Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

12 de septiembre de 2025

Un paseo por Francia: La amante destronada

La tarde se presentaba incierta en cuanto a climatología, algunas nubes cargadas de agua amenazaban el día que tan soleado se había mostrado por la mañana. Un tímido sol peleaba por aparecer entre ellas para dar más luz y realce al entorno.

Aunque el lugar en el que me hallaba no necesitaba de aditamentos para realzarse porque el castillo de Chenonceau se basta y sobra para destacar y dejar boquiabiertos a cuantos lo contemplan.

 



Este castillo forma parte del conjunto de construcciones emplazadas en el valle del Loira, aunque el río que pasa literalmente por debajo de él es el Cher, afluente del que da nombre al valle con tantos castillos.

A esta construcción también se le llama el Castillo de las Damas. El motivo fue explicado por la guía en el autocar, pero yo, una vez más, me lo perdí porque me dediqué a dormir durante el trayecto. Es lo que tiene madrugar tanto cuando estás de vacaciones.

En cuanto me acerqué y comprobé que este castillo también tenía foso me centré en mi obsesión: encontrar dragones. El resultado fue el de siempre, por lo que pronto abandoné mi búsqueda y me adentré en el interior del edificio para visitar los aposentos reales.

Sabía que allí había vivido una reina muy interesante: Catalina de Médici. Mi interés por este regio personaje se basaba en su afición por las plantas medicinales, aunque sus detractores siempre la acusaron de que ese afán por conocer el uso de las plantas no tenía nada que ver con la terapéutica y sí con el envenenamiento. De hecho, la apodaron la Reina Serpiente porque se movía en la política arteramente y utilizaba veneno para ayudarse en el gobierno. Yo no lo tengo tan claro ya que lo primero que visité fue la botica real que ella misma fundó y se preocupó de abastecer, así que creo que su intención primigenia fue la de utilizar los conocimientos botánicos para sanar.

 

Dentro de los aposentos reales pude visitar la habitación de la propia Catalina. Un lugar amplio y recargado con mucho tapiz, porcelana y dosel con bordados dorados, una ornamentación propia del siglo XVI que haría llorar de impotencia a un decorador de Ikea.




        —Esta habitación es la mejor de todas —me dijo alguien a mi espalda.

Al girarme me encontré con una mujer vestida de terciopelo negro y blanco, con una diadema que recogía su pelo rizado y de la que pendía una perla que adornaba una frente con un cutis blanquísimo.

Cuando vi la facha de esa mujer pensé que me volvía a topar con alguien «raro» y dado que me hallaba en los aposentos de Catalina tuve claro que debía tratarse de ella, la Reina Serpiente.

Sin saber muy bien si debería hacer una reverencia o algo así, bajé la cabeza en señal de respeto y le dije atolondrada.

—Encantada de conocerla, Su Majestad.

—No, no. Yo no soy reina —contestó con un rictus de amargura—. Aunque tuve tanto poder como si lo fuera.

Mi gozo en un pozo. No era Catalina, lo que me habría gustado para platicar sobre esas plantas que decían conocía tan bien. En fin, qué se le iba a hacer.

La mujer al ver mi cara de decepción añadió:

—Me llamo Diana.

¿Lady Di? A esa la conocía de las revistas del corazón y no se parecía en nada, además el lugar y cómo iba vestida no me cuadraban nada. Menos mal que la mujer vino a añadir más información para orientarme.

— Soy Diana de Poiters. Dama de Anete, Gran Senescala de Normandía, Condesa de Maulévrier, Vizcondesa de Bec-Crespin y de Marny.

Los títulos parecían de postín, pero mi conocimientos sobre heráldica son nulos y me quedé con el primer nombramiento, Dama de Anete.

—Eres una dama de compañía de Catalina de Médici.

Ante mi comentario el rostro blanquísimo de la susodicha adquirió un tono cárdeno muy poco saludable pues era fruto de la inmensa ira que la estaba embargando. Incapaz de hablar me señaló con un dedo tembloroso con el que parecía querer fulminarme.

—Co… co… como te atreves a insinuar que fui amiga de esa… de esa… arpía, desgraciada, asquerosa, bruja, adefesio, asesina, intrigante de Catalina.

No sabía quién era Diana de Poitiers, pero tenía muy claro que a la tal Diana, Catalina de Médici no le caía bien.

—Siento haberla ofendido, señora —dejé el tuteo por no enfadarla más—. Pero como estamos en los aposentos de la reina…

—Pues deberías ver los míos, no son tan amplios, pero tuvieron mucha más importancia. Allí el rey pasaba más tiempo que en su consejo de gobierno y, por supuesto, que aquí.

Esto último lo dijo mirando la habitación con cara de asco.

Con ese comentario llegué a la conclusión de que Diana era una de las cortesanas que solían calentar la cama de los reyes fuera del lecho conyugal.

—Entiendo, entiendo. O sea que usted fue… una amante del esposo de Catalina, o sea de… Enrique II de Francia —añadí leyendo el folleto que nos habían dado en la entrada.

—¿Una? —El color rojo acudió otra vez a su rostro—. ¡La! ¡La amante! Este castillo me lo regaló él. Es cierto que mi Enrique tuvo otras distracciones, Filipa, Marie, Colette… Pero yo fui la más importante.

Con tanta querida, no me extraña que el padre de Enrique, Francisco I, decidiera poner una escalera de doble hélice, tal como me explicó Da Vinci unos días atrás. Ese tipo de escaleras debían de tener un tránsito muy concurrido por las noches.

—Yo siempre fui la primera en el corazón del rey. Seguía mis consejos para gobernar, incluso después de que esa entrometida apareciera en la corte —prosiguió la mujer mirando la cama que fue de Catalina—. Una corte que siempre le vino grande a esa zarrapastrosa venida de Italia y recogida de un convento porque no tenía dónde caerse muerta. La huérfana pordiosera dada en matrimonio por compasión cuando Enrique no era el heredero pero que, por designios del destino, acabó reinando Francia. Una palurda con suerte.

En este momento decidí salir en defensa de la reina. El recuerdo de la botica real que fundó me hacía hermanarme con ella y creí necesario apoyarla.

—Bueno… palurda, palurda… Se rodeó de sabios, incluso, creo recordar que era amiga de Nostradamus, un médico y boticario, con renombre.

—¡Bah! ¡Cantamañanas!

Nostradamus tuvo sus cositas cuando le dio por profetizar, pero fue un prestigioso médico y buen conocedor de las plantas medicinales. Como no quería polemizar ni cabrear más a Diana, cambié de tema.

—¿Y si el castillo le pertenece a usted qué hace la habitación de la reina aquí?

—Cuando Enrique murió, esa malnacida me echó de aquí.

—Mujer, es comprensible. Tener a la amante de tu marido bajo el mismo techo recordando constantemente los cuernos no debe de ser plato de buen gusto.

—Esa infame solo trajo desgracia a este país. Maldita la hora en que llegó. Es responsable de la muerte de muchos franceses. Una traidora en toda regla, apoyó a los hugonotes para luego masacrarlos en la matanza de San Bartolomé.

Acudí presta al folleto informativo para saber de qué estaba hablando, al tiempo que anotaba mentalmente no volverme a quedar dormida en el autocar para no perderme las explicaciones, porque luego te encuentras con alguien que estuvo allí y te pone en un aprieto.

No obstante, Diana siguió iluminándome sobre el historial de Catalina.

—Su único afán fue salvaguardar la dinastía Valois a costa de lo que fuera. Tuvo nueve hijos, tres fueron reyes, aunque los dos primeros acabaron muriendo tempranamente, pero a todos los sostuvo ella en el poder con sus intrigas y sus alianzas que rompía sin pudor si la situación lo requería.

El folleto que yo consultaba también añadía que, si no hubiera sido por Catalina, probablemente sus hijos no se habrían mantenido en el trono. Según hablaba Diana yo no vi nada raro, al menos nada que no hubiera hecho un hombre en su lugar y su época. Empeñarse en retener el poder es algo que han estado haciendo los poderosos desde siempre, aliándose con quienes les convenía para traicionarlos si les reportaba más poder. En el caso de los hombres se veía como algo normal, pero cuando era una mujer quien se comportaba así entonces llovían las críticas y los insultos. No me pareció justo, y menos que quien tanto la atacaba fuera otra mujer, aunque en el caso de Diana puede que la moviera el despecho de ser expulsada de un castillo que en realidad era suyo, además un castillo precioso; el rey Enrique debía de ser muy rumboso o Diana una amante muy buena porque le entregó un pedazo de regalo, sí señor.

Diana siguió despotricando contra Catalina un buen rato, llegó un momento en el que me di cuenta de que se había enrocado en su diatriba y ni siquiera me estaba hablando a mí. Intenté interrumpirla, pero fue en vano. Decidí seguir con mi visita y la dejé en los aposentos de su más acérrima rival echando pestes de ella.

Cuando abandoné el lugar averigüé que el nombre Castillo de las Damas, se debía a las mujeres influyentes y notables que, a través del tiempo, vivieron allí: Diana de Poitiers, Catalina de Médici, Caterina Briçonnet (inició la construcción del castillo), Luisa de Lorena (viuda de Enrique III, nuera de Catalina) y Louise Dupin (mecenas de filósofos y defensora del castillo durante la Revolución Francesa).

Pero estaba claro que, de todas ellas, la palma se la llevan las dos primeras, porque, en mis averiguaciones, supe que de los dos jardines que jalonan los lados del castillo, uno lo diseñó Diana y el otro, Catalina. E incluso en algo tan trivial ahora se especula cuál de los dos es más bonito. El de Diana, lleno de caminos que atraviesan praderas de césped, grande, majestuoso y con pretensiones; el de Catalina, más pequeño y recogido, con plantas coloridas de propiedades terapéuticas, íntimo, elegante y sencillo. Esas dos mujeres fueron rivales mientras estaban vivas y seguían siendo rivales una vez muertas.

Dos mujeres tan inteligentes si hubieran aunado fuerzas habrían formado un tándem muy productivo, pero la sociedad y el tiempo que les tocó vivir las abocaron a enfrentarse en lugar de aliarse. Una pena.

Como rechazo al papel que la historia les había asignado, me marché de Chenonceau pensando en Diana y Catalina como en dos mujeres excepcionales que no se merecían seguir peleando durante toda la eternidad. Si alguien me preguntara a quién prefiero yo diría que a las dos por igual, aunque me temo que esta contestación salomónica no les iba a gustar a ninguna de ellas.

 

 






4 de septiembre de 2025

Un paseo por Francia: El arquitecto del rey

La mañana lucía espléndida. La espesa y abundante vegetación proporcionaba frescura al ambiente. El río, que en las cercanías fluía manso, añadía intensidad y color al escenario. El día se presentaba prometedor.

Me dirigía a visitar el castillo de Chambord, el primero de una extensa lista diseñada para viajar por el Valle del Loira, en la zona central francesa. A ese valle lo llaman el jardín de Francia por hallarse allí una gran cantidad de monumentos históricos adornados con jardines decorativos que dan mayor realce a las construcciones. La mayoría de los chateaux son de la época renacentista por lo que un español a ese tipo de castillos los suele llamar «palacios» mientras que, en la península ibérica, donde tantas fortalezas hubo que levantar durante la llamada Reconquista, reservamos el concepto de castillo para las fortificaciones más antiguas y con una función militar.

Castillos o palacios, me disponía a ver unos cuantos. Mi filiación con los castillos viene de antiguo; desde pequeña me atraen porque los asocio con la existencia de dragones. Creo que la fijación se debe a los cuentos de mi niñez, aunque, bien mirado, en esas historias no es que salgan muy a menudo estos seres imaginarios, pero se ve que los pocos cuentos en los que aparecían me impresionaron y de ahí que ahora ande buscando dragones en cuanto veo un castillo. No profundizaré más porque eso ya sería tarea de un psicólogo o quizás, mejor, de un psiquiatra.

El chateau de Chambord fue construido a principios del siglo XVI. Las guías turísticas lo definen como «un castillo de arquitectura renacentista francesa muy distintiva, donde se mezclan formas tradicionales medievales con estructuras clásicas italianas». Yo lo defino como «un castillo muy grande y muy pintón». Tiene mogollón de torres y, lo más llamativo, un foso grande con agua y todo, así que a allí me dirigí como una flecha por ver si había alguna oquedad que comunicara con los sótanos del castillo y esperar ver salir de ahí mi deseado dragón. Mientras mis acompañantes se dedicaban a fotografiar y pasear por el entorno, yo estaba sentada en un poyete mirando el foso como una pánfila.


—¿Se puede saber qué estás mirando?—dijo una voz con acento italiano.

Supuse que me estaba hablando alguno de los turistas que iban en mi autocar (aunque lo del deje italiano no me cuadraba porque en ese bus todos éramos españoles) y le contesté sin mirarle.

—Nada, estoy observando el foso. Me atrae mucho.

No entré en más detalles por no dejar claro a mi supuesto compañero de viaje que era una lunática. Íbamos a estar diez días dando vueltas por Francia y no era cuestión de que me señalaran como la rarita del grupo desde el minuto cero. Ya tendrían tiempo para descubrirlo, pero no se lo iba a poner fácil.

—No estarás pensando en darte un baño, ¿verdad?

—No, no, tranquilo—le dije sin darme la vuelta.

—Lo digo porque bañarse ahí podría ser peligroso.

—¿Por qué? ¿Hay…? ¿Hay algo ahí que pueda atacar?—pregunté con la esperanza de que ese peligro fuera mi añorado dragón—. ¿Cocodrilos?

No me atreví a hablar abiertamente de dragones porque eso sería toda una declaración de intenciones. A pesar de que la conversación se estaba alargando yo seguía sin mirar a mi interlocutor.

—¿Cocodrilos? No, en absoluto. La creencia de que en los fosos se hallan animales es una falacia. Estas estructuras están pensadas para dificultar el paso de las tropas enemigas y las máquinas de asedio, pero no es necesario añadir nada más.

—Ya. Me lo temía.

—Este foso, en concreto, tiene una forma geométrica especialmente diseñada para que el asalto sea prácticamente imposible.  Yo le di algunas ideas al dueño, antes de empezar a construirlo.

Flipé al escuchar lo que había dicho porque el primer dueño de ese castillo fue el rey Francisco I (de Francia, claro), un monarca que reinó en el siglo XVI.

—¿Cómo?—exclamé a la vez que me giraba para ver, esta vez sí, a mi acompañante.

Me topé con un señor que en nada se parecía a un turista, al menos a uno de los que venían conmigo en el autocar. Era un hombre mayor, con una espesa barba blanca a juego con la larga melena. Un bonete le coronaba la cabeza mientras que una capa negra, que le llegaba hasta los pies, impedía ver el resto de su vestimenta.

Al notar que le observaba con detenimiento, el individuo se me acercó con la mano extendida.

—Perdona mis modales. No me he presentado. Me llamo Leonardo. ¿Y tú?

—Kirke—contesté con mi alias bloguero porque es lo que suelo hacer cuando me encuentro con desconocidos «raros» por ahí.

Le estreché la mano que me tendía; noté unos dedos largos, finos y una piel muy suave a pesar de las venas que surcaban el dorso. Manos de artista, pensé.

Absorta en la facha de aquel hombre me había olvidado del motivo de querer mirarlo: eso que dijo sobre el primer dueño del castillo y que él le había dado ideas para su diseño. Afortunadamente, mi interlocutor se encargó de retomar el tema.

—Su majestad me pidió consejo para esbozar los planos del castillo—dijo mientras observaba la imponente construcción con un brillo en los ojos—. Fue muy amable, siempre tuvo una gran consideración hacia mi persona.

—Así que usted fue el arquitecto—dije mientras recurría al folleto informativo en busca del nombre del autor de ese monumento; ahí ponía que se llamaba Domenico da Cortona, y el hombre que tenía delante me había dicho que se llamaba Leonardo.

El susodicho vino a aclararme un poco.

—No, no. El arquitecto fue un compatriota mío, yo solo contribuí con algunas cositas—dijo bajando la cabeza en un gesto de humildad que no le quedó muy bien porque se leía la vanidad en su rostro a pesar de todo.

—¿Cositas? ¿Qué cositas?

—Bueeeno, pequeños detallitos, peccata minuta—insistió en su falsa modestia.

—Venga, especifique algo más—insistí para que me diera más datos, algo que él deseaba a todas luces.

—Por ejemplo, la escalera de doble hélice. Como digo, detalles menores—añadió encogiéndose de hombros para quitarle importancia, aunque se notaba que no se la quería quitar en absoluto.

La escalera de doble hélice. ¿Dónde había oído hablar yo de eso? ¡Ah, sí! De camino al castillo, la guía del autocar nos contó que dentro había un prodigio de la arquitectura: una escalera con dos rampas independientes que se enroscan en una espiral perfecta. También dijo quién la había diseñado y entonces recordé su nombre: Leonardo Da Vinci. Así que el Leonardo que me estaba hablando era ¡Da Vinci! ¡Ostras!

—¡Caray con el detallito! Hay que tener un coco estupendo para idear semejante ingenio.

—¡Pse! Lo esbocé en una tarde. Las amantes del rey no se llevaban bien con la reina y a esta no le gustaba cruzarse con ellas cuando salían de los aposentos privados de su esposo, así que ideé ese sistema para que no se vieran, mientras una subía por una escalera las otras bajaban por la otra sin llegar a verse.

—¿En serio? Diseñar esa escalera fue una cuestión… ¿de cuernos? ¡Ese fue el motivo!

Leonardo me miró con reconvención, esa última expresión era bastante vulgar y a un hombre refinado como él esos exabruptos no le gustaban. Debía contener mi lengua barriobajera.

—Los motivos de su majestad, suyos son. Los míos eran aceptar el desafío y disfrutar diseñando algo tan peculiar.

—Ya. ¿Y qué hacía un italiano como usted en una corte francesa como esta?—pregunté mirando el castillo.

Las razones por las que Da Vinci terminó en Francia las había explicado la guía de camino al lugar en el que nos hallábamos, pero yo me había quedado dormida y no me había enterado. Ahora, el destino me daba una segunda oportunidad pudiendo acceder a la información de manos del propio protagonista.

—Cuando tenía 64 años, en Italia ya no había nada interesante para mí. Mi benefactor, Juliano II de Médicis, había fallecido y sentí que mi carrera terminaba con su vida. Además, estaba ya muy harto del fatuo de Miguel Ángel, siempre con sus inquinas y su envidia hacia mi persona. ¡Qué hombre más insufrible! Fue entonces cuando un joven Francisco I me llamó a su corte. El monarca era un fiel admirador de mi obra, así que me vine a Francia para ser el ingeniero y arquitecto del rey.

—Pues qué bien, ¿no? Este fue su retiro dorado—dije mirando embobada el castillo.

—Este exactamente, no. El castillo se empezó a construir después de mi muerte. Yo viví en Amboise, a cuatrocientos metros de la residencia del rey. ¿No has visto mi casa?—ante mi negativa Leonardo prosiguió—: Deberías ir, está relativamente cerca de aquí, aunque lo mismo no ves mucho porque está lleno de visitantes. Se llama Clos Lucé.

Tomé nota mental del lugar porque mi próxima parada en el recorrido por el Valle del Loira era, precisamente, Amboise.

—En esa corte pasé mis últimos años y me trataron como a uno más de la familia. Francisco fue como un hijo para mí y yo una especie de padre intelectual para él—prosiguió el ingeniero real con nostalgia—. Creí que nunca podría devolver el inmenso favor que me hicieron acogiendo a un anciano con tanta hospitalidad, aunque con el discurrir de los años he comprobado que les pagué largamente.

—¿A qué se refiere?

—Entre las pertenencias que me traje de Florencia se encontraban varios lienzos. Algunos los compró el rey tras mi muerte y uno de ellos está proporcionando pingües beneficios.

Ante mi cara de estulticia el maestro continuó con sus explicaciones, no sin enviarme antes una mirada de conmiseración por mi ignorancia.

—Estoy hablando de la Gioconda, un cuadro admirado por media humanidad y que se ha convertido en la primera atracción del mejor museo del mundo, el Louvre.

Al oír lo que había dicho me envaré. Personalmente, no entiendo qué le ven al retrato de la Mona Lisa. Me parece un cuadro insulso. No soy entendida en arte, ni me considero una patriotera, pero donde estén las Meninas de Velázquez… En cuanto a importancia de pinacotecas, la mención del Louvre como el mejor museo del mundo me tocó la fibra porque, en tamaño es el más grande del mundo, pero en cuanto a calidad de pinturas y concentración por metro cuadrado, el museo del Prado es el number one. Todo esto lo pensé, pero no lo dije, el hombre que tenía delante no parecía agresivo, sin embargo, intuía que no iba a tolerar bien mis apreciaciones artísticas por lo que decidí callar.

A pesar del interés que me suscitaba mi acompañante no pude evitar seguir mirando el foso—las obsesiones pueden ser muy insistentes— y Leonardo se dio cuenta.

—La presencia de animales en los fosos de los castillos es un mito. No obstante, haces bien en mirar, nunca se sabe.

—Los seres que busco yo ni siquiera existen—le repliqué encogiéndome de hombros y pensando en mis quiméricos dragones—. Es imposible que mi búsqueda tenga éxito.

Da Vinci me sonrió con afecto.

—Imposible parecía que se pudieran construir máquinas voladoras y yo diseñé algunas, ahora el ser humano puede desplazarse volando e incluso viajar al espacio. Solo es imposible lo que no se intenta. Míranos, a los pies de este castillo, charlando. ¿Hasta hace unos minutos, a ti te parecía posible hablar con alguien que lleva más de quinientos años muerto?

Le miré y volvió a sonreír mientras se daba la vuelta y se alejaba internándose en el castillo. Quise retenerle algo más a mi lado. Quería preguntarle sobre su vida y su obra: quién era realmente la Gioconda y qué vio en ella para pintarla, cómo se le ocurrió diseñar el puente autoportante que no requiere clavos ni cuerdas o que me contara chismes sobre sus peloteras con Miguel Ángel Buonarroti. Sin embargo, le dejé marchar y él siguió su camino. Antes de desaparecer de mi vista añadió:

—Nunca pierdas la esperanza, Kirke. Quien abandona la lucha nunca podrá ganar.



  


Hada verde:Cursores
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