Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

13 de noviembre de 2023

El cuento de nunca acabar

 


Iván estaba eufórico. Por fin había terminado de escribir y corregir el artículo que tantos quebraderos de cabeza le estaba dando.

Repasar las cinco tablas con más de cien datos con sus desviaciones estándar y sus correlaciones estadísticas le llevó más de una semana. Adaptar la sintaxis a las exigencias de la revista donde iba a mandar el trabajo fue un auténtico martirio. «¿Qué más dará si la ‘p’ de la significación va en cursiva o no?» se preguntaba cada vez que corregía una de esas letras que no estaba bien según las normas de la editorial. Cuadrar los pies de las gráficas, elegir los tonos de grises adecuados para que se visualizaran bien (si los ponía en color era más caro publicar), adecuar el formato numérico al sistema anglosajón (los decimales se separan con puntos, no con comas) y muchas más pijotadas le mantuvieron entretenido (y cabreado) durante semanas.

A Iván esta parte de la labor científica le era muy desagradable y engorrosa. Lo que realmente le gustaba era investigar; poner unas letras en cursiva, cambiar algunas comas por puntos o elegir una buena trama como fondo de un gráfico no tenía nada que ver con la investigación, pero si uno no publica lo que hace, no existe, no es nadie, es menos que nadie: está muerto científicamente e Iván quería vivir en la Ciencia. Por lo tanto, este era un trámite a seguir, un efecto colateral en la investigación.

Conseguir la financiación para pagar los tres mil euros del ala que cobraría la editorial si accedía a publicar el manuscrito también había supuesto un esfuerzo titánico, pero tras arrastrarse por varios despachos, incluido el de la decana de Farmacia, tenía asegurada la pasta gracias a un presupuesto extra salido de no sabía muy bien dónde.

Pero, al fin, el artículo estaba finiquitado. «Se acabó» dijo Iván con una sonrisa de satisfacción en el rostro y entrando en la web de la revista para colgar el texto y así finalizar el último trámite.

Nada más poner su apodo y la clave de acceso, un mensaje saltó en la pantalla del ordenador:

«Usuario y contraseña no coinciden. Por favor, vuelva a intentarlo.» Envió un email solicitando una nueva clave y tras recibirla, se dispuso a emplearla para entrar en la web. Aunque el proceso fue automático y casi instantáneo, eso ya le llevó unos diez minutos.

Una vez en la plataforma de la revista, comenzó a introducir los datos previos para colgar su manuscrito.

Datos y filiación de los autores: como en el trabajo participaban siete compañeros pertenecientes a varios departamentos de la universidad, introducir todos los nombres con sus respectivos cargos y lugares de investigación supuso un buen lapso.

Sugerencias de revisores: este apartado suscitaba sentimientos encontrados en Iván. Sabía que esos verificadores que iban a corregir (y generalmente, a masacrar) su trabajo debían ser especialistas en el área de investigación sobre la que versaba el artículo, pero siempre que tenía que rellenar esa parte del cuestionario, pensaba en poner a su madre, a su abuela y a su tía Matilde, un trío de mujeres a las que todo lo que él hacía siempre les parecía que estaba requetebién. Rellenar con el nombre, filiación, correo electrónico, área de trabajo y motivos por los que se proponían dichas sugerencias también requirió una buena porción de tiempo. «No sé para qué preguntan esto, si al final ponen a los que ellos les da la gana» se dijo al tiempo que pulsaba «Enter» tras introducir el último dato.

Aún hubo de proporcionar otra serie de referencias más donde tan solo le faltó informar acerca del número de zapato que calzaba o la regularidad con la que iba al baño.

Una vez añadidos los datos requeridos se preparó para subir a la web el trabajo en sí mismo. Primero fueron las tablas. Una a una, seleccionó todas, teniendo especial cuidado en no repetir o en saltarse alguna. Tras repasar concienzudamente que todos los ficheros estaban bien, le dio a la pestaña de «Upload» y el sistema respondió con un cuadro de texto donde se leía «Error». Refrescó la pantalla y todos los ficheros que tan cuidadosamente había elegido se borraron. «No pasa nada» se dijo Iván al tiempo que se pasaba una mano por la cara, «Habré dado a la tecla mal. Vuelvo a cargar».

Repitió la operación, esta vez aún más despacio, por lo de no dar a la tecla equivocada, y tras volver a darle a la pestaña de «Upload» el mismo mensaje de «Error» apareció borrando igualmente los ficheros elegidos. En esta ocasión Iván empezó a impacientarse mirando el reloj que le informaba que ya llevaba con el último trámite más de una hora y cuarto.

Tras intentar subir las dichosas tablas tres veces más con idénticos resultados, decidió pedir ayuda. Varios compañeros le ofrecieron tomarse un café con ellos, aunque para lo de las tablas no le dieron solución. Sin saber muy bien qué hacer, se fijó que, en la pantalla donde debía cargar los ficheros, en una esquina y con una letra pequeñísima había un mensaje que avisaba que los archivos a subir debían estar en formato TIFF. «Anda, coño. Yo las estaba subiendo en JPG.»

Una vez superado el escollo de las tablas, pasó a subir las gráficas. En esta ocasión, y ya escaldado con la experiencia previa, convirtió todas las imágenes, que también estaban en JPG, a TIFF. Una vez cargadas le dio a «Upload» y nuevamente el maldito mensaje de «Error» volvió a aparecer. Tras dos intentos más y casi repitiendo los mismos pasos dados con las tablas, pudo comprobar que los gráficos debían cargarse en formato JPG y no en TIFF.  

Cuando ya estaba seguro de haber subido todo lo que tenía que subir, se percató de que uno de los gráficos estaba repetido. «Menos mal que me he dado cuenta» pensó ufano Iván. Señaló el gráfico doble y le dio a la pestaña de «Remove», pero el sistema se vino arriba y le removió todos los ficheros, los gráficos y las tablas también.

Jurando en arameo Iván empezó a ponerse de muy mal humor. Se había sentado al ordenador pensando en acabar el trabajo, llevaba más de dos horas y eso no estaba acabando ni mucho menos.

Decidió tomarse ese café (descafeinado) ofrecido con sus compañeros por relajarse y por ver si se le iba la mala leche que le estaba carcomiendo las entrañas.

Media hora después volvía a cargar otra vez los archivos necesarios, poniendo especial cuidado en no repetir ninguno y que cada fichero estuviera en el formato adecuado. Cuando ya iba a dar a la pestaña de «Submission» recordó algo: «Porras, no he puesto la cover letter». Anduvo un buen rato explorando por las decenas de carpetas de su portátil hasta que encontró un modelo tipo. Rellenarlo con los datos de la editorial y del artículo a presentar también le supuso unos cuantos minutos. Cuando ya la tuvo confeccionada fue a introducirla en la web, pero en la pantalla aparecía un mensaje encuadrado en rojo: «Time out».

«¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!» gritó un desquiciado Iván. Varios colegas se acercaron a su mesa de trabajo para ver qué le pasaba, cuando averiguaron el motivo de su furia la mayoría se encogió de hombros y regresó a sus quehaceres. Tan solo Lucía, la becaria, se quedó un rato más a consolarlo, pero finalmente también se marchó.

En soledad y con los nervios a flor de piel, Iván comenzó de nuevo a poner todos los datos. En esta ocasión, y dado que ya estaba avisado de los formatos, tardó algo menos. Una vez cumplimentado todo, y en el tiempo estipulado por la web, le dio a la bien deseada pestaña de «Submission».

La pantalla se quedó en blanco, ningún mensaje apareció. «¿Se habrá cargado todo bien?» se preguntó Iván mientras se mordía las uñas.

Pasaron varios minutos y la pantalla seguía en blanco. «¿Se habrá cargado algo bien?» se preguntó esta vez. «¿Se habrá cargado algo?» se volvió a preguntar al borde del pánico pues el sistema no parecía reaccionar. «¿Me habré quedado sin conexión a internet y estoy haciendo el panoli mirando la pantalla?»

Tras unos minutos más, apareció un reloj de arena indicando que, al menos, sí tenía conexión a la red. En unos segundos un nuevo mensaje en inglés apareció: «El navegador empleado es incompatible con nuestra plataforma. Por favor, inténtelo de nuevo con otro explorador. Gracias.»

 


 

 

 


8 comentarios:

  1. Una Odisea en toda regla. Y ocurre, ya lo creo. Pobre Ivan, yo creo que ya se olvidará de publicar su estudio en esa revista, seguro.

    Un abrazo

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    1. Hola, Albada.
      Publicar ya es una odisea en sí misma, pero colgar un texto en las webs de algunas revistas es una auténtica tortura chino.
      Un abrazo.

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  2. Me imagino que no es un caso real y personal, pero sí está basado en tu experiencia en este tipo de trabajito que te obliga a cargarte de paciencia y sufrir todo tipo de contratiempos informáticos. Yo, por fortuna, nunca he tenido que enfrentarme a ese protocolo para publicar un trabajo en una web, pero sí, como todo mortal que ha tenido que vérselas con la informática, he sufrido percances parecidos, que te atacan los nervios. Que tras una larga secuencia de pasos engorrosos para registrarte en una web y consultar, por ejemplo, un informe médico, al darle a "enviar", te salga un mensaje del tipo "Ups, se ha producido un error, vuélvelo a intentar pasados uos minutos", te entran ganar de cargarte al primero que se te ponga por delante, je, je.
    Por lo menos, a tu prota no se le borró toda la información original, porque, de ser así, se habría suicidado, je, je, je.
    Un beso.

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    1. Hola, Josep Mª.
      Este relato está basado en experiencias personales mías. Por desgracia, todo lo que cuento me ha pasado, si bien no ha sido en un mismo artículo (me habría suicidado después de matar a alguien) sí que en algún momento he tenido que sufrir todo lo que pasa Iván de golpe.
      La tecnología nos ayuda mucho pero también puede ser estresante y dañina para nuestros nervios porque como falle algo te hace perder un montón de tiempo además de la paciencia. Esa interacción tan impersonal, además, a mí me provoca un sentimiento de indefensión.
      Gracias por el comentario.
      Un besote.

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  3. Nunca me he visto en semejante tesitura, pero creo que, de verme, mis blasfemias se oirían a lo largo y ancho del universo. Me ha gustado mucho tu relato. Creo que transmite a la perfección el agobio que se debe de sentir en esos casos.
    Un beso.

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    1. Hola, Rosa.
      Tú lo has dicho, se siente mucho agobio. Ahora estoy algo desconectada en cuanto a escribir (y colgar en la web) artículos científicos, pero cuando esta de lleno inmersa en esas tareas me generaba mucha angustia y lo pasaba fatal. Podías emplear fácilmente toda una mañana en colgar un artículo con unas cuantas tablas y gráficas.
      Como le comento a Josep Mª, todo lo que pasa Iván yo lo viví en uno u otro artículo, y es desesperante, especialmente el que no se subía ni a tiros, después de intentarlo ¡cuatro veces! resulta que el navegador no era compatible con la plataforma de la revista (pero no lo avisaba, lo deduje yo sola después de tirarme de los pelos)... ahí yo también juré y perjuré en arameo y algunas lenguas muertas más.
      Un beso.

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  4. Lo cuentas tan real como lo vivido y te creo. Tiene que ser una odisea cuando no es compatible con la web y repites y repites y no se suben. Un abrazo.

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  5. Dicen que la mejor manera de asegurarse de no equivocarse al escribir es hacerlo sobre algo que no conozca bien. En este caso yo he vivido experiencias muy similares a las del protagonista y supongo que por eso todo parece tan real.
    Gracias, Mamen, por el comentario.
    Un beso.

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