—¿Qué es eso de castrexos?
—pregunté a mi nueva amiga en cuanto nos adentramos en la espesura del bosque,
alejadas de miradas indiscretas.
—La cultura castrexa
o castreña empezó en la Edad del Bronce y permaneció hasta la llegada de los
cristianos; esos monjes entrometidos lo fastidiaron todo —me contestó la
druidesa con un tono enfadado—. Nuestros dominios abarcaban todo el noroeste de
la península, desde el norte del Duero hasta el río Navia, lo que ahora llamáis
Galicia y parte de Portugal, incluso algo de Asturias, León y Zamora también.
—¡Caray! Pues sí que
ocupabais terreno, sí. Perdona, pero yo siempre creí que esa zona de la que
hablas estuvo habitada por celtas, digamos que… hispanos, pero celtas.
—¿Tú me ves pinta de
celta? —me espetó, ahora sí muy enfadada y mostrando sus ojos glaucos llenos de
ira.
—Si te soy sincera
nunca he visto un celta. El único que podría considerarse así, fue mi amigo el druida
Brigo, pero si dices que vuestros dominios abarcaban algo de Asturias, lo mismo
él también era castrexo o castreño o… ¡yo qué sé!
—La gente de ahora
quiere simplificarlo todo, para no tener que pensar. Nosotros no somos celtas.
¡Somos castrexos!
—Y el nombre viene
de…
—De vivir en castros.
—¡Anda! ¡Igual que
los celtas!
—Nosotros tenemos nuestra
propia idiosincrasia. Veneramos a la Naturaleza, los druidas y las druidesas
nos encargamos de conectar con los espíritus en días señalados como el
equinoccio del otoño o el de la primavera, conocemos las propiedades de las
plantas, tanto las que curan como las que arrebatan la vida.
—¡Igual que los
celtas!
—Te
reitero que no somos celtas. Los celtas provienen del centro de Europa y
nosotros somos del noroeste de la península.
—Pues
la guía nos dijo que vuestra lengua es un derivado del celta, así que algo
tendréis que ver con ellos, digo yo —insistí tercamente. Tantos años hablando
de los celtas gallegos y enterarme ahora de que no lo eran me dejaba una
sensación de abandono y también de estafa.
—¡No
somos celtas! ¡Carallo!
—Vaaale,
vale —decidí claudicar—. Por cierto, no nos hemos presentado, yo me llamo Kirke
—me decanté por mi alias bloguero porque soy reticente a dar demasiados datos a
los desconocidos, especialmente si son algo raritos como mi acompañante de ese
momento—. ¿Y tú?
—Me
llamo Aira.
—¡Qué
nombre más bonito!
—Significa
aire o espíritu en celta.
—¿En
celta? Pero no habíamos quedado en que… Venga, vamos a dejarlo. Este lugar es
impresionante —dije cambiando de tema para no cabrearla.
—Antes
de que vinieran los eremitas con sus rezos y lamentaciones era más puro, más
genuino. Los cristianos sois muy blandos y cuando llegaron aquí ese grupo de calamitosos
y paupérrimos monjes no podían soportar la lluvia y el frío del invierno por lo
que perforaron la roca para construirse sus míseros chamizos. Si vienes al
monte tienes que asumir lo que hay y si no, pues te largas. ¿Qué es eso de
destrozar la naturaleza para construirse una casa para pasar una temporada?
Mientras
ella hablaba yo miraba unas oquedades en la roca. Al parecer, los primeros
cristianos que por aquí se asentaron se construyeron remedos de cabañas
adosadas a la roca y, los más fuertes, empotraron las vigas de la techumbre
horadando la piedra que les servía también de pared. Una tarea de titanes si se
tiene en cuenta que apenas tenían herramientas.
A
pesar de la queja de Aira, a mí el resultado del paso de los eremitas por la
zona no me parecía un destrozo. Estaba claro que la druidesa no conocía
Benidorm, ni la más cercana Sanxenxo. Llega a ver esas dos monstruosidades
fruto del turismo y le da un patatús.
—Entiendo
que vosotros los celtas, digoooo los castrexos, no hacéis eso de
construir en la roca —a pesar de no existir ya la cultura a la que pertenecía Aira
yo le hablaba de su pueblo como si aún perdurara.
—No.
En nuestros castros levantamos cabañas, pero los druidas cuando vivimos en lo
más profundo del bosque afrontamos lo que la Naturaleza nos envía, así sea
viento, lluvia o nieve sin alterar nada del entorno.
—Pues
qué valor, porque aquí debe de llover casi siempre —añadí observando el musgo
que todo lo cubría y colocándome mejor la capucha pues seguía cayendo agua con
intensidad.
—El
propio bosque nos da lo que necesitamos. Cobijo en sus cuevas, alimento con sus
frutos y sus animales, agua y peces con sus riachuelos. Y la contemplación del
poder de los dioses con sus obras magníficas —me dijo señalando las fastuosas
formaciones rocosas.
El
monte Barbeirón en el que nos encontrábamos se caracteriza por unas paredes de
granito cubiertas de vegetación, líquenes y musgo. Los robles y abedules que se
yerguen entre las paredes pétreas confieren al lugar un halo de misterio
aumentado con el sonido de la lluvia al caer sobre las hojas que tapizan el
suelo. Excavado en esas rocas se halla el monasterio de San Pedro de Rocas, una
joya galaica del arte rupestre cuyo origen se remonta al siglo VI de nuestra
era, aunque mi acompañante se empeñaba en asegurar que el lugar había sido
descubierto antes por su pueblo celta, o castrexo.
—No
me extraña que los monjes vinieran aquí a aislarse del mundanal ruido y de las
tentaciones que lo acompañan —exclamé sobrecogida por el paisaje.
—¿Aislados?
¡No me hagas reír! Sí que venían aquí a rezar, pero mientras no pegaban un palo
al agua, la comida se la traían de las aldeas cercanas los habitantes que con sus
dádivas se creían ganar un puesto en ese cielo cuya puerta custodia
precisamente el santo al que han dedicado ese engendro de construcción —añadió
Aira otra vez enfadada y señalando el monasterio.
—¡Mujer!
Llamar engendro a eso, me parece injusto. Tiene mucho mérito tallar en la roca
ese campanario. Por no hablar de las tumbas que hay dentro, excavadas en la
dura piedra. Reconoce que eso tiene mucho curro.
—¡Bah!
—exclamó despectiva— ¡Dónde esté una buena incineración que se quiten los
enterramientos!
—¿Vosotros
incineráis a vuestros muertos? ¡Igual que los celtas!
La
mirada asesina que me dirigió Aira consiguió que me pusiera a andar más
deprisa. Entre las virtudes de mi acompañante no sabía si se encontraba la de
convertir a los caminantes impertinentes en gusanos o cualquier otro bicho. Por
si las moscas, decidí alejarme unos pasos de ella y me encaminé hacia el
monasterio pues se acercaba la hora de irnos al hotel. Al mismo tiempo, como
gesto de buena voluntad y para hacerme perdonar mi insistencia en comparar a
los castrexos con los celtas, le dije.
—Me
encanta estar contigo, pero me tengo que ir. Por cierto: ¿Vosotros cultiváis
vino? Lo digo porque mañana vamos a visitar la Ribeira Sacra, dicen que la zona
está plagada de viñas.
—¡Puag!
¡Vino! ¡Qué asco! Ese fue un invento de otros pelmas que vinieron antes que los
cristianos a fastidiar por aquí: los romanos. ¡Malditos!
—¿Tampoco
te caen bien los romanos?
Aira
parecía maja, pero su animadversión hacia todo aquel que no formara parte de su
pueblo castrexo la convertía en un ser amargado y muy poco amigable. Desde
luego no tenía convenientemente desarrolladas las habilidades sociales.
—Ellos
iniciaron nuestro declive. Fueron el principio del fin —contestó con un deje de
amargura para después añadir—: Aunque el vino es una costumbre foránea
intentaré acompañarte en tu periplo para que estés bien informada y no te creas
todo lo que te cuentan esos guías sabihondos.
Me
alegré de su propuesta, aunque tuve que pasar por alto lo de que el vino era
una costumbre foránea porque en esta piel de toro se ha bebido vino desde
tiempo inmemorial, pero se ve que en el mundo particular de los castrexos
eso era una injerencia exterior.
—Vale,
mañana te mando ubicación —espeté dándome cuenta al instante de lo absurdo de
mi propuesta porque esa mujer no tendría móvil (si el vino le parecía foráneo
lo del teléfono sería casi, casi un insulto). Quiero decir… no sé cómo
contactar contigo.
—No
es preciso. Yo sabré dónde encontrarte. Nos vemos, Kirke.
Y
sin más se fue. Literalmente se esfumó. Pensé que aquella desaparición era fruto
de la bruma y la lluvia que caía de manera impenitente, el caso es que por
mucho que agucé la vista no conseguí verla ni cerca ni lejos. Había desaparecido.
Continuará…