Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

27 de enero de 2021

Sin guía


 

Hace dos días, posiblemente tres, me separaron de él. No sé dónde está, tampoco sé dónde estoy yo.

Cuatro hombres irrumpieron en nuestra casa, entre empujones y gritos nos sacaron al frío de la noche. Nos introdujeron en un camión y al bajar, nos separaron. Ahora estoy en este lugar húmedo y maloliente. Huele a vómito y a heces. Cada cierto tiempo un cerrojo se descorre y alguien me acerca un plato con un guiso asqueroso. Apenas he comido nada.

No sé qué ha sido de él, no sé moverme sin su ayuda, él es mi lazarillo, mi guía, mi luz. El capricho del destino que me negó la vista al nacer también me regaló un mellizo generoso que se convirtió en mi protector. «Yo veré por los dos, hermana». Y ahora me falta. Estoy perdida.

Es la primera vez que nos separamos desde hace veinte años. Él siempre estuvo ahí, para guiarme, para contarme cómo son las nubes, cómo son las montañas, para que no me perdiera irremisiblemente en las tinieblas a las que estoy condenada. Y ahora me falta. Estoy perdida.

Otra vez el cerrojo. Me sacan en volandas al exterior, un frío helado azota mi rostro. Voces de hombres gritando órdenes. Me empujan, trastabillo, doy con la espalda en una pared, el suelo está resbaladizo, pegajoso, huele a sangre y orina.

De repente silencio. Alguien a mi lado está sollozando. Se oye una potente voz:

―¡Pelotón! ¡Carguen!

Oigo chasquidos metálicos.

―¡Apunten!… ¡Fuego!





22 de enero de 2021

Crónica de una nevada anunciada (y II)


 

Sábado, 9 de enero, por la mañana

Ana no daba crédito a lo que estaba viendo; el paisaje que se desplegaba ante sus ojos tenía que ser el producto de algún tipo de alucinación. Se preguntó cuánto vino había bebido en la cena del día anterior y tras recordar que su ingesta se había limitado a media copa, como siempre, fue consciente de que lo que veía era real.

La nieve cubría todo lo que su vista abarcaba. Los coches aparcados en la acera se intuían por el abultamiento que se dejaba entrever en medio del manto blanco. Ni aceras, ni calzadas eran visibles, todo era una llanura blanca y mullida que invitaba a zambullirse en su blandura helada. Los árboles del parque se combaban bajo el peso de la nieve amenazando con caerse; algunos ya habían sucumbido y mostraban sus heridas en los troncos, unas heridas que se mostraban crueles al destacar el marrón de la corteza en medio del blanco invasor.

Cinco autobuses urbanos se encontraban encallados en la calzada, abandonados por sus conductores cuando la tormenta les impidió avanzar: barcos con ruedas, varados en un acantilado de nieve.

―¡Qué desastre! ―dijo Ana en un susurro.

―¡Halaaaaa! ¡Cuánta nieve! ―exclamó Dani mientras se tumbaba en la blancura moviendo brazos y piernas hasta dejar la huella de la figura de un ángel.

―Dani, por favor, ven aquí ―le reprendió Ana―. Nos vamos a casa.

El alcance de la nevada era mucho mayor de lo que cabría esperar viéndola desde la ventana de su casa; en la calle, Ana fue consciente de lo que había ocurrido y en seguida se dio cuenta de lo peligroso que podía ser andar por la zona en esas condiciones, por muy atractivo y extraordinario que se presentara el paisaje.

―Venga, Ana ―la reprendió su marido mientras los gemelos hacían pucheros―. ¿No decías que los niños debían disfrutar con la nieve? Pues mira, ahora hay un montón ―miró a su alrededor con los ojos como platos.

Manuel también estaba asombrado, su escepticismo se había esfumado de un plumazo ante la realidad. La predicción de los meteorólogos se había cumplido y con creces pues en algunas zonas el espesor de la nieve acumulada superaba el medio metro.

Otros transeúntes también habían bajado a la calle a comprobar los efectos de una tormenta que aún no había terminado pues seguía nevando con intensidad. Algunos intentaban rescatar sus autos debajo de kilos de nieve, otros despejaban el acceso a sus viviendas con artilugios de todo tipo.

―Mira ese, quitando la nieve con una bandeja ―se rio Manuel al pasar delante de un portal―, pues tiene para rato. Para esas cosas es mejor una pala.

―Claro, esa pala que todos tenemos guardada junto a la escoba y la fregona para ocasiones como esta, ¿verdad? ―le replicó Ana con gesto airado.

―Tampoco hace falta que te pongas así ―se defendió él arrugando el ceño.

Volvieron a casa en silencio abrumados por las circunstancias, tan solo los gemelos disfrutaron del pequeño paseo.

 

Domingo, 10 de enero.

Había estado nevando todo el día anterior hasta bien entrada la noche. La ventisca no había cesado durante más de veinticuatro horas. A través de las ventanas, Ana observó cómo el gigantesco abeto del jardín de su casa, que todas las mañanas la saludaba con sus enormes ramas extendidas, ahora se mostraba abatido, con el ramaje inclinado hacia el suelo bajo el peso de la nieve acumulada, en un gesto de derrota e impotencia ante el temporal inaudito.

―Dicen que han llamado a los del ejército para rescatar a los conductores que se quedaron bloqueados por la nieve en la M-30 y en la M-40 ―comentó Ana mientras cenaban una ensalada y un poco de fruta.

―Desde luego, ¡cuánto descerebrado hay! ¡A quién se le ocurre coger el coche con esta tormenta! ―comentó Manuel mientras se tragaba un bocado de tomate.

―A ti, sin ir más lejos, si yo no te hubiera dicho ayer que nos diéramos la vuelta ―contestó Ana.

―Ana, de verdad, estás de un humor. No se te puede decir nada ―replicó él con el ceño fruncido y clavando la vista en su cena.

―Creo que han sacado las quitanieves ahora que ha dejado de nevar ―añadió Ana para distender el ambiente.

―Pues menos mal que no ha estado nevando una semana entera como ocurre en otros países, porque entonces Madrid habría desaparecido bajo la nieve irremisiblemente ―dijo Manuel sonriendo a Ana con gesto cómplice.

―Y el alcalde dice que hasta finales de la semana que viene no cree que podamos recuperar la normalidad ―añadió Ana con sonrisa cínica.

―Entonces será a principios de la otra, porque estos políticos manejan los tiempos muy mal ―replicó Manuel con una carcajada―. A ver cómo saco yo el coche si no vienen a limpiar la calle.

―Con la pala que deberíamos tener guardada en el trastero ―contestó Ana riéndose también.

 

Martes, 12 de enero, por la mañana.

―Se nos han acabado la leche y los huevos, y de fruta solo queda una mandarina ―dijo Ana mientras desolada miraba el interior del frigorífico.

―¿Estás segura de que no hay nada en el súper de al lado? ―le preguntó Manuel.

―Se le agotaron las existencias el domingo mismo, y no reciben más género porque la calle está llena de nieve y los camiones del reparto no puede llegar.

―No sé dónde se han metido los militares y los miles de operarios del ayuntamiento ―se preguntó Manuel rascándose la oreja.

―Desde luego aquí no están ―respondió Ana muy enfadada.

Hacía más de dos días que había dejado de nevar, desde el ayuntamiento decían que se estaban realizando numerosas intervenciones para limpiar las calles, pero el caso es que la zona donde vivían Ana y Manuel estaba igual: calles intransitables y comercios desabastecidos.

―Según la web del ayuntamiento, en el barrio de al lado ya están limpias muchas calles, podríamos ir al Mercadona, pero andando, claro.

―Para fiarte de la web, Ana. Según esa misma página, nuestra calle también está limpia y mira ―señaló a la ventana desde la que se veía una calzada completamente cubierta de nieve donde solo se aventuraban los todoterrenos. Manuel, entonces se acordó de cuando quiso comprar uno y Ana se opuso argumentando que ese tipo de vehículos eran un absurdo y un desperdicio si se vivía en una ciudad.

 

Martes, 12 de enero, por la tarde.

Decidieron ir al supermercado del barrio aledaño caminando. Para ello, y dado el estado de las calles, se pertrecharon con su equipo de hacer senderismo. Botas de goretex, bastones para la nieve, anoraks, gorros y guantes térmicos. Y mochilas para cargar con las provisiones. Después de vestirse para la ocasión parecían dos alpinistas preparados para hacer una travesía por alta montaña en lugar de una pareja que se iba al mercado a hacer la compra.

Tardaron más de tres horas en ir y volver del supermercado por la complejidad del trayecto donde la nieve endurecida y congelada por las bajas temperaturas hacía que caminar por ella fuera, además de peligroso, muy cansado y lento.

Pero el esfuerzo valió la pena porque pudieron aprovisionarse para unos pocos días en espera de que la municipalidad se hiciera cargo de una vez de limpiar las calles, algo de lo que solo se había ocupado la asociación de vecinos que en cuadrillas de seis y siete personas hicieron pequeños caminos para que la gente pudiera transitar.

 

Jueves, 14 de enero, por la mañana.

―¡Aggg! ¡Qué mal huele! ―dijo Dani tapándose la nariz con gesto teatral nada más entrar en la cocina.

Ana miró hacia un rincón donde se acumulaban cuatro bolsas de basura.

―Tira eso ya de una vez, Ana, aquí hay una peste… ―dijo Manuel dándole la razón a su hijo.

―Dicen que no tiremos la basura en los contenedores para que no se acumule en la calle, como no pueden pasar los camiones aún… es un ejercicio de ciudadanía ―replicó Ana en un intento de convencerse.

―Y es un ejercicio de responsabilidad de la administración cumplir con su obligación de darnos servicio que para eso pagamos los impuestos ―contraatacó Manuel mientras agarraba las bolsas y poniéndose el abrigo se dispuso a salir a tirarlas.

―Pero es que el alcalde ha dicho que …

―El alcalde puede decir misa, Ana, que ya va para una semana y esto ya no se puede aguantar. ¡Ya está bien!

―La madre de Carlos, dice que el alcalde ha dicho que guardemos las bolsas en el cuarto de la basura ―intercedió Dani para ayudar a su madre.

―Sí, claro, en esta casa no tenemos suficientes habitaciones para dormir, comer y teletrabajar y la basura va a tener un cuarto para ella ―contraatacó Manuel mientras salía por la puerta cargado de bolsas con desperdicios.

 

Jueves, 14 de enero, por la tarde.

―¡Está pasando una excavadora por la calle del súper del barrio! ¡La están limpiando ya! ―exclamó Ana cuando llegó a casa después de hacer un recorrido bastante penoso en busca de pan.

―¡Qué bien! Y qué rapidez, hace solo una semana que empezó a nevar ―contestó Manuel con sorna y remarcando la palabra “solo” ―. Esto es gestionar bien una crisis, sí señor. Por lo menos ya podremos comer fruta fresca y no solo congelados.

Las magras provisiones que pudieron conseguir el día de la excursión a través de la nieve ya se estaban empezando a acabar ―al tener que llevarlas sobre sus espaldas no pudieron abastecerse de mucha cantidad―. Pero, ahora, saber que se podrían proveer al lado de casa era un alivio que venía distender una situación cada vez más penosa y más kafkiana.

 

Viernes, 22 de enero

―¡Ohh, ya no hay nieve! ―dijo Santi mirando por la ventana.

Hacía dos semanas de la gran nevada y durante ese tiempo la nieve había permanecido en parques y jardines, además de en muchas aceras y calzadas del barrio, pero ese día había amanecido completamente limpio todo.

―¿Han pasado los de la limpieza esta noche? ―dijo Manuel sorprendido mirando junto a su hijo por la ventana.

―Lo que ha pasado ha sido una borrasca, ha estado lloviendo toda la noche y se ha llevado la nieve.

Llevaba lloviendo con intermitencia desde el día anterior, pero esa noche las precipitaciones habían sido algo más intensas y duraderas, y al fin la nieve se había marchado.

―La meteorología nos trajo la nieve y la meteorología nos la quitó ―respondió Manuel en plan filosófico.

―Menos mal, porque si tenemos que esperar a que se la llevara el ayuntamiento tenemos nieve hasta el próximo verano ―contraatacó Ana en plan crítico―. Supongo que ahora habrá que esperar a que llegue un huracán para que se lleve los restos de árboles caídos y ramas.

Tras las palabras de Ana, una fuerte ráfaga de viento hizo vibrar violentamente el abeto que se veía desde la ventana. El día venía limpio de nieve y con mucho aire.

―Ana, mejor no digas nada, ¿vale? No tientes a la suerte, que ya vamos bien servidos de fenómenos naturales extremos ―le comentó un temeroso Manuel recordando que la madrugada anterior una gran bola de fuego atravesó el cielo de la ciudad.

Como el viento arreciaba, Manuel decidió bajar la persiana y mirando a su mujer le dijo:

―Oye, Ana, ¿tú conoces a alguna santera que sepa quitar el mal de ojo?



12 de enero de 2021

Crónica de una nevada anunciada (I)

 

Miércoles, 6 de enero de 2021, por la noche.

―Dicen que el viernes va a nevar.

―Bueno, es lo normal, estamos en enero, y lo lógico es que caiga algún que otro copo ―respondió Manuel a su mujer mientras leía las últimas noticias en la tablet con el ceño fruncido.

―Creo que en esta ocasión van a ser algo más de unos pocos copos, según dicen los del tiempo ―insistió ella.

―¡Bah! Esos son muy agoreros, con tal de acaparar atención, exageran. Acuérdate de la nevada que avisaron hace unos años, todos acojonados y el ayuntamiento echando sal como locos y luego resulta que ni estuvo nublado siquiera. Ni nieve, ni nada de nada.

Manuel, que ya estaba de mal humor leyendo las noticias, al recordar aquel episodio de nieve fallida se enfadó más aún. Tanta sal en el asfalto le estropeó los neumáticos del coche aparcado en la calle.

―No sé, por si acaso deberíamos hacer mañana la compra, Manolo.

―Que no, mujer, que no va a pasar nada. Al Mercadona nos vamos el viernes, como siempre.

Ana se encogió de hombros y no insistió. Después de diez años de matrimonio sabía que cuando su marido estaba de mal humor lo mejor era no forzar ningún tipo de situación porque se enrocaba y era imposible razonar con él.

―¡Qué barbaridad! Esto es inadmisible, es que no se puede tolerar algo así, ¿cómo pueden pasar estas cosas? Primero la pandemia, ahora esto. ¿Cuándo se van a acabar las desgracias? ―dijo Manuel mientras seguía leyendo las noticias en la tablet.

―Eso digo yo ―apoyó Ana olvidándose de las predicciones meteorológicas―. ¿Dónde vamos a ir a parar? Mucho presumir de democracia, pero mira, han tenido su Tejero a su manera. ¡Qué cosas!

―¿Qué dices de Tejero, Ana? ―preguntó Manuel mirando a su mujer con gesto de extrañeza.

―Lo que ha pasado ―contestó Ana señalando con la barbilla la tablet de su marido― me ha recordado cuando entró la Guardia Civil en el Congreso de los Diputados, el 23F.

―¿Lo que ha pasado? ¿23F? No te sigo.

―Lo que has dicho antes de que era una desgracia y una barbaridad, ¿no te referías al asalto al Capitolio?

―¡No! ¡Qué va! Lo decía porque el Atleti ha sido eliminado de la Copa del Rey por el Cornellá. Este Simeone… ―respondió Manuel tirando la tablet sobre el sillón con gesto airado― Es que no se va una desgracia, cuando nos viene otra.

―No sé por qué te pones así, total, ya deberías estar acostumbrado.

―Me pongo como me pongo porque estoy harto de que siempre se repita la misma historia ―añadió Manuel―. Aprovechando que los cabezones están ya dormidos me voy a preparar un vinito a ver si se me pasa el cabreo. ¿Me acompañas?

―Venga ese vinito; y no llames así a los niños, que no me gusta.

 

Jueves, 7 de enero de 2021.

―¡Nieveeeeee! ¡Mamá! ¡Corre, ven! ¡Está nevando!

Ana se acercó donde estaba uno de los gemelos que, en pijama y con el dedo extendido, señalaba la ventana.

―Sí, Dani, ya lo avisaron, que iba a nevar.

―¿Podemos salir a hacer un muñeco de nieve? Por fa, por fa, mamá ―dijo Santi, el otro gemelo, mientras acudía junto a su hermano.

―Pues como queráis hacer un muñeco de nieve con esos cuatro copos mal contados, vais a tardar un poquito ―contestó Manuel desde el pasillo―. Eso no es nevar ―añadió mientras se iba a la cocina.

Ante la cara de decepción de los niños, Ana suavizó las palabras de su marido.

―Bueno, ahora mismo no nieva mucho, pero si sigue así, puede que esta tarde, si cuaja, podáis jugar con la nieve, o mejor mañana, que es cuando dicen que va a nevar fuerte ―añadió recordando las previsiones del tiempo.

―Pero qué ilusa eres, Ana ―dijo desde la cocina su marido.

―Bueno, un poco de ilusión no viene mal, y los niños… tienen siete años, Manolo. No me seas tan bruto.

Manuel se encogió de hombros mientras terminaba de prepararse un café.

 

Viernes, 8 de enero, por la mañana, sobre las doce.

―Vamos a hacer la compra por la mañana, Manolo. Ya que estamos de vacaciones, podíamos aprovechar para ir ahora.

Manuel, además de seguidor del Atlético de Madrid, también era de costumbres fijas y poco amigo de cambiar rutinas.

―No, vamos por la tarde, como hacemos siempre. ¿Qué pasa? Sigues asustada por lo que dicen del tiempo, ¿no?

―Bueno, ayer cayeron más de cuatro copos ―contraatacó ella algo mosqueada―. De hecho, ha cuajado y todo.

―Sí, y el muñeco de nieve que intentaron hacer estos ―señaló con la barbilla a los gemelos que estaban mirando la tele― consistió en una birria de bola con un pepinillo de nariz. Vamos, Ana, que te crees todo lo que dicen por la tele.

―No sé… Está empezando a nevar otra vez.

―Que no, Ana, que no. Vamos a las cinco de la tarde, como siempre.

Viernes, 8 de enero, por la tarde, sobre las seis

―¡Madre mía, qué manera de nevar!

Manuel miraba asombrado a través del parabrisas de su coche cómo una ventisca propia de otros lugares más al norte y muy alejados de su ciudad, azotaba la calle en la que estaban parados: un autobús urbano había derrapado con la nieve y había golpeado a varios coches aparcados.

―¡Cómo mola! ―dijo Dani desde su sillita en la parte de atrás del auto.

―Ahora sí que se puede hacer un muñeco de nieve ―dijo Santi.

―¿Y si nos damos la vuelta? Esto no me gusta nada ―dijo una temerosa Ana.

―¿Pero no querías hacer la compra?

―¡La quería hacer ayer! ―contestó muy enfadada Ana y harta ya― O esta mañana, pero ahora no. Te dije que iba a nevar, pero, claro, el señorito sabe mucho más que los meteorólogos, porque como se ha graduado en… donde sea que estudian los hombres del tiempo, y entiende de todo y…

―Vale, vale, ya lo he pillado. No hace falta que sigas. Doy la vuelta ―la interrumpió Manuel mientras se disponía a girar en la estrecha calle, una maniobra complicada porque los pocos coches que se atrevían a circular lo hacían muy despacio a causa de la poca visibilidad que proporcionaba la ventisca y por la nieve acumulada en el asfalto.

―Si hay mucha nieve, podemos tirarnos en trineo por la cuesta que hay enfrente de casa ―dijo Santi.

―Sí, y le pedimos al vecino de arriba que nos preste su pekinés para que tire de él y nos damos un paseo ―añadió Manuel riéndose.

―Deja ya de meterte con los niños, haz el favor ―replicó Ana, cada vez más enfadada.

Tras una buena media hora, y eso que estaban a unos pocos cientos de metros de su casa, Manuel consiguió aparcar. Ana tuvo que pelear con los gemelos para que salieran del auto, pues no querían regresar a su casa, preferían quedarse en el parque a disfrutar de una nieve que empezaba acumularse con sorprendente facilidad por todas partes.

―Jo, mamá, déjanos un ratito, por fa, por fa ―insistieron a coro los niños.

―Vale, pero solo un rato, está haciendo mucho frío.

Se encaminaron al parque aledaño a su casa y allí se pusieron a jugar, no solo los niños, Ana y Manuel también disfrutaron tirándose bolas de nieve.

―Mamá, ¿puedo ponerme la mascarilla en los ojos? Es que con tanto aire se me mete la nieve y no veo nada ―dijo Dani mientras con las manos enguantadas intentaba sacudirse la nieve de la cara.

―No, la mascarilla es para taparte la boca y la nariz, ya te lo he repetido muchas veces.

―Pero si ya las tengo tapadas con la bufanda…

―¡Ponte la mascarilla como se debe poner!

―Vaaale ―aceptó el niño mientras regresaba junto a su hermano a terminar el muñeco de nieve que esta vez sí que era de buenas dimensiones. La nieve acumulada era mucha.

Ana y Manuel fueron paseando hasta un extremo del parque desde el que se tenía una buena panorámica al estar situado en un altozano. Mientras caminaban, la nieve amortiguaba sus pasos y el cielo encapotado tenía una luz especial. Un silencio extraño impregnaba el ambiente con un halo de irrealidad.

―¿Has visto? ¡La M-30 está llena de nieve! ―exclamó Ana sorprendida―. Nunca había visto algo así. La nevada de hace unos años cubrió las aceras y los jardines, pero las carreteras no.

―La verdad es que es alucinante. ¡Quién lo iba a decir!

―Los del tiempo. Ya lo avisaron ―replicó Ana que era tan cabezota como su marido―. ¿Y esos coches qué hacen ahí parados?

―Se habrán detenido para mirar el paisaje ―contestó Manuel con el ceño fruncido.

―¿En mitad de la autovía? ¡Qué raro! Es una temeridad, pararse ahí, en medio.

Mientras miraban cómo cada vez la circulación por la vía era más lenta, pudieron ver a lo lejos las luces parpadeantes de varios coches policiales, así como las sirenas de los bomberos.

―Vámonos a casa, Manolo. Esto no me gusta.

―Que no, mujer, que no pasa nada. Es que aquí no sabemos conducir cuando hay condiciones extremas, simplemente es una nevada un poco más fuerte de lo habitual y ya está. No te asustes.

En ese momento se oyó crujir una rama; el peso de la nieve empezaba a ser mucho y un árbol estaba inclinándose peligrosamente.

―Quizás sí sea buena idea irnos a casita ―rectificó Manuel mientras iba a recoger a los gemelos.

Mientras se encaminaban a su casa, Manuel y Ana comprobaron asombrados la transformación que se había dado en los alrededores y en pocos minutos. Las calles estaban completamente cubiertas de nieve, los coches aparcados apenas se veían parcialmente tapados por un manto blanco, dos autobuses urbanos se encontraban varados en medio de la calzada mientras un todoterreno de asistencia de los servicios municipales intentaba inútilmente remolcar uno de ellos.

Cuando llegaron hasta su edificio, los propios gemelos parecían muñecos de nieve pues estaban cubiertos de copos blancos; los pies se hundían hasta los tobillos en el manto que hacía solo un par de horas no tenía más de cuatro o cinco centímetros de espesor.

Antes de entrar en el portal, Ana dijo en un susurro:

―Esto no me gusta nada.

Continuará…






Hada verde:Cursores
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