Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

27 de abril de 2019

La espada del olvido


"La muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan"
"Eva Luna" Isabel Allende.

Hoy me han dicho que te has ido y, mientras mi interlocutora lloraba al otro lado de la línea de teléfono, yo me he quedado unos minutos en suspenso, en blanco, en el estado de bloqueo que sobreviene cuando se recibe una noticia inesperada. Luego ha llegado el abatimiento, la tristeza, la pena. Y después han venido los recuerdos, esos que sirven para espantar el olvido y conseguir así que tu marcha no sea completa.

Recordarte es recordar una de las etapas más bonitas de mi vida y que dejó una huella imborrable: la Universidad. Fueron cinco años duros pero también llenos de buenos momentos. Aquel grupito de compañeros que formamos, y del que tú eras parte, consiguió que los rigores de una carrera muy exigente fueran más llevaderos.

En todos mis recuerdos tú apareces sonriendo, porque lo primero que pienso cuando pienso en ti es en tu risa, y en tus bromas. Siempre alegre, siempre bromeando, así te recuerdo. Te reías mucho, sobre todo de ti mismo, como suele hacer todo aquel que realmente tiene sentido del humor.

Recuerdo el día que saliste de un examen oral de parasitología con una sonrisa de oreja a oreja, y todos pensamos que te había ido bien. Resultó que no, que el catedrático encima había jugado contigo antes de supenderte pero, según tú, lo había hecho con mucho arte y mucho salero («¡Qué cabroncete más salao!» fueron tus palabras exactas), por eso te reías encogiéndote de hombros. La verdad es que aquello que te pasó en el examen tuvo gracia, sobre todo si lo contabas tú.

Recuerdo cómo te gustaba jugar al despiste. Cuando yo me subía en Recoletos y ya no quedaban asientos libres en el tren, tú siempre me ofrecías que me sentara sobre tus rodillas. Antes se habían subido otras compañeras pero tú decías que tu regazo era para mí. Algunas recelaban y nos miraban con una mueca suspicaz, entonces tú y yo nos reíamos cómplices porque los dos sabíamos el verdadero motivo de tu predilección: yo era la más flaca del grupo y por tanto idónea para llevar encima de las piernas durante el trayecto de más de cuarenta y cinco minutos hasta Alcalá.

Recuerdo cómo me tomabas el pelo. Cuando me contabas, todo serio, alguna vacilada de las tuyas, yo recelaba y te preguntaba si era cierto, entonces tú contestabas, enarcando las cejas y con tu cara más angelical: «Palabrita del Niño Jesús». Y yo me lo creía, y volvía a picar, y tú te reías porque ya habías perdido la cuenta de las veces que me hacías la misma jugada.

Recuerdo cuando me convenciste para presentarme a las elecciones como representante en aquel Claustro Constituyente que debía elaborar el primer estatuto de nuestra universidad. Me camelaste y de nuevo piqué. Se suponía que yo me presentaba para hacer bulto junto a otros compañeros de paja, para demostrarle a esos del decanato que había interés en participar y darles una sorpresa. La sorpresa me la llevé yo cuando salí elegida. «Tú haces campaña entre los compañeros diciendo que no quieres salir, que es una añagaza, y ya está» me dijiste antes, para convencerme. Pero aquello no funcionó y allá que nos fuimos los dos, junto a otros diez compañeros de la facultad, a enmendar y desenmendar las enmiendas de los artículos del dichoso estatuto.

Recuerdo que aquellas sesiones del claustro eran soporíferas e interminables, pero tú asistías con ilusión. «Estamos haciendo historia», me decías mientras yo repasaba a hurtadillas el temario de bromatología echando pestes. Además de aburrirnos, no nos enterábamos de nada: las leyes no eran lo nuestro. Menos mal que un día, huyendo de una catedrática que nos vigilaba qué votábamos a mano alzada, nos sentamos al lado de los de la facultad de Derecho, y descubrimos que esos futuros abogados sabían de qué iba la cosa y nos explicaban todo lo que estaba pasando, como la importancia de que apareciera o no una coma en un artículo . «Mañana nos volvemos a sentar con estos», me dijiste, «que saben mucho». Y desde ese día nos pusimos en la bancada de los de Derecho, nos integramos tanto que algunos profesores de esa facultad se dirigieron a nosotros como si fuéramos alumnos suyos.

Quienes no te conocían bien llegaron a decir de ti que eras un fanfarrón, un chulito. Es cierto que en tu forma de hablar y moverte había cierta chulería, pero eso solo era fachada: un escudo para protegerte, para que los demás no supieran que debajo de esa coraza se encontraba un ser cariñoso y tierno. Y frágil.

Cuando la carrera se terminó cada uno siguió su camino. Tú te pusiste un blanco uniforme militar y te fuiste a una ciudad costera, yo me dediqué a la sanidad privada. Durante un tiempo supe de ti por amigos comunes que me ponían al tanto de tus cosas, como tú supiste de mí a través de las mismas personas. Pero el roce hace el cariño, y con la distancia acabamos separándonos del todo.

Sin embargo, el destino hizo que nos encontráramos por casualidad en un pub, allí me enteré de que la fortuna no te había tratado bien, y aunque seguías sonriendo pude ver en tus ojos un atisbo de derrota.

Cuando te vi unos años después, no me gustó lo que vi. En aquella reunión de antiguos alumnos, rodeada de otros compañeros de facultad, me saludaste como a uno más. Me sentí herida en el amor propio de quien se siente ninguneado, «¿Cómo es posible?, ¡después de lo que pasamos juntos!», me dije, luego resultó que tardaste en reconocerme y no porque yo hubiera cambiado demasiado, sino porque tu estado físico te pasaba factura; ya no eras dueño de ti mismo, ya no eras realmente tú. Te sentaste a mi lado en la cena, y recordamos momentos de la carrera, tú los más personales, yo los más jocosos, porque el primer recuerdo que acude a mí es tu risa franca, abierta, eso es lo que asocio contigo: tu risa y tus bromas. Y así quiero que siga siendo.

No sé por qué te cuento estas cosas. Soy consciente de que ya no me escuchas. Pero escribiendo estas líneas me sacudo la rabia por lo injusta que es la vida, por lo miserable que es la muerte. Pero sobre todo si escribo todo esto es para conjurar el voraz olvido.

Recupero del recuerdo unos versos que leí hace años. Me fijé en ellos porque están dedicados a un tocayo tuyo, marino igual que tú, de quien me hablaste en cierta ocasión. Hoy, estos versos yo te los dedico a ti.

El un mar de tus velas coronado,
de tus remos el otro encanecido,
tablas serán de cosas tan extrañas.
De la inmortalidad el no cansado
pincel las logre, y sean tus hazañas
alma del tiempo, espada del olvido.*

* Luis de Góngora a Álvaro de Bazán y Guzmán, héroe de la batalla de Lepanto.

Hoy me han dicho que te has ido y han venido los recuerdos. Que esos recuerdos sean la espada que combate el olvido.

A Álvaro, In Memoriam.







25 de abril de 2019

"Solo sombras" - Dolores Payás


 Durante toda la noche sopló viento de Mongolia. Aullaba. Como si trajera consigo jaurías enteras, lobos de las estepas. Pero no traía lobos sino nubes de arena. La ciudad amaneció rebozada en un manto de color rojo.”

Este es el primer párrafo con el que comienza una trepidante historia y la ciudad a la que alude es Pekín.

Max Montoya, ingeniero español que trabaja para una multinacional en China, desaparece misteriosamente cuando el coche en el que viaja tiene un choque sin importancia en un atasco. La diplomacia española pide explicaciones a las autoridades chinas y estas mueven su maquinaria para averiguar el paradero del español ya que el campo en el que trabaja está relacionado con la fabricación de componentes informáticos y puede tratarse de un tema de espionaje. Desde España, y por orden de las altas esferas gubernamentales, el CNI envía a uno de sus mejores agentes, Gilda Leyva, para que investigue también.

Con estas premisas arranca un estupendo thriller donde se mezcla aventura, humor, intriga y crónica social a partes iguales. Aunque esta novela a priori puede considerarse policíaca, en realidad es algo más. Es mucho más.

Para empezar, la novela está plagada de guiños humorísticos e irónicos, como que la protagonista se llame Gilda en honor a Rita Hayworth y resulte ser una mujer bajita y no demasiado atractiva. El sentido del humor de la escritora es notorio especialmente cuando se centra en los personajes que representan políticos españoles donde la palma se la lleva el ministro de Asuntos Exteriores. Cada vez que este personaje hace acto de presencia el sarcasmo de la autora se expresa incisivamente; sarcasmo igualmente incisivo cuando aparece el embajador español en China que también se lleva lo suyo. Desternillante.

Mientras que Gilda Leyva se encarga de averiguar el paradero de Max Montoya, Dolores Payás nos presenta una radiografía divertida de los entresijos de la diplomacia —española y china— o de la sociedad del gigante asiático con sus contrastes y sus paradojas (y su encanto también). Especial hincapié se hace en el sentido de la colectividad china, en detrimento de la individualidad, que les permite avanzar a un ritmo escalofriante, porque el trabajo en equipo conlleva muchas ventajas:

“La acción en grupo creaba un equilibrio extraordinario, un arma solidaria, para afrontar la crueldad del mundo.”

Sin defender el sistema político controlador que hay en China, también nos hace reflexionar sobre la impostura del binomio libertad-capitalismo:

“El tan cacareado amor por la libertad es una falacia, el hombre elige ser rico y propietario de cosas antes que ser libre. La libertad conlleva responsabilidades, muchos quebraderos de cabeza.”

La autora habla de estos temas con conocimiento de causa pues ha pasado largas temporadas en China y no como una habitante ocasional, sino interesándose por la forma de vivir y de entender la vida de los chinos.

También hace alusión al machismo exacerbado y arraigado en ese país, al mismo tiempo que rescata el protagonismo que se merecen las mujeres de allí a través de los personajes que por esta novela aparecen.

Y es que los personajes femeninos tienen un peso especial. Payás entiende y defiende a las mujeres y eso se le nota al escribir. Uno podría pensar que dado que la autora es una mujer esto que cuento es lo lógico. Pues no, no todas las autoras están comprometidas con el papel de la mujer en la sociedad. Desde luego Dolores sí y en esta novela así lo manifiesta.

Esta novela apareció en las librerías el mes pasado. Sin embargo yo tuve el privilegio de leerla mucho antes porque la autora me hizo el inmenso honor de entregármela para que le diera mi opinión antes de que una editorial se interesara por ella. Es lo que en el mundo literario se llama “feedback”. Gracias a esta acción pude disfrutar, antes que el público en general, de una historia muy divertida y peculiar ya que, dada la trama, cabría catalogar la novela de policíaca, pero no lo es, o sí, pero no completamente, porque tiene un elemento que no se suele encontrar en las novelas de ese género: el humor. Y parece ser que ese humor tan inesperado en una novela de corte policíaco hizo que algunas editoriales desestimaran publicarla. Pero hubo una editorial, Navona, que fue valiente y apostó por la originalidad de combinar trama policíaca con humor, y menos mal, porque sin ese humor la novela quedaría incompleta.

Si conozco estos detalles es porque mi relación con la escritora va más allá de lo habitual entre un lector y un escritor. Llegados a este punto aviso que lo que viene a continuación deja de ser también una reseña habitual para convertirse en otra cosa. Aunque esto es algo que suelo hacer de vez en cuando —después de todo, este no es un blog de crítica literaria y yo no soy una entendida en la materia sino una simple lectora que manifiesta su opinión— pido disculpas a los puristas por la rebeldía.

Presentación de "Solo sombras" en la Librería Los Editores, a la izquierda Dolores Payás y a la derecha Angels Barceló quien se encargó de presentar la novela.
 Conocí a Dolo Payás hace más de seis años y fue leyendo su primera novela. Me encandiló el estilo narrativo tan cuidado, y tan divertido también, que resulta ser su seña de identidad. Con aquella lectura me apunté su nombre y me propuse leer todo lo que escribiera.

Por estas cosas de los mundos de internet nos pusimos en contacto y mantuvimos una relación telemática pues los miles de kilómetros que separaban nuestros respectivos domicilios hacían prácticamente imposible vernos en persona. Esa amistad virtual se hizo tangible el mes pasado cuando, con motivo de la presentación de “Solo sombras” en Madrid, pudimos hablar cara a cara y darnos un abrazo. Fue muy gratificante comprobar que la mujer afable y cariñosa que se adivinaba tras las letras de sus correos electrónicos era así en persona. Sin trampa ni cartón.
Una servidora con Dolo Payás

Mucho se ha escrito sobre la relación que se establece entre lector y escritor, y del papel que tiene cada uno al intentar, desde los dos lados, “conectar”.

No suelo yo conectar con muchos escritores, me gustan sus obras, sí, pero no siento ninguna atracción. Cuando esa conexión no se da, entonces tengo una relación que yo llamo de “usuario”, es decir leo algo, me gusta (o no) y a otra cosa, mariposa. Pero a veces el vínculo entre lector y escritor va más allá; a través de las letras el lector puede sentir cierta afinidad especial y por motivos muy distintos, pero siempre esa sensación se vehiculiza a través de la forma de contar una historia. Esto me pasa con muy pocos escritores, y Dolo Payás es una de ellos.

La prosa cuidada de Dolores Payás, con un vocabulario de una gran riqueza pero sin ser ampuloso, denota un bagaje cultural importante —ella es muy leída y muy viajada, y eso se percibe al leerla—.

Que se cuenten las historias bien, para mí es fundamental, y si, encima, las historias son interesantes el éxito de la lectura está asegurado. Pero las historias que cuenta Dolo Payás no solo son interesantes y están bien contadas, además tienen trasfondo, hay crítica, hay reflexión y hay siempre humor —un humor que a mí, personalmente, me encanta y que me dice mucho de quien así lo manifiesta—. Cuando todos estos elementos se combinan y además muy bien, voilá: se da la conexión.

 En “Solo sombras” además de una trama interesante, hay mucho divertimento (sobre todo a costa de algunos cargos diplomáticos) y un repaso de algunas de las características de la sociedad china que tan inexplicable y enigmática puede parecernos para quienes nunca hemos vivido allí.

¡Ah! y todo fenomenalmente escrito. Leer a Dolores Payás es ir sobre seguro.






20 de abril de 2019

Lisboa, la vecina de al lado. (Tercera Parte)


Como ya comenté en las anteriores entregas, si bien el idioma portugués no me pareció tan parecido al español como se supone (Primera Parte), por muchos otros motivos me sentí como en casa (Segunda Parte). Son muchas las cosas que nos hacen parecidos a españoles y portugueses, sin embargo en otras somos muy distintos.

Por ejemplo, los portugueses son sumamente educados —mucho más que los españoles— bastante rimbombantes en sus alocuciones y muy ceremoniosos. Aunque siempre hay excepciones, sobre todo en el gremio de los conductores de tranvías; pero si dejamos a este colectivo aparte, en general los portugueses hacen gala de unos buenos modales. El “moito obrigado” y el “moito obrigada” está a la orden del día. Lo repiten a todas horas y tantas veces que he llegado a pensar si no tendrá varias acepciones, además del consabido “gracias”, no sé, como si fuera un comodín y también sirviera para decir “hola”, “adiós”, “hasta luego”, “¿qué tal estás?¿y la familia?” “Parece que hoy no va a llover”…

A veces tanta amabilidad mosquea y te hace recelar en algunos casos. Eso nos pasó una noche que fuimos a cenar a un restaurante situado en el barrio de Chiado. Cuando llegamos estaban todas las mesas ocupadas y la recepcionista nos indicó amablemente que podíamos esperar dentro, mientras se quedaba una mesa libre. Nos dispusimos a hacerlo en la barra y entretanto nos tomábamos unas cervezas, como solemos hacer cuando nos pasa algo parecido en España. Sin embargo, la amable señorita nos condujo a un salón sumamente confortable con unas mesas amplias y unos mullidos sofás, para que allí estuviéramos mucho más cómodos mientras podíamos degustar cualquier bebida.

Aquello ocurrió el mismo día de la clavada en Alfama, en el famoso “Camelo”, por lo que aún andábamos escocidos del sablazo y cuando vimos tanta atención estuvimos a punto de salir de allí escopeteados para evitar otro nuevo atraco en la factura. El cansancio acumulado de estar todo el día andando, subiendo y bajando cuestas, y algo de vergüenza impidieron que saliéramos despavoridos, por lo que nos quedamos temiéndonos lo peor. Mientras comíamos y varios camareros se acercaban a nosotros para preguntarnos qué tal estaba la comida —exquisita y muy bien presentada— yo no hacía más que pensar cuántas horas de lavar platos serían necesarias para compensar la factura que se nos venía encima.

Pero al final, no. La cuenta resultó de lo más apropiada y la amabilidad desplegada por el personal una muestra de que los portugueses son un encanto.

Restaurante O Sacramento do Chiado (para preservar la identidad de mis acompañantes he tomado esta imagen de la red pues en las fotos que hice aparecen ellos)
Cuando viajo, incluso cuando me quedo en casa, tengo una máxima que intento seguir a rajatabla: no hablar con desconocidos ni de política, ni de religión y ni, sobre todo y ante todo, de fútbol, aunque en este tercer supuesto para mí no supone ningún problema, básicamente porque no tengo ni pajolera idea de ese deporte.

Portugal es un país futbolero, al igual que España. En España, algunas ciudades tienen dos, o más, equipos de fútbol y siempre sus respectivas aficiones se llevan fatal entre sí. Al parecer en Portugal esto no es tan habitual y de ser así la enemistad no debe de ser tan aguda si me atengo a lo que nos pasó en cierto restaurante de Sintra.

El caso es que comiendo en Sintra, el camarero, que chapurreaba algo de español, nos preguntó de qué lugar de España éramos, al contestar “Madrid”, él, ni corto ni perezoso, nos soltó “Hala, Madrid” a lo que yo pensé: “Menos mal que has dado con madridistas, colega. Llegamos a ser del Atleti y te quedas sin propina como yo me quedé sin abuela”.

O en Portugal no saben de esas enemistades entre aficiones de equipos de una misma ciudad, o el camarero era tan ignorante de fútbol como yo.


Otra cosa en la que no coincidimos España y Portugal es en lo que es un pozo y lo que es una torre. En principio son dos cosas completamente distintas, pero en Portugal las mezclan porque no lo tienen claro, al menos no lo tenía nada claro el chalado que diseñó el pozo iniciático que se encuentra en la Quinta de la Regaleira. Siguiendo unas pautas que desafían a las bases fundamentales de la arquitectura y de la lógica, allí se encuentra una de las construcciones más extrañas que yo he visto nunca. Se supone que es un pozo, pero tiene forma de torre… pero construida ‘hacia dentro’. Porque, ahí, uno empieza a descender por una escalera en espiral, jalonada por arcos que recuerdan a una torre, pero donde la parte de fuera está en realidad por dentro. ¡Un auténtico desatino!

Pozo iniciático en la Quinta de la Regaleira

La sensación que tuve fue de absoluto desconcierto. Además, la oscuridad del lugar, tan solo iluminado por la luz que venía de la parte alta del pozo (o de la torre) daba un halo de irrealidad y cierto canguelo que se vio amortiguado porque al bajar estuve acompañada por unas cuantas decenas de turistas. Esa sensación de irrealidad, o de estar en otro mundo, se hizo más notoria cuando el tío que iba detrás de mí empezó a tararear la banda sonora de Juego de Tronos, fue entonces cuando pensé que ahí bien podía vivir un Stark, o un Lannister, o incluso un Martell, en cualquier caso esperé que nunca fuera un Targaryen porque ese clan tiene, como animales de compañía, dragones con mucha mala leche.

Otra cosa que me llamó la atención fue la manera que tienen algunas tascas de decorar el interior. En España es habitual ver en muchos bares los jamones colgando del techo, o de las paredes. En Lisboa también cuelgan cosas, pero son botellas de vino; además de raro me pareció hasta peligroso, porque si se cae alguna, la rotura de cristales puede ser muy dañina. Si, en España, se te cae un jamón te puede formar un buen chichón, pero a cambio, cabe la posibilidad de llevarte el “fruto caído”, y un buen ibérico bien vale un coscorrón.

Normalmente, en las grandes ciudades la gente suele ser más desinhibida. El anonimato que da vivir entre tanta gente supongo que imprime una sensación de libertad que no se encuentra en las ciudades pequeñas donde todo el mundo se conoce o casi. Todo esto se traduce en que la peña no se corta un pelo al manifestar sus excentricidades en público, bien en la forma de vestir, o de peinarse, o de lo que sea.

Como vivo en una de esas ciudades grandes estoy más que acostumbrada a ver de todo, ya ni me inmuto por casi nada. He recalado en garitos raros, raros, raros, y sin embargo en Lisboa tuve que asombrarme a la fuerza; lo que me pasó en la cafetería del Teatro Taborda fue de lo más extraño.
Entrada al Teatro Taborda (Garagem)

Para empezar, las cosas no estaban en su sitio, o en el sitio que deberían estar. Algunas sillas se encontraban colgadas de la pared, debía de ser cosa del decorador pero a mí no me pareció muy práctico, la verdad, asi que lo primero que pensé, al entrar y verlas así, fue que iba a ser mejor que me tomara la consumición de pie.



Que hubiera un camisón metido en una caja colgada de la pared también me extrañó, porque muy bonito no era y no me pareció que la cafetería también fuera una mercería, aunque no me quedó demasiado claro.

Con cierto recelo nos sentamos (en unas sillas colocadas en el suelo) y pedimos un café. Yo no las tenía todas conmigo, dado lo rarito que era el sitio pensé que lo mismo nos ponían la bebida boca abajo o colgada del techo, ya que allí todo era diferente. Sin embargo el café apareció en una taza, con su cucharita y su azúcar y en posición adecuada; ahí ya me relajé. Pero la sorpresa vino al pedir la cuenta, y no fue por el importe —menos mal—, sino por la manera de traer el ticket que venía dentro de ¡un zapato!

Como me pilló con la guardia baja, di un respingo al ver, por el rabillo del ojo, que me ponían un zapato en la mesa y casi le suelto un “So guarro” al camarero. Cuando comprobé que la factura se encontraba dentro del calzado me sorprendió, pero también me dio un poco de asco cogerlo. Con la punta de los dedos levanté el zapato y vi que la suela era nueva por lo que deduje que probablemente el zapato no estaba usado. No obstante, por si las moscas, no cogí el ticket y me limité a dejar el dinero encima y sin meter las manos dentro (cuando quiero puedo ser muy escrupulosa). Ni que decir tiene que no esperé el cambio.

Vistas desde la cafetería del Teatro Taborda

Hubo más cosas que me llamaron la atención en mi visita a Lisboa, pero viajar es lo que tiene, que siempre habrá algo que te extrañe, algo que te sorprenda, que te haga reír, que te haga pensar, en definitiva que te haga ver que hay lugares diferentes y que cada sitio es especial. Lisboa lo es, y mucho. Me encantó conocer a la vecina de al lado.






14 de abril de 2019

Lisboa, la vecina de al lado. (Segunda Parte)



Si dejamos las diferencias lingüísticas aparte (para leer la primera parte pincha AQUÍ), he de reconocer que Portugal se parece bastante a España. Desde luego yo me sentí como en casa. Esta sensación la noté nada más bajar del avión y cuando el metro me dejó en pleno centro de Lisboa.

Llegué a la Plaza de Restauradores y allí me recibieron un montón de obreros, grúas y sonido de taladradoras perforando el suelo; la mitad de los edificios estaban andamiados y el pavimento levantado. El ruido y las vallas que entorpecían el paso por todas partes me hicieron creer que efectivamente había viajado, pero en el tiempo, concretamente diez años atrás cuando Ruiz Gallardón era alcalde de Madrid y le dio por poner la ciudad patas arriba.


Plaza de Restauradores, desde luego el nombre le viene que ni pintado, porque la están restaurando a base de bien. 

Otra cosa que me hizo sentir como en casa fue el transporte.

Cualquier turista que se precie tiene que viajar en un tranvía lisboeta. Ir a Lisboa y no subir a una de esas reliquias del pasado es como ir a un parque de atracciones y no montarse en la montaña rusa. El tranvía es la seña de identidad de la capital portuguesa.

Antes de este viaje no recuerdo haberme montado en un tranvía nunca (puede que lo hiciera siendo un bebé) ya que en Madrid dejamos de tener este tipo de vehículos hace muchos años, y menos mal, porque ese medio de transporte es incomodísimo.

Los tranvías en Lisboa son muy pintorescos pero poco confortables, para qué nos vamos a engañar. Para empezar, los asientos son de madera, así que eso de echarse una cabezadita durante el trayecto es misión imposible —a no ser que tengas mucho sueño y una fase REM a prueba de bombas—, pero además los meneos a los que son sometidos los viajeros no son aptos para personas con falta de calcio en los huesos. Cada vez que se pasa por un cruce y hay cambio de vías más vale que te pille bien agarrado porque de lo contrario puedes salir disparado por una ventana (que sea la de la derecha o la de la izquierda depende de por dónde dé el primer bandazo).

Si uno quiere echarse un sueñecito, o quiere librarse de tener moratones por todo el cuerpo, lo mejor es renunciar a viajar en tranvía. Y si uno tiene prisa también, porque además de incomodidad, los tranvías lisboetas adolecen de rapidez. Para pasear no está mal, pero para llegar al trabajo con la hora justa no son muy adecuados.

Si digo que el transporte me resultó familiar no es por el medio en sí (ya he comentado que en Madrid no hay tranvías) sino por las líneas que tuve que utilizar. Resulta que en mi barrio hay dos líneas de autobuses que empleo con frecuencia, el número 28 que me lleva a la Puerta de Alcalá, y el número 15 que me lleva a la Puerta del Sol. Bueno, pues en Lisboa los tranvías que más utilicé fueron el número 28 que me llevó a Alfama y el número 15 que me llevó a Belém.



Tan en casa me sentí y tan familiares me resultaron esas líneas que saqué mi tarjeta de transporte de Madrid para subirme a ellas, algo que no funcionó evidentemente, pero entre otras cosas porque, además, una servidora no atinó a pasar la tarjeta por el sitio adecuado en el lector. Esto, lo de no atinar, dio lugar a un diálogo con el conductor de lo más chusco:

CONDUCTOR: Passa lá (pasa por allí)
YO: No, si ya la paso pero no pita.
CONDUCTOR: Passa lá (pasa por allí)
YO: Que ya la paso. ¿No ve? Esto no funciona.
CONDUCTOR: (alzando la voz bastante cabreado) Passa… ¡¡lá!!

Menos mal que vino mi marido al rescate y, además de hacerme ver que me había equivocado de tarjeta de transporte, me dijo dónde había que acercar el billete de marras.

Esto que me ocurrió vino a reafirmarme en la idea de sentirme en casa, porque los conductores de tranvías lisboetas poseen una característica en común con la mayoría de los conductores de la EMT madrileña: tienen muy mal carácter.

Aprovecho, ya que ha salido el tema, para avisar a futuros viajeros a Lisboa: si queréis recabar información sobre algo, nunca le preguntéis a un conductor de tranvía porque no os va a contestar; el dominio que tienen del arte del ninguneo es asombroso.

Un día, uno de los amigos con los que viajé a Lisboa le preguntó a un conductor dónde se encontraba una parada, el conductor le ignoró de tal manera que ni se dignó a mirarle a pesar de los esfuerzos de mi amigo por hacerse oír y notar haciendo aspavientos con los brazos. Después de tamaño desprecio nos costó, a los demás del grupo, un buen rato convencerle de que no se había hecho transparente.

En este afán de pasar olímpicamente del turista, los conductores de tranvías pueden llegar a esconderse para hacerte creer que el convoy está fuera de servicio. Esto es lo que me ocurrió cuando una noche fui a coger el ascensor da Bica en la parte alta. 


Como ya comenté en la anterior publicación, el término ascensor puede llevar a engaño porque en portugués no coincide con el español. El ascensor da Bica en realidad es un funicular que sube una cuesta bastante empinada desde la parte baja donde está la Rua do Sao Paulo, hasta la zona alta donde se ubica Largo do Calhariz. En esa zona alta, además, hay muchos garitos y bares donde la gente, aprovechando el buen clima del que goza la ciudad, toma sus consumiciones en la calle. En el caso de este ascensor-funicular se traduce que se ponen en medio de las vías e incluso se suben al vehículo —mientras está parado esperando su hora de salida— y se sientan en él haciendo creer al viajero poco experimentado, o sea yo, que el funicular no es tal sino un lugar de copas a lo vintage.

Por eso cuando me acerqué y vi a un montón de jóvenes bebiendo y bromeando alrededor del funicular creí que ya estaba fuera de servicio o que, dadas las horas, se había convertido en un partybus en versión lisboeta. Dudé si subirme a él o no, y decidí buscar al conductor, pero no estaba, o mejor dicho, sí estaba pero se encontraba fuera, mimetizado con los del botellón y pasando desapercibido. Mis acompañantes y yo no sabíamos qué hacer, si dar media vuelta o pedir una cerveza en el bar de al lado y tomárnosla en el vagón. En esas estábamos cuando el conductor salió de su escondite y se introdujo en el funicular, nosotros nos subimos con él mientras nos apremiaba para que nos acomodáramos.


Éramos los únicos pasajeros en el vagón y decidí grabar el descenso con mi teléfono móvil, cuando dirigí la cámara hacia el frente comprobé que en las vías había una docena de personas sentadas en el suelo bebiendo. Creí que era una alucinación que yo solo veía porque el conductor arrancó impertérrito y empezó a descender hacia donde esa gente estaba sin dar muestras de apartarse. En ese momento dejé de grabar y cerré los ojos porque la sangre me resulta una visión muy desagradable y ver cuerpos despedazados también. Tras unos segundos con los ojos cerrados, y al no escuchar ni lamentos ni ruidos de alarma, decidí mirar y descubrí que mis temores eran infundados. Al final llegamos a la parte baja sin lamentar desgracias personales y me despedí del temerario conductor con un “boa noite” que fue contestado por su parte con un gruñido.

Elevador do Lavra


Otro elevador en el que subimos fue el de Lavra, en las guías turísticas aparece como algo que no te debes perder si quieres “sentir Lisboa”. Nos montamos en el elevador sobre las ocho y media de la tarde (en esas fechas y con el horario portugués ya era de noche) y cuando llegamos arriba, el conductor, con la sequedad propia del gremio y a la que ya estábamos acostumbrados, nos dijo que en diez minutos bajaba y ya se terminaba el servicio (o eso creímos entender). Entonces mis acompañantes y yo decidimos dar una vuelta rápida por el lugar para poder volver a bajar en el último viaje. De los diez minutos que teníamos nos sobraron nueve porque el lugar al que nos llevó ese elevador era un barrio de lo más siniestro, completamente silencioso, con una iluminación débil y sin un alma por la calle. Supongo que en Lisboa, como en todas las ciudades, hay sitios que cambian mucho según a qué horas pases por ellos porque por la noche no sé qué interés turístico puede tener esa zona de la ciudad.


Para moverse por Lisboa no solo están los tranvías. También están el metro o el autobús, y el tren si quieres salir de la ciudad. En este caso también me sentí como en casa porque los Comboios de Portugal (así se llama la red de ferrocarriles portugueses) son igual de volubles con sus horarios como los cercanías de la RENFE, algo que pude comprobar cuando regresamos de una escapada a Sintra: el tren que, supuestamente salía a las 17.15 h. resultó que salía a las 18 h. y no porque tuviera retraso, es que el horario lo habían cambiado.

Pero no todo lo que allí viví me pareció familiar, en otros aspectos Lisboa tiene entidad propia y cosas que solo puedes encontrar en esa ciudad. Pero eso ya lo dejo para la próxima publicación que será, además, la última sobre mi periplo lisboeta.

(Vai continuar...)


Vídeo "Tranvías de Lisboa"




9 de abril de 2019

Lisboa, la vecina de al lado. (Primera Parte)


Tras casi un año en el dique seco, vuelvo con la sección “Do you speak English?” Si he tardado tanto no ha sido por falta de ganas sino por falta de recursos económicos que no me permiten viajar al extranjero con la frecuencia que a mí me gustaría.

En esta ocasión mis desventuras viajeras fuera de las fronteras españolas fueron en el país vecino, Portugal, concretamente en la ciudad de Lisboa.

Cuando pienso en Portugal no lo hago como cuando pienso en otros países, es decir, como un sitio muy diferente de la comunidad donde yo habito. Siempre he visto a los portugueses bastante parecidos a los españoles, semejantes en la forma de pensar y de actuar. Por eso cuando planifiqué una escapada a Lisboa no fui muy consciente de irme al “exterior”, ni me vinieron las dudas idiomáticas que me suelen acosar cuando traspaso la frontera. Y eso fue un grave error —lo de relajarme con lo del idioma— porque la cosa no fue tan sencilla.

Todavía hay muchos que piensan que el idioma portugués y el español son parecidos. Eso no es verdad. Salvo unas pocas palabras, nada es igual. Ni siquiera los adverbios, imprescindibles para la comunicación más básica, como “sí” o “no” coinciden. La forma de dar las gracias, otro requisito indispensable si quieres pasar por un turista educado, es totalmente distinto: “moito obrigado/a” (lo del género es complicado porque según a qué portugués o portuguesa preguntes te dirá que se utiliza de modos diferentes) no se parece ni por asomo a nuestro "muchas gracias".

Tampoco es cierto que el portugués sea semejante al gallego. Mi madre era coruñesa y he pasado largas temporadas en Galicia que hicieron que entienda el gallego bastante bien y desde esa posición puedo aseverar, sin género de dudas, que el portugués tampoco se parece mucho al gallego, al menos al gallego que hablaba mi abuela.

He de reconocer que nada más bajar del avión yo también pensé en ese parecido idiomático pues extrañada comprobé que entendía todas las conversaciones a mi alrededor. Cuando paseaba por la calle o entraba a un restaurante había momentos en que comprendía perfectamente lo que hablaban otros interlocutores y esto me hizo sentirme más segura creyendo que me iba a desenvolver bastante bien gracias a esa semejanza lingüística. Sin embargo, me desconcertaba que en otras ocasiones no entendiera nada, algo que achaqué a que posiblemente había algún dialecto del portugués que era de más difícil comprensión.

Al final todo resultó un grave error de percepción por mi parte. Resulta que si entendía muchas de las conversaciones que oía en Lisboa era debido a que esa ciudad está llena de españoles. El “dialecto” que yo no comprendía era el portugués puro y duro.

No solo el portugués no se parece al español, es más, algunos vocablos inducen a error porque son iguales que palabras españolas pero tienen un significado completamente distinto, por ejemplo “presunto” en portugués quiere decir “jamón” en español, y “polvo” significa “pulpo”. Cuando en la carta de especialidades de una tasca  leí “presunto ibérico” pensé que estaban avisando de una de esas estafas que se dan en los sitios turísticos, a lo que pensé “Qué sinceros son estos portugueses”, pero cuando leí más abajo “polvo em vinagre” me dije “Pero qué cosas más raras comen en Portugal”.

Hay más vocablos que son iguales pero nada tienen que ver. Uno de ellos es “ascensor”, allí, en Lisboa, es un funicular que sube (y baja) cuestas. Aunque algunas calles son bastante empinadas no llegan a alcanzar la verticalidad esperada para tener que usar un ascensor (en español). En cambio a los ascensores que suben en vertical para salvar desniveles importantes en la ciudad, a esos los llaman “elevadores” .
Elevador de Santa Justa

Uno de estos elevadores, el de Santa Justa, es una preciosidad. Está hecho en hierro y el interior de la cabina es de madera. Antes de viajar a Lisboa me documenté —como una buena turista que se precie— y me dijeron que era muy bonito coger ese elevador para ver, desde su mirador, la puesta de sol. Debe de ser verdad aunque yo no lo pude comprobar. Cuando faltaba una media hora para atardecer, mis acompañantes y yo nos dispusimos a utilizar ese elevador (ascensor). La fila que había era muy grande y el espacio del elevador (ascensor) muy pequeño, lo que se tradujo en que tuvimos que esperar más de una hora para coger el puñetero ascensor, o elevador. El atardecer nos pilló esperando en una especie de pasillo semi cerrado y sin posibilidad de ver ni el sol ni la luna. Cuando llegamos al mirador, el sol se estaba poniendo, pero allá por las Canarias, y en Lisboa era noche cerrada. A cambio vimos la ciudad iluminada y comprobamos la animación nocturna que tienen sus calles.

Vista nocturna de Lisboa desde el mirador de Santa Justa

Otra cosa en la que no coincide el portugués con el español es en lo de mirador. En este caso no es solo la palabra (en portugués se dice “miradouro”) sino es el concepto en sí mismo. Se supone que un mirador es un sitio desde donde se puede asomar uno y mirar un buen paisaje. En Lisboa es así en la mayoría de los casos pero no en todos; hay excepciones.

Por ejemplo, en el mirador de San Pedro de Alcántara. Fui hasta allí para asomarme a su bonita barandilla y fotografiar la ciudad.  Subir, subí, y asomarme lo que se dice asomarme, no, porque había unas vallas que me impedían acercarme a menos de diez metros de la baranda. Pensé que estarían arreglando el lugar y de ahí el impedimento para acceder, pero cuando fui al mirador de Santa Catalina me pasó exactamente lo mismo. Había unas vallas, con pinta de llevar bastante tiempo ahí, que impedían el acceso. Ante esta situación yo me pregunté si sería cosa de que había muchos suicidas se lanzaban al vacío por esos miradores y el consistorio había decidido poner cartas en el asunto, o que era un contubernio entre los vendedores de postales que evitaban de esa manera fotografiar las vistas para así obligar a comprar sus productos o simplemente que eran ganas de fastidiar.
Mirador de San Pedro de Alcántara (si no se ve a nadie no es porque no hubiera gente, es que no se podía uno acercar a la barandilla).
Mirador de Santa Catalina (véase abajo parte de las vallas que impiden acercarse).
Siguiendo con los miradores, en el de Santa Lucía no había vallas, pero quizás los ediles del ayuntamiento deberían pensar en poner tornos y limitar el aforo porque cuando yo llegué estaba petado de turistas y los famosos azulejos que adornan tan emblemático sitio apenas los pude ver entre tanta gente como había. Además, todos y cada uno de los que allí se encontraban estaban haciéndose selfies por lo que pasear por ese sitio sin riesgo de que te saltaran un ojo con un teléfono móvil fue bastante complicado.

Mirador de Santa Lucía
Entre los vocablos portugueses que suenan igual que en español pero con significado distinto hay algunos que pueden servir de aviso a pesar de la diferencia de concepto. Por ejemplo, en el pintoresco barrio de Alfama nos sentamos en una terracita a comer, las vistas eran muy bonitas, nuestra mesa se encontraba ubicada en un pequeño alto en la confluencia de dos calles empinadas por las que recorrían los vetustos tranvías, característicos de la ciudad. El establecimiento se llamaba “Camelo” (camello) y el nombre resultó ser de lo más apropiado en español porque fue un auténtico camelo cuando de pagar la minuta se trató. La clavada fue importante y la tomadura de pelo también ya que, además de los precios desorbitados en las bebidas, nos cobraron el servicio de camarero aparte sin incluirlo en la factura. Hicimos el guiri pero bien.
Terraza Camelo, donde nos dieron el sablazo padre (que no se le ocurra a nadie ir allí, pongo la dirección:Rua Sao Tomé, 48)
Por todas estas cosas yo eché en falta saber hablar inglés bien, ese idioma tan primordial cuando de viajar por el extranjero se trata, o en su defecto haber asistido a algún cursillo rápido de portugués. En lugar de ir con tantas guías y mapas del callejero debería haberme llevado un buen diccionario. Aunque, después de todo, tengo la terrible sospecha de que, con o sin idiomas, todo lo que he contado me hubiera pasado igual.

(Vai continuar…)




5 de abril de 2019

"Absurdamente" (Antología del absurdo II)-Pedro Fabelo


Este es el segundo volumen de una antología que comencé a leer en febrero. Si he tardado tanto entre un volumen y otro no es porque leerla me esté costando trabajo, es que suelo intercalar diferentes temáticas entre mis lecturas y decidí leer otro tipo de obras entre aquel primer volumen y el que hoy traigo. De hecho, el absurdo de Fabelo es muy agradable y digerible en grado sumo.

En esta segunda entrega de relatos me he reencontrado con el humor absurdo que tan buenos momentos me hizo pasar en el primer libro. Las risas regresaron y con fuerzas renovadas.

Una vez más, Pedro Fabelo hace gala de su verbo ágil e incisivo para hacer crítica de todo y de todos vehiculizando su denuncia mediante el uso del absurdo, una herramienta que él sabe utilizar con mucha destreza.

En esta ocasión se puede leer a un autor que ya tiene tablas, este es su segundo libro publicado y ya puede calificarse de escritor, sin medias tintas y sin falta de letras que puedan llevar a equivocación o engaño.

“Sí amigos, desde el día en que publiqué mi primer libro me convertí en un “escritor”, así, con todas las letras. Hasta entonces solo podía decir que era un escritor a medias, es decir, un “esc”, lo cual incitaba a la confusión, pues había personas que me confundían con la tecla “escape” de algunos teclados para ordenador o aplicaciones informáticas.”

Esa experiencia le ha creado una coraza que le hace más fuerte y que se nota a la hora de escribir, o eso he percibido yo. Porque me ha parecido notar cierta evolución respecto al primer libro. Si bien el humor y el absurdo persisten igualmente, en este segundo volumen creo que hay algunos cambios, y todos para mejor.

En este segundo libro he notado a un Fabelo más poético aunque también sumamente pragmático cuando acaba el prólogo porque tiene que poner una lavadora, que lo cortés no quita lo valiente (y la ropa no se lava sola).

Como muestra de esa evolución que cito, en este segundo volumen emplea una técnica que indica una vuelta de tuerca cuando en algunos relatos alude a personajes y situaciones que se han contado en otros previos, esa inter-conexión entre diferentes historias me ha gustado mucho, creo que le da un plus de unidad.

Los registros del autor son muchos y se nota cuando muda de una cuestión a otra haciendo la lectura muy entretenida. Ese cambio se puede ver también en los títulos de sus historias; títulos que tan pronto invitan a la reflexión (El insoslayable tedio de la certeza más absoluta) como llevan a la pura escatología fisiológica (El dulce aroma de tus pedos). Títulos, por otra parte, que despistan mucho en cuanto a contenido, o no, porque en el primer caso se trata de un diálogo divertidísimo entre dos adivinos y en el segundo se trata de una crítica feroz a la estulticia que enseñorea el mundo obsesivo de las redes sociales.

Las reflexiones que se hacen son de lo más variadas y el tema objeto de dichas reflexiones de lo más inusual. Antes de leer este volumen no podría haber imaginado, ni por asomo, la cantidad de expresiones donde aparece la palabra “mierda” y mucho menos que esa información la diera una de ellas (una mierda): absurdo total.

Porque, como no podía ser de otra manera, el absurdo lo domina todo y se encuentra en (casi) todos los relatos. Pero para mí hay uno en que Fabelo lo borda: Profesionalismo. Ese relato debería ser de lectura obligada cuando se dé el tema de humor absurdo en cualquier curso de escritura creativa que se precie.

La experiencia que ya tiene Fabelo como escritor da mucha fuerza a la crítica que aparece en La llamada, un alegato sarcástico y muy duro sobre el mundo de las editoriales y de los éxitos de ventas. Una vez más, Pedro Fabelo no deja títere con cabeza.

Otra muestra de esa vuelta de tuerca que yo he visto en este segundo volumen es que el propio Fabelo aparece en alguno de los relatos haciendo una especie de cameos indirectos donde se habla de su primer libro (fantástica la imagen del conde Drácula leyendo Absurdamente Volumen I). Esta maniobra, que podría interpretarse como autopublicidad, no está exenta de socarronería cuando valora su propia obra no dejándola en buen lugar, algo que denota su excelente sentido del humor y que le augura, si hacemos caso a los estudios científicos sobre el saber reírse de uno mismo, un estupendo bienestar psicológico.

Antes he comentado que Pedro Fabelo tiene muchos registros, pero al final de este libro se da un giro inesperado en su forma de contar las cosas. El último relato, La vieja máquina de escribir Olympia de mi padre, es un texto entrañable donde el autor nos muestra una faceta íntima e intimista rememorando su adolescencia y el vínculo tan especial con su padre a través de una vieja máquina de escribir y de la afición a ver películas VHS, dos elementos que marcaron la evolución de ese adolescente cuando se hizo adulto.

Con ese último relato, además de regalar al lector un poquito de sí mismo, Fabelo nos demuestra que es capaz de escribir con otro estilo diferente y que a mí, particularmente, me gustaría leer en forma de novela, algo, por otra parte, que no me extrañaría que pasara en un futuro. Quién sabe, de este autor se puede esperar cualquier cosa, potencial no le falta y entusiasmo tampoco.



Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores