Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

27 de octubre de 2025

Un paseo por Francia: Quiero regresar a casa.

 


«Playa de Gold (Gold Beach) es el nombre en clave que recibió uno de los tramos de costa donde se realizó el desembarco del día D, el 6 de junio de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial. El desembarco fue ejecutado por un compendio de tropas de Estados Unidos, Reino Unido y Canadá, además de soldados de otras naciones. En Playa Gold desembarcaron la 5ª División y la 8.ª Brigada blindada de Reino Unido. El enclave está situado entre las playas de Omaha y Juno. Está a la altura de la famosa población de Arromanches-les-Bains, una comuna de Francia a 25 km al noroeste de Caen y dentro del departamento de Calvados en la región de Normandía.»

A pesar de que la voz cadenciosa de la guía era sumamente arrulladora conseguí no dormirme en el trayecto en bus y escuché toda la explicación sobre el desembarco de Normandía. Los temas bélicos no me seducen especialmente, pero a mi chico sí y, por darle gusto, accedí a conocer las playas donde los aliados pusieron pie en territorio ocupado por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial.

Arromanches-les-Bains es un pueblecito costero, lugar de veraneo de los franceses que gustan del mar y no son muy exigentes con el buen tiempo ya que suele soplar el viento y hace bastante fresco en verano, por no hablar de la temperatura del agua que está gélida.

Tras visitar Gold Beach que, por mucho desembarco aliado que se diera en la guerra, es una playa normal, nos encaminamos a Arromanches. Esta localidad vive, esencialmente, de la fama del desembarco. Todos los establecimientos tienen nombres relacionados con el día D, la oficina de turismo está repleta de libros con fotos y reportajes sobre aquel día. Incluso, en la plaza, a modo de mobiliario urbano, están colocados carros de combate y otros vehículos militares.

Además, el año anterior habían celebrado el ochenta aniversario de dicho desembarco y aún quedaban restos de la conmemoración. De los tres ejércitos mayoritarios en el día D, el británico desembarcó en Gold Beach y por eso, en recuerdo de los soldados caídos en combate, por doquier aparecían coronas confeccionadas con amapolas (de tela, las de verdad no les durarían ni dos minutos al ser flores sumamente perecederas). Lo de recordar a los muertos en batalla con amapolas es muy british y a mí me dio la oportunidad de comprar algunas cosillas con esa flor (un pañuelo, una taza y un imán) ya que, junto al girasol, la amapola es mi flor favorita.

Si alguno se está preguntando qué tienen que ver las amapolas con los ingleses y con los soldados muertos aquí estoy yo para aclararos y daros luz.

Un poeta canadiense contó en un poema que la sangre derramada por los soldados británicos en Flandes durante la Primera Guerra Mundial se convertía en las amapolas que crecían entre las tumbas de esos soldados (o algo así, porque el poema no me lo sé, además de que está en inglés). El caso es que a la Royal British Legion le gustó mucho el símil y desde hace más de cien años se conmemora a los caídos de Reino Unido con esa flor: los británicos se ponen una amapola en la solapa (de tela, las de verdad no les durarían ni dos minutos al ser flores sumamente perecederas) todos los 11 de noviembre (Día del Armisticio de la Primera Guerra Mundial). Como he comentado anteriormente, no soy aficionada a los temas bélicos, pero sí le tengo afición a Sting y este cantante tiene una preciosa canción, Children’s Crusade, donde hace alusión a lo de las amapolas y los soldados, de ahí mi conocimiento del tema porque el poema anteriormente citado no me lo he leído.

Estrené mi foulard de amapolas para combatir la brisa marina que se estaba convirtiendo en un viento frío, y lo hice mirando el mar y la playa a la vez que reflexionaba sobre mi fijación con las amapolas: son flores campestres, rotundamente naturales, sin el artificio de las flores ornamentales de los jardines. Desde luego nada que ver mis motivos con los de los británicos para amar las amapolas.


Mientras me peleaba con el viento para anudarme correctamente el pañuelo vi a alguien saliendo del agua. Se acercó a mí tiritando (el agua estaba helada a pesar de ser el mes de julio). Me extrañó que no llevara bañador sino una camisa y un pantalón caquis. Si me encontrara en una playa del Mediterráneo hubiera pensado que era un náufrago de alguna patera, pero las aguas (océano Atlántico), el color de su piel (blanquísima), el de su pelo (rojo) y el de sus ojos (azules) me quitaron la idea de la cabeza consciente de lo políticamente incorrecto de mi razonamiento y de mis prejuicios.

—Quiero regresar a casa —me espetó sin más preámbulos.

No supe qué decirle. Para empezar, no sabía cuál era su domicilio y aunque lo supiera tampoco hubiera sido capaz de darle instrucciones para llegar porque yo no vivía en la zona.

Ante mi mutismo el chico (al acercarse me di cuenta de que era un chaval) insistió.

—Quiero regresar a casa.

—¿No sería mejor que te cambies de ropa antes? Con este viento y empapado vas a pillar una neumonía.

—Quiero regresar a casa. Me he perdido, tengo frío, necesito ir a mi hogar.

Esto último lo dijo entre sollozos. Entonces me percaté de que algunas de las gotas que surcaban su rostro no era agua de mar sino lágrimas.

—Te acompaño a una cafetería, te tomas algo caliente y vemos quién te puede dar ropa seca. ¿De acuerdo? —añadí yo agarrándolo del brazo e intentando serenarlo porque le noté muy asustado.

—¡No! ¡Quiero regresar a casa! —gritó desasiéndose de mí.

—Está bien, está bien —quise calmarle levantando las manos—. ¿Dónde vives?

—Quiero regresar a casa —repitió como un mantra con la mirada perdida.

Me fijé más en su indumentaria y vi que en una de las mangas de la camisa caqui tenía bordada la bandera británica. Debajo había otra insignia, también bordada, con unos dibujos extraños que no fui capaz de descifrar, tan solo el número 8.

«Ya estamos», me dije, «este es un soldado del desembarco». Sin despeinarme asumí que me volvía a topar con otro rarito y, como si tal cosa, le pregunté:

—¿Perteneces a las tropas aliadas que desembarcaron aquí?

—¡Soldado Campbell! ¡8.ª Brigada blindada de la armada de Su Graciosa Majestad! —me contestó marcialmente y con el saludo militar.

Empapado de agua y con esa cara de niño (calculé que no tendría más de diecisiete o dieciocho años), aquel saludo resultaba casi cómico si no fuera porque el pobre estaba realmente desesperado.

—Pues como quieras regresar a casa vas a tener que seguir nadando hacia el norte. En cuanto cruces el Canal de la Mancha ya has llegado —ironicé para quitarle hierro al asunto y por no saber qué contestarle a un muerto que quiere retornar a su morada.

—Quiero regresar a casa —insistió—. Me gustaría ver a mi madre. La echo de menos. Pero puede que sea más razonable buscar a mi regimiento y reintegrarme con ellos —se aplacó sentándose en la arena.

—Creo que eso va a ser más difícil que volver a casa. Me parece que ya no queda nadie —argumenté yo con un escalofrío en el cuerpo al pensar en la madre de aquel chico.

—¿Se han ido? Seguro que ya han tomado posiciones. Las órdenes eran poner pie desde el caserío de La Reviére hasta el caserío de Hamel. ¿Dónde está Hamel? He de ir allí.

—No tengo ni idea. No soy de aquí.

—¡Ah! ¿No? Entonces… ¿no serás alemana? —me preguntó con suspicacia.

—¿Alemana yo? Vamos a ver, chaval. Soy bajita, morena y con el pelo rizado. ¿Tengo pinta de ser de Alemania? —otra vez yo y mis prejuicios.

—Pues he de retomar el contacto con mi unidad. Por favor, ayúdame.

—Mira… lo de encontrar a tus colegas lo mismo es complicado…

—No entiendo cómo nos lanzaron tan pronto al agua —prosiguió sin hacerme caso—. Abrieron las compuertas de las barcazas de desembarco demasiado pronto, había demasiada profundidad, no hacíamos pie y algunos no sabían nadar. Y aunque supieras nadar, tampoco servía de mucho, el equipo y las armas pesaban demasiado y te hundías sin remisión. Yo me tuve que deshacer de todo, hasta de las botas y el casco, de lo contrario me hubiera ahogado como la mayoría de mis compañeros.

—Si abrieron las rampas para que saltarais al agua antes de tiempo, eso fue un fallo muy gordo. ¡Joder! Y decían que fue una operación muy bien programada.

—¿Bien programada? ¡Ja! Quisieron hacer el desembarco con luna nueva, por lo de que no nos vieran antes de tiempo lo que implicó que nosotros tampoco viéramos nada. También debía haber pleamar para no tener que caminar tanto, que aquí cuando baja la marea el agua se va a tomar por saco de la costa. Deberíamos haber desembarcado el día 5 de junio y varias horas antes nos metieron a los de primera línea en las barcazas, pero resulta que había temporal y decidieron posponerlo un día más, el 6 de junio. Sin embargo, a los que ya estábamos en las lanchas nos dejaron allí, casi dos días enteros, con un vaivén horrible, hacinados, sin apenas comer, mareados la mayoría, vomitando por las olas y el miedo… Aunque nos soltaron más lejos de lo que debían, yo casi lo agradecí, prefería morir ahogado que encerrado en aquella lata de sardinas. Cuando conseguí zafarme de todo el equipo, salí a flote y llegué a la orilla, pero los alemanes nos estaban esperando disparando desde los búnkeres. No sé qué pudo pasar. Se supone que la línea de defensa alemana debería haber sido neutralizada por nuestros aviones y los paracaidistas. Después de seis interminables horas agazapado tras unas dunas con los proyectiles de los nazis pasando a centímetros de mi cabeza, decidí regresar al agua, me pareció más seguro.

Sobrecogida por lo que estaba oyendo enmudecí imaginando el horror que debieron pasar aquellos soldados ese día que, en la actualidad, es tan alabado por todos. ¡Qué horror!

—Pero no encuentro a mis compañeros. ¿Qué voy a hacer? Al menos estoy vivo —se dijo para darse ánimos.

Mientras hablaba del espanto que tuvo que vivir me fijé en un agujero de su camisa, estaba a la altura de un costado y ahí la tela mojada presentaba un tono más oscuro, tirando a rojo. Espeluznada me di cuenta de que era el orificio que le había provocado alguna de las balas con las que los recibieron los alemanes nada más pisar tierra. Yo ya sabía que aquel muchacho estaba muerto, pero lo terrible era que él no.

Hasta ahora, entre la gente rara que me había encontrado cada uno, a su modo, era consciente de su estado, este chiquillo no. Entre lo aterrador de su relato y mi nuevo descubrimiento la boca se me secó y no fui capaz de decirle nada.

Sabía por mi marido, un devorador de libros y documentales sobre la Segunda Guerra Mundial, que en el desembarco de Normandía, el famoso día D, murieron cerca de 5.000 soldados (casi una quinta parte ahogados y no por culpa de las balas alemanas) y hubo unos 6.000 heridos y/o desaparecidos. Más de diez mil vidas truncadas en un conflicto bélico absurdo, como lo son todos los conflictos bélicos. Eso sin contar las bajas alemanas, que también fueron muchas.

El soldado Campbell no fue el único que no consiguió volver a casa. Miles de jóvenes no regresaron jamás; miles de madres perdieron a sus hijos mientras estos las echaban de menos.

El muchacho, consciente de mi silencio, se levantó de la arena y se volvió a internar en el mar.

—¿A dónde vas? —le pregunté.

—Quiero regresar a casa.








5 de octubre de 2025

Un paseo por Francia: El pirata con contrato.

 

Tras varios días recorriendo el valle del Loira nos desplazamos al norte de Francia, a Bretaña. El primer lugar de esa región donde recalamos fue Dinan, un pueblecito digno escenario para el cuento de La Bella y la Bestia. Tras visitar sus preciosas y coquetas calles nos fuimos a Saint-Malo.

Cuando viajo busco lugares muy diferentes a los que frecuento, por eso de que en la variación está el gusto. Por donde yo me muevo suele haber bastante gente ya que vivo en una gran ciudad. Las aglomeraciones no me asustan, pero tampoco me agradan, aunque esté acostumbrada. Por eso, cuando llego a un lugar donde hay pocas personas me relajo y disfruto del momento.

En Saint-Malo no me relajé nada de nada, porque aquello estaba petado de turistas. La localidad está situada en pleno Canal de la Mancha y tiene unas bonitas playas.

Debido a su emplazamiento (si uno se pone a nadar todo tieso para el norte llega a Gran Bretaña) tiene un pasado marítimo lleno de episodios bélicos. En esta ciudad se atrincheraron los alemanes en la Segunda Guerra Mundial cuando desembarcaron los aliados unas cuantas playas más al este. Pero antes de la confrontación mundial, Saint-Malo vivió momentos de luchas intensas pues llegó a ser una república independiente a caballo entre el ducado de Bretaña y el reino de Francia. Tanto los bretones como los franceses se querían apropiar de Saint-Malo y el pequeño estado tuvo que defenderse. Todo lo anterior explica por qué toda la ciudad es una auténtica fortaleza amurallada.

Además, su situación geopolítica propició que la ciudad fuera el refugio de corsarios y piratas. De hecho, todo el merchandising turístico está focalizado en esta cuestión, de tal manera que más parece un parque temático sobre piratas que una ciudad costera.

Intentando alejarme de la aglomeración turística y de las tiendas con maniquíes de Jack Sparrow, me interné entre sus estrechas callejuelas. Fuera ya de las vías principales hallé la paz deseada. Callejeando y sin saber muy bien a dónde iba me topé con una construcción llamativa.




     Se trataba de una casa con una pequeña torre adosada. La torre en sí ya era admirable porque su base era circular, pero arriba tenía la forma de un octógono, terminando en un tejado puntiagudo. En la casa, un coqueto balcón sobresalía de la fachada, mientras que las ventanas blancas, a juego con la puerta, destacaban en la piedra marrón. El acceso a la pequeña torre se hacía a través de una sugestiva puerta roja.

El cartel que se encontraba al inicio del callejón explicaba que en aquella casa se había alojado la duquesa Ana. No tenía ni idea de quién era esa señora (probablemente la guía lo habría contado en el bus, pero, de nuevo, yo había aprovechado el trayecto para dormir), así que busqué en Google.

Ana de Bretaña fue duquesa de ídem y reina de Francia en el siglo XV, resultó ser una buena gobernante del ducado y mecenas de las artes. Hasta aquí, su currículum me dejó bastante fría. Lo que me impactó fue averiguar que estuvo 14 veces embarazada, pero de esos embarazos solo llegaron a término 7 y de esos siete hijos tan solo dos sobrevivieron. Ya sabemos todos que la mortalidad infantil ha sido muy elevada hasta hace bien poco, pero, aun así, el sufrimiento de esta madre tuvo que ser enorme. Encima, la pobre mujer, se murió con 36 años.

Mientras estaba fotografiando la construcción, oí un ruido estridente de goznes mal engrasados. En el silencio de aquel callejón ese estrépito retumbó en mis oídos haciéndome dar un respingo. Buqué el origen del escándalo, y resultó que procedía de la puerta roja de la torre: se estaba abriendo lentamente. Como era de día y lucía un sol espléndido no sentí temor, pero esa escena me ocurre de noche y me falta calle para salir corriendo.

Me quedé parada esperando ver quién se disponía a salir de tan peculiar lugar. Lo primero que pensé, dada mi experiencia y tendencias paranormales, es que me iba a encontrar con Ana de Bretaña, al fin y al cabo, esa fue su casa.

Sin embargo, quien surgió no se parecía a ninguna duquesa. No es que yo tenga mucha experiencia en el trato con duquesas del siglo XV (ni de ningún siglo), pero me da que no llevan trabuco ni espada al cinto como el señor que se me plantó delante. A las armas que portaba había que añadir a su atuendo unos pantalones embutidos en unas botas de caña muy alta que le tapaban las rodillas y una casaca entallada de un color parecido al rojo llena de lamparones y remiendos. Un sombrero de tres picos coronaba su cabeza dejando entrever una larga melena recogida en una coleta. La barba, que le tapaba media cara, estaba entrelazada por diminutas trenzas.

—¿Quién será este? Por las pintas parece un pirata —me pregunté y me contesté a la vez.

Tanto la pregunta como la respuesta las hice en voz alta por lo que el susodicho me oyó.

—Distinguida dama, erráis en vuestro juicio pues no soy ningún pirata bandido.

Tras asegurarme de que se dirigía a mí (lo de «distinguida dama» me había hecho pensar que había alguien más en la escena) le contesté:

—Perdone. Como toda la ciudad está dedicada a los piratas me he dejado llevar por el ambiente.

—Perdonada estáis. Os confieso que os ha salvado vuestra condición femenina, de haber sido un varón habría pagado con su vida el llamarme pirata.

—Lamento haberlo ofendido. ¿Entonces, cuál es vuestra profesión? —insistí porque seguía pensando que las pintas que llevaba eran típicas de los piratas, por muy ofendido que se sintiera.

—Me llamo René Duguay-Trouin, soy corsario al servicio de su majestad Luis XVI.

¡Corsario! O sea, pirata con «patente de corso», una autorización por la que un estado concedía al propietario de un buque particular la posibilidad de ir armado y atacar los intereses (barcos, ciudades…) de un país enemigo. Corsarios, piratas, a mí siempre me parecieron iguales: ladrones que asaltaban buques, ni más ni menos. Dada la beligerancia de quien tenía delante no me atreví a mostrar mi opinión abiertamente; aun así, le dejé entrever qué pensaba yo de los corsarios.

—Así que, usted ataca barcos en alta mar y los… desvalija.

—Barcos enemigos —puntualizó él ajustándose la casaca.

—Ya. Barcos enemigos con ricos tesoros que ustedes se quedan.

—Bueno, algo habrá que cobrar por los servicios prestados —sonrió enseñando una dentadura cariada.

—Claro, porque su rey no les daba un sueldo, ¿no?

—El acuerdo firmado con su majestad dictamina que los emolumentos dependen del botín obtenido. En los asaltos incautamos lo que encontramos y nos lo quedamos. Lo pone en el contrato.

—Pero eso es lo que hacen los piratas —le espeté a riesgo de que se olvidara de mi condición femenina y decidiera darme matarile con el trabuco o con la espada.

—Estáis equivocada, señora mía. Los piratas actúan por su cuenta. Los corsarios lo hacemos por orden real, tenemos permiso. ¡Firmamos un contrato!

Me pareció una respuesta hipócrita, pero lo cierto es que lo dijo con una candidez que demostraba lo convencido que estaba de actuar con corrección.

Mi débil instinto patriota afloró pensando en cuánto oro y plata procedente de América perdieron los españoles por culpa de ese tipo de ataques, aunque, la verdad sea dicha, la mayor parte acabó en el fondo del mar a causa de las tempestades. No obstante, no pude evitar seguir tocándole un poco las narices.

—Si tan enemigos son los buques asaltados, ¿no sería mejor que los atacara la armada del país contrario en lugar de enviar a los pira… corsarios?

—Es que, la mayoría de las veces, no se disponen de suficientes navíos, por eso recurren a nosotros —contestó encogiéndose de hombros.

—Acabáramos. Es decir, recurren a mercenarios.

—Corsarios.

—Vale. Y… ¿no saca usted mucho rédito? —le pregunté mirando el mal estado de su ropa.

—Mi indumentaria no es la adecuada para un servidor del rey, lo reconozco —respondió dándose cuenta del porqué de mi pregunta—, pero es que Saint-Malo no es la corte. Aquí me relajo y soy más yo. Aflora mi verdadero ser.

«El de un ladrón», me dije a mí misma y teniendo mucho cuidado de no decirlo en voz alta.

—Lo que obtenemos mis hombres y yo por asaltar a los ingleses y a los holandeses, preferimos gastarlo en juego y mujeres —prosiguió.

—¿Ingleses y holandeses?

—Sí. Son nuestros enemigos. No los dejamos ni a sol ni a sombra. Para ellos somos un grano en el culo —espetó riéndose a carcajadas.

Saber que no atacó barcos españoles hizo que mi débil sentido patriótico (que en el extranjero se hacía más fuerte) volviera a aflorar y empecé a mirarlo de otra manera. Si les daba caña a los británicos y a los altivos y violentos holandeses que tanto nos incordiaron a nosotros pues bien merecido lo tenían. Donde las dan, las toman.

Con otra percepción sobre su persona tras saber quiénes eran objeto de su rapiña, decidí averiguar más sobre él.

—¿Todos los ataques que ha realizado han sido exitosos? Es decir, supongo que los barcos asaltados se defienden, ¿nunca ha tenido que abandonar alguna presa?

—El intríngulis consiste en atacar barcos que no sean de la armada, o sea, barcos que transportan mercancías. Primero porque llevan botín y, segundo y no menos importante, porque no están tan bien armados como los militares. No obstante, he sufrido algún que otro revés. Una vez fui apresado y encarcelado en Inglaterra.

—¿Cómo salió de allí? ¿Pagando un rescate?

—Utilizando mis armas.

—¿Estaba en la cárcel armado? —exclamé con los ojos como platos— ¿No le cachearon antes?

—Bueno, el arma que empleé no me la podían quitar. Cuando digo arma no me refiero a estas —dijo mirando el trabuco y la espada—, sino a otras… que no se ven a simple vista.

Creí que se refería a su locuacidad porque los franceses son únicos mareando la perdiz. Lo mismo, a este le dio por aturdir al carcelero con una interminable verborrea y le dejó libre con tal de no oírle, aunque eso me parecía poco serio viniendo de los ingleses.

El propio corsario me sacó de dudas. Se me acercó y, con sonrisa picarona, me dijo al oído.

—Enamoré a una inglesa.

Enarcó las cejas y sonrió ampliamente. Tras unos instantes de confusión, enseguida pillé de qué arma hablaba. No pedí más explicaciones por no sufrir otra de las características de los franceses: lo ufanos que están de sus capacidades amatorias. Allá por donde vas, presumen de que nadie liga y hace el amor mejor que ellos. Yo creo que no se puede generalizar. En cualquier caso, al corsario que tenía delante aquello le funcionó si consiguió salir de prisión. Detrás de toda leyenda siempre hay algo de verdad.

—Si me vieran mis padres… Ellos, que querían que fuera cura.

—¿En serio?

—Sí. Estaba destinado a ser eclesiástico, pero yo prefiero usar las armas. Todas… —añadió enarcando de nuevo las cejas—. Menos mal que no me doblegué a los designios paternos. Anda que no me lo pasé yo bien en Brasil. ¡Qué mujeres!

—¿Brasil?

—En once días tomé Río de Janeiro, y eso que se suponía que la ciudad tenía unas fortificaciones inexpugnables. Me tuvieron que pagar un buen caudal en forma de rescate y encima les obligué a liberar más de 1.000 presos franceses. Aunque yo solo me limité a seguir las cláusulas del contrato, no es de extrañar que Luis XVI me tenga en tan grande estima,

«Y que los portugueses te tengan manía» añadí yo para mis adentros.

—Lo siento, encantadora dama, pero tengo que asistir a una partida de naipes y no quiero hacer esperar a mis camaradas.

Una vez más, miré a mi alrededor por ver si había alguien más ya que no me di por aludida con lo de «encantadora dama». Tras hacerme una reverencia se alejó a la vez que añadía sin volverse:

—No todo ha de ser asaltar barcos. Los corsarios también tenemos derecho a tiempo de asueto. Lo pone en el contrato.






Hada verde:Cursores
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