Por la presente quiero manifestar mi más profunda repulsa al trato que
sufro en la gran ciudad.
Soy de talante tranquilo, natural y sencillo; el resultado de la acción
de la naturaleza y puede que, por eso, por ser tan natural (orgánico lo llaman ahora
los modernos), no soy bienvenida en la ciudad, ese antro de artificio.
No me meto con nadie, pero todos
los habitantes de la urbe están contra mí, o casi todos porque, gracias al
cielo (también natural y orgánico, como yo), aún quedan algunos que no me
desprecian y permiten, gracias a sus mascotas, campar a mis anchas por las
calles y aceras de la ciudad.
Como comento: soy producto de la naturaleza, el final del resultado de
un proceso biológico indispensable para que todo ser vivo mantenga su esencia
vital. El proceso al que me refiero es la alimentación, y el final del que
formo parte es la defecación, siendo yo su resultado último.
Alimentarse está bien visto,
pero ese producto final, o sea yo, ya no tanto, cuando es inherente lo uno con
lo otro. Si comes, cagas.
Entiendo que este proceso en los humanos esté sometido a los
convencionalismos sociales donde la intimidad, para realizar tan necesaria
función, se respete y conlleve que el producto resultante, o sea yo, se elimine
por los canales adecuados evitando la exposición general a toda la población. Pero
los animales no saben de convenciones ni entienden de intimidad, son naturales,
como yo, y deberían desenvolverse como lo que son.
De hecho, fuera de las urbes viven más libres. A mí misma, en el mundo
rural, me ven con buenos ojos porque contribuyo al enriquecimiento del suelo
que produce los alimentos que los señoritingos de la ciudad consumen. Soy un
buen abono, incluso doy un olor peculiar que algunos, pocos, admiran porque se
me asocia con lo agreste, lo natural, lo orgánico… con el campo. Cantabria,
Asturias, zonas con una población ganadera importante, no serían lo mismo sin
sus vacas y sin mí, seamos sinceros, pues con este tipo de animales mi
protagonismo es notorio y muy representativo. Quien no ha paseado por un prado
con vacas pastando y dando brincos para sortearme, como si de un campo minado
se tratara, no sabe lo que es vivir en la naturaleza.
Pero en la ciudad no se me
estima. Aquí se me discrimina, se me denigra, se me persigue. Cuando los
animales que por ella circulan realizan sus funciones finales de la digestión,
los que se encargan de ellos deben retirarme de inmediato, de lo contrario son
tratados de salvajes y hasta sancionados por la autoridad competente.
Se han perdido las buenas costumbres, se ha olvidado la tradición. ¿Ya
nadie se acuerda de que llevarme pegada en la suela de un zapato da buena
suerte? Parece ser que no, porque ahora si a alguien le ocurre algo similar,
además de insultarme llamándome por mi propio nombre (de esto me quejaré en
otra ocasión, que mi nombre sea un insulto), me eliminan rápidamente de la
manera más drástica, con muy malos modos y considerándome una guarrada. ¡Qué
injusticia!
Por todo ello, quiero que aparezca por escrito mi queja y que quienes
esto lean y tengan potestad para poner remedio a mis cuitas recapaciten y así
puedan considerar que les importa una mierda.