Tras varios
días recorriendo el valle del Loira nos desplazamos al norte de Francia, a
Bretaña. El primer lugar de esa región donde recalamos fue Dinan, un pueblecito
digno escenario para el cuento de La Bella y la Bestia. Tras visitar sus
preciosas y coquetas calles nos fuimos a Saint-Malo.
Cuando viajo busco lugares muy diferentes a los que frecuento, por eso
de que en la variación está el gusto. Por donde yo me muevo suele haber
bastante gente ya que vivo en una gran ciudad. Las aglomeraciones no me
asustan, pero tampoco me agradan, aunque esté acostumbrada. Por eso, cuando
llego a un lugar donde hay pocas personas me relajo y disfruto del momento.
En Saint-Malo no me relajé nada de nada, porque aquello estaba petado de
turistas. La localidad está situada en pleno Canal de la Mancha y tiene unas
bonitas playas.
Debido a su emplazamiento (si uno se pone a nadar todo tieso para el
norte llega a Gran Bretaña) tiene un pasado marítimo lleno de episodios
bélicos. En esta ciudad se atrincheraron los alemanes en la Segunda Guerra
Mundial cuando desembarcaron los aliados unas cuantas playas más al este. Pero
antes de la confrontación mundial, Saint-Malo vivió momentos de luchas intensas
pues llegó a ser una república independiente a caballo entre el ducado de
Bretaña y el reino de Francia. Tanto los bretones como los franceses se querían
apropiar de Saint-Malo y el pequeño estado tuvo que defenderse. Todo lo anterior
explica por qué toda la ciudad es una auténtica fortaleza amurallada.
Además, su situación geopolítica propició que la ciudad fuera el refugio
de corsarios y piratas. De hecho, todo el merchandising turístico está focalizado
en esta cuestión, de tal manera que más parece un parque temático sobre piratas
que una ciudad costera.
Intentando alejarme de la aglomeración turística y de las tiendas con
maniquíes de Jack Sparrow, me interné entre sus estrechas callejuelas. Fuera ya
de las vías principales hallé la paz deseada. Callejeando y sin saber muy bien
a dónde iba me topé con una construcción llamativa.
Se trataba de una casa con una pequeña torre adosada. La torre en sí ya era admirable porque su base era circular, pero arriba tenía la forma de un octógono, terminando en un tejado puntiagudo. En la casa, un coqueto balcón sobresalía de la fachada, mientras que las ventanas blancas, a juego con la puerta, destacaban en la piedra marrón. El acceso a la pequeña torre se hacía a través de una sugestiva puerta roja.
El cartel que se encontraba al inicio del callejón explicaba que en
aquella casa se había alojado la duquesa Ana. No tenía ni idea de quién era esa
señora (probablemente la guía lo habría contado en el bus, pero, de nuevo, yo
había aprovechado el trayecto para dormir), así que busqué en Google.
Ana de Bretaña fue duquesa de ídem y reina de Francia en el siglo XV, resultó
ser una buena gobernante del ducado y mecenas de las artes. Hasta aquí, su
currículum me dejó bastante fría. Lo que me impactó fue averiguar que estuvo 14
veces embarazada, pero de esos embarazos solo llegaron a término 7 y de esos
siete hijos tan solo dos sobrevivieron. Ya sabemos todos que la mortalidad
infantil ha sido muy elevada hasta hace bien poco, pero, aun así, el
sufrimiento de esta madre tuvo que ser enorme. Encima, la pobre mujer, se murió
con 36 años.
Mientras estaba fotografiando la construcción, oí un ruido estridente de
goznes mal engrasados. En el silencio de aquel callejón ese estrépito retumbó
en mis oídos haciéndome dar un respingo. Buqué el origen del escándalo, y
resultó que procedía de la puerta roja de la torre: se estaba abriendo
lentamente. Como era de día y lucía un sol espléndido no sentí temor, pero esa
escena me ocurre de noche y me falta calle para salir corriendo.
Me quedé parada esperando ver quién se disponía a salir de tan peculiar lugar. Lo primero que pensé, dada mi experiencia y tendencias paranormales, es que me iba a encontrar con Ana de Bretaña, al fin y al cabo, esa fue su casa.
Sin embargo, quien surgió no se parecía a ninguna duquesa. No es que yo
tenga mucha experiencia en el trato con duquesas del siglo XV (ni de ningún
siglo), pero me da que no llevan trabuco ni espada al cinto como el señor que
se me plantó delante. A las armas que portaba había que añadir a su atuendo
unos pantalones embutidos en unas botas de caña muy alta que le tapaban las
rodillas y una casaca entallada de un color parecido al rojo llena de
lamparones y remiendos. Un sombrero de tres picos coronaba su cabeza dejando
entrever una larga melena recogida en una coleta. La barba, que le tapaba media
cara, estaba entrelazada por diminutas trenzas.
—¿Quién será este? Por las pintas parece un pirata —me pregunté y me
contesté a la vez.
Tanto la pregunta como la respuesta las hice en voz alta por lo que el
susodicho me oyó.
—Distinguida dama, erráis en vuestro juicio pues no soy ningún pirata
bandido.
Tras asegurarme de que se dirigía a mí (lo de «distinguida dama» me
había hecho pensar que había alguien más en la escena) le contesté:
—Perdone. Como toda la ciudad está dedicada a los piratas me he dejado
llevar por el ambiente.
—Perdonada estáis. Os confieso que os ha salvado vuestra condición
femenina, de haber sido un varón habría pagado con su vida el llamarme pirata.
—Lamento haberlo ofendido. ¿Entonces, cuál es vuestra profesión? —insistí
porque seguía pensando que las pintas que llevaba eran típicas de los piratas,
por muy ofendido que se sintiera.
—Me llamo René Duguay-Trouin, soy corsario al servicio de su majestad
Luis XVI.
¡Corsario! O sea, pirata con «patente de corso», una autorización por la
que un estado concedía al propietario de un buque particular la posibilidad de
ir armado y atacar los intereses (barcos, ciudades…) de un país enemigo. Corsarios,
piratas, a mí siempre me parecieron iguales: ladrones que asaltaban buques, ni
más ni menos. Dada la beligerancia de quien tenía delante no me atreví a
mostrar mi opinión abiertamente; aun así, le dejé entrever qué pensaba yo de
los corsarios.
—Así que, usted ataca barcos en alta mar y los… desvalija.
—Barcos enemigos —puntualizó él ajustándose la casaca.
—Ya. Barcos enemigos con ricos tesoros que ustedes se quedan.
—Bueno, algo habrá que cobrar por los servicios prestados —sonrió
enseñando una dentadura cariada.
—Claro, porque su rey no les daba un sueldo, ¿no?
—El acuerdo firmado con su majestad dictamina que los emolumentos dependen
del botín obtenido. En los asaltos incautamos lo que encontramos y nos lo
quedamos. Lo pone en el contrato.
—Pero eso es lo que hacen los piratas —le espeté a riesgo de que se
olvidara de mi condición femenina y decidiera darme matarile con el trabuco o
con la espada.
—Estáis equivocada, señora mía. Los piratas actúan por su cuenta. Los
corsarios lo hacemos por orden real, tenemos permiso. ¡Firmamos un contrato!
Me pareció una respuesta hipócrita, pero lo cierto es que lo dijo con una
candidez que demostraba lo convencido que estaba de actuar con corrección.
Mi débil instinto patriota afloró pensando en cuánto oro y plata
procedente de América perdieron los españoles por culpa de ese tipo de ataques,
aunque, la verdad sea dicha, la mayor parte acabó en el fondo del mar a causa
de las tempestades. No obstante, no pude evitar seguir tocándole un poco las
narices.
—Si tan enemigos son los buques asaltados, ¿no sería mejor que los
atacara la armada del país contrario en lugar de enviar a los pira… corsarios?
—Es que, la mayoría de las veces, no se disponen de suficientes navíos,
por eso recurren a nosotros —contestó encogiéndose de hombros.
—Acabáramos. Es decir, recurren a mercenarios.
—Corsarios.
—Vale. Y… ¿no saca usted mucho rédito? —le pregunté mirando el mal
estado de su ropa.
—Mi indumentaria no es la adecuada para un servidor del rey, lo
reconozco —respondió dándose cuenta del porqué de mi pregunta—, pero es que Saint-Malo
no es la corte. Aquí me relajo y soy más yo. Aflora mi verdadero ser.
«El de un ladrón», me dije a mí misma y teniendo mucho cuidado de no
decirlo en voz alta.
—Lo que obtenemos mis hombres y yo por asaltar a los ingleses y a los
holandeses, preferimos gastarlo en juego y mujeres —prosiguió.
—¿Ingleses y holandeses?
—Sí. Son nuestros enemigos. No los dejamos ni a sol ni a sombra. Para
ellos somos un grano en el culo —espetó riéndose a carcajadas.
Saber que no atacó barcos españoles hizo que mi débil sentido patriótico
(que en el extranjero se hacía más fuerte) volviera a aflorar y empecé a
mirarlo de otra manera. Si les daba caña a los británicos y a los altivos y
violentos holandeses que tanto nos incordiaron a nosotros pues bien merecido lo
tenían. Donde las dan, las toman.
Con otra percepción sobre su persona tras saber quiénes eran objeto de
su rapiña, decidí averiguar más sobre él.
—¿Todos los ataques que ha realizado han sido exitosos? Es decir,
supongo que los barcos asaltados se defienden, ¿nunca ha tenido que abandonar
alguna presa?
—El intríngulis consiste en atacar barcos que no sean de la armada, o
sea, barcos que transportan mercancías. Primero porque llevan botín y, segundo
y no menos importante, porque no están tan bien armados como los militares. No
obstante, he sufrido algún que otro revés. Una vez fui apresado y encarcelado
en Inglaterra.
—¿Cómo salió de allí? ¿Pagando un rescate?
—Utilizando mis armas.
—¿Estaba en la cárcel armado? —exclamé con los ojos como platos— ¿No le
cachearon antes?
—Bueno, el arma que empleé no me la podían quitar. Cuando digo arma no
me refiero a estas —dijo mirando el trabuco y la espada—, sino a otras… que no
se ven a simple vista.
Creí que se refería a su locuacidad porque los franceses son únicos
mareando la perdiz. Lo mismo, a este le dio por aturdir al carcelero con una
interminable verborrea y le dejó libre con tal de no oírle, aunque eso me
parecía poco serio viniendo de los ingleses.
El propio corsario me sacó de dudas. Se me acercó y, con sonrisa
picarona, me dijo al oído.
—Enamoré a una inglesa.
Enarcó las cejas y sonrió ampliamente. Tras unos instantes de confusión,
enseguida pillé de qué arma hablaba. No pedí más explicaciones por no sufrir
otra de las características de los franceses: lo ufanos que están de sus
capacidades amatorias. Allá por donde vas, presumen de que nadie liga y hace el
amor mejor que ellos. Yo creo que no se puede generalizar. En cualquier caso,
al corsario que tenía delante aquello le funcionó si consiguió salir de
prisión. Detrás de toda leyenda siempre hay algo de verdad.
—Si me vieran mis padres… Ellos, que querían que fuera cura.
—¿En serio?
—Sí. Estaba destinado a ser eclesiástico, pero yo prefiero usar las
armas. Todas… —añadió enarcando de nuevo las cejas—. Menos mal que no me
doblegué a los designios paternos. Anda que no me lo pasé yo bien en Brasil.
¡Qué mujeres!
—¿Brasil?
—En once días tomé Río de Janeiro, y eso que se suponía que la ciudad
tenía unas fortificaciones inexpugnables. Me tuvieron que pagar un buen caudal
en forma de rescate y encima les obligué a liberar más de 1.000 presos
franceses. Aunque yo solo me limité a seguir las cláusulas del contrato, no es
de extrañar que Luis XVI me tenga en tan grande estima,
«Y que los portugueses te tengan manía» añadí yo para mis adentros.
—Lo siento, encantadora dama, pero tengo que asistir a una partida de
naipes y no quiero hacer esperar a mis camaradas.
Una vez más, miré a mi alrededor por ver si había alguien más ya que no
me di por aludida con lo de «encantadora dama». Tras hacerme una reverencia se
alejó a la vez que añadía sin volverse:
—No todo ha de ser asaltar barcos. Los corsarios también tenemos derecho
a tiempo de asueto. Lo pone en el contrato.