Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

27 de septiembre de 2024

Centroeuropa me descentra (II)

 

«Hogar, dulce hogar» es una frase que siempre he visto como algo… paleta. La versión simplona sería «Como en casa en ningún sitio» y me parece igual de cateta. Me encanta mi ciudad, me siento a gusto en mi casa, pero eso no me impide desear conocer otros lugares y cuando voy a ellos, me fijo en las singularidades y las disfruto.

Siempre que he viajado al extranjero he venido satisfecha y para nada patriotera; amo a mi país, pero en su justa medida y sin hacer aspavientos. Soy de las que piensan «dime de qué presumes y te diré de qué careces» cuando veo a tanto patriota que se da golpes de pecho con la bandera al viento.

Sin embargo, en este viaje por las ciudades imperiales… he añorado mucho mi país, pero mucho, mucho y todo por culpa ¡de la comida! Ya he comentado que, salvo cuando viajé a Bruselas, los países donde anduve fuera de mis fronteras eran mediterráneos, lo que implica que la gastronomía y los alimentos que se consumen son muy similares. En cambio, en Praga, en Viena, en Budapest… Son unas ciudades muy bonitas, magníficas, con unas construcciones preciosas, pero… ¡allí no saben comer!

La presencia de verdura es anecdótica en los menús de Centroeuropa, el alto consumo de carne, especialmente de pollo y cerdo, preocupante y la fruta paupérrima y escasa. Además, como esas tres ciudades pertenecen a países que no tienen mar, el pescado es un lujo solo apto para millonarios. El concepto «aliñar» no lo entienden, no conocen el ajo, ni el perejil; el aceite es como agua amarilla que ni da sabor ni ganas de utilizarlo y yo pienso que, al igual que dice Leo Harlem en uno de sus monólogos, donde no hay aceite de oliva, no hay civilización. Para más inri, las técnicas culinarias son bastante pobres en matices (o cuecen o asan, y ya está). En fin, que me aburrí soberanamente a la hora de comer porque la dieta no era en absoluto variada.

Ya sé por qué a los extranjeros les fascina España. No es el clima, ni las playas (que algo ayudan, evidentemente) ni siquiera la simpatía de los españoles. Lo que los tiene enamorados es la comida. Ahora entiendo que ante una paella, o una tortilla de patata, se vuelvan locos de atar. Cuando regresé a España, después de más de diez días comiendo casi siempre lo mismo, juro que se me saltaron las lágrimas ante un plato de fabada y unos boquerones en vinagre con aceitunas, ajo y perejil.

De hecho, esa simpatía que se nos presupone a los españoles yo creo que está condicionada por lo que comemos. Los habitantes de Praga, sin ser maleducados, eran algo antipáticos, tirando a bordes, pero no les culpo. Comer todos los días lo que come esa gente agría el carácter del más pintado. Pobrecillos.

Tan solo vi algunas excepciones a la dieta aburrida. En Viena en el Prater me topé una caseta que vendía churros, flipé en colores y me asaltó la morriña. Ese alimento, junto al chocolate, debería ser declarado por la UNESCO, Patrimonio Universal de la Humanidad.



Si en la comida las deficiencias son notorias, reconozco que en repostería la cosa mejora. Las tartas de chocolate y los dulces son buenísimos y tienen una aceptación más que notable, no hay más que ver las colas en lugares emblemáticos de Viena.



 También tienen su momento de gloria en cuanto a las cervezas. Hay de todos tipos y condiciones, aunque me decepcionaron un poco. En Praga bebí la llamada mejor cerveza del mundo y, la verdad, no me pareció para tanto, y eso que estaba muy buena, no lo voy a negar.

Del vino, mejor no diré nada. En el crucero por el Danubio nos ofrecieron un «selecto» vino rosado que no le llegaba ni a la suela de los zapatos a los de tetrabrick en España. Que me perdonen los vinateros húngaros.

Ese fue el único inconveniente en este viaje: la comida.

Pero, en casi todo viaje, y especialmente si lo hago yo (ya sabéis de otras experiencias, cómo mi amigo Murphy, el de la ley de ídem, me putea con saña), ocurren «imprevistos». A estas alturas creía que estaba curada de espanto, porque me han pasado cosas de lo más extraño como que se fugara un tío, buscado por la Guardia Civil, con una escopeta por los montes de Cantabria en los aledaños de la casa rural en la que yo me alojaba. Pero gracias a mi colega Murphy, el de la ley de ídem, la cosa siempre puede «mejorar», y en este viaje lo hizo en forma de un chino que se me coló en la habitación del hotel.

Pongámonos en situación: 10:30 h de la noche, volvemos de dar una visita exhaustiva por Budapest, colina de Buda para arriba y para abajo y llanura de Pest de un lado a otro. Llegamos cansados, yo me ducho primero, luego lo hace mi marido. Mientras que él está en la ducha y yo estoy en pijama viendo las fotos del día, oigo cómo la puerta de la habitación se abre para, acto seguido, volverse a cerrar. Atónita miro a la entrada, pensando que el cansancio me ha hecho alucinar. Es mi marido el que me saca de mi error cuando dice «Ha intentado entrar alguien en la habitación», a lo que yo le respondo «No puede ser, he echado el cerrojo interno», «Pues la puerta se ha abierto. Mira a ver si es alguien de recepción».

Intrigada y algo mosca, abro la puerta para encontrarme a un chico de unos 15 ó 16 años de etnia oriental al que me referiré con el nombre genérico de «chino» sin tener ni idea de su nacionalidad; puede que fuera japonés, tailandés o vietnamita, desde luego no tenía pinta de ser de Cuenca o de Burgos porque no hablaba ni papa de español y, lo que es peor, tampoco de inglés así que la comunicación fue de lo más estrambótica cuando, en mi inglés macarrónico le pregunté qué quería y, lo más importante, cómo y por qué había entrado en mi habitación.

A través de una aplicación de móvil que no contenía el español, pero sí el italiano, conseguí entender a duras penas lo que estaba pasando. Transcribo aquí, con más o menos fidelidad, lo que nos dijimos.

YO: ¿Qué quieres? ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: Lo siento. Busco mis maletas.

YO: Aquí no están.  ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: ¿Seguro que no están mis maletas?

YO: Seguro. ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: Tengo la llave.

Esto último me lo dijo mostrándome una tarjeta con la que había abierto la puerta. A todo esto, mi marido estaba hablando con recepción intentando hacerse entender (malamente porque su inglés es aún peor que el mío) con el recepcionista para decirle que se nos había colado un tipo.

Mientras, yo intentaba averiguar con la aplicación del móvil del chino, que me seguía hablando en italiano, cómo es que tenía una llave de nuestra habitación. En aquella conversación absurda, entendí fragmentos como «la habitación era mía hasta esta mañana» «ahora estoy con mi primo» «me fui a un tour y he perdido las maletas».

Tratando de dilucidar si las maletas las había perdido en el tour, o por culpa de su primo, llegó el recepcionista que solo hablaba inglés (ni chino, ni español, ni siquiera italiano). A duras penas entendí sus disculpas y nos pidió que nos fuéramos a dormir “tranquilamente” mientras se llevaba al chino con él a recepción.

Intentar dormir “tranquilamente” cuando sabes que un extraño ha podido entrar en tu habitación no es tarea fácil. Me bajé detrás de los dos para que me explicaran por qué otro inquilino del hotel tenía la llave de nuestra habitación. En esta ocasión se añadió el guía de nuestro grupo, avisado por mi esposo, y que se enteró de cómo el chino había podido entrar. Parece ser que, efectivamente, por la mañana, esa habitación fue ocupada por él (y su primo), pero que tuvieron que dejarla y cambiarse a otra para cuando llegamos nosotros. Al ver que le faltaban sus maletas, ni corto ni perezoso pidió un duplicado de la habitación primera y el recepcionista, sin hacer ningún tipo de comprobación, se la dio. ¡Toma ya! Tras reiterarme sus disculpas y anular todas las llaves, dándome otras nuevas, el recepcionista tuvo que encararse a la bronca que le echó el guía. Yo también hice lo mismo, pero como mi regañina fue en español creo que no se enteró de nada.

Cuando volví a mi habitación, con la nueva llave, otra duda me asaltó en ese momento: si yo había echado el cerrojo se supone que nadie podría abrir la puerta, ni siquiera con la llave. Hicimos la comprobación y, no, con la llave la puerta se abre tenga o no cerrojo, a lo que yo me pregunto «¿para qué puñetas sirve el dichoso cerrojo interior?»

Ante tamaña inseguridad, decidimos atrancar la puerta a nuestra manera que consistió en poner dos sillas y la maleta obstaculizando la entrada. Si algún otro chino intentaba entrar avisaría antes con el ruido de los muebles al moverse. A grandes males, grandes remedios.

En este viaje, no hubo más incidencias que lamentar, afortunadamente. Pero reconozco que volví algo descolocada con algunas cosas, es lo que tiene salir de tu zona de confort.

He contemplado ciudades preciosas, he conocido costumbres diferentes, malos hábitos alimentarios y climas calurosos donde no debería haberlos. Al fin y al cabo, en eso consiste viajar, en vivir experiencias inolvidables como hablar, a través de una aplicación del móvil, en italiano con un chino.

 



1 comentario:

  1. Es cierto que como en los países mediterráneos es difícil comer bien, o al menos como estamos acostumbrados. No sé si comen mal, pero sí que se nota falta de variedad y de ciertas cosas. A mí no me gusta mucho la sopa, pero en estos países el concepto de sopa es distinto. Casi se podría comer con tenedor y son bastante sabrosas y contundentes.
    Respecto a lo del chino, es descacharrante desde la distancia espacio temporal, claro. En el momento tuvo que ser traumático que cualquiera tuviera la llave de tu habitación y pudiera entrar aun con el cerrojo echado. En fin, anécdotas de los viajes. Siempre he dicho que viajar es interesante, enriquecedor y todo lo que se quiera, pero nunca divertido.
    Un beso.

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