Era la musa de la clase. Qué digo la clase, de la universidad entera. Tenía enamorados a todos los chicos y a parte de algunas chicas. Elegante, estilizada, segura de sí misma y una mirada lánguida que encandilaba a quien dirigía sus ojos.
Siempre fue para todos un modelo a seguir, o sería más correcto decir
una quimera. Imposible igualarla. Sus modales exquisitos fueron adquiridos tras
generaciones de antepasados acostumbrados a moverse pisando alfombras
palaciegas donde los títulos nobiliarios se acumulaban en folios y folios de
registros aristocráticos.
Han pasado muchos años de aquella etapa universitaria y aún me
pregunto por qué me eligió para ser su mejor amiga, su confidente más íntima, la
depositaria de sus secretos. O eso creí hasta aquel día en que todo se
desmoronó.
Yo estaba becada en una universidad privada, mis méritos no eran ni
nobiliarios ni monetarios sino académicos, gracias a mi tesón y horas de
disciplina espartana para estudiar más de doce horas diarias conseguí que una
asociación benéfica pagara la costosa matrícula de una prestigiosa universidad
que se caracterizaba por educar a los futuros dirigentes de varios países.
Podía considerarse que era una afortunada, pero esa suerte se
incrementó cuando ella se fijó en mí y comenzó a invitarme a sus populares
fiestas. El boato y el lujo caracterizaban esas reuniones, pero la estrella
indiscutible siempre fue ella. Ningún palacio, ningún entorno podía eclipsar su
brillo.
Sabía hablar, sabía moverse, pero sobre todo sabía mirar porque era su
mirada la responsable de su magnetismo. Miraba sin ver, como si el foco de su
visión no fuera la persona a quien dirigía sus ojos sino algo más allá, fuera
del dominio de los demás, en otro lugar recóndito e inaccesible. Cuando hablaba
contigo uno sabía que estaba muy lejos, como si su hábitat no fuera de este
mundo, como un hada perdida procedente de otra dimensión.
Aquella mirada que tantos estragos provocaba fue la responsable de mi
devoción hacia ella.
—Hola, me llamo Greta.
Con esas cuatro palabras la estrella de la universidad se dirigió a mí
el primer día de clase, y con ellas me abrió las puertas a su Olimpo
particular, territorio exclusivo de unos pocos privilegiados y vedado a la
mayoría de los mortales.
En cada fiesta, viaje o comida entre su exclusivo grupo de amigos
Greta repartía glamour, elegancia y una presencia siempre acompañada por esos
ojos tristes. Porque su mirada, esa que encandilaba y enamoraba, destilaba un
vapor de tristeza.
Lo tenía todo, admiración, dinero, posición, el amor incondicional de
múltiples devotos, pero en su mirada había un poso de tristeza, de desconsuelo.
Nunca se le conocieron novios, al menos novios duraderos, sus amantes
eran de una noche, nadie la satisfacía, ella se confesaba conmigo, nada era
suficiente, siempre quería ir más allá con esa triste mirada.
Hasta aquel día en que todo se derrumbó, cuando cayeron los velos del
misterio, cuando la triste realidad se manifestó.
En el garaje de su mansión había vehículos de todo tipo: deportivos, cuatro
por cuatro, berlinas, incluso motos. Pero ella nunca conducía; de esa ocupación
se encargaba un chófer que también tenía la función de guardaespaldas. Allá
donde íbamos el discreto Hugo nos acompañaba como una silenciosa sombra, era
inseparable de ella y la única condición de su acaudalado y nobiliario padre
para que saliera donde quisiera. Greta tenía completa libertad de movimientos
siempre que fuera con su escolta particular. Un par de intentos de secuestro
cuando ella era muy pequeña habían dejado a su progenitor con la constante
incertidumbre y temor de perderla para siempre.
—Con un chófer permanente no sabrás conducir —le comenté en una
ocasión tras finalizar una fiesta viendo amanecer desde la azotea de un
exclusivo hotel donde se había celebrado el evento.
—Sí sé, tuve clases particulares con Hugo en la finca que mi padre tiene
en Jaén, pero es cierto que no conduzco nunca, no lo necesito —me contestó
dirigiéndome una mirada desmayada.
Hasta aquel día en que todo se desmoronó.
Ese día Hugo no estaba con ella. El repentino fallecimiento de su
madre en una aldea de Galicia le hizo ausentarse un par de días. Un compañero
de la facultad celebraba su cumpleaños a las afueras de la ciudad y Greta no
quería perderse la fiesta. Ante la falta de conductor decidió ponerse ella al
volante. Su padre se negó en redondo, pero la hija supo sacar provecho del amor
incondicional que éste le profesaba y ante la mirada encantadora que tan bien
sabía manejar, el cabeza de familia cedió.
El auto elegido para desplazarse fue un Porsche Cayenne gris plateado.
A los mandos de tan potente vehículo enfiló la autovía rumbo a la localidad de
Manzanares del Real, lugar donde se celebraba el sarao.
Nunca llegó a su destino.
La visibilidad era excelente, el estado del firme de la carretera
bueno, nada hizo prever la tragedia desatada. En un cruce, Greta se saltó el stop
y no pudo esquivar el camión que le interceptó el paso. Un Iveco Daily de dos
toneladas y cinco metros de largo la arrolló. La fuerte carrocería del Cayenne
se arrugó como si fuera de papel y Greta quedó atrapada en un amasijo de
hierro.
Tres horas tardaron los bomberos en excarcelar su cuerpo. La Guardia
Civil revisó los restos del Porsche en busca de indicios de sabotaje tras las
presiones del poderoso padre que, en un principio, achacaba el siniestro a un
complot contra su persona. Nada se halló y nadie entendía qué pudo pasar.
El sepelio se realizó una mañana gris. El cementerio rebosaba de personalidades
pertenecientes a diversos sectores de la sociedad: empresarios, cantantes,
actores, embajadores y hasta algún ministro. El desconsolado padre iba a la
cabeza del cortejo fúnebre.
—Debería haber imaginado que no me haría caso. Acepté que condujera
con la única condición de que se pusiera las gafas.
La elevada miopía de Greta fue la responsable del accidente y, por lo
que se supo después, también de su atractivo. Esa mirada melancólica tan
seductora era el resultado de nueve dioptrías que la sumían en una niebla
visual permanente, impidiéndole enfocar la vista más allá de un palmo de
distancia. Sabedora de dónde residía todo su carisma, Greta nunca quiso
subsanar el defecto óptico ni con lentes ni con intervención quirúrgica. Mantuvo
su triste mirada hasta el final.