Siempre anduve rodeada de hombres, así que estoy curada de espanto. Acepto que sean ellos quienes reciban los parabienes cuando una campaña es exitosa, suelen ser ambiciosos y eso alimenta su endeble autoestima. A nosotras nos inculcaron desde la cuna la humildad como una virtud femenina y, aunque en mi caso no funcionó como a mi madre le hubiera gustado, es lo habitual entre las mujeres.
Ahora, desde este
retiro voluntario en mi casa de Santiago de Nueva Extremadura[1] me
dedico a las labores propias de mi sexo: cuidar de enfermos, realizar obras de
caridad, fundar hospitales y ayudar a los más necesitados. Labores generosas,
pero algo aburridas, la verdad.
Yo no fui siempre así.
Hace cuarenta años me
hervía la sangre y el coraje me subía a la garganta cuando sabía de las
aventuras de mis vecinos. Para empezar, ya hice acopio de audacia cuando decidí
cruzar el océano en busca de mi marido del que apenas pude disfrutar un año
pues a los doce meses de casados partió al Nuevo Mundo. Diez años sin noticias
suyas me empujaron a buscarlo. Loca, temeraria, estúpida insensata, todo eso me
llamaron cuando tomé la decisión de ir tras su rastro.
Llegué a este mundo
nuevo para enterarme de que mi matrimonio había acabado pues mi marido había
perecido en la Batalla de las Salinas[2]. Dentro
de la mala suerte que es morir en una guerra, mi esposo tuvo la fortuna de
hacerlo en el bando vencedor. En realidad, la fortuna fue para mí, su viuda,
pues me correspondió una encomienda en Cuzco. Ahí hubiera pasado el resto de
mis días si no le hubiera conocido a él.
Pedro Valdivia era
vecino mío, tenía fama de arrojado y valiente. Era el maestre de campo de
Pizarro en la batalla en la que murió mi marido. En las charlas que mantuvimos
sobre explotación agraria y otros temas domésticos insertaba aventuras de su
vida militar en Europa a las órdenes del emperador Carlos V: las campañas en
Flandes, las guerras italianas, el asalto a Roma. En este nuevo mundo también
se había ganado fama de valiente y buen estratega. Yo escuchaba sus vivencias
pero sin el arrobo de otras jovencitas obnubiladas por la buena planta de mi
vecino que se mostraba casi como un héroe mitológico; a mí me atraían todas sus
aventuras porque me hubiera gustado vivirlas yo. Quedé prendida de su forma de
vida; he de reconocer que también se me quedaba la boca abierta ante el
atractivo de su figura porque era guapo a rabiar.
Cuando se propuso
iniciar una exploración al sur, a la zona que llaman Chile, yo quise acompañarle.
Todas las trabas que me objetaron las desbaraté con una férrea decisión.
Pizarro, a cuyas órdenes estaba, tan solo puso una condición: yo iría en
calidad de criada, para guardar las formas y ocultar lo que todos sabían, que
Pedro y yo éramos amantes. Al timorato de Pizarro no le temblaba la mano cuando
de ejecutar indios se trataba o para asesinar a sus propios hombres, pero le
escandalizaba que la querida de uno de sus capitanes fuera con él en una
expedición.
Me tragué el orgullo y
acepté. Mi condición de criada no impidió que aceptaran las alhajas que aporté
como inversión en el viaje.
Afrontamos muchos
peligros y penalidades, y todo el mérito se lo achacaron a él, porque supo
alentar a sus hombres, porque los mantuvo unidos y soportaba los mismos sufrimientos
que ellos. ¡¿Y yo?! ¡Soporté y sufrí lo mismo, y contribuí también al buen
término de la expedición!
Si no fuera por mí
habríamos muerto todos de sed en el desierto de Atacama. Las enseñanzas de un
zahorí que en mi Plasencia natal solía charlar conmigo, permitieron que
descubriera en aquel páramo inhóspito un pozo de agua que nos salvó la vida.
Si no fuera por mí,
Valdivia hubiera muerto en dos conspiraciones que yo supe desbaratar antes de
que se llevaran a cabo.
Si no fuera por mí…
Defendí y me impliqué
en la construcción de la ciudad que fundamos nada más atravesar ese desierto
asesino, en el valle del río Mapocho. Ahí establecimos Santiago de Nueva
Extremadura. El valle era fértil, la tierra generosa y el ganado se criaba en
abundancia. Pero estábamos rodeados de indios belicosos que nos atosigaban día
y noche. En uno de sus ataques destruyeron nuestra nueva ciudad hasta los
cimientos, pero nosotros la volvimos a reconstruir. Tesón no nos faltaba y a mí
menos que a ninguno.
Por segunda vez cercaron
la ciudad, «mi ciudad», miles de indios dispuestos a repetir la hazaña de
destruirnos. Pedro estaba lejos sofocando una rebelión en Cochapoal. Los
capitanes al mando quisieron negociar intercambiando siete caciques que custodiábamos
como rehenes. Yo tenía otros planes.
Sabía que nuestros
asediadores no iban a ceder. La hija de mi madre, por las buenas es muy buena,
pero por las malas… ¡la peor! Ordené decapitar a los siete caciques. Los de
Plasencia no nos andamos con rodeos. Los capitanes me tildaron de loca, también
de sanguinaria. Que me llamen lo que quieran, la táctica funcionó. Cuando
vieron las cabezas de sus jefes rodar fuera de las murallas, los indios huyeron
en desbandada, más al saber que era una mujer quien había dado la orden.
Supongo que en su lengua también me dedicarían lindos adjetivos. Me da igual.
Salvé la ciudad. Santiago se mantuvo gracias a mí.
Fue mucha mi
contribución en esta tierra bautizada Nueva Extremadura[3], y fue
desinteresada. Amé a ese hombre como a nadie en mi vida y creo que él también
me amó a mí, a su manera. Pero... el valiente y arrojado capitán que tantos
peligros afrontó sin temblar en ningún momento, que se enfrentó a miles de
belicosos indios ganando batallas innumerables, se dejó vencer por un fraile.
Defendió nuestra unión
ante cualquiera que se le enfrentaba cuestionando nuestra relación, nunca dudó
en salvaguardar nuestro amor. Excepto con ese religioso: Pedro de la Gasca, el
canónigo virrey del Perú, consiguió que doblara la cerviz.
Valdivia había salido
vencedor en muchas batallas y conquistado vastos territorios, al mismo ritmo
fue ganando enemigos entre sus propias filas a los que la envidia les fue
carcomiendo. Fue acusado de muchos cargos: posesión indebida, rebeldía a la
corona y otras cuestiones más graves, pero todo sería olvidado si me
abandonaba.
Él estaba casado con
doña Marina, una esposa que dejó en España y a la que llevaba más de
veinticinco años sin ver. Su mujer era yo, yo fui la que veló su sueño ante la
inminencia de una batalla, yo fui la que compartió con él sus planes de ataque,
sus anhelos, la que le soportaba cuando estaba de mal humor. Yo fui la que defendió
la ciudad que ambos fundamos. Yo fui la que soportó las mismas penalidades y
sufrimientos que él cuando exploramos tierras hostiles. Pero para los demás
solo fui su barragana.
Pedro aceptó el
chantaje, me traicionó a cambio de su honor. Para recuperar sus títulos y honra
renunció a mí. Se olvidó de que todos esos logros los obtuvo en gran medida por
mi intercesión. Hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a
las mujeres[4].
El fraile no se
contentó con restaurar el honor de Pedro, también quiso reparar el mío y para
ello le pidió a Valdivia que me buscara marido. Rodrigo de Quiroga fue el
elegido, algo más joven que yo, pero un buen hombre. Siempre me trató con
delicadeza y los treinta años que vivimos juntos fueron los más apacibles de mi
vida. Se acabaron las travesías por desiertos asesinos, las batallas contra
indios salvajes, era la hora de la contemplación, de dedicarme a lo que de mí
se esperaba. No me importó, con cuarenta años cumplidos ya había vivido más de
lo que muchos hombres experimentan con edades más longevas, y por supuesto
muchísimo más que todas las mujeres.
La traición de Pedro me
dolió. Me sentí como un animal de compañía al que se mima y cuida hasta que su
dueño se harta de él y le aparta de sí porque ya se ha aburrido, ya no lo
necesita y estorba en su vida.
Pedro capituló ante
los convencionalismos, o puede que no me quisiera tanto como él mismo aseguraba
cuando me llamaba «Inés del alma mía». Es cierto que siempre se creyó llamado
por la historia para «dejar fama y memoria de mí[5]», y esa
ambición le nubló el entendimiento.
Yo nunca sentí ese interés,
hice lo que hice porque me gustaba la aventura, porque quería fundar un hogar
en un lugar que me pareció ideal, pero que mi nombre deje huella nunca me
importó. O puede que sí, porque algo de resquemor sí que me ha quedado. Pedro
no habría llegado donde lo hizo si no fuera gracias a mí y el olvido al que me
relegó me lastima.
También me duele que
su ambición acabara con él. En busca de otras aventuras se empecinó en seguir
más al sur, a unas tierras que no tienen nada que aportar, tan solo temperaturas
extremas y páramos helados. Se fue a combatir a unos fieros guerreros, los
mapuche, que estaban comandados por Lautaro, un indio que sirvió de paje al
propio Pedro y que, mientras le ayudaba a vestirlo y le servía la comida,
aprendió las tácticas de lucha de los nuestros, un aprendizaje que le vino muy
bien para combatirnos después. Recuerdo cuando Pedro me dijo, refiriéndose al
entonces su paje, «Este chico es listo y espabilado» ¡Vive Dios que sí!
Cuando me enteré de su
intención de combatir a los mapuche quise disuadirle, mas no me oyó. Nos
habíamos distanciado, tal como el fraile pretendía, y yo ya no tenía sobre él el
ascendiente de nuestros años de enamorados; ignoró mis advertencias. Si me
hubiera hecho caso, gracias a mí aún estaría vivo.
Los hombres de Lautaro
masacraron a la expedición de Valdivia, dejando para mi amado el más amargo
final. Lo desollaron vivo y luego lo decapitaron. La ambición exige un alto
pago.
Ya queda poco para que me reencuentre en el Más Allá con él. A mis setenta y dos años he sobrevivido a todos los que participamos en la fundación de esta ciudad que adoro: Santiago. No sé qué le diré cuando nos reencontremos. Le quise (le quiero) mucho pero no creo que me quede con las ganas de dedicarle algún reproche: «Tú no habrías llegado tan lejos, si no fuera por mí».
NOTA: Inés Suárez formó parte de la expedición de Pedro de Valdivia a Chile. Fue la primera española en pisar ese territorio. Participó en la fundación de la actual ciudad de Santiago de Chile destacándose en el asedio mapuche de 1541. Pero la historia la dejó de lado durante mucho tiempo adjudicándole el único mérito de ser la amante de Valdivia. La documentación que acredita su participación activa en la conquista de Chile y la fundación y defensa de Santiago de Chile ha descubierto su verdadero papel y ahora se le reconoce su valía. Novelas como «Inés del alma mía» y algunas series de televisión han dado relevancia a este personaje colocándola en el lugar destacado que se merece.
[1] Santiago de Chile
[2]
Batalla donde se enfrentaron las fuerzas de Pizarro a las de Almagro en la
guerra civil desatada en la conquista de Perú.
[3]
Chile
[4]
Tomado de la novela «Inés del alma mía» de Isabel Allende.
[5]
Palabras textuales de Pedro de Valdivia
Pobrecillos los mapuches. Aún están sufriendo las consecuencias.
ResponderEliminarTienes razón, especialmente sufrieron cuando Chile y Argentina se independizaron. La vida es una jungla.
EliminarRecuerdo lo mucho que me gustó Inés del alma mía, creo que es de las últimas novelas de Isabel Allende que me han gustado sin objeciones. Pobre mujer, pobres mujeres. Fueron protagonistas de hechos históricos. Lucharon, descubrieron, inventaron... y la fama siempre se la llevaron los hombres que las rodeaban, muchas veces trabajando en segundo plano o incluso a sus órdenes. No creo yo que la Conquista de América sea una gesta digna de mucho elogio, pero si se encumbra a los hombres que la llevaron a cabo, lo mismo merecen las mujeres.
ResponderEliminarUn beso.
Cualquier conquista lleva implícito vencedores y vencidos y ahí no se puede elogiar nada. Otra cosa es el arrojo y la valentía que se le reconocen a unos sí y a otros no tanto, especialmente si las arrojadas son mujeres.
EliminarLa novela de Isabel Allende a mí también me gustó mucho, aunque creo que exageró el amor que supuestamente sintió Valdivia hacia Inés, a mí me parece que fue una relación mayormente carnal por parte de él porque, cuando le apretaron las tuercas, la abandonó sin ningún pudor.
Un beso.
Genial la historia que hoy nos cuentas sobre la conquista de las Américas. Ignoraba por completo la participación de una mujer (y de cualquier mujer) en las aguerridas batallas que tuvieron que mantener nuestros "conquistadores". Es bien cierto lo que dice Rosa. Si bien todo lo ocurrido en aquellas tierras y en aquella época no es para sentirnos orgullosos, es muy cierto que a la hora de repartir benepláticos, hay que ser justo y otorgarle el mismo mérito, y demérito, a cualquier mujer que interviniera para llevar a cabo tales "proezas".
ResponderEliminarComo has narrado en más de una ocasión en Demencia, la madre de la ciencia, cuántas mujeres han quedado en el anonimato tras haber participado en grandes descubrimientos y estudios. Algo está cambiando, pero todavía estamos lejos de esa pretendida paridad.
Un beso.
En estas crónicas del descubrimiento suelo comentar que se cometieron abusos por doquier, y yo no ensalzo para nada esa actitud, pero hay que reconocer que algunos le echaron valentía y arrojo.
EliminarHay que estar muy loco, y muy desesperado, para ir al buen tuntún a enfrentarse a indígenas belicosos que defienden lo suyo, como es natural, y en lugares completamente desconocidos. En esta "aventura" hubo mujeres que fueron igual de valientes y arrojadas, pero nada se dice de ellas, y eso también es muy injusto. Inés Suárez es un buen ejemplo.
Un besote.
Hola, Paloma.
ResponderEliminarQué bien descrito, lo haces de una manera que te adentras en la historia, que no juzgas lo que se hizo, si estuvo bien o mal, solo vives la experiencia. Te pones literalmente en su pellejo.
Cuantas mujeres silenciadas, han quedado en el olvido, como si no fueran nada, solo un medio, es irreal e injusto, muy injusto, porque fueron valientes, aventajadas en su tiempo, y merecen como poco un reconocimiento por ello. Que se las muestre. Y tú lo haces fantásticamente.
Un beso enorme.