud de nuestros padres, los que las pasaron canutas después de la guerra, era que sus hijos tuviéramos lo que a ellos se les negó.

Ese boom natalicio de los años 60 permitió que nuestros mayores pudieran cobrar sus merecidas pensiones. Mi generación ha trabajado/trabaja cotizando impuestos que sirven, entre otras cosas, para que los que ya están jubilados puedan cobrar. Estupendo. El problema viene ahora cuando parte de mi generación ya se está jubilando: ahora nos toca a nosotros cobrar, pero al estar mejor preparados accedimos a puestos más cualificados y con sueldos elevados (con cotizaciones igualmente elevadas), lo que ahora se traduce en mejores pensiones. Aquí está el problema para el ministro de la Seguridad Social que tiene que soltar una buena pasta y las cuentas no le cuadran. Pues ajo y agua, señores administradores del peculio estatal porque mientras cotizamos y recibían el dinerito de nuestros impuestos no fuimos ninguna molestia.

La manera que tienen algunos políticos de afrontar esta situación me enciende y me da ganas de explotar (mira tú por dónde lo de boom va a tener mucho más sentido).

Sí, estoy que exploto: me tratan como si fuera medio tonta cuando puedo enseñar a un nativo digital a usar cualquier cosa de «las de antes» y no entro en pánico fácilmente (el día que se cae WhatsApp o Instagram andan como pollos sin cabeza), no me dan taquicardias si algún día salgo a la calle y me he dejado el móvil en casa, no empiezo a hiperventilar si estoy en un lugar sin cobertura, sé moverme por una ciudad desconocida sin necesidad de GPS utilizando el sencillo método de preguntar a un paisano dónde está una calle. Me las apaño bastante bien a pesar de ser una… boomer.

Por eso quiero romper una lanza y salir en defensa de mi generación. A pesar de lo que puedan opinar quienes nacieron después que nosotros, mis coetáneos y yo pertenecemos a una generación estupenda, claro que sí. Hemos integrado en nuestra vida todas las novedades, con más o menos dificultad, pero asumiendo la situación.

Puede que no seamos los más fuertes, pero sí hemos conseguido adaptarnos a los cambios de las últimas décadas. Darwin estaría orgulloso de nosotros.





Hada verde:Cursores
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