El arte moderno y yo no nos llevamos bien. Y eso que yo lo he intentado. Durante muchos años he procurado un acercamiento pero todo ha sido en vano.
A través de pequeñas exposiciones en modestas galerías o de importantes muestras en grandes museos, el resultado siempre ha sido negativo.
Cada vez que intento conocer las obras del llamado arte moderno me llevo una gran decepción y normalmente acabo enfadada pues siempre que salgo de esas salas de exposición y/o museos la sensación que me embarga es que me han tomado el pelo o que soy una tonta de capirote por no entender el pretendido arte.
Uno de los lugares donde suelo acudir a encontrarme con el arte moderno es el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y salvo en una ocasión –una muestra de Salvador Dalí– todas mis visitas fueron desastrosas. No conseguí enamorarme de él (del arte moderno), ni siquiera conseguí que me cayera bien.
Puede que la culpa de este desencuentro sea totalmente mía, que soy muy cascarrabias y le pongo pegas a todo, pero creo que él (el arte moderno) tampoco me lo pone fácil.
Es complicado sentir alguna emoción cuando uno se encuentra ante cosas como esta.
Llamadme simple pero hay que tener mucha sensibilidad e imaginación para emocionarse ante… ¿un lienzo en blanco?
No obstante, mi falta de sensibilidad sí tiene algo que ver en este desamor. Cuando se expuso en este museo una muestra del Kunstmuseum Basel pude atender a la conversación que el cuadro que aparece a continuación dio lugar entre dos de los visitantes a la exposición y que se encontraban a mi lado.
–Es inquietante la fuerza de este cuadro y el dominio de la técnica.
–Sí, a mí me estremece. Además se nota todo el sufrimiento que padece el artista. Es francamente sublime.
Yo, que los oía y a la vez estaba viendo el cuadro, lo primero que pensé es que estaban bromeando. De hecho, me giré hacia esas dos personas con una sonrisa cómplice en la boca para participar de la broma, pero cuando les vi la cara pude darme cuenta, con estupor, que estaban hablando en serio. Entonces retorné mi mirada al cuadro y empecé a fijarme más, para comprobar si yo también veía lo que ellos. Después de cinco minutos de mirar el cuadro desde varias posiciones –de muy cerca, de muy lejos e incluso ladeando la cabeza hasta ponerme casi boca abajo– solo pude extraer la conclusión de que “el dominio de la técnica” debía de consistir en conseguir dos tonos de negro, algo que pictóricamente supongo tiene su mérito. En cuanto al “sufrimiento” del artista puede que se colija de ese color negro; seguramente si estuviera alegre lo habría pintado… ¿de rojo?
Pero, no obstante, a veces me sorprendo con algo de calidad –para mis propios cánones de calidad–. Por ejemplo, estos cuadros.
Yo creo que tras esa obra hay una gran labor. La del que los colgó. Me estuve fijando mucho y estaban equidistantes unos de los otros y juraría que si hubiera tenido una plomada la posición respecto del techo y del suelo habría sido exactamente una paralela perfecta. Aunque, en este caso, me pregunto si el autor de esos cuadros se encargó de colgarlos personalmente o fue un obrero del museo quien lo hizo, en cuyo caso “el arte” sería de este último.
Hablando de obreros, en una ocasión me encontré con esto.
Lo primero que pensé es que alguien de mantenimiento se había dejado una manguera colgada con las prisas y no se había dado cuenta. Resultó que no, que era una obra de arte, al menos para el que lo hizo y para el que decidió exponer ‘eso’ en un museo.
Cuando no sé qué estoy viendo en un cuadro suelo recurrir al nombre que el pintor le ha dado para encontrar ahí alguna pista. Eso me ocurrió con un cuadro de Kandinsky, se llamaba “San Jorge y el dragón”. A san Jorge y al dragón no los pude encontrar, pero la lanza que suele acompañar a este santo creo que sí la vi; había una línea negra muy recta que tenía toda la pinta de ser la lanza. Digo yo.
Pero el título no siempre ayuda, a veces añade más confusión a la obra. El cuadro que aquí aparece se llama “Quevedo en Roma”.
Como en otras ocasiones me tiré un buen rato mirando la imagen y por más que me esforcé yo no vi Roma y mucho menos a Quevedo. Creo que el pintor realizó el cuadro un día nublado –puede que esas pinceladas blancas sean nubes- y de ahí que no se pudiera ver nada.
Los despropósitos que se dan en algunas obras trascienden lo estético para entrar en lo insalubre. En el Reina Sofía una amiga y yo contemplamos con bastante alarma que se exponía una bolsa de plástico donde se guardaban los restos de un emparedado que el autor de turno se había medio comido una tarde en Central Park en los años 60. Tal cual.
La bolsa en cuestión se encontraba dentro de una caja de cristal que, tanto mi amiga como yo, esperamos que estuviera herméticamente sellada, de lo contrario los que allí estábamos íbamos a sufrir una maldición que dejaría en mantillas a la que sufrieron lord Carnarvon y Howard Carter cuando entraron en la tumba de Tutankamón –a estas alturas se da por válida la hipótesis de que la maldición consistió en inhalar esporas de Arpergillus–.
De todas formas alguna vez he encontrado en este tipo de museos imágenes bonitas, como la que viene a continuación. La divisé en un pasillo y me encaminé toda entusiasmada a fotografiarla. Cuando me acerqué más pude comprobar que no era un cuadro, era una ventana y lo que se veía era un “simple” atardecer. Ya me parecía a mí.


Así que he decidido dejar de insistir en esta relación y acudir a otras manifestaciones pictóricas que sí me enamoran. Me he propuesto dejarme de moderneces y apostar sobre seguro, como el Museo del Prado. Allí a los santos (San Jorge, San Antonio o la Sagrada Familia) se les reconoce a primera vista, Roma se puede ver tanto si hace sol como si está nublado y un cuadro todo de negro solo puede significar que es muy antiguo y necesita una buena restauración para recuperar sus colores originales.
Velázquez, Goya, Murillo, Durero, Botichelli, Sorolla, Madrazo, incluso El Bosco que debía de ser un poco siniestro pero por lo menos se lo curraba bastante, son amores que entiendo y con los que me encuentro fenomenal.
Y es que cuando una relación no funciona lo mejor es dejarlo correr. Lo siento pero el arte moderno y yo no nos llevamos bien.