Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

10 de abril de 2025

Triste mirada

 

Era la musa de la clase. Qué digo la clase, de la universidad entera. Tenía enamorados a todos los chicos y a parte de algunas chicas. Elegante, estilizada, segura de sí misma y una mirada lánguida que encandilaba a quien dirigía sus ojos.

Siempre fue para todos un modelo a seguir, o sería más correcto decir una quimera. Imposible igualarla. Sus modales exquisitos fueron adquiridos tras generaciones de antepasados acostumbrados a moverse pisando alfombras palaciegas donde los títulos nobiliarios se acumulaban en folios y folios de registros aristocráticos.

Han pasado muchos años de aquella etapa universitaria y aún me pregunto por qué me eligió para ser su mejor amiga, su confidente más íntima, la depositaria de sus secretos. O eso creí hasta aquel día en que todo se desmoronó.

Yo estaba becada en una universidad privada, mis méritos no eran ni nobiliarios ni monetarios sino académicos, gracias a mi tesón y horas de disciplina espartana para estudiar más de doce horas diarias conseguí que una asociación benéfica pagara la costosa matrícula de una prestigiosa universidad que se caracterizaba por educar a los futuros dirigentes de varios países.

Podía considerarse que era una afortunada, pero esa suerte se incrementó cuando ella se fijó en mí y comenzó a invitarme a sus populares fiestas. El boato y el lujo caracterizaban esas reuniones, pero la estrella indiscutible siempre fue ella. Ningún palacio, ningún entorno podía eclipsar su brillo.

Sabía hablar, sabía moverse, pero sobre todo sabía mirar porque era su mirada la responsable de su magnetismo. Miraba sin ver, como si el foco de su visión no fuera la persona a quien dirigía sus ojos sino algo más allá, fuera del dominio de los demás, en otro lugar recóndito e inaccesible. Cuando hablaba contigo uno sabía que estaba muy lejos, como si su hábitat no fuera de este mundo, como un hada perdida procedente de otra dimensión.

Aquella mirada que tantos estragos provocaba fue la responsable de mi devoción hacia ella.

—Hola, me llamo Greta.

Con esas cuatro palabras la estrella de la universidad se dirigió a mí el primer día de clase, y con ellas me abrió las puertas a su Olimpo particular, territorio exclusivo de unos pocos privilegiados y vedado a la mayoría de los mortales.

En cada fiesta, viaje o comida entre su exclusivo grupo de amigos Greta repartía glamour, elegancia y una presencia siempre acompañada por esos ojos tristes. Porque su mirada, esa que encandilaba y enamoraba, destilaba un vapor de tristeza.

Lo tenía todo, admiración, dinero, posición, el amor incondicional de múltiples devotos, pero en su mirada había un poso de tristeza, de desconsuelo.

Nunca se le conocieron novios, al menos novios duraderos, sus amantes eran de una noche, nadie la satisfacía, ella se confesaba conmigo, nada era suficiente, siempre quería ir más allá con esa triste mirada.

Hasta aquel día en que todo se derrumbó, cuando cayeron los velos del misterio, cuando la triste realidad se manifestó.

En el garaje de su mansión había vehículos de todo tipo: deportivos, cuatro por cuatro, berlinas, incluso motos. Pero ella nunca conducía; de esa ocupación se encargaba un chófer que también tenía la función de guardaespaldas. Allá donde íbamos el discreto Hugo nos acompañaba como una silenciosa sombra, era inseparable de ella y la única condición de su acaudalado y nobiliario padre para que saliera donde quisiera. Greta tenía completa libertad de movimientos siempre que fuera con su escolta particular. Un par de intentos de secuestro cuando ella era muy pequeña habían dejado a su progenitor con la constante incertidumbre y temor de perderla para siempre.

—Con un chófer permanente no sabrás conducir —le comenté en una ocasión tras finalizar una fiesta viendo amanecer desde la azotea de un exclusivo hotel donde se había celebrado el evento.

—Sí sé, tuve clases particulares con Hugo en la finca que mi padre tiene en Jaén, pero es cierto que no conduzco nunca, no lo necesito —me contestó dirigiéndome una mirada desmayada.

Hasta aquel día en que todo se desmoronó.

Ese día Hugo no estaba con ella. El repentino fallecimiento de su madre en una aldea de Galicia le hizo ausentarse un par de días. Un compañero de la facultad celebraba su cumpleaños a las afueras de la ciudad y Greta no quería perderse la fiesta. Ante la falta de conductor decidió ponerse ella al volante. Su padre se negó en redondo, pero la hija supo sacar provecho del amor incondicional que éste le profesaba y ante la mirada encantadora que tan bien sabía manejar, el cabeza de familia cedió.

El auto elegido para desplazarse fue un Porsche Cayenne gris plateado. A los mandos de tan potente vehículo enfiló la autovía rumbo a la localidad de Manzanares del Real, lugar donde se celebraba el sarao.

Nunca llegó a su destino.

La visibilidad era excelente, el estado del firme de la carretera bueno, nada hizo prever la tragedia desatada. En un cruce, Greta se saltó el stop y no pudo esquivar el camión que le interceptó el paso. Un Iveco Daily de dos toneladas y cinco metros de largo la arrolló. La fuerte carrocería del Cayenne se arrugó como si fuera de papel y Greta quedó atrapada en un amasijo de hierro.

Tres horas tardaron los bomberos en excarcelar su cuerpo. La Guardia Civil revisó los restos del Porsche en busca de indicios de sabotaje tras las presiones del poderoso padre que, en un principio, achacaba el siniestro a un complot contra su persona. Nada se halló y nadie entendía qué pudo pasar.

El sepelio se realizó una mañana gris. El cementerio rebosaba de personalidades pertenecientes a diversos sectores de la sociedad: empresarios, cantantes, actores, embajadores y hasta algún ministro. El desconsolado padre iba a la cabeza del cortejo fúnebre.

—Debería haber imaginado que no me haría caso. Acepté que condujera con la única condición de que se pusiera las gafas.

La elevada miopía de Greta fue la responsable del accidente y, por lo que se supo después, también de su atractivo. Esa mirada melancólica tan seductora era el resultado de nueve dioptrías que la sumían en una niebla visual permanente, impidiéndole enfocar la vista más allá de un palmo de distancia. Sabedora de dónde residía todo su carisma, Greta nunca quiso subsanar el defecto óptico ni con lentes ni con intervención quirúrgica. Mantuvo su triste mirada hasta el final.






22 de marzo de 2025

Qué bien se está en la cama


Este relato es una versión del cuento de los hermanos Grimm "La Bella Durmiente"

***

Había una vez un reino muy lejano donde el rey y la reina esperaban su primer retoño. Toda la corte anhelaba el maravilloso momento en que naciera el heredero a la corona.

El tan ansiado día llegó y el heredero resultó ser una niña preciosa. Nació con las primeras luces de una linda mañana y Aurora la llamaron. La nena era un encanto porque apenas lloraba y no se hacía sentir ya que la mayor parte del tiempo lo pasaba dormidita en su cuna. Un amor.

La calma que la acompañaba debida a ese afán por dormir se tornó en preocupación cuando el bebé dormía prácticamente todo el día. Tan solo abría sus somnolientos ojos para mamar de las ubres de su oronda nodriza y hasta esto lo hacía medio dormida pues al quinto o sexto chupeteo dejaba de nutrirse para sumirse en el profundo sueño que tanto le gustaba.

—Esto no es normal —se quejó el rey y padre de la heredera—. Aurora está en la edad de gatear y decir algunas palabras, pero se pasa las horas en la cuna durmiendo.

—Seguro que es una fase —la exculpaba la reina y madre de la retoña—. Esperemos un poco más, verás cómo al final es una niña despierta y lista.

La espera fue en vano porque con la tierna edad de tres añitos Aurora seguía sobando a todas horas. La corte comenzó a murmurar que una maldición rondaba a la futura soberana y señora del reino.

—Nunca han sido muy laboriosos los reyes anteriores —se atrevió a comentar un palafrenero con fama de deslenguado y de ideas republicanas—, y casi todos se han caracterizado por una pereza exasperante, pero esta princesa va a dejar el listón muy alto ya que parece que ni siquiera quiere abandonar la cama.

Así transcurrieron varios años más hasta que la situación se hizo insostenible cuando la ya adolescente heredera seguía roncando a pierna suelta en sus aposentos porque, tal como ella comentaba las pocas veces que estaba despierta, se estaba muy bien en la cama.

—Sufre narcolepsia —comentó el médico real tras examinar a la princesa y hacerle varias pruebas diagnósticas entre las que se encontraba observar atentamente sus heces y orina.

—Narco… ¿qué? —preguntó el rey que, aunque era muy instruido, esa palabra no la había oído nunca.

—Narcolepsia —repitió el galeno—. La narcolepsia es un trastorno del sueño que genera somnolencia durante el día. Las personas que la padecen pueden tener dificultad para permanecer despiertas durante mucho tiempo. Se duermen de forma repentina. Esto puede causar problemas graves en su rutina diaria.

—¿A qué os referís con causar problemas graves en la rutina diaria, doctor? —preguntó muy preocupada la reina.

—En el caso de Aurora que no saldrá de la cama —fue la tajante contestación del facultativo.

—¿Y qué se puede hacer? —se interesó el rey.

—No se tiene conocimiento de remedio para este mal. No hay cura, majestad —volvió a asentir tajantemente el doctor.

—Este médico es muy bueno pero tanta sinceridad y rotundidad me cargan un poquito —reconoció el rey a su mujer cuando estaban ya a solas.

—¿Qué vamos a hacer con la niña? —preguntó angustiada la reina.

—Disculpad, majestad —interrumpió una mujer que había sido nodriza de la reina y que seguía, a pesar de su larga edad, en la corte como dama de compañía—. Conocí a alguien que padecía el mismo mal que nuestra querida Aurora y consiguió sanar gracias a la intervención de una curandera que vive en el bosque.

—¡Vete a buscarla! —gritó la reina alborozada y nerviosa a la vez.

—Un momento —dijo el rey—. No nos precipitemos. ¿Cómo que curandera? ¿No será una bruja? Si vive en el bosque…

—Curandera, bruja. ¡Qué más da! Lo que tiene que hacer es librar a la niña de su enfermedad, me da igual cómo.

Llamaron a la curandera-bruja y esta se personó en el palacio. Aunque era de pequeña envergadura y muy poquita cosa, a su paso todos se retiraban con cierto respeto y temor porque la fama que la precedía no era muy buena. Entre las comadres se decía que era capaz de convertir en gallinas a quienes la incomodaban y, dado el carácter huraño de la mujer, se sentía incomodada con bastante facilidad. Además, el tufo que desprendía su ropa a moho y sudor tampoco ayudaba el acercamiento a su persona.

—La cosa está chunga —espetó la bruja. Además de huraña era muy vulgar hablando—. Esta niña necesita un estímulo, algo que la mantenga despierta porque le resulte interesante.

—¿Y qué hierba o cocimiento sería el adecuado? —preguntó el rey y padre de la heredera.

—¡Qué cocimientos ni qué niño muerto! —espetó la mujeruca—. Para estimularse y mostrar interés necesita un buen maromo que la entretenga.

—No entiendo —balbució la reina y madre de la adolescente.

—Necesita un hombre que la divierta como realmente se divierte bien una mujer —replicó la bruja riéndose a carcajadas y mostrando unos dientes llenos de manchas y caries.

—¡Ay! Pero antes deberá casarse —exclamó la reina que ya había entendido lo que la curandera quería decir.

—Y no con cualquiera —añadió el rey—. Debemos buscar un pretendiente acorde a su rango. Tiene que poseer sangre azul.

—El color de la sangre y el ringorrango que tenga el susodicho da lo mismo —intervino la bruja—, lo importante es que esté bien dotado para que la nena se satisfaga.

—Por supuesto que tendrá que aportar una dote porque se va a llevar un reino con ese matrimonio —dijo la reina que había vuelto a no enterarse de lo que quería decir la sanadora.

—Querida, creo que esta mujer se refiere a otro tipo de… dotación —puntualizó el rey a su esposa pues él sí había entendido las palabras de la hechicera—. Va a ser complicado averiguar ese tipo de atributos en los posibles candidatos, pero algo habrá que hacer si no queremos que nuestra dinastía se extinga y el populacho aproveche la ocasión para gobernarse sin necesitarnos a nosotros.

Varios heraldos recorrieron los reinos adyacentes buscando un pretendiente para Aurora. Indagar que, además de tierras y riquezas, tuviera unas excelentes cualidades varoniles resultó lo más difícil de la misión, pero el rey contaba con una buena red de espionaje cuyos miembros eran capaces de informarse de todo, incluso de qué aspecto tenían los candidatos cuando se desnudaban.

—Ha sido muy complicado, majestad, pero creo que ya tenemos al pretendiente ideal —informó al monarca el privado del reino, un duque algo estirado y lameculos.

—¿De quién se trata? —preguntó el rey.

—Es el hijo menor de un reyezuelo que se encuentra en los confines del continente. Puede que su alcurnia no sea la más adecuada, pero… es famoso por su vigor en la cama. No sé si me explico, majestad.

—Perfectamente —contestó el soberano haciendo un gesto con la mano para que el valido no entrara en más detalles—. Sea, organicemos las nupcias y que la noche de boda tenga lugar lo antes posible, a ver si acabamos con este enojoso problema.

Los esponsales se realizaron una soleada mañana de primavera. Guirnaldas, banderines y farolillos adornaron la capital del reino para celebrar tan festivo día. Aurora iba vestida con un precioso traje cuajado de perlas y diamantes, mientras que a su lado se hallaba el que iba a ser su esposo, un príncipe algo bajito, con poco pelo y muy poco agraciado. Nadie entendía por qué alguien tan feúcho se había ganado la mano (y todo el resto del cuerpo) de la heredera, pero ya se sabe que los designios de la realeza se escapan al entendimiento del populacho.

De toda la parafernalia que rodeó el evento, Aurora se enteró de nada y menos, porque anduvo adormilada todo el tiempo. Tan solo salió de su sopor para musitar un desmayado «Sí, quiero» cuando el obispo le preguntó si aceptaba a su pretendiente como esposo.

Tras el banquete nupcial los recién casados se retiraron a los aposentos preparados para esa primera noche como marido y mujer. Toda la corte permaneció expectante en la antesala de las habitaciones esperando no sabían muy bien qué.

A los pocos minutos la espera dio resultado. Unos gemidos de placer se empezaron a escuchar. Esos gemidos fueron seguidos por auténticos gritos provenientes de Aurora entre los que se intercalaban frases del tipo «Sigue, no pares» «Así, así» «Qué bien». La orquesta de suspiros y muestras de alborozo duró toda la noche y parte de la mañana del día siguiente. Tan solo se interrumpió cuando unas criadas se internaron en la habitación de los recién casados para proporcionarles condumio que les ayudara a reponer las fuerzas gastadas durante el fornicio nocturno.

Han transcurrido varios meses, Aurora sigue sin salir de sus aposentos, aunque ahora no pasa allí sola las horas durmiendo sino en la agradable compañía de su esposo con el que no para de entretenerse, tal como había prescrito la curandera. En esta ocasión, en lugar de los habituales ronquidos de antaño lo que se escuchan son los gemidos que dan fe de lo despierta que se encuentra la heredera. En esta nueva situación sigue opinando que se está muy bien en la cama.







17 de febrero de 2025

¡Abrid la puerta!

 

—Una muestra de la típica chulería madrileña. Nombrar como Puerta a lugares donde no hay ninguna.

Así se expresaba Arnaldo cuando en la ruta turística de la que era guía mostraba la Puerta del Sol. Solía ser bastante cáustico con este tema, quizás fuera el daño colateral de la vergüenza que sintió cuando, recién llegado de su pueblo manchego, preguntó dónde estaba la puerta de la famosa Puerta del Sol. Desde entonces sentía cierta inquina hacia esos lugares que, para él, no eran más que una fanfarronada del pueblo de Madrid.

Lo cierto es que eran varios los sitios dispersos por la ciudad, plazas habitualmente, que se llamaban puerta de… y en los que ninguna puerta se hallaba en ellos. Puerta de Moros, Puerta del Ángel, o la famosísima Puerta del Sol en la que en ese momento se encontraba, eran ubicaciones que suelen llamar la atención al foráneo de Madrid, porque no hay puerta ni nada que se le parezca.

Para seguir con la broma, Arnaldo obviaba a sus clientes el origen de esos nombres que hacían referencia, mayoritariamente, a las puertas que en su día hubo en las diferentes murallas que circundaban la ciudad en tiempos pretéritos.

El tema de no existir puerta era el motivo de muchas bromas y recochineo por parte de Arnaldo con sus amigos, familiares y, por supuesto, sus clientes cuando de guía ejercía.

—En Madrid tienen afición a presumir de cosas que no poseen, como lo de las puertas. Puerta del Sol… ¿ustedes ven alguna? No, ¿verdad?  Son unos chulos, si no tienen algo, se lo inventan. Además, una muestra absurda, porque si no hay puerta, ni entras… ni sales, ja, ja, ja.

Algunos de los turistas no le encontraban la gracia a que un guía de una ciudad se mofara del lugar que enseñaba, pero la mayoría le seguían la broma y se reían con él.

Una noche, volviendo de tomar unas copas con otros colegas, pasó por una de esas puertas de las que solía burlarse, una que, además, le provocaba su mayor nivel de comentarios hirientes: la Puerta Cerrada. Allí, como era de esperar, no había puerta, ni cerrada, ni abierta. Por eso mismo, Arnaldo se mofaba con mayor escarnio porque solía transitar por la plaza pavoneándose de que, ahí no estaba nada cerrado pues podía moverse con total libertad.

Aquella noche, aunque no tenía el público que solía secundar sus bromas, hizo lo propio, cruzar la plaza con cierta soberbia demostrando al aire que ninguna puerta cerrada le impedía el acceso al lugar.

Cuando se acercó a la cruz, ubicada donde antaño estuvo una de las puertas de la muralla medieval y que se encuentra en el centro de dicha plaza, le pareció escuchar un chirrido. Como el que hace una puerta con las bisagras mal engrasadas.

—Será cosa de los tres cubatas que me he pimplado —se dijo Arnaldo y no le dio mayor importancia.

El ruido chirriante volvió a repetirse y Arnaldo agudizó el oído comprobando que ese sonido provenía de la citada cruz situada en el centro. A pesar de la hora tardía no se veía nadie alrededor, algo que era también inusual pues en Madrid siempre hay alguien circulando por la calle por muy tarde que sea.

Arnaldo se acercó al centro de la plaza y, cuando estaba justo a los pies de la cruz, el ruido de bisagra se repitió, seguido de un golpe fuerte, como el que hace una puerta al cerrarse. Se giró y comprobó que algo le impedía retroceder, palpó con las manos y lo que debería ser aire era algo duro, consistente, que le prohibía salir de allí. Desde su posición podía observar el resto de la plaza, pero él se hallaba encerrado en una especie de jaula transparente. Sacudió la cabeza creyendo que algo le estaba haciendo alucinar, aunque, lo cierto es que no podía salir de ahí. Empezó a ponerse nervioso.

Al cabo de bastantes minutos, un barrendero municipal hizo acto de presencia y Arnaldo le llamó, pero el operario no reparó en él, llevaba unos auriculares y parecía aislado de su entorno oyendo vete a saber tú qué. Arnaldo comenzó a aporrear la pared transparente que lo encerraba y a hacer aspavientos hasta que el operario pasó a medio metro escaso de donde él estaba, imposible no verlo. Sin embargo, el limpiador, que incluso llegó a cruzar su mirada con la de él, no dio muestras de haberlo visto.

Arnaldo creyó estar inmerso en una pesadilla de la que quería despertar.

Con las primeras luces del día llegaron también transeúntes camino a sus trabajos o a diferentes quehaceres, teniendo como resultado el mismo que con el barrendero en cuanto a darse cuenta de la presencia de Arnaldo.

Desesperado, comenzó a gritar para comprobar que nadie oía su voz. Ni le veían ni le oían. Una puerta inexistente se había cerrado dejándole atrapado en un lugar inaccesible. ¡No podía ser! Una puerta no se puede cerrar si no existe, pensó, Arnaldo, aunque, siguiendo ese razonamiento, tampoco podría abrirse. Comenzó a hiperventilar y, aferrándose a la idea de que aquello era una pesadilla de la que, tarde o temprano, se despertaría, decidió esperar y no dejarse llevar por el pánico.

—En algún momento me despertaré y esto se habrá acabado.

***

—Señoras y señores, estamos en uno de los lugares más antiguos de Madrid: Puerta Cerrada. En este lugar se encontraba una de las puertas de la antigua muralla cristiana del siglo XII. Su nombre es debido a que permanecía casi siempre cerrada por la peligrosidad que suponía ya que, al ser muy estrecha y tener recodos, era aprovechada por los maleantes para asaltar a quienes por ella transitaban.

Tras esta explicación el guía dejó que el grupo de turistas hiciera fotos a la cruz que representa la antigua ubicación de la puerta. Mientras la clientela se hacía selfies, el cicerone añadió:

—Se considera este lugar un sitio misterioso. Dicen que en el silencio de la noche se oye la voz de un hombre que grita «¡Abrid la puerta!».

 







31 de enero de 2025

Un techo bajo el que cobijarse (La casita de alquiler)

 Este relato es un ejercicio para el taller de escritura del Colectivo Bremen. Siguiendo con nuestra intención de versionar cuentos de los hermanos Grimm, en esta ocasión el cuento elegido para emular es "Hansel y Gretel" también llamado "La casita de chocolate".


UN TECHO BAJO EL QUE COBIJARSE (LA CASITA DE ALQUILER)

 

No tenían dónde caerse muertos, esa era la cruda realidad. Las oportunidades laborales en la España vaciada eran nulas por lo que ese mundo rural cada vez estaba más vacío.

Los mellizos Hugo y Greta sabían que tenían que irse del pueblo si querían salir de la miseria y la depresión. Les gustaba el lugar donde habían nacido, pero allí no había futuro.

Como siempre habían estado juntos desde que nacieron, decidieron buscar oportunidades los dos a la vez y se fueron a la gran ciudad. Hugo consiguió un trabajo antes de partir pues un compañero del colegio que se había ido un año antes le había encontrado un puesto en una hamburguesería, pero Greta no había tenido tanta suerte. Aun así, decidieron seguir con el plan de irse juntos, aunque solo uno de ellos tuviera trabajo. Seguro que una vez instalados algo habría para ella.

Nada más llegar, y de manera provisional, se alojaron en el piso compartido del amigo de Hugo, durmiendo en un pasillo en sendos colchones y con la maleta como armario.

—Hay que buscar alojamiento —le dijo Hugo a su melliza— aunque la cosa está chunga. Ahora soy consciente de lo importante que es tener un techo bajo el que cobijarse.

De todas las dificultades que se imaginaron hallar en la gran ciudad nunca pensaron que lo de encontrar una casa fuera la peor y, sobre todo, la más cara. El paupérrimo salario de Hugo apenas llegaba para comprar algo de comida y ropa, ni de lejos servía para cubrir los gastos de un alquiler. Sumidos en la desesperación y creyendo que tendrían que volver al pueblo, los dos mellizos veían el panorama muy negro.

Sin embargo, un día, un anuncio del «20 minutos» que Hugo pilló en el metro les llamó la atención.

«Jubilada ofrece su casa para compartir con gente joven. Dos habitaciones, salón, baño y cocina. 100 euros.»

Intuyendo que ahí había algo de trampa decidieron igualmente responder al anuncio. Al tercer timbrazo en la puerta les abrió una mujer mayor.

—La casa está en buenas condiciones —le explicó la anciana—. Es espaciosa, yo solo utilizaré el cuarto más pequeño donde paso todo el día. El resto de la vivienda está a vuestra entera disposición.

—¿Todo esto por 100 euros al mes? — preguntó Hugo estupefacto.

—Sí, ese es el precio. Tan solo habría una condición y es que me tengáis en cuenta a la hora de cocinar. No veo bien y apenas puedo caminar, así que cuando os hagáis la comida solo os pido que pongáis un poco más en otro plato y me lo llevéis a la habitación. Yo como muy poco, igual que un pajarito.

Los mellizos pensaron que era un buen trato.

—¡Esto es un chollo! —exclamó Hugo que seguía estupefacto—. ¡Vamos a tener un techo bajo el que cobijarse!

En el tema de la comida, y para ahorrar, Hugo traía a menudo hamburguesas de su lugar de trabajo porque se las dejaban a precio de coste.

—¡Ay, hija! Te agradezco la intención, pero mi colesterol no me permite tanta grasa. Unas verduras salteadas con un poco de ajo serían estupendas para mi mermada salud —espetó la abuela cuando apareció Greta con una de las hamburguesas.

Greta, salió de la habitación y bajó al chino que había en los bajos del edificio a buscar algo de verdura y ajo para cocinárselos a su casera.

—¡Muchas gracias, guapa! —dijo la anciana cuando se comió la verdura—. Ya que estás aquí… ¿Podrías ayudarme a ir al baño? La muleta me molesta para sentarme en el inodoro y sin ella temo caerme.

Una vez en el baño, y después de hacer sus necesidades, la anciana volvió a suplicar a Greta:

—¡Qué torpe soy! Me he manchado. ¿Serías tan amable de ayudarme a ducharme? Solo será un momento.

Greta la duchó, aseó y cambió la ropa.

—Coge la ropa sucia y cuando vayas a poner la lavadora, me haces la colada —pidió de nuevo la casera tras acostarse recién duchada y con un camisón limpio.

Las exigencias de la abuela cada día eran más. Como Hugo se pasaba casi todo el día en el burguer y, dado que Greta aún no había encontrado trabajo era ésta quien se encargaba de atenderla, trabajando a tiempo completo con la anciana, aun así, era un buen trato porque pagar 100 euros por aquella casa era una bicoca.

—Buscaré trabajo por las tardes si me tiro las mañanas atendiendo a la vieja —le dijo Greta a su hermano.

—¡Greta! —se oyó a la casera desde su cuarto— Mañana acompáñame al médico.

—Mira, puedes tomarte esto como un trabajo a cambio de vivir casi gratis los dos —le consoló Hugo viendo la cara de fastidio de su hermana.

—Es que cada día la noto más borde. Antes me pedía las cosas por favor, pero ahora… casi es una exigencia. Además, si tardo en atender sus demandas, me grita e, incluso, un día llegó a insultarme. No sé, Hugo, esto no me gusta demasiado.

—Greta, que pagamos solo 100 euros de alquiler. No vamos a encontrar nada igual en ningún sitio. Tenemos un techo bajo el que cobijarse.

Así quedaron los hermanos entonces. Él iba a trabajar al búrguer y ella atendía a la anciana.

Un día en que Hugo apareció por la casa antes de los esperado (habían tenido una inspección sanitaria y les habían cerrado temporalmente el local a los dueños de la hamburguesería), la vieja le dijo:

—Se ha roto la caldera. ¡Arréglala!

—Yo no tengo ni idea, señora.

—Seguro que es algún tornillo que se ha aflojado —replicó la anciana—. Y si no, busca en internet un tutorial.

Así lo hizo Hugo y, contra todo pronóstico, arregló la caldera. Días después tuvo que desatascar el lavabo, encolar una silla y arreglar una ventana que cerraba mal. Los días que estuvo sin ir al trabajo, por lo del cierre sanitario, tenía tiempo de sobra, pero cuando tuvo que regresar, después del soborno correspondiente al inspector de turno, Hugo empezó a agobiarse porque, tras horas interminables limpiando bandejas y barriendo suelos llenos de sobres de kepchup y mostaza, llegaba a casa cansado y debía seguir trabajando en las múltiples chapuzas que la casera no paraba de encontrar.

Tras llegar varios días tarde a la hamburguesería por quedarse dormido después de jornadas agotadoras arreglando desperfectos en la casa, Hugo fue despedido.

—Ahora sí que la hemos liado. No tenemos ni para pagar el alquiler, por muy bajo que sea.

—Si vamos a estar a su entera disposición, que sea ella la que se haga cargo de todos los gastos —propuso Greta—. Somos sus “internos” ¿no? Es más, debería pagarnos incluso ella algo a nosotros.

—¡Ay, hijos! Cobro una mísera pensión —fue la respuesta de la casera cuando los mellizos le plantearon trabajar con ella a cambio de techo y comida—. Comprad lo que podáis en el mercado, pero ya os aviso que no os puedo pasar mucho.

Era tan poco lo que la vieja les daba que apenas tenían para comer porque, otra de las condiciones de la nueva situación, fue que primero comía la casera y luego ellos, lo que se traducía en que los mellizos se alimentaban con las sobras que dejaba la anciana, que, aunque comiera como un pajarito, se zampaba unos buenos platos.

—¡No aguanto más! —estalló un día Greta—. Esta tía es una déspota, me tiene harta. Prefiero irme al pueblo de nuevo.

—¡De eso, nada! —espetó Hugo—. Hemos conseguido un techo bajo el que cobijarse y no pienso renunciar a él. Además, quizás tengamos una oportunidad. El otro día pillé una carta en la que se le anuncia el desahucio, porque resulta que la tía también está de alquiler, la muy bruja, y, además, uno de esos de renta antigua. Total, que la van a echar y, según pude entender, la van a llevar a una residencia de ancianos.

—O sea, que nosotros también nos vamos a la calle —añadió Greta alicaída.

—O no. Podemos hablar con el verdadero propietario y llegar a un acuerdo.

Tal como había predicho Hugo, la anciana fue expulsada de su casa para ingresarla en una residencia donde la lavarían y darían de comer otros. Hugo y Greta contactaron con el dueño que resultó ser un fondo buitre que pedía por el alquiler de esa vivienda 2.500 euros, algo inalcanzable para los mellizos.

Sin embargo, los hermanos no se dieron por vencidos y llegaron a un acuerdo con el dueño inversor.

Gracias a arreglar los desperfectos de la casa de su antigua casera, Hugo estaba cualificado para encargarse del mantenimiento de todo el edificio pues el resto del inmueble estaba en condiciones muy similares a lo que había sido su hogar. A cambio de encargarse de solucionar los inconvenientes diarios de una construcción antigua (fugas de agua, ventanas desencajadas, etc.) y de limpiar las zonas comunes, los mellizos tenían derecho a disfrutar de un cubículo de diez metros cuadrados situado en el sótano. Como los desperfectos eran continuos y el trasiego de vecinos constante (todos los pisos se habían reconvertido en alojamientos turísticos), estas labores requerían dedicarse a tiempo completo por parte de los dos hermanos impidiéndoles buscar otro trabajo mejor remunerado.

Ni siquiera tenían tiempo libre para salir a la calle y ver la luz del sol que se les negaba en el cuchitril en el que habitaban. Toda su vida transcurría en ese edificio. Cuando Greta comenzó a dudar sobre la decisión de huir del pueblo para vivir así, su hermano la sacó de su error.

—No nos podemos quejar. Tenemos un techo bajo el que cobijarse.

 






14 de enero de 2025

A quien corresponda

 

Por la presente quiero manifestar mi más profunda repulsa al trato que sufro en la gran ciudad.

Soy de talante tranquilo, natural y sencillo; el resultado de la acción de la naturaleza y puede que, por eso, por ser tan natural (orgánico lo llaman ahora los modernos), no soy bienvenida en la ciudad, ese antro de artificio.

 No me meto con nadie, pero todos los habitantes de la urbe están contra mí, o casi todos porque, gracias al cielo (también natural y orgánico, como yo), aún quedan algunos que no me desprecian y permiten, gracias a sus mascotas, campar a mis anchas por las calles y aceras de la ciudad.

Como comento: soy producto de la naturaleza, el final del resultado de un proceso biológico indispensable para que todo ser vivo mantenga su esencia vital. El proceso al que me refiero es la alimentación, y el final del que formo parte es la defecación, siendo yo su resultado último.

 Alimentarse está bien visto, pero ese producto final, o sea yo, ya no tanto, cuando es inherente lo uno con lo otro. Si comes, cagas.

Entiendo que este proceso en los humanos esté sometido a los convencionalismos sociales donde la intimidad, para realizar tan necesaria función, se respete y conlleve que el producto resultante, o sea yo, se elimine por los canales adecuados evitando la exposición general a toda la población. Pero los animales no saben de convenciones ni entienden de intimidad, son naturales, como yo, y deberían desenvolverse como lo que son.

De hecho, fuera de las urbes viven más libres. A mí misma, en el mundo rural, me ven con buenos ojos porque contribuyo al enriquecimiento del suelo que produce los alimentos que los señoritingos de la ciudad consumen. Soy un buen abono, incluso doy un olor peculiar que algunos, pocos, admiran porque se me asocia con lo agreste, lo natural, lo orgánico… con el campo. Cantabria, Asturias, zonas con una población ganadera importante, no serían lo mismo sin sus vacas y sin mí, seamos sinceros, pues con este tipo de animales mi protagonismo es notorio y muy representativo. Quien no ha paseado por un prado con vacas pastando y dando brincos para sortearme, como si de un campo minado se tratara, no sabe lo que es vivir en la naturaleza.

 Pero en la ciudad no se me estima. Aquí se me discrimina, se me denigra, se me persigue. Cuando los animales que por ella circulan realizan sus funciones finales de la digestión, los que se encargan de ellos deben retirarme de inmediato, de lo contrario son tratados de salvajes y hasta sancionados por la autoridad competente.

Se han perdido las buenas costumbres, se ha olvidado la tradición. ¿Ya nadie se acuerda de que llevarme pegada en la suela de un zapato da buena suerte? Parece ser que no, porque ahora si a alguien le ocurre algo similar, además de insultarme llamándome por mi propio nombre (de esto me quejaré en otra ocasión, que mi nombre sea un insulto), me eliminan rápidamente de la manera más drástica, con muy malos modos y considerándome una guarrada. ¡Qué injusticia!

Por todo ello, quiero que aparezca por escrito mi queja y que quienes esto lean y tengan potestad para poner remedio a mis cuitas recapaciten y así puedan considerar que les importa una mierda.






Hada verde:Cursores
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