Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

22 de mayo de 2025

Conversaciones con una druidesa (II)


—¿Qué es eso de castrexos? —pregunté a mi nueva amiga en cuanto nos adentramos en la espesura del bosque, alejadas de miradas indiscretas.

—La cultura castrexa o castreña empezó en la Edad del Bronce y permaneció hasta la llegada de los cristianos; esos monjes entrometidos lo fastidiaron todo —me contestó la druidesa con un tono enfadado—. Nuestros dominios abarcaban todo el noroeste de la península, desde el norte del Duero hasta el río Navia, lo que ahora llamáis Galicia y parte de Portugal, incluso algo de Asturias, León y Zamora también.  

—¡Caray! Pues sí que ocupabais terreno, sí. Perdona, pero yo siempre creí que esa zona de la que hablas estuvo habitada por celtas, digamos que… hispanos, pero celtas.

—¿Tú me ves pinta de celta? —me espetó, ahora sí muy enfadada y mostrando sus ojos glaucos llenos de ira.

—Si te soy sincera nunca he visto un celta. El único que podría considerarse así, fue mi amigo el druida Brigo, pero si dices que vuestros dominios abarcaban algo de Asturias, lo mismo él también era castrexo o castreño o… ¡yo qué sé!

—La gente de ahora quiere simplificarlo todo, para no tener que pensar. Nosotros no somos celtas. ¡Somos castrexos!

—Y el nombre viene de…

—De vivir en castros.

—¡Anda! ¡Igual que los celtas!

—Nosotros tenemos nuestra propia idiosincrasia. Veneramos a la Naturaleza, los druidas y las druidesas nos encargamos de conectar con los espíritus en días señalados como el equinoccio del otoño o el de la primavera, conocemos las propiedades de las plantas, tanto las que curan como las que arrebatan la vida.

—¡Igual que los celtas!

—Te reitero que no somos celtas. Los celtas provienen del centro de Europa y nosotros somos del noroeste de la península.

—Pues la guía nos dijo que vuestra lengua es un derivado del celta, así que algo tendréis que ver con ellos, digo yo —insistí tercamente. Tantos años hablando de los celtas gallegos y enterarme ahora de que no lo eran me dejaba una sensación de abandono y también de estafa.

—¡No somos celtas! ¡Carallo!

—Vaaale, vale —decidí claudicar—. Por cierto, no nos hemos presentado, yo me llamo Kirke —me decanté por mi alias bloguero porque soy reticente a dar demasiados datos a los desconocidos, especialmente si son algo raritos como mi acompañante de ese momento—. ¿Y tú?

—Me llamo Aira.

—¡Qué nombre más bonito!

—Significa aire o espíritu en celta.

—¿En celta? Pero no habíamos quedado en que… Venga, vamos a dejarlo. Este lugar es impresionante —dije cambiando de tema para no cabrearla.

—Antes de que vinieran los eremitas con sus rezos y lamentaciones era más puro, más genuino. Los cristianos sois muy blandos y cuando llegaron aquí ese grupo de calamitosos y paupérrimos monjes no podían soportar la lluvia y el frío del invierno por lo que perforaron la roca para construirse sus míseros chamizos. Si vienes al monte tienes que asumir lo que hay y si no, pues te largas. ¿Qué es eso de destrozar la naturaleza para construirse una casa para pasar una temporada?

Mientras ella hablaba yo miraba unas oquedades en la roca. Al parecer, los primeros cristianos que por aquí se asentaron se construyeron remedos de cabañas adosadas a la roca y, los más fuertes, empotraron las vigas de la techumbre horadando la piedra que les servía también de pared. Una tarea de titanes si se tiene en cuenta que apenas tenían herramientas.

A pesar de la queja de Aira, a mí el resultado del paso de los eremitas por la zona no me parecía un destrozo. Estaba claro que la druidesa no conocía Benidorm, ni la más cercana Sanxenxo. Llega a ver esas dos monstruosidades fruto del turismo y le da un patatús.

—Entiendo que vosotros los celtas, digoooo los castrexos, no hacéis eso de construir en la roca —a pesar de no existir ya la cultura a la que pertenecía Aira yo le hablaba de su pueblo como si aún perdurara.

—No. En nuestros castros levantamos cabañas, pero los druidas cuando vivimos en lo más profundo del bosque afrontamos lo que la Naturaleza nos envía, así sea viento, lluvia o nieve sin alterar nada del entorno.

—Pues qué valor, porque aquí debe de llover casi siempre —añadí observando el musgo que todo lo cubría y colocándome mejor la capucha pues seguía cayendo agua con intensidad.

—El propio bosque nos da lo que necesitamos. Cobijo en sus cuevas, alimento con sus frutos y sus animales, agua y peces con sus riachuelos. Y la contemplación del poder de los dioses con sus obras magníficas —me dijo señalando las fastuosas formaciones rocosas.

El monte Barbeirón en el que nos encontrábamos se caracteriza por unas paredes de granito cubiertas de vegetación, líquenes y musgo. Los robles y abedules que se yerguen entre las paredes pétreas confieren al lugar un halo de misterio aumentado con el sonido de la lluvia al caer sobre las hojas que tapizan el suelo. Excavado en esas rocas se halla el monasterio de San Pedro de Rocas, una joya galaica del arte rupestre cuyo origen se remonta al siglo VI de nuestra era, aunque mi acompañante se empeñaba en asegurar que el lugar había sido descubierto antes por su pueblo celta, o castrexo.

—No me extraña que los monjes vinieran aquí a aislarse del mundanal ruido y de las tentaciones que lo acompañan —exclamé sobrecogida por el paisaje.

—¿Aislados? ¡No me hagas reír! Sí que venían aquí a rezar, pero mientras no pegaban un palo al agua, la comida se la traían de las aldeas cercanas los habitantes que con sus dádivas se creían ganar un puesto en ese cielo cuya puerta custodia precisamente el santo al que han dedicado ese engendro de construcción —añadió Aira otra vez enfadada y señalando el monasterio.

—¡Mujer! Llamar engendro a eso, me parece injusto. Tiene mucho mérito tallar en la roca ese campanario. Por no hablar de las tumbas que hay dentro, excavadas en la dura piedra. Reconoce que eso tiene mucho curro.

—¡Bah! —exclamó despectiva— ¡Dónde esté una buena incineración que se quiten los enterramientos!

—¿Vosotros incineráis a vuestros muertos? ¡Igual que los celtas!

La mirada asesina que me dirigió Aira consiguió que me pusiera a andar más deprisa. Entre las virtudes de mi acompañante no sabía si se encontraba la de convertir a los caminantes impertinentes en gusanos o cualquier otro bicho. Por si las moscas, decidí alejarme unos pasos de ella y me encaminé hacia el monasterio pues se acercaba la hora de irnos al hotel. Al mismo tiempo, como gesto de buena voluntad y para hacerme perdonar mi insistencia en comparar a los castrexos con los celtas, le dije.

—Me encanta estar contigo, pero me tengo que ir. Por cierto: ¿Vosotros cultiváis vino? Lo digo porque mañana vamos a visitar la Ribeira Sacra, dicen que la zona está plagada de viñas.

—¡Puag! ¡Vino! ¡Qué asco! Ese fue un invento de otros pelmas que vinieron antes que los cristianos a fastidiar por aquí: los romanos. ¡Malditos!

—¿Tampoco te caen bien los romanos?

Aira parecía maja, pero su animadversión hacia todo aquel que no formara parte de su pueblo castrexo la convertía en un ser amargado y muy poco amigable. Desde luego no tenía convenientemente desarrolladas las habilidades sociales.

—Ellos iniciaron nuestro declive. Fueron el principio del fin —contestó con un deje de amargura para después añadir—: Aunque el vino es una costumbre foránea intentaré acompañarte en tu periplo para que estés bien informada y no te creas todo lo que te cuentan esos guías sabihondos.

Me alegré de su propuesta, aunque tuve que pasar por alto lo de que el vino era una costumbre foránea porque en esta piel de toro se ha bebido vino desde tiempo inmemorial, pero se ve que en el mundo particular de los castrexos eso era una injerencia exterior.

—Vale, mañana te mando ubicación —espeté dándome cuenta al instante de lo absurdo de mi propuesta porque esa mujer no tendría móvil (si el vino le parecía foráneo lo del teléfono sería casi, casi un insulto). Quiero decir… no sé cómo contactar contigo.

—No es preciso. Yo sabré dónde encontrarte. Nos vemos, Kirke.

Y sin más se fue. Literalmente se esfumó. Pensé que aquella desaparición era fruto de la bruma y la lluvia que caía de manera impenitente, el caso es que por mucho que agucé la vista no conseguí verla ni cerca ni lejos. Había desaparecido.

 

Continuará…


Tumbas excavadas en la roca. Monasterio San Pedro de Rocas.


 





  

15 de mayo de 2025

Conversaciones con una druidesa (I)

 

No soy creyente, pero acorde a las contradicciones que caracterizan al ser humano, cuando llega la Semana Santa me da por rezar. Reconozco que no lo hago por devoción sino por interés: rezo para que haga buen tiempo. En cualquier caso, no me sirve de nada, se ve que el mandamás de allá arriba conoce perfectamente mis motivaciones y decide no hacerme ni caso.

Este año mi interés por el buen tiempo era más intenso porque me iba a hacer senderismo a Galicia. Ir a Galicia en primavera es seguridad absoluta de lluvia, pero si, además, tienes intención de caminar por el monte, la tragedia está servida. Aun así, no desistí y me fui para allá a pesar de los nefastos pronósticos meteorológicos.

No contaba con que se produjese un milagro y brillara el sol, pero algo de milagro sí que tuve pues podría considerarse prodigioso lo que me ocurrió allí.

El primer día de mi recorrido por tierras gallegas recalé en el monte Barbeirón. Ese lugar es famoso porque en él está enclavado el monasterio de San Pedro das Rocas un sitio donde antaño hubo una comunidad de eremitas. La verdad es que el lugar invita al recogimiento y la meditación. El entorno asegura la paz interior necesaria para hablar con el hacedor; también asegura que te agarres una enfermedad reumática porque la humedad se masca y buena prueba de ello es el musgo que todo lo cubre.

Antes de que los cristianos eligieran ese enclave para sus oraciones hubo un pueblo que también vio ahí un buen sitio para contactar con sus dioses: los celtas. Cerca de la iglesia de San Pedro hay un monolito donde los druidas realizaban sus prácticas religiosas.

Después de que la guía local nos explicara lo de los eremitas y lo de los celtas nos dieron tiempo para visitar por dentro el monasterio o lo que queda de él porque está hecho trizas. Como ya he comentado no soy religiosa, además andaba enfadada con el de arriba porque estaba lloviendo bastante, así que en lugar de ir al interior del santuario decidí quedarme merodeando por los alrededores a riesgo de calarme hasta los huesos.

Cuando estaba fotografiando el monolito que los antiguos celtas utilizaban para sus ritos se me acercó una figura cubierta de la cabeza a los pies con lo que parecía una capa de agua.

—Es grandioso este lugar —me dijo con una voz grave pero femenina.

—La verdad es que sí —le contesté mientras seguía a lo mío haciendo fotos.

—Deberías dedicarte a ver más con los ojos y dejar ese chisme a un lado —me reprendió señalando mi cámara fotográfica.

«Vaya, ya está aquí la viajera engreída que va de súper guay porque no se ajusta a los cánones típicos del turista» me dije a mí misma. Intentando no resultar grosera la miré con una sonrisa impostada y decidí alejarme de ella.

Cuando anduve un buen trecho, viendo por el rabillo del ojo que no me seguía, me adentré en lo más espeso del bosque y seguí fotografiando.

—¿Por qué eres tan terca? ¿Para qué tanta foto? —oí a mis espaldas la misma voz de antes—. Los recuerdos verdaderos son los que quedan fijados en nuestra mente y nuestro corazón.

Di un respingo y me topé con la misma mujer. ¿Cómo había llegado hasta mí de nuevo sin hacer nada de ruido? Por lo visto, la viajera impertinente había decidido darme la lata.

—Está lloviendo bastante —contesté—. Quizás deberías entrar en el monasterio, te estás calando —la hice ver pues lo que parecía una capa de agua resultó que era una túnica de paño con una capucha y se estaba empapando. No es que me preocupara el bienestar de aquella tipa, pero era una razón para que se largara y me dejara en paz—. Creo que la guía está dentro explicando algo —añadí para terminar de convencerla.

—Antes bebería tejo macerado que entrar en un templo cristiano.

«La viajera impertinente además de grosera es anticlerical» pensé. No es que me pareciera mal, pero lo que no me gustaba es que tuviera que expresar sus inoportunas opiniones a mi lado.

—El autocar está abierto —añadí en un nuevo intento de desembarazarme de aquella pelma—. Puedes refugiarte ahí de la lluvia.

—La lluvia no me asusta y no sé por qué tendría que defenderme de algo que es natural yendo a un espacio que no es el mío. ¡Autocar! Un invento más de los vuestros para facilitar la invasión a la que nos tenéis sometidos. Llegáis como una plaga maldita, como la turba que sois, con vuestras ínfulas de superioridad, fingiendo que os interesa lo que veis cuando lo único que os mueve es la presuntuosidad y el fatuo intento de presumir de unos viajes que no aprovecháis ni sabéis valorar porque ignoráis la esencia de cualquier lugar en el que estáis. Miraos, haciéndoos autorretratos, selfies los llamáis ahora, como si lo importante de esas instantáneas que capturáis con la cámara o el teléfono fuerais vosotros y no el lugar, su historia, lo que representa. Queréis dejar constancia de vuestro paso, pero sois insignificantes, una muesca imperceptible en el transcurrir del tiempo. ¡Sois patéticos!

¡Menuda bronca me había caído en un momento! La filípica de aquella energúmena me descolocó.

—Perdona, creí que formabas parte de nuestro grupo de excursionistas. ¿Has venido por tu cuenta?

—Vivo aquí —dijo abarcando el lugar abriendo los brazos.

Miré en mi derredor y no vi ninguna vivienda.

—¿Vives en el monasterio? —pregunté desconcertada pues me acababa de decir que no le gustaban los templos cristianos.

—¡Vivo en el bosque, estúpida!

—¡Eh! Sin insultar, ¿vale? Yo te estoy hablando con respeto y eres tú la que se ha acercado a darme la tabarra, así que vamos a tener la fiesta en paz.

—Es que no te enteras de nada —replicó la mujer enfadada.

—Mira, no sé de qué vas. No sé si eres una campista, una pirada o una aburrida a la que le gusta fastidiar —a esas alturas yo también empezaba a ser poco respetuosa—, pero te agradecería que te vayas a otro lugar a dar por saco. Esto es muy grande, hay sitio para las dos sin necesidad de tener que estar juntas.

—¡¿Vienes a mi territorio a echarme de mi casa?! —gritó la loca esa.

—Que no. Solo te sugiero que corra el aire. Tú te vas por un lado y yo por el otro.

—Yo voy por donde quiero.

—Está bien. Pues dime a dónde te vas que yo tomo la dirección contraria —dije conciliadora para quitármela de encima.

—¡Todos sois iguales! Creí que tú eras diferente, por eso me acerqué a ti. Me equivoqué —me dijo sacudiendo la cabeza en un gesto de decepción.

Empezó a alejarse, que es lo que yo quería, pero sus últimas palabras despertaron mi curiosidad.

—¿Creías que yo era diferente… en qué?

La mujer se volvió y se quitó la capucha, a pesar de que la lluvia arreciaba. Tenía un rostro agraciado. Sin ser precisamente una beldad, sus rasgos eran armoniosos. Insertados en una piel blanquísima brillaban unos ojos de un azul intenso. El pelo rubio y largo se pegaba al cráneo por efecto del agua.

—He visto cómo te erguías interesada cuando la mujer de las explicaciones hablaba de nuestra cultura y mirabas ensimismada el altar —respondió señalando hacia donde se encontraba el monolito celta—. Hay admiración cuando observas nuestro bosque, te detienes en el musgo, en las hojas caídas de los robles, en los pequeños detalles. Además, eres la única que no se ha hecho selfies ni ha posado para salir en las fotos. Pensé que tenías una conexión con este lugar, sentí como si volvieras de un largo viaje y regresaras a tu lugar de origen.

Me quedé desconcertada. Había tanta decepción y tristeza en sus palabras que quise confortarla de alguna manera haciéndole ver que no se estaba equivocando, al menos no mucho.

—Buenoooo… esto… puede que no andes tan errada con eso de que he vuelto a mis orígenes. ¡Mi madre era gallega!

La mujer volvió a sacudir la cabeza con decepción en un gesto que empezaba a ser habitual en ella cuando yo decía algo y que ya me estaba resultando cargante.

—Mira, déjalo. Siento haberte molestado. Ha sido un error por mi parte. La soledad y la impotencia provocan que mis sentidos no sean los de antes e interprete mal las señales.

—¡Dame otra oportunidad! —exclamé arrepentida.

No sé qué tenía esa mujer. Era una impertinente, pero al mismo tiempo desprendía un magnetismo que incitaba a saber más de ella. Puede que el origen de ese atractivo radicara en que hablaba poco claro planteando más incógnitas que certezas cuando quería decir algo. Desde luego, fijo que era gallega porque esa imprecisión al hablar es típico de los habitantes de la zona.

—Si supiera quién eres a lo mejor podría averiguar yo también si hay alguna conexión entre tú y yo —añadí insistente.

—Vivo aquí desde hace mucho tiempo —fue la escueta información que me dio. Seguía empeñada en proporcionarme datos con cuentagotas y sin aclarar, a mí, que necesito que me digan las cosas despacito y sin ambages.

—Mucho tiempo no puede ser porque eres joven —añadí por darle coba y por tirarle de la lengua.

—Antes de que llegaran los eremitas con sus rezos y sus lamentaciones, yo ya estaba aquí celebrando mis propios ritos religiosos.

—Pero… pero… Eso fue hace mucho tiempo.

—Te lo acabo de decir. ¿No escuchas? —La tregua de respeto que nos habíamos dado parecía a punto de quebrarse. Esa mujer era enigmática, pero tenía muy poca paciencia.

—¿Tú, cuántos años tienes? —pregunté a bocajarro para aclararme y por avanzar.

—Casi tantos como este bosque —respondió una vez más evasivamente.

Cualquier otra persona que no fuera yo hubiera pensado que esa tía era una pirada, pero como una servidora va bien servida de fenómenos paranormales cuando viaja, encajé lo que acababa de oír con bastante serenidad. Reuní en un segundo todos los datos que tenía y llegué a una conclusión.

—¡Eres una druida!

La sonrisa que apareció en su bonito rostro indicó que había acertado.

—El término exacto es druidesa. Te parecerá extraño —me dijo con un mohín cómplice.

—Pues mira, no.

Esta vez fue ella la sorprendida.

—No eres el primer druida con el que me encuentro —añadí dándome aires de importancia y dejándola aún más estupefacta—. En Asturias conocí a un colega tuyo (Ultraje). Se llamaba Brigo y, al igual que me pasó contigo, empezamos mal porque estaba muy enfadado por algo que, dicho sea de paso, no era responsabilidad mía, pero luego acabamos siendo amigos.

—Entonces no me equivoqué al fijarme en ti, sí que tienes una conexión con mi pueblo.

—Se me da bien hablar con gente rara si es eso a lo que te refieres —dije bajando la mirada con falsa modestia y haciendo círculos con el pie entre las hojas caídas de los robles que nos rodeaban—. ¡Perdón! No quería decir rara, sino celta —rectifiqué, no quería cagarla ahora que empezábamos a llevarnos bien.

—Mi pueblo no es celta.

—¡Ah! ¿No?

—Somos castrexos.

—¿Castrexos? ¿Eso qué es?

—Querida amiga, creo que tú y yo vamos a tener que mantener una buena conversación. Tienes un vínculo con nosotros, pero estás algo verde. Hay que pulir esa basteza. Intentaré poner remedio a eso. ¿Tienes tiempo?

—Voy a estar por aquí cuatro días, no sé si será suficiente para… pulirme —añadí algo mosca porque eso de «basteza» no me había hecho mucha gracia.

—Lo intentaremos.

Aplaudí entusiasmada a pesar de todo. Pasar cuatro días con una druida que me consideraba amiga suya se me antojaba interesante. Parecía que el viaje desastroso por culpa del tiempo no lo iba a ser tanto gracias a esa nueva amiga que había encontrado en el bosque.

 (Continuará...)



GALERÍA FOTOGRÁFICA



 


4 de mayo de 2025

Ayho, ayho, qué duro es trabajar

 

No podía seguir viviendo allí. Que su padre se volviera a casar después de perder a su madre trágicamente a Marisol le pareció una traición.

La nueva mujer de su padre era una belleza y Marisol debía reconocer que desde el primer momento intentó ser amable. Le prestaba vestidos de su amplio ropero y compartía con ella trucos de belleza. «Eres guapísima, Marisol. No le sacas suficiente partido a tu físico. Si me hicieras caso podrías presentarte a Miss Universo», le decía su madrastra mirándose las dos en el gran espejo que presidía su amplio dormitorio.

Aun así, a Marisol no le caía muy bien. Parecía maja, pero resultaba algo cargante con lo de la belleza y el físico. Demasiado superficial.

 Para tomar distancia, y mientras se aclaraba qué hacer con su vida, se buscó un trabajo como monitora de un campamento de verano. En un enclave montañoso, Marisol debía encargarse de los niños que ocupaban una de las múltiples cabañas que formaban parte del centro de ocio. Pero no solo era responsable de las actividades de los chiquillos, también debía limpiar la estancia, hacer la comida y ocuparse del aseo personal de los niños, todos hijos de personalidades prominentes de la sociedad pues allí iban a pasar las semanas estivales los retoños de ministros, empresarios y hasta algún aristócrata. Era un campamento de pijos.

Marisol no estaba acostumbrada a trabajar porque la situación económica de su padre era muy desahogada, por eso no estaba llevando muy bien su decisión. Además, no le gustaba su trabajo. Acababa la jornada extenuada y de mal humor. Al intenso esfuerzo que debía realizar tenía que añadir el mal carácter de los niños a su cargo. Todos eran unos consentidos; criados en la abundancia pensaban que el mundo estaba a su servicio, en especial las personas que los rodeaban como era el caso de Marisol. Asimismo, algunos destacaban por características que provocaban un especial rechazo en la joven.

De hecho, a los siete que tenía a su cargo no los soportaba.

Uno de ellos era al sabiondo que siempre estaba corrigiendo a los demás. Los psicólogos a los que le llevaron sus padres dijeron que tenía un coeficiente de 125, lo que no era óbice para que la criaturita fuera un repelente insufrible. «No se dice ‘a por pan’ sino ‘por pan’. Dos preposiciones no pueden ir juntas»; «La capital de Canadá no es Toronto es Ottawa».

En la cabaña había otro niño que siempre estaba protestando, a cualquier actividad que realizaban le ponía pegas. «¿Ahora vamos a salir a hacer senderismo? Ayer llovió mucho, estará todo embarrado»; «¿Por qué tenemos que trepar a un árbol? Es más seguro quedarse abajo»; «Mi cabaña tiene humedad, necesito un deshumidificador que purifique el ambiente». Un incordio.

En contraposición, uno de los compañeros del gruñón, andaba contento a todas horas. Una sonrisa bobalicona le rondaba siempre en la cara. Tanta alegría y sonrisitas también le molestaba a Marisol, a veces tenía la sensación de que se estaba cachondeando de ella.

Con otro, la hora de levantarse resultaba una tortura, no había manera de hacerlo despertar. Remoloneaba en su cama y Marisol empleaba más de un cuarto de hora en sacarlo de allí. «¡Joooo! Déjame un poquito más. Si apenas he dormido nada. Se está tan bien en la cama…»

Había uno que siempre se quedaba rezagado por timidez. Nunca participaba en los juegos, se quedaba relegado un rincón apartado y los demás se burlaban de él. A este, Marisol, le apreciaba o sería más correcto decir que le daba pena.

Otro no hablaba absolutamente nada, pero no por timidez, sino porque era un engreído que pensaba que los demás no eran merecedores de su atención. Sus padres eran aristócratas y se codeaban con la Casa Real; desde la cuna le habían inculcado un sentimiento de superioridad sanguínea. Siempre se le veía con la barbilla levantada en un gesto de desprecio hacia los demás. De todos los niños que consideraban a Marisol una criada, este era el que más alarde hacía de ello. Un imbécil.

El último de los siete niños de la cabaña era alérgico al polen y merecía especial atención. Marisol no entendía cómo a un niño así lo mandaban a un campamento en plena naturaleza. Se tiraba todo el día estornudando. De vez en cuando, se sonaba la nariz, aunque lo habitual era que no lo hiciera porque siempre le colgaban de la napia dos velas perpetuas que a Marisol le daban mucho asco, pero aún era peor cuando le daba por sorberse los mocos, el ruidito que hacía era sumamente molesto.

¡Menudos siete imbéciles que le habían tocado en suerte! No los aguantaba.

Sin embargo, su labor en el campamento tenía un lado amable. Entre sus compañeros había un monitor que estaba buenísimo. Un morenazo cachas que hacía ostentación de su físico en todo momento porque, a lo largo del día, se le presentaban numerosas ocasiones para poner de manifiesto sus capacidades: subir por una cuerda hacia lo alto de un árbol, escalar una pared rocosa, correr bajo la lluvia. Un portento. El pibón tan solo tenía un pequeño defecto: era algo simple, por no decir tonto de capirote, pero era tan, tan guapo…

Se notaba que al cachas le hacía tilín Marisol porque a menudo le daba palique en un intento de ligársela. Y ella se sentía halagada. «Deja que te ayude» le decía mientras que, sin apenas esfuerzo, levantaba en vilo una de las camas para que Marisol pudiera recoger mejor la ropa tirada que los niños habían dejado en el suelo. «¿Necesitas más leña para la hoguera de esta noche? He visto un abeto de diez metros, te lo puedo trocear en un momentito».

Entre los requiebros del musculitos y el inmenso trabajo que le daban los niños, Marisol se dedicaba también a rechazar las constantes llamadas de su madrastra que no hacía más que rogarle que volviera a casa. Su padre se había vuelto a liar con otra abandonando a su segunda mujer.  «Vuelve, Marisol. Juntas podemos vivir felices».

Pero Marisol no quería volver a pesar de lo duro que resultaba trabajar y que cada día estaba más agotada. Pero, aun así no quería regresar porque hacerlo sería una derrota.

Cierto día llegó la furgoneta de las provisiones, pero en lugar del amable conductor que cada cuarenta y ocho horas traía existencias, del vehículo se bajó una mujer. Aunque la capucha de su sudadera apenas permitía contemplar el rostro y los holgados vaqueros no se ajustaban a su figura se podía adivinar que bajo tan poco favorecedoras ropas se hallaba una mujer atractiva. Su manera de hablar era tosca y con un fuerte deje barriobajero, pero sus movimientos eran, a pesar de todo, elegantes y delicados.

«¿Qué pasa, tía? Esto debe ser un rollo patatero aguantando tanto niñato pijo». «¡Menuda cara tienes, tronca! Normal, rodeada de estirados. A mí me daría un chungo si tuviera que estar todo el día con gente así».

Aunque Marisol no le seguía el rollo a la nueva transportista, debía reconocer que sentía cierta afinidad con ella y que lo que le decía estaba cargado de razón.

Uno de los días que tocaba reparto, la macarra se le acercó con gesto de complicidad y, a la vez que se aseguraba de que no las observaban miradas indiscretas, le entregó una bolsita de plástico en cuyo interior se veía un triturado de hierbas o algo parecido. «Para ayudarte en el curro» fue la escueta explicación de la conductora. Marisol no sabía qué era aquello y, ante la mirada interrogante de la muchacha, la transportista le aclaró: «Líate un petardo con esto. Vas a aguantar lo que te echen».

Tras rebibir unas breves explicaciones sobre cómo confeccionar un cigarro con el material que tenía, Marisol decidió hacer caso a su nueva colega y aquella noche, después de la agotadora jornada, se fumó el primer canuto de su vida. No sería el último.

A partir de aquella noche Marisol estuvo irreconocible, una sonrisa perenne le adornaba la cara. Daba igual las veces que tuviera que recoger la cabaña de los siete maleducados a su cargo, o el tiempo que empleaba en despertar al dormilón del grupo, o que fuera corregida varias veces por el sabiondo, ella se mostraba feliz y sonreía contenta, incluso cantaba. Los niños, contagiados de su felicidad, cantaban con ella y hasta compartían sus tareas: «Ayho, ayho, te vamos a ayudar».

La nueva actitud de Marisol también afectó al musculitos. Sus requiebros no hacían apenas mella en ella. La muchacha, dentro de la renovada felicidad que le procuraba el fumeteo, se mostraba ausente en ensoñaciones románticas. El macizo la sorprendió un día canturreando «Tal vez muy pronto ya mi príncipe vendrá»; no sintió que estuviera pensando en él porque músculos tenía de sobra, pero le faltaba sangre azul. Marisol deseaba enamorarse, pero estaba claro que él no era un buen candidato.

«¿Un príncipe? ¡No me jodas!» fue la reacción que tuvo la transportista macarra cuando la oyó canturrear la misma tonada, «¡Serás rancia!». Pero Marisol notaba que le faltaba algo para sentirse completa, necesitaba su media naranja. «Lo mismo deberías pensar en princesas en lugar de príncipes, tía. Te pega más. Los tíos con los que te rodeas ya ves que no te molan nada» le respondió la repartidora de víveres cuando Marisol insistió en su romántico deseo. «¿Enamorarme de una mujer? Pero, qué cosas se te ocurren. Ni se me ha pasado por la cabeza», «Tampoco se te pasó por el coco darle a la marihuana y mira la afición que le tienes ahora…».

La macarra y Marisol se enrollaron una noche de luna llena detrás de la cabaña donde dormían los siete niñatos y mientras el cultureta hacía sentadillas en el barracón donde dormían los empleados. La intimidad necesaria en el encuentro obligó a que la nueva amiga de la muchacha se despojara de la sudadera, con capucha incluida, que permanentemente llevaba puesta la susodicha. Fue entonces cuando se reveló la verdadera identidad de la supuesta barriobajera: era su madrastra.

Tras aquella noche de desenfreno y descubrimientos sorprendentes Marisol abandonó el campamento y se fue con su antigua madrastra y actual amante.

Viven felices en el apartamento de la playa que consiguió su reciente novia tras el divorcio de su padre. Por las noches se las suele ver juntas por la orilla del mar, cogidas de la mano y cantando: «Ayho, ayho, nos vamos a nadar».





Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores