Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

19 de diciembre de 2021

Moldeando Palabras (Reseñas kirkenianas)

 


Para terminar el año traigo al blog una reseña de las mías, de las que he dado en llamar kirkenianas. En este tipo de reseñas hablo de un libro que, por algún motivo concreto, me vincula con la historia o con el autor. En este caso el vínculo lo tengo con una de las autoras que aparecen en él pues son varios los escritores ya que se trata de una antología de relatos.

«Moldeando palabras» contiene 24 relatos de otros tantos escritores. Las historias son de lo más variadas y como comentarlas todas me traería mucho tiempo y espacio voy a centrarme en el relato de la autora con la que me siento muy unida.

Primero diré qué tipo de relación me une a la escritora, es una muy estrecha y directa porque resulta que la autora a la que me refiero soy yo, y aunque hay veces en que ni yo misma me reconozco o comprendo por qué hago algunas cosas, lo cierto es que estoy bastante unida a mí misma. Creo que no hacen falta más explicaciones.

Presenté el relato a un certamen hace ya varios meses, por eso de si suena la flauta y decidían publicármelo. Y resulta que la flauta sonó y acabó el relato en letra impresa. A veces los hados o los dioses se aparecen a los mortales y les dan alguna alegría.

He de comentar, ya de paso, que había transcurrido tanto tiempo desde que envié el texto a la editorial que cuando me avisaron de que estaba en imprenta ya ni me acordaba del envío porque conmigo ni los hados ni los dioses se prodigan en hacerme favores y pensaba que la cosa había terminado en agua de borrajas.

Una vez explicada la relación y el porqué de hacer esta reseña kirkeniana, paso a la reseña en sí, algo que puede parecer chusco porque eso de que un autor se reseñe a sí mismo es muy poco ortodoxo por no decir que es puro “auto-nepotismo”, pero algo tendré que hacer si no tengo ni fama ni calidad para que me reseñen otros.

El relato se titula «Dígaselo con un abanico» y está ambientado en el Madrid de finales del siglo XIX. El género al que pertenece podría catalogarse de costumbrista, o pseudo-romántico o dramático porque de amores habla pero no de amores correspondidos, aunque tampoco es que haya tragedia, más bien lo contrario ya que hay cierto tonito humorístico que tiende a ridiculizar a algunos personajes.

En cuanto a la narrativa… yo diría que está bastante bien escrito el relato. No tiene ni faltas de ortografía ni de sintaxis (al menos faltas que consten como tales en el corrector de Word). Los diálogos son pasables y la autora demuestra que se lo ha currado documentándose porque, lo sé de muy buena tinta, tuvo que recurrir a libros de historia para saber quién era alcalde de Madrid en la época en que se desarrollan los hechos o leerse un manual para enterarse de los signos del lenguaje de los abanicos (complicadísimo, oiga usted). También tuvo su intríngulis averiguar de qué partes constan esos artilugios para aventar así como los diferentes materiales con los que se manufacturan. En fin, que escribir esas 12 páginas no fue coser y cantar; al menos el trabajo hay que reconocérselo.

De todas formas cada uno puede obtener su propia opinión si lo lee en el blog (al final aparecen los enlaces).

Tanto esa autora como los que la acompañan en esta antología, tienen un denominador común: la ilusión por escribir, por transmitir sensaciones, por volcar en un papel escrito historias salidas de la imaginación. Un libro entretenido con muchos mundos recreados a través de las letras moldeadas por estos alfareros del lenguaje*.

 

(*) El nombre “Alfareros del Lenguaje” no me lo he inventado yo, más quisiera, así se llama la asociación que promueve iniciativas como la de publicar esta antología.

 


NOTA: Esta es la última entrada del año así que os deseo a todos unas felices fiestas y espero que iniciéis el nuevo año con fuerzas renovadas porque falta nos van a hacer.

También deseo que los Reyes Magos sean generosos con vosotros: sé que os habéis portado muy bien. Yo he debido de comportarme igualmente bien porque, de momento, ya me han adelantado un regalo: la aparición de uno de mis textos en la antología que aquí reseño.



Si alguien está interesado en adquirir el libro, aquí pongo el enlace para obtenerlo: Moldeando palabras

Los enlaces al relato publicado están aquí:

Dígaselo con un abanico (1ª Parte)

Dígaselo con un abanico (2ª Parte)

11 de diciembre de 2021

Invocación (y III)

 

Águeda no podía creer lo que le estaba pasando: ¡volaba! Ella, que se perdía en el monte, que no era capaz de memorizar los nombres de las plantas, que era una inútil, podía volar. Cuando formulaba un deseo en las noches de San Juan sus pretensiones se limitaban a pedir que la huerta no se anegara en primavera con la crecida del río o que pudiera estrenar una saya nueva el Domingo de Ramos, pero ni en sus sueños más locos se había atrevido a desear volar y eso que el cura les decía que fueran ambiciosos en sus peticiones, aunque para el sacerdote a quien había que rogar era a Jesús no a una diosa del bosque.

 La niña decidió dejarse de cábalas y disfrutar de su viaje. Parpadeó varias veces por ver si aquello era en realidad un sueño, y también porque el aire le estaba haciendo lagrimear. De repente, el paisaje que discurría bajo sus pies cambió: contempló otro valle y otras montañas y una aldea entre ellas, la suya, el lugar donde había nacido.

Sin saber qué voluntad gobernaba su cuerpo, se fue acercando hacia la casa que había sido su hogar hasta que se fue a vivir con la vieja. Una mujer salió de la pequeña construcción de adobe: su madre.

―¡Ama! ―gritó Águeda con todas sus fuerzas.

Pero la mujer no hizo ademán de haberla oído.

―¡Ama! ¡Estoy aquí! ¡Mira hacia arriba!

La madre de Águeda siguió trajinando fuera de la casa sin atender la llamada de su hija. La niña, con lágrimas en los ojos ―esta vez producto de la emoción y no del aire―, comprendió que el sortilegio bajo el que estaba no le permitía que los demás percibieran su presencia. Al menos sabía que su madre estaba bien, se la veía algo triste, pero ama siempre fue muy seria, la vida que le había tocado en suerte no le dio muchas alegrías. Le hubiera gustado hablarle, abrazarla, pero no podía ser. Lo que fuera que le estaba sucediendo era suficiente. Cerca de donde su madre estaba vio al hombre que, hacía ya una eternidad, la había ayudado a salir del bosque cuando se perdió. Parecía merodear la casa. ¿Qué hacía allí? ¿Estaba acechando a su ama? Nada más pensar eso, el sujeto elevó la cabeza y la miró. «No te preocupes, Águeda, yo cuido de tu madre». La niña oyó esas palabras aunque el hombre no había movido la boca, pero le estaba hablando a ella. Sin decir nada más, se internó en el bosque.

Una sensación de paz invadió a Águeda y giró el cuerpo para regresar a la cueva aunque desconocía por dónde tenía que ir. Algo, no sabía bien qué, la había llevado hasta allí, sin intervención de su voluntad; ahora que era ella la que pensaba en un rumbo se sintió insegura porque mucho se temía que su orientación en el aire era igual de mala que en el suelo. Sin embargo, una especie de sexto sentido le indicó cuál era el camino y, sobrevolando valles, ríos y montañas, volvió a la caverna donde se encontraban sus compañeras.

―¡Águeda! ¡Águeda! ¡Despierta!

Alguien la estaba zarandeando. Águeda abrió los ojos y vio a Estevania mirándola de cerca.

―¿Qué ha pasado? ¿Ya he vuelto? ―dijo la niña mirando a su alrededor y comprobando que se hallaba en la cueva de nuevo―. ¡He ido a mi casa, Estevania! ¡He visto a mi madre! Y a un señor muy raro que me hablaba sin mover los labios y que me veía aunque mi madre no, pero estaba bien y dijo que la cuidaba y que…

―¡Para! Tranquilízate, estás muy alterada ―respondió la pelirroja.

―¿Volar? ¿Pero qué dices, niña? Además de botarate ahora inventas ―dijo Ane.

―¡Que sí! Fui por el aire hasta mi aldea y…

―¡Basta ya! Levántate y ayúdanos a recoger todo esto. Volvemos a casa mañana ―la interrumpió la vieja sin contemplaciones.

Mientras Estevania y Ane se alejaban, Águeda musitó compungida:

―Pero… yo volé. Era real.

Las dos mujeres se miraron sonriendo.

―Fue buena idea traerla hasta aquí ―dijo Ane―. Ya sabe invocar y a la primera lo ha conseguido. Realmente tiene mucho poder. Poco puedo yo enseñarle ya.

―No digas tonterías ―contestó Estevania―. Aún tiene mucho que perfeccionar y tú eres la más indicada.

El viaje de vuelta a la cabaña fue penoso para Águeda. Había sido muy duro despedirse de aquellas mujeres; apenas había convivido con ellas un par de días, pero habían sido tan intensos que percibía un vínculo especial con todas, especialmente con Estevania.  Por primera vez en su vida, Águeda, tenía un sentimiento de pertenencia, se sentía parte de un grupo.

Instaladas de nuevo en la casa del bosque volvieron a la rutina: recolectar plantas y hongos para luego elaborar emplastos y otros preparados que los aldeanos venían a recoger de tanto en tanto.

Las estaciones se sucedieron una tras otra; la luna recorrió el firmamento docenas de veces y los años fueron pasando.

Águeda, poco a poco fue adquiriendo más destreza en muchos aspectos aunque su mala memoria no se vio afectada; los nombres de las plantas aún se le resistían y le costaba mucho recordar las proporciones de algunas fórmulas, algo que, a veces, le costaba más de un disgusto, como aquella vez que se equivocó con la dosis de un laxante en el jarabe que le preparó a un leñador y este apareció, con el hacha en el hombro, a pedir explicaciones.

Cuando se sentía especialmente triste invocaba a Mari, entonces volaba y recorría lugares lejanos. Visitaba a su madre para comprobar que Basajaun, ese era el hombre misterioso del bosque, cumplía su palabra cuidando de ella.

 Gracias a esos viajes y a las esporádicas escapadas que, cada dos o tres años, hacían a la cueva de Zugarramurdi, Águeda soportó mejor la soledad a la que estaba sometida porque la vieja apenas servía de compañía, cada día era más huraña. El paso de los años y la humedad estaban haciendo mella en sus viejos huesos y sus movimientos eran más torpes, las tisanas de corteza de sauce y los emplastos de mostaza negra cada vez le hacían menos efecto. Ane muchos días ni se levantaba de la cama siendo Águeda la que se encargaba ya de todo.

Una noche en que la ventisca azotaba sin piedad la pequeña choza, Ane se acercó a Águeda con una caja de madera labrada en la mano.

―Creo que ya es hora de que tengas esto ―dijo la anciana entregándole la caja―. Yo ya no le puedo sacar provecho.

Águeda abrió la caja, en el interior se hallaba un colgante de bronce. Era un disco no muy grande, parecía muy antiguo. En una de sus caras estaba labrada la figura de una mujer tocando una especie de flauta. La niña se emocionó, era la primera vez que le regalaban una joya, si es que a una medalla de bronce con una tira de cuero se le podía llamar así.

―Gra… ¡gracias! ―dijo Águeda con la voz entrecortada.

―No me des las gracias y sécate esos ojos, puede que cuando sepas lo que sobrelleva ya no me lo agradezcas ―fue la enigmática y desabrida respuesta de Ane.

Aquella vieja incluso cuando entregaba un regalo era antipática y desagradable.

Al día siguiente Águeda se internó en el bosque en busca de hongo negro para hacerle unas cataplasmas a Ane. Antes de salir de la cabaña se colgó el disco de bronce. Todo el suelo estaba cubierto de hojas y era difícil encontrar la seta que buscaba.

―Por aquí no hay hongo negro, tienes que ir al otro lado del río.

Águeda se giró para comprobar quién había dicho aquello, supuso que sería alguna haya la que le había hablado aunque ya se conocía las voces de la mayoría y aquella voz no concordaba con ninguna. Una avutarda que estaba posada en una rama la observaba. Sin prestar demasiada atención a la voz ―ya estaba más que acostumbrada a oír a los árboles―, la chica siguió a lo suyo.

―No seas terca, ya te he dicho que aquí no hay lo que buscas, que tienes que cruzar el río.

Esta segunda vez ya fue consciente de que quien le hablaba era el pájaro. Hasta ahora ningún animal se había comunicado con ella, eso era nuevo. Sin ser muy consciente de ello, se tocó el amuleto que le había regalado Ane y le pareció sentir que vibraba al contacto con su mano.

―¿Estás segura? ―le preguntó a la avutarda.

―Segurísima, ayer me di un buen festín, no veas qué ricos están.

Águeda hizo caso al ave y en el lugar que le indicó encontró suficiente hongo negro para sus necesidades.

―No te vas a creer lo que me ha pasado ―dijo Águeda nada más entrar en la cabaña―. Ahora puedo entender lo que dicen algunos animales, me dirás que soy tonta, como siempre, pero yo creo que es el colgante que me has regalado… ¿Ane, qué haces?

La vieja se había levantado de su catre y estaba haciendo un hatillo con algunas pertenencias.

―Me voy a Zugarramurdi.

―¿Qué? ¿Cómo vamos a ir a allí ahora, en invierno? No estás en condiciones para hacer un viaje tan largo.

―No me has entendido. Tú no vas a ninguna parte, tú te quedas aquí. Me voy sola ―recalcó la vieja mirando intensamente a la chica.

―De eso nada. No puedes hacer un viaje y mucho menos sola.

―Mira niña, he vivido sola toda mi vida hasta que apareciste tú y siempre me he apañado muy bien, no necesito una mocosa para nada.

Aún discutieron bastante rato, pero la vieja además de antipática era obstinada.

―¿Y por qué tienes que ir precisamente ahora? Creí que la próxima reunión sería en primavera.

―No hay ninguna reunión. Mis compañeras están en apuros y tengo que ayudarlas.

―¿Apuros? ¿Qué apuros?

―Los aldeanos las acusan de auténticas barbaridades. Y los curas se han metido por medio.

―Entonces, más razón para ir yo contigo. También son mis compañeras ―replicó Águeda recogiendo igualmente algunas de sus pertenencias.

―¡No! Tú te quedas aquí. Ahora eres tú quien se debe hacer cargo del legado, ya estás preparada.

―¿De qué legado hablas? No te referirás a esta cabaña cochambrosa, y no me lo tomes a mal, pero esto no es ningún palacio, prefiero vivir en la cueva de Zugarramurdi con Estevania y las demás, antes que vivir sola aquí.

―He dicho que te quedas ―susurró Ane y en ese murmullo iba implícita una amenaza que hizo estremecer a Águeda―. Es peligroso, niña ―ya tenía dieciséis años y aún la trataba como a una cría―. Yo soy la que debo partir, ya he cumplido mi misión y he de compartir el destino de mis compañeras. Aún no ha llegado tu momento.

Se despidieron una fría mañana con la niebla como testigo. Ane abrazó a Águeda que se echó a llorar en cuanto los huesudos brazos de la vieja la abarcaron con dificultad: la artrosis de la anciana y la estatura de la chica complicaron el acercamiento.

―No temas, niña. No estás sola. Mari te protege, el bosque también. Además, dentro de poco vendrá un amigo mío a vigilar que nada malo te pase. Él te enseñará lo poco que necesitas aún saber. Ya está llegando ―husmeó el aire cerrando los ojos.

Sin más, Ane se alejó de la cabaña hasta que la niebla la engulló mientras Águeda lloraba sin consuelo. No podía creer que la vieja la abandonara, aunque más extraño le resultaba que sintiera tristeza por ello.

No volvió a tener noticias de la anciana. Una madrugada la chica se despertó sobresaltada, olía a quemado. Salió de la cabaña asustada pensando en algún incendio forestal, pero no había nada de humo, aunque ese desagradable olor permaneció todo el día y al caer la tarde una opresión en el pecho le hizo saber que Ane ya no caminaba entre los vivos.

Pocos días después apareció un forastero que dijo ser amigo de Ane y venir en su nombre. Se llamaba Gael y el color rojo de su pelo le recordó a Estevania. Gael procedía de las tierras que se hallan más al norte, al otro lado del mar, donde, según él, muchos de sus habitantes tienen el pelo rojo.  

Aquel extraño se comportó con una familiaridad que resultó rara y al mismo tiempo reconfortante. Tal como predijo Ane, Gael cuidó de Águeda y le enseñó muchas cosas, entre las más valiosas leer y escribir, algo que palió en gran medida su nefasta memoria para recordar nombres y recetas. También le contó la historia sobre el origen del colgante que le regaló Ane, cómo había pasado de generación en generación a través de muchas otras mujeres.

Fueron numerosas las cosas que Águeda averiguó a través de Gael, pero eso, querido lector, eso ya es otra historia.

 

 



 

NOTA: Este largo relato, dividido en tres partes para adaptarlo al formato que impone un blog, forma parte de una historia mucho más extensa que estoy escribiendo y que, si las musas o las brujas me lo permiten, algún día verá la luz en forma de novela. Ojalá, y mientras ese momento llega, yo también consiga invocar a la diosa Mari para que me conceda el don de poder publicar el resultado final.

 


4 de diciembre de 2021

Invocación (II)

 

Las mujeres que les dieron la bienvenida acompañaron a Ane y a Águeda hasta el interior de la cueva. En uno de sus recovecos estaba colocada una tabla de grandes dimensiones apoyada en varios caballetes. A su alrededor había más mujeres que, entre risas, comían diferentes viandas sentadas en unos bancos dispuestos a los lados de la mesa. Águeda en cuanto vio la comida comenzó a salivar, las tripas le crujían de hambre.

―Sentaos y reponed fuerzas ―las invitó con un ademán la pelirroja―. Debéis de estar agotadas después de un viaje tan largo.

Águeda no se hizo de rogar; sin mediar palabra se sentó y se puso a comer.

―Cuida tus modales, jovencita ―la recriminó Ane―. No te comportes como un animal salvaje.

―Veo que sigues tan gruñona como siempre ―replicó la pelirroja―. Me llamo Estevania ―continuó dirigiéndose a la niña―. ¿Y tú?

―Águeda ―contestó la interpelada con la boca llena de un pastel de carne que la hizo poner los ojos del revés de lo sabroso que estaba.

Mientras que Águeda comía hasta hartarse, la anciana y la pelirroja se alejaron de la mesa y comenzaron a hablar en susurros, de vez en cuando dirigían la mirada hacia donde estaba la niña comiendo. Águeda estaba convencida de que hablaban de ella. A saber qué le estaría contando la vieja a Estevania, nada bueno, seguro.

―Amigas, ya está bien de tanto parloteo,  hay que ponerse manos a la obra. La reunión será esta noche y aún hay muchas cosas por preparar. ¡Vamos!

Quien así habló era una mujer oronda, con la cara rubicunda y el pelo muy rubio. A pesar del tono recriminatorio sus ojos sonreían con unos ojos azules, casi transparentes de lo claros que eran.

Todas las mujeres se levantaron de la mesa y empezaron a trajinar por la cueva. Águeda, muy a su pesar también se levantó y se quedó parada sin saber muy bien qué hacer. Estevania acudió a su rescate.

―Ven conmigo ―le dijo tomándola cariñosamente por los hombros―. Mientras las demás obedecen a Graciana ―señaló con el mentón a la mujer oronda ― tú y yo vamos a charlar.

Se sentaron en el suelo, al lado de una pequeña hoguera que desahogaba el humo por uno de los agujeros que en la cueva había.

―Ya me ha dicho Ane que tienes el don y por eso vives con ella.

―Sí, eso dice mi madre, pero yo no sé qué es ese don, ni esa doña ―contestó la niña encogiéndose de hombros.

―¿No te lo ha explicado Ane?

―No. Ella no explica, solo me manda hacer cosas y me dice los nombres de las plantas y para qué sirven, pero se me olvidan porque no puedo recordarlo todo y entonces ella se enfada y yo me agobio y me cuesta aún más aprender lo que me dice y…

Águeda se echó a llorar; era la primera vez desde que había dejado su casa. Ganas no le habían faltado, pero se había propuesto que no le daría esa satisfacción a la vieja porque dejarse llevar por el llanto le parecía una manera de claudicar y darle la razón a Ane cuando decía que era una inútil. Sin embargo, delante de Estevania sintió que podía sincerarse, aquella mujer era todo lo contrario de la anciana.

―Tranquila, niña. No te pongas así ―la reconfortó Estevania abrazándola―. Conozco a Ane y sé que no es precisamente la alegría personificada, pero es buena aunque a veces no se le note ―rio su propia gracia―. Es cierto que no se anda con rodeos y que no es muy amiga de hablar, pero estás con la mejor maestra. Si no te ha explicado en qué consiste el don y qué implica, lo haré yo.

Estevania dobló las piernas y, mientras atizaba el fuego, comenzó a hablar con una dulce cadencia.

―A lo largo de miles de lunas han nacido mujeres que tienen una capacidad especial para distinguir cosas que pasan desapercibidas a la mayoría. Esas mujeres pueden comunicarse con otros seres vivos diferentes a los humanos: entienden el rumor del agua en un río, los signos que aparecen entre las nubes o el lenguaje de las plantas.

―El día que me perdí en el bosque me hablaron unas hayas ―la interrumpió Águeda excitada.

Estevania sonrió y continuó con su explicación.

―La comunicación con la Naturaleza es tal en estas mujeres que eso las permite aprovechar todo lo que Ella nos regala. Nosotras ―señaló con un gesto a todas las mujeres que por allí pululaban, a sí misma e incluso a Águeda― utilizamos ese don para ayudar a los demás. Elaboramos todo tipo de preparados para curar dolencias, vaticinamos desastres leyendo las nubes o escuchando lo que el bosque nos advierte. Ponemos a disposición de los demás nuestros conocimientos, pero esto no siempre es bien aceptado por quienes se benefician de nuestra capacidad.

―En mi aldea me empezaron a mirar mal en cuanto se enteraron de lo de las hayas ―interrumpió otra vez Águeda.

Estevania volvió a sonreír ante la nueva intervención de la niña.

―Hay que ser cautas y tener precaución. Por eso solemos vivir aisladas y nos reunimos de vez en cuando para disfrutar de la compañía de otras como nosotras. No obstante, el don no es suficiente, hay que desarrollarlo, debe madurar.

―¿Y eso cómo se hace?

―Aprendiendo de otras mujeres que ya lo han perfeccionado.

―¿Como Ane?

―Por ejemplo. Es la que más sabe de todas las que estamos aquí. Estás con la mejor, tienes mucha suerte, niña.

Águeda no se quedó muy convencida. Que tenía que aprender lo podía asumir, pero que Ane fuera la mejor manera… Esa vieja era antipática y como maestra dejaba mucho que desear. Si los meses que había pasado con ella eran tener suerte no quería ni pensar lo que le tocaría vivir cuando no la tuviera.

―Puede que creas estar pasándolo mal ―prosiguió Estevania como si le hubiera leído el pensamiento―, pero te aseguro que si sigues con ella podrás desarrollar todo tu potencial que, lo percibo muy bien, es mucho. Estás empezando, debes ser paciente. Cuando aprendas a invocar te será revelado mucho conocimiento. Y hoy mismo puede que ya comience tu aprendizaje en ese aspecto porque, supongo que Ane aún no te ha enseñado cómo invocar, ¿verdad?

La cara de incomprensión de Águeda le dio la respuesta a Estevania.

―No te preocupes. Esta noche invocaremos su nombre y puede que seas afortunada ―prosiguió con tono enigmático.

Águeda miró a su alrededor y en un susurro le dijo a la pelirroja:

―Vosotras… vosotras… ¿sois brujas?

Águeda recordó lo que se decía en su aldea, que la brujas se reunían en cuevas o en lo más profundo del bosque para invocar al diablo y acostarse con él ―cuando las comadres llegaban a esta parte Águeda no entendía muy bien a qué se referían aunque sospechaba que lo de acostarse no era para dormir―.

―Bueno, ese es uno de los nombres que nos dan, pero eso no tiene importancia ―contestó Estevania sonriendo.

―Ya, pero eso de invocar… ¿Váis a llamar al demonio? ―replicó la chiquilla con angustia en la cara―. Yo no quiero estar presente, me da miedo y… un poco de asco ―añadió pensando en lo que sería acostarse con un ser con la forma de un macho cabrío.

Estevania estalló en una estentórea carcajada que resonó en las paredes de la enorme cueva.

―Nosotras no tenemos relaciones ―hizo un mohín pícaro― con el diablo. Supongo que te han llenado la cabeza de muchas historias horribles sobre nosotras, pero en nuestras reuniones no aparece ningún ente oscuro. Aunque te confesaré que sí hay algo de… fiesta ―repitió el mohín de picardía―, pero con hombres de carne y hueso ―rio―. Aún eres muy joven para entenderlo.

Tras oír la aclaración de la pelirroja, Águeda se relajó. La verdad es que la imagen que tenía sobre las brujas adquirida por las historias contadas alrededor de la lumbre en las noches de invierno, nada tenía que ver con Estevania, puede que con Ane, pero con aquella mujer… era muy guapa, y simpática.

―Invocamos a la diosa Mari ―prosiguió la mujer―. Es a ella a quien debemos nuestro poder y queremos que siga enseñándonos. Nada de seres malignos ni espíritus oscuros, de hecho le pedimos que nos proteja de ellos. Ella nos hizo un regalo atendiendo nuestros ruegos: el eguzkilore.

―¿La flor del sol es un regalo de Mari? ―preguntó Águeda asombrada―. Mi madre siempre se ocupaba de tener uno de esos cardos en la puerta. Aunque el cura decía que eran tonterías, que era mejor colgar un crucifijo.

―Pues sí, el eguzkilore nos lo entregó Ella para ahuyentar los seres que habitan en la oscuridad. Pero a nosotras nos regala muchas cosas más, por eso la invocamos en nuestras reuniones. Cuando vinculamos todos nuestros poderes, conseguimos que venga y nos acompañe proporcionándonos sabiduría y protección.

―Entonces ¿esta noche va a venir la diosa Mari?

―Lo intentaremos. Bueno, ya basta de cháchara, vamos a arrimar el hombro o Graciana vendrá a atizarnos con… una escoba ―se carcajeó la pelirroja.

Estuvieron toda la tarde limpiando y organizando diferentes lugares de la cueva. En la zona más amplia, donde el techo era más alto, dispusieron unas piedras formando un círculo y amontonaron leña en el interior para hacer una gran hoguera. Águeda no entendía a qué venía preparar un fuego tan potente porque en el interior de la cueva la temperatura era muy agradable.

―Esta noche danzaremos alrededor de la hoguera en honor a Mari. Con nuestros cánticos y la luz del fuego la invocaremos. Estate atenta, aprenderás.

La voz de Estevania le llegó nítidamente aunque la pelirroja estaba bastante alejada de ella, sin embargo la había oído muy bien y, lo más extraño, parecía que le había leído el pensamiento. Cuando la miró asombrada, Estevania le guiñó un ojo desde la distancia.

Al caer la noche vinieron más mujeres y algunos hombres también aunque en clara minoría, pero a Águeda le llamó la atención que eran fornidos y muy atractivos. Todos traían algún presente: comida, barriles de vino o de cerveza. Allí había cerca de medio centenar de personas. Águeda lo observaba todo con asombro: los ropajes de los asistentes ornamentados con bordados coloridos o los adornos florales que la mayoría llevaba en el pelo, incluidos los hombres.

Tras comer, y sobre todo beber, alrededor de la gran mesa, los reunidos se acercaron a la gran hoguera que ardía majestuosamente en el centro de la cueva. La rodearon formando un gran corro y cogidos de las manos empezaron a cantar. Águeda no entendía las palabras, era un idioma extraño, pero enseguida empezó a moverse al son del cántico que, poco a poco, iba adquiriendo un ritmo más acelerado e intenso. A medida que la canción ganaba en intensidad el baile fue enardeciéndose hasta que el corro se deshizo y cada uno bailaba a su aire en solitario o bien en parejas. Muchos de los presentes empezaron a desnudarse; al principio Águeda pensó que como consecuencia del calor emanado por la gran fogata, aunque eso no explicaba que tras quitarse la ropa algunos empezaran a acariciarse entre sí.

De lo que sí estaba segura Águeda es que aquello era fruto de la gran cantidad de bebida que todos habían consumido, pero ella, que apenas había probado el vino ni la cerveza, también sentía recorrer una excitación por todo su cuerpo. Se agitó frenética y completamente desinhibida saltó y gritó.

De repente una intensa luz la cegó, apenas podía distinguir nada de lo que había en la cueva; una enorme y difuminada sombra se acercó a ella, entre brumas le pareció ver el rostro de una mujer rubia, muy hermosa, que le sonreía. Antes de que Águeda pudiera discernir qué estaba viendo, la imagen desapareció, sintió cómo sus pies se despegaban del suelo y comenzó a flotar. Aturdida por lo que le pasaba cerró los ojos un instante y cuando los volvió a abrir comprobó que se hallaba fuera de la cueva, a sus pies, a cientos de metros, vio el valle por el que ese mismo día Ane y ella habían llegado. El corazón le latía con fuerza en el pecho. ¡Estaba volando!

CONTINUARÁ…




27 de noviembre de 2021

Invocación (I)


 

Nunca lo conseguiría. No tenía capacidad para hacer todo lo que ella le exigía por mucho que su madre dijera que ese era su destino. Le resultaba muy difícil aprender aquello. Eran demasiadas cosas. Saber las propiedades de todas esas plantas era muy complicado, apenas entendía en qué consistían las dolencias que sanaban; si los nombres de las enfermedades ya le resultaban en la mayoría de los casos extraños, más aún cómo se curaban. Tan solo conocía unas pocas dolencias, como el mal del pecho, ese que se llevó a su padre cuando ella era una niña, o el garrotillo ―aún recordaba con pavor la muerte de su hermano Unai cuando su garganta llegó a hincharse tanto que el pobre bebé acabó ahogado―. Por lo demás poco sabía de las causas por las que se moría la gente, porque esas cosas poco interesan cuando se tienen doce años.

Tampoco podía diferenciar esos malditos hongos tan parecidos, mucho menos memorizar sus enrevesados nombres. Ni siquiera era capaz de distinguirlos entre las hojas del suelo; más de una vez los había pisado deambulando por el monte en su busca y cuando esto ocurría ella la regañaba sin compasión.

Por eso prefería ir sola al bosque, aunque se desorientara porque su inutilidad era tal que en cuanto se alejaba de las cercanías de su casa se perdía fácilmente.

―Águeda, siempre estás con la cabeza en las nubes, no prestas atención por dónde vas y por eso te pierdes ―le solía reprender con dulzura su madre.

Su nefasta capacidad para orientarse fue la responsable de que acabara en el lugar en el que se hallaba, con esa maldita mujer. El día que se perdió en Irati fue el inicio del desastre.

Una de las ovejas que cuidaba se adentró en el bosque y Águeda fue en su busca para reintegrarla al rebaño ―el dueño era capaz de matarla si regresaba con la manada incompleta―, así que, a pesar del temor que la zona le inspiraba, se introdujo en la floresta para encontrar el animal perdido. Al final la oveja supo salir de allí por sus propios medios, pero Águeda no. Pasar la noche en aquel lugar siniestro fue un mal trago: la humedad, la oscuridad, los crujidos de los árboles que al mecerse con el viento parecía que le hablaban, todo la aterró. Águeda supuso que fue producto del miedo, pero creyó entender frases murmuradas por las hayas que, en cierta medida, la reconfortaron. En su cabeza sonaron voces diferentes, algunas dulces, otras infantiles; había una muy grave que cada vez que se oía parecía enfadada, en cambio había otra más aguda que solo decía impertinencias, se dedicaba a ridiculizarla y a llamarla panoli.

Cuando estaba a punto de amanecer apareció un hombre muy alto, con una larga y brillante cabellera rubia. Sin dirigirle la palabra la tomó de la mano y la condujo fuera del bosque hasta las cercanías de su aldea. Si no llega a ser por él hubiera muerto sola en aquella selva de hayas y abetos.

Fue una experiencia terrible, pero lo peor aún estaba por llegar. Lo malo no fue perderse, peor fue contarlo. Cuando le dijo a su madre, y a las vecinas reunidas en su casa alrededor de la lumbre, que por la noche las hayas le habían hablado y que un hombre extraño acudió en su ayuda, todas las mujeres que la escucharon se persignaron y comenzaron a murmurar. En pocos días el rumor se extendió por toda la aldea y cada vez que Águeda paseaba por las embarradas calles, los vecinos la señalaban con el dedo y más de uno escupía a su paso.

Una madrugada, cuando un tibio sol apuntaba entre las montañas, su madre la despertó y se la llevó al bosque con un pequeño hatillo donde había guardado unas pocas prendas.

―¿Dónde vamos, madre?

―A un lugar seguro para ti ―fue la escueta respuesta de su progenitora.

Caminaron durante horas entre árboles centenarios. Cuando llegaron a un pequeño claro del bosque donde discurría un río, divisaron una cabaña. Una anciana salió de la choza a recibirlas.

―Aquí tienes a mi hija. Tiene el don, es contigo con quien debe estar ―dijo la madre de Águeda.

La anciana miró a la niña y, después de un severo escrutinio, sonrió mostrando una reluciente dentadura, algo que asombró a Águeda porque nadie de la aldea con los mismos años tenía una boca tan sana como la de aquella mujer.

Antes de irse la madre de Águeda abrazó a su hija con lágrimas en los ojos.

―Aquí estarás bien. Créeme, este es tu lugar. Obedécela ―señaló a la anciana―, con ella aprenderás cosas increíbles.

Y así empezó su calvario. Su madre le dijo que ahí estaría bien, pero no era cierto. Se levantaba al alba para limpiar y ordenar el siempre desordenado habitáculo de la vieja, lleno de hierbas secas y frascos con líquidos de distintos colores. Las pocas palabras que la anciana le dirigía eran para darle órdenes. El resto del día lo ocupaba en aprender lo que ella le quería enseñar, invariablemente con frases secas y concisas.

―Hongo yesquero ―señalaba con un dedo artrítico un cestillo lleno de setas marrones y esponjosas―. Crece en la corteza de los árboles. Bueno para taponar heridas que sangran mucho.

Águeda, angustiada, intentaba memorizar todo mientras la anciana seguía con sus lecciones.

―Oreja de Judas, para la hinchazón de la piel y la irritación de los ojos. Pulmonaria, se recoge en verano; para la tisis y los catarros. Genciana, para los problemas del estómago. Acedera, suelta las tripas y la vejiga.

Tan solo en algunas ocasiones se explayaba más en sus explicaciones, como cuando le enseñó el pebrazo.

―Para la gonorrea ―dijo tomando en sus manos sarmentosas una seta ―. Esta la pide con frecuencia el cura ―sonrió con ironía―, aunque nunca viene él, claro, siempre manda a algún chiquillo.  

Casi todos los días iban juntas al bosque, a recolectar plantas y hongos. De regreso a la cabaña elaboraban emplastos, ungüentos y todo tipo de preparados que guardaban en una alacena, protegidos de la luz y de la humedad que todo lo impregnaba. De vez en cuando alguna aldeana se acercaba a la choza para llevarse una de las pócimas que la vieja y ella hacían. A cambio, recibían una gallina, una hogaza de pan o un buen trozo de queso. De todas las visitantes esporádicas que hasta allí se acercaban, Águeda nunca reconoció a ninguna. No eran sus antiguas vecinas; su nuevo hogar estaba muy lejos de la casa de su madre, y constatar eso la entristecía porque sabía que nunca volvería allí.

No era feliz. Se agobiaba con tanto nombre y tantas cosas que aprender. Ella nunca había sido muy espabilada ―estaba allí por tonta, por haberse perdido en Irati y, encima, contar lo que le ocurrió―. La anciana le decía, de tarde en tarde, que tenía el don. Como la vieja no era precisamente dicharachera, Águeda no consiguió averiguar a qué se refería. Por lo que a ella le constaba, no era capaz de hacer nada bien.

Siete lunas después de su llegada, la anciana le dijo a Águeda que preparara un zurrón con comida, que iban a hacer un viaje de varios días.

―¿Dónde vamos?

―A ver unas amigas ―respondió secamente la vieja.

Águeda se limitó a obedecer sin indagar más, pero en su interior se preguntó qué amigas podía tener esa mujer tan hosca que vivía en lo más profundo del bosque sin más compañía que los árboles, el agua del río y, desde hacía unos meses, una chiquilla torpe.

Caminaron durante varias jornadas entre bosques y montañas, siempre esquivando los lugares poblados. Cuando se hacía de noche, buscaban el refugio de algún árbol hueco o se cobijaban en las hojas amontonadas entre rocas cubiertas de musgo. Al cumplirse el quinto día de viaje divisaron desde una loma una población en medio de un valle cubierto de praderas de color esmeralda.

―Zugarramurdi ―exclamó la vieja con una sonrisa de satisfacción.

―¿Es a ese pueblo donde vamos?

―No exactamente.

Bajaron en dirección a la aldea, pero antes de llegar se desviaron hacia una zona boscosa y, tras atravesar un claro, llegaron a una cueva enorme. Águeda había visitado con otros chiquillos las grutas de su pueblo natal, pero eran pequeñas oquedades excavadas en la roca donde apenas cabían unas pocas personas. Sin embargo, la cueva en la que se encontraban era grandísima, en algunas zonas el techo era más alto que el de la iglesia de su aldea.

Mientras Águeda miraba embobada a su alrededor se oyeron voces femeninas. Del fondo de la cueva surgieron varias mujeres de edades diferentes. Todas se acercaron a las recién llegadas.

―Ane ¡Por fin has venido, amiga! ¡Cuántos años sin verte! Será un placer volver a charlar contigo y compartir vivencias ―dijo una mujer de tez muy blanca y con una larga cabellera roja al tiempo que abrazaba a la anciana.

Con esas pocas frases Águeda obtuvo más información de su mentora que en todos los meses que había pasado con ella: se llamaba Ane, era capaz de charlar y, lo más asombroso, ¡tenía amigas!

El asombro y los descubrimientos para Águeda no habían hecho más que comenzar.

CONTINUARÁ…





20 de noviembre de 2021

Perdida en la selva (y II)

 

Mecida por la vibración de las hayas al moverlas el suave viento empecé a cabecear. Un ligero mareo me invadió y ante mis ojos danzaron imágenes.

Como si de una película se tratara vi pasar las estaciones en el bosque. En el otoño las hojas descendían desde las alturas imposibles de las ramas más altas, hasta el suelo para formar un manto mullido y húmedo. La lluvia fina que regaba todo el lugar las convertía en un fertilizante alimento para las raíces de los árboles que las habían dejado caer, volviendo en cierta manera al lugar del que procedían. El calor de la putrefacción permitía temperaturas agradables para soportar el invierno cuando el bosque quedaba aletargado, en reposo, durmiente, en espera de rayos de sol más potentes que lo despertaran. La primavera con sus días más largos avivaba la savia y entonces nuevas hojas, hijas de las que cayeron y yacieron a los pies de las hayas, nacían para, en un magnífico despliegue horizontal, acaparar toda la luz y nutrirse. El verano transcurría en el bosque con un frescor fruto de la sombra producida por las ramas al tamizar los pocos rayos de sol que llegaban hasta el suelo.

―Yo me pregunto por qué esta mujer nos entiende. ¿No os parece sospechoso?

La voz chillona del haya toca narices me sacó de la ensoñación.

―Bueno, de vez en cuando aparece alguien así. No es la primera vez ―contestó el haya amable a la que ya había bautizado como Maja.

―Han pasado muchas lunas desde la última vez que un humano estuvo por aquí y habló con nosotros ―tronó la voz del haya que parecía llevar la batuta y a la que yo llamé Gruñón.  

―Es cierto, aún me acuerdo de ella. Pobrecilla, qué triste destino le aguardaba ―replicó Tocanarices―. Si hubiera sabido cómo iba a acabar seguro que no se habría ido de aquí.

No tenía ni idea de quién estaban hablando, pero me picó la curiosidad.

―¿Qué le pasó? ―pregunté alzando la cabeza y mirando a todos los árboles por igual. Aún no era capaz de identificar qué haya en concreto hablaba, aunque a Maja sí que la tenía localizada.

―Murió ―fue la escueta respuesta.

Un silencio siniestro se enseñoreó del lugar, ni el viento se hizo notar. Sentí un escalofrío.

―Ya, bueno. Si dices que fue hace mucho tiempo, lo lógico es que se haya muerto ―dije yo por tirarle de la lengua, o de lo que sea que tengan los árboles que hablan.

―Lo malo no fue que se muriera, sino cómo le vino la muerte ―prosiguió Tocanarices.

―La quemaron en una hoguera ―añadió Gruñón.

Esta vez su voz parecía afligida, algo que me sorprendió porque hasta ahora siempre había hablado con un tono enfadado.

―¡Madre mía! ¿Estáis seguros? Ya no se quema a la gente en la hoguera, eso son cosas de un pasado lejano ―repliqué yo algo asustada.

―A ver, panoli. Te acabamos de decir que fue hace muchas lunas.

―¡Ah! Vale. Y… exactamente, ¿por qué la quemaron? ―pregunté yo como si hubiera motivos más válidos que otros para hacer esa monstruosidad.

―Por bruja ―contestó la voz infantil, Nene ya para mí.

―Por ser diferente, en realidad ―añadió Maja―. No hacía ningún mal. Siempre que venía al bosque a buscar plantas para los emplastos que ella misma elaboraba, era amable con todos nosotros, respetuosa con cualquier ser vivo. Nunca hizo daño a nadie, pero sus congéneres la tenían miedo.

―Que se juntara en una cueva con otras amigas para bailar y vete tú a saber qué otras cosas más, no ayudó mucho, la verdad ―dijo Tocanarices―. Cuando se hacen cosas raras… pues eso no gusta a muchos. Los humanos sois muy cerriles. Pero la pobre Ane estaba un poco ida, las cosas como son.

―Debería haberse quedado aquí, entre nosotros, nunca la habrían encontrado. Incluso tenía el permiso de Basajaun para quedarse a vivir en el bosque ―añadió Gruñón.

―Además se llevaba muy bien con la otra loca, la que anda desnuda por aquí ―prosiguió Tocanarices.

―¡Más respeto! ¡No consiento que hables así de nuestra señora! ­―tronó Gruñón―. Basandere puede caminar por sus dominios como le dé la gana, y si quiere hacerlo desnuda está en su derecho.

Mientras Gruñón regañaba al haya faltona ―a lo que se ve Tocanarices era irrespetuoso con todo el mundo―, yo intentaba memorizar los nombres que estaba oyendo.

―Y esos Basanosequé y Basandenosecuántos, ¿quiénes son?

―Los señores del bosque ―contestó Nene―. ¿No te los has encontrado?

―Creo que no. ¿Qué aspecto tienen?

―Basajaun es muy alto, tiene una larga cabellera rubia; suele tener mal carácter, no le gusta que le desobedezcan. Basandere es muy bella y suele andar desnuda ―me informó Nene.

―Pues no, no me los he encontrado. A él casi que estoy segura, y a ella segurísimo que no, me habría dado cuenta si hubiera visto a una mujer en pelotas.

―¿Y a Juana? ¿La has visto?

―Si no me das más pistas… No sé a quién te refieres. Aunque entre los senderistas es común saludar a los paseantes con los que nos cruzamos no suelo preguntarles cómo se llaman ―contesté pensando que por fin oía un nombre facilito de recordar, Juana.

―Si la hubieras visto también te acordarías ―replicó Tocanarices.

―¿Por qué? ¿También va desnuda? ―pregunté.

―Es un esqueleto. Lo llevan en volandas unas hadas.

―Tienes razón, a esa tampoco me la encontré, y menos mal.

Después de saber qué clase de gente deambulaba por la zona, casi que estaba contenta de estar sola. ¡Menudos inquilinos los de este bosque! ¡Y me quejaba yo de mis vecinos!

―¿Y por qué "pasea" así la pobre Juana? ―pregunté curiosa pensando que había gente con manías muy raras para caminar por el bosque.

―Porque fue envenenada. Era reina de Navarra y tenía enemigos que no la querían bien.

―Ya, si la envenenaron muy bien no les caía, no, pero ¿y eso qué tiene que ver para ir el esqueleto por ahí?

―Busca venganza.

―¿Dando sustos a los que se encuentra por el camino? Pues vaya con la reina ―comenté.

―Nos estamos desviando de la principal cuestión ―dijo Tocanarices―. ¿Por qué eres capaz de entendernos?

―No tengo ni idea. Pero cuando me pierdo caminando me suelen pasar cosas raras. Hace un par de años me encontré con el espíritu de un oso en un bosque asturiano (Crónicas astures) y aquello, además de ser extraño, me causó muchos quebraderos de cabeza. En otras ocasiones he tenido como acompañante a un dios griego (Crónicas hercúleas), y en El Bierzo me topé con una bruja que también me metió en líos (Crónicas bercianas). No sé, quizás sea algo genético ―concluí encogiéndome de hombros.

―¡Bruja! ¡Esa es la clave! ―exclamó Tocanarices―. Como Ane, y como otras antes que ella, fueron las únicas que consiguieron entendernos.

―Hace mucho tiempo que las brujas dejaron de existir. A todas las persiguieron y quemaron o encerraron ―dijo Gruñón.

―Pues alguna debe de quedar suelta aún ―insistió Tocanarices.

―¿Qué más da el motivo? ―intervino Maja― Tú estás aquí, hablando con nosotros, sintiendo el bosque. Eso es lo único que importa.

―La verdad es que esta experiencia es muy instructiva ―asentí yo―, pero me gustaría que alguien me dijera cómo encontrar una senda que me saque de aquí. Vamos a ver, no me entendáis mal. Estoy disfrutando mucho de vuestra compañía pero la noche está a punto de caer encima y yo no tengo equipamiento para hacer vivac.

―Quizás si anduvieras un poco y no estuvieras de cháchara con nosotros ya habrías encontrado el camino ―replicó Tocanarices haciendo honor a su nombre.

―Si te encuentras con Basajaun puede que te ayude ―dijo Nene­.

O sea, que después de tanta cháchara me iba a tocar seguir andando a la buena de Dios para encontrarme con alguien que me diera indicaciones.

―Bueno, pues me pondré a caminar a ver qué hago ―dije con el ánimo por los suelos.

―Para toparte con Basajaun solo tienes que cerrar los ojos e invocarle, él se te mostrará… si quiere. Suele hacerlo para ayudar a los caminantes errantes ―me ayudó Nene.

Dado que la humedad previa al crepúsculo ya se estaba haciendo notar y la perspectiva de pernoctar en aquel lugar no me atraía nada, desesperada decidí hacer caso al haya infantil. Cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que el señor del bosque se me apareciera para sacarme de allí.

De repente, una voz distinta se oyó.

―¡Por fin! ¡Estás aquí! Llevo media hora buscándote.

Abrí los ojos y enfoqué la vista hacia quien hablaba. Un hombre rubio, con una mochila en la espalda me estaba mirando.

―¿Basajaun? ―dije asombrada.

La indumentaria que llevaba aquel hombre para nada me cuadraba con un señor del bosque con malas pulgas. Más parecía otro senderista y además muy parecido al guía del grupo con el que había empezado a caminar por allí.

―No. Soy Miguel. ¿No me reconoces? Estamos buscándote desde hace un buen rato. Espera, voy a comunicar por el walkie que te he encontrado. ¿Qué te pasa? Estás pálida. Ni que hubieras visto fantasmas.

No era Basajaun, sentí cierta decepción. Después de tanto cuento como me había enterado esperaba algo más excepcional, pero también tenía que reconocer que podía haber sido peor.

―Al menos no eres Juana ―dije en voz alta sin darme cuenta.

―¿Qué Juana? ¿Qué dices? De verdad, Paloma, ¿te encuentras bien? ¿Te has caído y te has golpeado la cabeza? ―me preguntó con gesto alarmado―. Te noto desorientada.

Claro que estaba desorientada, me había perdido y había estado hablando con árboles. O eso creía porque desde que apareció Miguel las hayas permanecieron calladas. Quizás tuviera razón el guía y me había golpeado, o había inhalado algún efluvio de un hongo alucinógeno ―no podía quitarme esa posibilidad de la cabeza ni a tiros―.

No contesté. Tan solo me limité a seguirle para unirnos con el resto del grupo de caminantes. Empezamos a alejarnos de la zona y cuando ya estaba convencida de que todo lo vivido y oído había sido fruto de una ensoñación, escuché perfectamente.

―¡Hasta pronto! ¡Vuelve cuando quieras… panoli!

FIN






13 de noviembre de 2021

Perdida en la selva (I)

 

«Un paraíso de la Naturaleza» «Exuberancia en estado puro» «El mayor hayedo-abetal de Europa te asombrará con sus paisajes sacados de un cuento y sus miles de hectáreas de naturaleza salvaje para perderte». Estas eran las frases que pude leer en el folleto de una agencia de senderismo sobre la Selva de Irati. Aunque sé que los reclamos turísticos siempre suelen ser exagerados, decidí apuntarme al viaje y conocer ese lugar. Además, eso de ir a una selva en España me pareció original porque yo siempre había ubicado las selvas en lugares recónditos y muy alejados de mi casa como África o América.

La verdad es que el folleto que me hizo viajar hasta ese bosque de Navarra no mintió. El lugar era espectacular y el asombro comenzó en el mismo momento en que bajé del autocar y me calcé las botas de montaña para iniciar el recorrido. De todas formas, lo de que aquello fuera una selva siguió sin convencerme, demasiadas películas de Tarzán vi en mi niñez para quitarme de encima ciertos prejuicios e informaciones incorrectas.

El folleto no se equivocaba, no. Sobre todo en la frase que decía lo de miles de hectáreas para perderte.

Empecé a caminar con la boca abierta mirando embobada a mi alrededor. Hayas altísimas mezcladas con abetos también altísimos me hicieron mirar hacia arriba con los ojos abiertos de par en par. Tanto mirar arriba hizo que no mirara abajo, donde pisaba, y eso provocó que diera algún que otro traspiés porque el suelo estaba cubierto de hojas caídas y bastante embarrado ―cosas del otoño y de la lluvia navarra―. Pero lo de mirar atontada hacia arriba tuvo otra consecuencia peor que la de resbalar de vez en cuando y fue que me salí de la senda alejándome del grupo de senderismo. Salirte de una senda y caminar sola en una zona que no conoces lleva irremisiblemente a un único desenlace: te pierdes.

No sé cuánto tiempo llevaría perdida en el bosque cuando me percaté de que estaba sola. En un momento dado miré a mi alrededor y allí no había más que árboles, rocas cubiertas de musgo y un silencio inquietante tan solo roto por el bisbiseo de las hojas mecidas por el suave viento que, a ráfagas, barría el bosque.

Lo primero que se me ocurrió fue mandar un whatsapp al guía para avisarle de mi situación, pero no había cobertura. Lo segundo que se me ocurrió fue acudir al GPS del Google Maps aunque en la casilla de “destino” no sabía muy bien qué poner, pero miraría en el mapa algún lugar con casas y allí me iría. Mis dudas no tenían ningún sentido porque el GPS tampoco funcionaba.

«Tranquila, Paloma, no pasa nada, el grupo no puede andar muy lejos, seguro que lo encuentras enseguida» me dije para darme ánimos, pero lo cierto es que estaba más sola que la una y cierto canguelo y angustia empezaron a invadirme.

Intenté recordar las lecciones de mi abuela gallega sobre cómo orientarse en el bosque; me dijo algo como que el musgo en los árboles se adhiere en la cara norte. «Bueno, pues ya está», me dije, «miro dónde está el musgo y me voy al norte» ―aunque no supiera realmente qué había al norte, bueno, sí, según mis lecciones de geografía al norte de Navarra está Francia, tampoco es que me hiciera mucha gracia ir hasta allí, pero no podía ponerme exquisita en una situación tan extrema―.

Me acerqué a un haya y me fijé en el musgo; el puñetero recubría todo el tronco, por todos lados. «Pues estamos listos» me dije ya algo cabreada. Yo no sé para qué nos enseñan cosas que no sirven para nada, incluida mi pobre abuela.

Empecé a barajar más opciones para darme cuenta de que no las tenía porque yo soy muy urbanita y sin planos y sin GPS o gente a la que preguntar, no sé moverme en lugares que no conozco.

Me senté abatida en el suelo.

―Vaya, al final no sabe qué hacer. ¡Pobrecilla! ―dijo alguien con una dulce voz.

―Te dije que era una panoli, otra tonta que se pierde ―respondió otra voz, esta más aguda.

Me giré ilusionada creyendo que un par de excursionistas andaban cerca y serían mi salvación, pero allí no había nadie, aunque las voces siguieron oyéndose y esta vez eran más.

―Deberíamos ayudarla, ¿no creéis? ―esta voz era como la de un niño.

―Si no sabe caminar por aquí ¿para qué viene? Cada uno es responsable de sus decisiones ―dijo otra voz mucho más ronca y con autoridad.

―No seas tan rígido. Seguro que ha sido un despiste tonto, un error sin importancia. Vamos a echarle una mano ―insistió la primera voz, la dulce.

―¡No! Los problemas de los humanos no son de nuestra incumbencia.

―¡Que se fastidie! Por panoli ―añadió la voz aguda.

Mientras esta conversación se daba yo no hacía más que mirar a mi alrededor pero no divisaba a nadie. Me incorporé y, creyendo aún que eran excursionistas ocultos por los árboles, grité.

―¡Hola! ¡¿Hay alguien ahí?! ¡No os veo! ¡Estoy aquí! ¡Aquí! ―chillé con todas mis fuerzas para que me pudieran localizar.

―¿Quieres hacer el favor de no gritar? ―me reconvino la voz ronca.

―Panoli y además chillona. Lo tiene todo la pava esta ―añadió la voz aguda.

Quienes hablaban estaban cerca de mí, pero yo seguía sin ver a nadie.

―¿Dónde estáis? ―dije al aire― No os veo.

―¿No nos ves? Pues tienes un problema de vista, bonita. Panoli, chillona y cegata, lo tienes claro ―me contestó la voz aguda.

―Mira bien ―dijo la primera voz que oí, la dulce―. Sí que nos ves, y ahora además nos oyes.

Al tiempo que la voz dijo eso, las ramas del haya más cercana a mí vibraron suavemente, cuando miré hacia ellas volví a oír la misma voz.

―No temas ―dijo al tiempo que las ramas volvían a moverse.

«¿Me están hablando los árboles?» me dije. Entonces pensé que, en mi errático deambular, había pisado algún hongo alucinógeno y había respirado alguna sustancia tóxica que ahora me provocaba visiones, o mejor dicho, “audiciones”.

―El bosque cuida de todas sus criaturas ―prosiguió la voz.

―Hasta de las panolis ―añadió la voz aguda con cierto tono irónico.

―Pero, pero,… Esto no puede ser. Los árboles no hablan ―dije yo tontamente.

―Porque tú lo digas ―dijo otra voz distinta a las anteriores.

―Todos los seres vivos se comunican de una manera u otra. Que no se comprenda por todos es otra cuestión ―aclaró la voz dulce.

­―Vale, está bien ―me rendí―. Estoy hablando con unas hayas. Y ya que estamos… ¿podríais decirme cómo salir de aquí?

―¿Tan mal te encuentras en nuestra compañía? ―dijo la voz infantil con tristeza―. ¿Por qué quieres irte?

―No, no, no. Este sitio es flipante, francamente bonito ―me excusé―, pero no es cuestión de estar aquí todo el día… o toda la noche.

Tras decir esto me estremecí al pensar que tuviera que pernoctar en el bosque. La bruma ya era espesa a media mañana, con la oscuridad de la noche ese lugar debía de ser espeluznante, y encima oyendo voces, por muy acogedoras que fueran algunas.

―¿Por qué no te serenas e intentas disfrutar de todo lo que te está rodeando? Si sabes que este lugar es increíble… ¡Relájate!

―Ya, si tienes razón ―contesté sin saber muy bien a qué árbol dirigirme―, pero desconocer dónde estoy exactamente y qué va a pasar me pone nerviosa. Al menos ¿podríais decirme en qué lugar hay señal de GPS para ubicarme y tranquilizarme un poco? Una vez que lo sepa, prometo relajarme y ponerme contemplativa.

―¡El GPS, dice! ¿Pero tú qué te has creído que es esto? Siempre es igual, venís aquí a disfrutar de la Naturaleza, pero queréis seguir teniendo las mismas cosas que en la ciudad. ¡Los humanos sois estúpidos! ―tronó la voz ronca.

―Bueno… tampoco hace falta insultar ―dije yo algo atemorizada porque la voz era amenazante y parecía la del mandamás del grupo.

―Ya os dije que era una panoli.

―¡Oye, ya está bien! ―me revolví hacia la voz esa de pito que ya me estaba empezando a hartar, aunque, una vez más, no sabía muy bien qué haya era la que había hablado―. Vale que me he perdido, que soy de ciudad, pero un poquito de respeto. A ti te quería ver yo en un atasco en hora punta en la M40, a ver qué hacías.

―Tranquilicémonos, por favor ―intervino la voz dulce―. Insisto en que deberías pararte y escuchar el bosque, no solo a nosotros, sino a todos: el musgo, las setas, los gusanos, las hojas caídas… Podemos contarte muchas cosas.

Al mismo tiempo que el haya amable hablaba me sentí adormecida y me acurruqué en las raíces de una de ellas (esperando que no fueran las de la voz chunga ni las del haya toca narices).

―Eso es ―prosiguió el haya simpática―. Estate atenta y oirás muchas historias. Atiende.

―Está bien, pero como alguien vuelva a llamarme panoli, me levanto y me voy.

―¿Irte? ¿A dónde, pano…? Vaaale, ya me callo.

Me recosté e hice lo que me había sugerido la dulce voz, atender y escuchar. Fue impresionante todo lo que aprendí.

(Continuará…)

 



 


5 de noviembre de 2021

El bosque encantado

 

Me gustaría que supieras que estoy bien, que nada me incomoda, que estoy a salvo. Y que mi seguridad es gracias a ti, aita. Hiciste bien en esconderme en este bosque, fue una buena idea. Los humanos son implacables y no cejan cuando se empecinan en algo, especialmente cuando se sienten amenazados, aunque la amenaza no sea real, aunque sea una falacia.

Porque un embuste fue el pensar que tú y yo les haríamos algo malo a los aldeanos, pero siempre fueron gente supersticiosa, ignorante, víctimas de quienes, sabedores de su estulticia, aprovecharon para manipularlos y unirlos en una causa que los alejara de sus verdaderos problemas, aquellos derivados del abuso de los que, precisamente, envenenaron sus mentes haciéndoles creer que nosotros suponíamos un peligro para ellos.

Tú, una amenaza, aita. Tú que siempre fuiste bondadoso con todos, con cualquiera que acudiera a ti en busca de ayuda. ¿Recuerdas cuando el río se desbordó y anegó las casas de los aldeanos? Te ofreciste a ayudarlos, con tus enormes manos y tu estatura de gigante los recogiste y los llevaste a lo alto de una loma mientras las aguas volvían a su cauce y evitaste que muchos de los que ahora nos persiguen murieran ahogados.

Pero la memoria de los humanos es frágil, olvidadiza y sus oídos están siempre prestos al rumor, a la insidia, a la maledicencia.

Aún recuerdo con pavor el griterío de la aldea cuando todos a una salieron a darnos caza. Nunca vi temor en tu rostro hasta ese día, aunque tu miedo fuera por mí. Podrías haberlos aniquilado con un barrido de tus poderosos brazos, podrías haber destruido sus casas en justa venganza por ser tan desagradecidos, pero querías ponerme a salvo y huiste, huimos en la noche cerrada acuciados por las voces de la turba enfurecida.

Tú eres demasiado grande, yo aún no alcanzo la estatura de un adulto y para mí es más fácil esconderme, por eso me dejaste en el bosque, oculto tras unas rocas y te alejaste para alejar contigo a la manada furibunda y separarla así de mí.

El viento y la lluvia me hablan de ti, me cuentan que, de vez en cuando, vienes a buscarme y que te desesperas al no encontrarme. No sufras, nada me amenaza, aquí estoy seguro.

Las ardillas me dicen que te han visto llorar, que lamentas aquella decisión, pero quisiera que supieras que fue acertada. Estoy bien, aita.

El bosque me cuida, desde el principio. La primera noche que pasé aquí te confieso que estuve muy asustado. Cuando te marchaste quise ser valiente, como me pediste antes de desaparecer, pero la oscuridad era densa, la niebla que todo lo empapaba me hizo estremecer y lloré. Temí por mí, y también por ti.

Al final el miedo y el llanto hicieron que me rindiera al sueño. Al amanecer una dulce voz cantarina me despertó, al abrir los ojos comprobé que una hermosa mujer vestida de verde estaba inclinada sobre mí; creí estar soñando pero su sonrisa y la caricia en mi rostro fue real. Sin dejar de sonreír me susurró que todo iba a ir bien. En un lenguaje extraño se dirigió a las hayas centenarias que me habían dado cobijo esa noche en que me escondiste. Cuando la dama terminó de hablar, un fuerte viento meció las ramas de los árboles, tuve la sensación de que asentían a lo que fuera que la bella mujer les hubiera dicho.

Desde ese momento, todo el bosque me acoge. El río me canta nanas las noches que te añoro más de lo habitual y me cuesta dormirme, las ranas me acompañan con sus saltos en mis juegos infantiles, el musgo me abriga al atardecer protegiéndome del rocío y las hojas caídas en el suelo me proporcionan un lugar acogedor en el que tumbarme.



La dama de verde viene de vez en cuando y me enseña a conocer el bosque, a comprender su lenguaje. Entiendo el susurro de las hayas cuando se comunican entre sí, entiendo el cantar del río, incluso lo imito. Leo las nubes y descifro sus aéreos mensajes, el color, las formas me dan mucha información. Pero ante todo, la dama me enseña a esconderme cuando algún aldeano osa adentrarse en este lugar sagrado. He aprendido a adoptar formas imposibles que hacen que los estúpidos humanos no sepan verme aunque esté delante de sus narices. Puedo convertirme en una roca, o abrazarme al tronco de un haya y fundirme con ella, mis pestañas pueden parecer setas y quien delante de mí pasa no advierte mi mirada escrutadora.







Los pájaros me ponen al día de lo que acontece en la aldea; ya se han cansado de buscarnos, dicen, sus habitantes ahora están centrados en perseguir a unas pobres mujeres cuyo delito consiste en vivir en una cueva y utilizar plantas para curar enfermedades. Un pinzón me dijo que quieren quemarlas porque sus poderes se los da el diablo. ¡Qué ignorantes! Su sabiduría proviene del bosque, el mismo que me cuida y vela por mí.

Me gustaría verte, pero la dama de verde me dice que no es el momento, que hay que esperar, aún no puedo mostrarme. Debo seguir camuflado, escondido. Es pronto para enseñar mi escondite, ni siquiera a ti.

También me gustaría que supieras que he recibido todos los juguetes que has ido dejando en el bosque. Los tejones y los zorzales me avisan de los lugares donde los depositas. El primer regalo, tu txapela, la guardo con amor, huele a ti, me la pongo muchas veces, aunque la he recubierto de musgo para que no la descubran los paseantes impertinentes que se acercan a este maravilloso lugar.



Ojalá entendieras los trinos de los pájaros, o el murmullo de las hayas, así sabrías de mí y de todo esto que te cuento. De momento, solo puedo dejar mensajes en las rocas, pequeñas señales de que estoy bien, a resguardo y feliz. Espero que algún día podamos reunirnos, que llegue el momento del reencuentro, entonces te enseñaré yo todo lo que he aprendido, tú también sabrás camuflarte y esconderte para vivir juntos aquí, lejos de los humanos, lejos de sus vilezas y sus miserias, rodeados de las hayas y los animales, protegidos por el bosque encantado.

 








NOTA: cuenta la leyenda que dos gigantes, padre e hijo, fueron perseguidos por unos aldeanos para matarlos pues, aunque nunca habían hecho daño a la población, los consideraban un peligro. El padre huyó y escondió a su hijo en el bosque de Urbasa. Cuando la persecución cesó, el padre volvió al bosque a recuperar a su hijo pero no lo halló. Dicen que deja juguetes en el lugar para atraerlo y poder reunirse con él, y que el primer regalo consistió en su propia txapela. Muchos de los caminantes que se adentran en el bosque encantado buscan al niño gigante sin que, por el momento, nadie lo haya encontrado. También dicen que el niño está protegido por la diosa Mari, reina de la Naturaleza, por lo que nadie podrá capturar nunca al gigante escondido.


Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores