Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

15 de junio de 2022

Sana, sana, colita de rana (Primera Parte)

 


—Estas conchas marinas valen mucho más de lo que me estás ofreciendo, no pretendas estafarme, que mi aspecto extranjero no te engañe, sé muy bien lo que te estoy vendiendo.

El cherokee hizo un gesto de rendición ante la reprimenda del mercader. Ese barbudo era un gran regateador y conocedor de la mercancía que canjeaba, resultaba difícil engañarle. El indígena entregó con gesto de fastidio un fardo de pieles de lobo mientras el mercader extranjero le entregaba un cargamento de conchas marinas y caracolas tan apreciadas por los pueblos del interior para obtener un buen abono en los cultivos.

Álvar contó detenidamente el número de pieles que el cherokee le había entregado ante la mirada furibunda de este, pero no estaba dispuesto a que le estafaran otra vez, ya estaba harto de bregar con la mala intención de esos indios que creían que por ser extranjero era más fácil de engañar.

La verdad es que ya estaba harto de muchas cosas. Sentado a la sombra de un frondoso pacano[1] recordó cómo había llegado hasta ese lugar dejado de la mano de Dios, rodeado de indígenas y sin un alma cristiana en miles de kilómetros a la redonda.

Mientras fumaba de su pipa, regalo de un cacique carancagua[2], Álvar cerró los ojos y se dejó llevar por los recuerdos.

Entre la bruma del humo del tabaco se vio a sí mismo embarcando en Sanlúcar de Barrameda rumbo a América. Aquella expedición para conquistar La Florida, que había descubierto Ponce de León, estaba gafada desde sus inicios. Pero, claro, ir bajo el mando de un individuo que se llamaba Pánfilo no era un buen augurio. La ineptitud del gobernador Narváez se puso de manifiesto nada más desembarcar en la costa de Florida. Decidir abandonar los barcos y proseguir andando fue una auténtica estupidez.

—Por todos los santos, señor Narváez, seguir a pie es harto peligroso —le advirtió Álvar—. Estamos en territorio hostil, los indios de aquesta zona son hábiles con los dardos y sus disparos consiguen atravesar nuestras corazas, no tenemos provisiones, no tenemos…

—Don Álvar —le interrumpió Pánfilo de Narváez—, si no os veis capaz de afrontar peligros podéis quedaros aquí, guardando los barcos.

Nadie en su sano juicio podía poner en entredicho el honor de la familia Núñez Cabeza de Vaca, así que Álvar guardó sus reproches y acató las órdenes.

Los presagios del avezado soldado se cumplieron. Varios ataques de los apalache con su endemoniada puntería al disparar flechas mataron a casi todos los expedicionarios. Y los que no sucumbían bajo los flechazos lo hacían víctimas de las aguas pantanosas. Tras comerse para subsistir los caballos de los ahogados, un huracán y dos tormentas pusieron final a la expedición.

Dando una nueva bocanada a la pipa, Álvar recordó con un estremecimiento cómo los pocos supervivientes construyeron cinco barcazas para poder navegar malamente por la costa bajo los certeros flechazos de los indios que hirieron a todos los pasajeros; Álvar, en un gesto instintivo, se llevó la mano a la cara para recorrer la cicatriz que una de aquellas flechas le dejó.

Navegaron durante semanas hasta que llegaron a la desembocadura de un gran río[3] donde la corriente separó a las barcazas disgregando la ya exigua compañía de expedicionarios. Álvar terminó en una isla.

—Yo te nombro isla Malhado[4] —dijo al aire nada más poner pie en tierra en un triste remedo de toma de posesión— pues mala suerte es la que me ha llevado hasta aquí. ¿Y ahora qué hago? —añadió rascándose la cabeza.

Aquella isla resultó que no daba mala suerte porque los indios que le recibieron eran amistosos, y por amistad se entendía que no le mataron a las primeras de cambio, sino que lo tomaron como esclavo.

Habían sido unos años muy duros, se dijo Álvar, dando otra bocanada a la pipa, pero también productivos: aprendió el lenguaje de las tribus de la zona, aprendió a camuflarse entre el follaje con las pinturas que tan virtuosamente sabían utilizar los indios de la isla, y también aprendió el uso de las plantas curativas gracias a que estuvo al servicio de Kawana, el chamán del poblado. Esto último fue lo que más rentable le resultó de todo lo aprendido, sobre todo cuando la fortuna quiso que se muriera Kawana (fortuna para Álvar, no para el chamán) y él ocupó su lugar porque no había otro para sustituirlo.

—¡Que me lleven mil demonios al averno! —exclamó una voz en español—. ¿Eres tú, Álvar? ¿Alvarito?

Álvar abrió los ojos y se incorporó. Enfrente de donde él se hallaba sentado estaban otros tres barbudos como él mirándole con expectación y unas grandes sonrisas en la cara.

—¡Andrés! ¡Alonso! ¡Estebanico! —gritó con lágrimas en los ojos Álvar al reconocer a sus antiguos compañeros de expedición—. Creía que estabais en el fondo del mar, dando de comer a los peces.

—Pues ya ves que no —exclamó el más joven, Estebanico, y el que había descubierto a su perdido compañero.

—Nos dijeron que un hombre con unas trazas parecidas a las nuestras andaba comerciando por este lugar y quisimos averiguar qué había de cierto en ello.

Quien así había hablado era Alonso del Castillo Maldonado, otro integrante de la malhadada expedición de Narváez a La Florida.

—Nosotros también creímos que habías muerto ahogado en aquella maldita desembocadura de ese río del diablo. ¿Qué fue de ti? —preguntó Alonso.

—Acabé de esclavo de un chamán, con él aprendí algunas cosas que luego me sirvieron para recuperar la libertad cuando sané al hijo del cacique de la tribu en la que estuve preso. El padre, agradecido, dejó que me fuera de allí.

—¿Y ahora que eres libre te dedicas a mercadear?

—No tengo recursos ni medios para intentar volver a La Española, así que malvivo como puedo —respondió Álvar encogiéndose de hombros—. ¿Y vosotros?

—Pizca más o menos como tú. Nos apresaron los seminole[5] e igualmente nos esclavizaron —respondió Estebanico—, pero Alonso, que fue monaguillo en su pueblo, consiguió cristianizar a algunos incluido el jefe de la tribu y este nos regaló la libertad también. Como tú, andamos buscando la manera de volver a casa, pero no hay forma.

Los cuatro compañeros se abrazaron y se dispusieron a departir más detalladamente cuanto habían vivido durante esos largos años en que la compañía se había dispersado. Cuando estuvieron al día de sus vicisitudes y ya más serenos por la intensidad del reencuentro, el más cerebral de todos, Andrés Dorantes de Carranza propuso intentar volver a La Española o a Cuba, ahora que ya eran cuatro y podían aunar esfuerzos.

—Buena idea, Andrés —secundó Álvar—. Tan solo una cosita… ¿tú sabes dónde estamos?

—No —contestó el aludido—. Pero sé dónde quiero llegar.

—Ya, pero para llegar a un sitio hay que saber de dónde partes y estos lugares son complejos de explorar. Yo llevo más de cinco años vagando por estos lares y hoy es la primera vez que hablo con otros cristianos. Además, hay que tener mucho cuidado, algunos nativos no reciben muy bien a gente como nosotros, ya lo sabéis, sobre todo los que viven en la costa.

—Pues no vayamos por la costa. Vayamos al interior —añadió Estebanico—. ¿Por qué no construimos una buena barca y navegamos por el río que hay aquí cerca? Lo mismo hasta encontramos oro y todo, no estaría mal porque eso es lo que yo buscaba cuando salí de mi aldea.

Los cuatro amigos decidieron hacer caso al más joven y riéndose a carcajadas, contentos por el reencuentro, se dispusieron a construir una barca.  

—Me place navegar de nuevo con vosotros —dijo un exultante Álvar—. A buen seguro que hemos de tener un trayecto feliz, ya es hora de que se acaben las penalidades.

Así de animados iniciaron la travesía para remontar el río que por allí discurría; un caudal que sería bautizado más adelante con el nombre de Río Bravo por su dificultad para navegarlo ya que está lleno de obstáculos y peligros.

Continuará…





 



[1] Árbol caducifolio nativo de América del Norte (Texas y México) de gran porte.

[2] También karankawa, fueron un grupo de pueblos nativos americanos, ahora extinto, que desempeñó un papel fundamental en la temprana historia de Texas.

[3] Río Misisipi.

[4] Isla de Galveston, en la costa de Texas.

[5]Indios agricultores y cazadores que habitaban parte del golfo de México y Florida. 

Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores