Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

8 de julio de 2025

Rumbo oeste

Aún impresionado por la audiencia real que había mantenido con el monarca más poderoso del mundo, Álvaro de Mendaña intentaba asimilar lo conseguido hacía unos instantes: el título de adelantado. Era un oficial de la corona con funciones judiciales, militares y administrativas en zonas fronterizas. Todo un logro después de tanto luchar por regresar a las islas que descubrió cuatro años atrás.

En 1567, con 26 años de edad, Mendaña había descubierto las islas Salomón en una expedición formada por solo dos barcos. Según las leyendas de los indígenas del Perú, al oeste había una isla repleta de oro, los españoles fabularon que en ese lugar se hallaban las minas del rey Salomón. Cuando Mendaña llegó a unas islas en medio del Pacífico las bautizó con el nombre del rey bíblico, aunque oro no encontraron; en cambio, mosquitos y plagas, sí. Las malas condiciones de la tripulación que sufría enfermedades y desnutrición lo obligaron a abandonarlas sin haberlas colonizado y su anhelo era volver. Ahora, Felipe II, le había dado permiso para hacerlo.

—¡Qué gran logro, Hernán! —le dijo a su secretario personal— Por tu semblante no pareces muy convencido.

—Disculpadme, señor, pero yo no veo un negocio rentable el que acabáis de pactar con Su Majestad el rey Felipe.

—Voy a organizar una expedición y seré poseedor de todas las tierras que descubra. ¡De todas! ¡Pardiez! ¿No es ese un buen negocio?

—Lo sería si no fuera por un pequeño inconveniente… Esa expedición la tenéis que pagar vos. Hablamos de muchos caudales, señor.

El secretario Hernán tenía razón. Reunir el dinero necesario para la expedición que se encargaría de llegar a las islas Salomón para colonizarlas fue una ardua tarea que duró dos décadas. Álvaro de Mendaña consiguió su propia fortuna casándose con la hija de un poderoso hacendado, Isabel Barreto, una beldad criolla a la que le sacaba veinte años. Aun así, necesitó más dinero a través del virrey del Perú, que invirtió capital para financiar tan ambiciosa empresa. Igualmente, hubo de recurrir a otros acaudalados terratenientes que aportaron barcos y sus propias condiciones.

—¡Zarpamos! —exclamó triunfante el adelantado Mendaña desde la proa de la nao San Gerónimo—. ¡Timonel! ¡Rumbo oeste! ¡Nos vamos a las Islas Salomón!

Junto a la San Gerónimo salían del puerto del Callao tres naves más. No contaban con mapas de la zona por la que iban a transitar por lo que, para orientarse, deberían recurrir a la memoria de uno de los tripulantes de la primera expedición que, supuestamente, recordaba cómo se iba a un lugar en el que había estado veinticinco años atrás.

—Míralos, qué acaramelados se les ve. Ella es un bellezón y él… tiene apostura, aunque más parece su padre que su marido —comentó un marinero a su compañero mientras recogían unas jarcias.

—No te metas con el almirante a ver si te vas a tirar todo el viaje limpiando la cubierta. Se les ve enamorados, vive Dios, pero no me gusta que un capitán se traiga a su propia esposa a un viaje incierto. Más que amor, parece locura.

—¡Tierra!

—¿Ya? Según el almirante aún nos faltan días para llegar a las Salomón.

—Será que los vientos nos han sido propicios y hemos llegado antes.

—Mala espina me da esto —replicó el otro rascándose la rizada barba—. El mar no regala ni tiempo ni bondades, es más amigo de hacérnoslas pasar canutas que de ayudar.

Nada más desembarcar en la isla que habían avistado antes de lo previsto, Mendaña se dispuso a conversar con los isleños pues de su primer viaje se llevó consigo a unos cuantos nativos y se ayudó de ellos para aprender su lengua. Después de varios intentos fallidos porque los indígenas no daban muestras de entenderle, el almirante se dio por vencido.

—No sé por qué no me comprenden, hablo su misma lengua. ¿Qué ha podido ocurrir?

—A lo mejor, en estos veinticinco años que han pasado, han cambiado de parla —comentó uno de sus capitanes.

—O las islas han sido conquistadas por otro pueblo que habla distinto —comentó otro.

—O resulta que no estamos donde vos creéis —añadió Pedro Fernández de Quirós, experimentado piloto de una de las naves, el cual creía que por aportar dinero para la expedición le otorgaba tanto mando o más que el almirante y al que cuestionaba en todo momento.

Después de navegar por las islas del archipiélago llegaron a la conclusión de que Quirós estaba en lo cierto. Aquellas islas no eran las Salomón, eran otras.

—Pues las llamaré Islas Marquesas, me las quedo, tal como me prometió Su Majestad, y nos vamos a seguir buscando las Salomón. Deben de andar cerca —dijo Álvaro de Mendaña finalmente.

—¿Y hacia dónde vamos, señor?

—Rumbo oeste.

Siguieron navegando dos meses más con la imprecisa premisa de saber que las islas que buscaban estaban al oeste, algo que, en medio del océano Pacífico era bastante ambiguo.

—Nos estamos quedando sin agua, señor. Y sin víveres porque ya nos hemos comido todos los caballos. Perdonadme la expresión, almirante, pero estamos jodidos.

—No lo entiendo. Tienen que estar por aquí —exclamó un abatido Mendaña que había perdido mucho peso por las restricciones a bordo ante la calamitosa situación.

—Este océano es inmenso, almirante. Sin mapas es imposible encontrar nada —se quejó Fernández de Quirós—. Os lo advertí.

—¡Tierra! —exclamó el vigía.

—¿Las islas Salomón?

—Ni idea, pero tierra, al fin y al cabo. Ahí encontraremos agua.

El lugar en el que desembarcaron era una isla que sí pertenecía al conjunto de las islas Salomón. Tal como expresó el vigía, allí había agua, pero también varios volcanes que tuvieron la genial idea de ponerse en erupción cuando los expedicionarios asentaron allí una colonia con el nombre de Santa Cruz.

—Este aire es irrespirable. Tanta ceniza comienza a ser molesta —exclamó un marinero—. La arena negra de las playas despide un calor atroz. Estoy de aqueste lugar hasta el último pelo del bigote.

En una de las erupciones de los muchos volcanes que por la zona había, explotó uno de los barcos llevándose por delante a todos los tripulantes con sus víveres.

—Pues estamos apañados. Deberíamos volver a casa. Este viaje es un fracaso. Además, los capitanes están todo el día a la gresca —se quejó un marinero—. Los que han invertido dinero se insubordinan con el almirante porque se ven en la ruina. O don Álvaro pone orden o esto va a acabar como el rosario de la aurora.

Efectivamente, Mendaña tuvo que sofocar un motín ejecutando a los dirigentes y colocando sus cabezas cercenadas en unos postes a la entrada del fortín donde se hallaban parapetados pues los indígenas, al igual que los volcanes, no los estaban acogiendo con los brazos abiertos. El ambiente estaba enrarecido y no precisamente por la ceniza en suspensión.

—Con los amotinados bajo tierra esperemos que entre nosotros los ánimos se calmen —le dijo uno de los oficiales a un compañero.

—Dios te oiga. Pero me temo que los cielos no están por ayudarnos porque, ahora que la revuelta está sofocada, nuestro almirante ha enfermado. Tiene mala pinta. Este viaje está gafado. Y como la casque las cosas van a ir a peor. Dicen que ha hecho testamento y que nombra a su esposa almirante de la flota. ¡Una mujer almirante! ¿Dónde se ha visto tamaña insensatez!

En la cabaña donde residía el adelantado Álvaro de Mendaña reinaba la tristeza.

—Se nos va, señora, se nos va —dijo llorando la doncella de Isabel Barreto, la esposa de Mendaña.

—¡No puede ser! —exclamó la futura viuda mientras se acercaba al lecho donde un Mendaña demacrado luchaba por respirar.

—Isabel, he escrito mis últimas voluntades. El secretario real ya las tiene en su poder. Tú eres mi única heredera. Recibirás, a mi muerte, todas mis posesiones y títulos, incluidos los de adelantado y almirante. Quien no obedezca será condenado aquí y en el cielo, pues esa es mi voluntad.

—Amor, no pienses en morir. Te vas a restablecer. Yo no puedo ser almirante, primero porque tus hombres no van a aceptar órdenes de una mujer y, segundo, porque no sé hacia dónde ir. Nadie sabe dónde estamos realmente. Deberíamos regresar a casa.

—El regreso es imposible. Las corrientes y los vientos alisios nos lo impiden. Hay que seguir yendo al oeste. Llegar a las islas Filipinas es la única salida a esta situación.

Unas pocas horas después, Álvaro de Mendaña falleció dejando a su mujer al mando y con un buen papelón.

—Pero ¿qué sabéis vos de navegar, doña Isabel? El último deseo de vuestro esposo es un desatino.

Quien así hablaba era el piloto, y socio capitalista de la expedición, Fernández de Quirós, hombre ambicioso, muy bueno en su profesión, pero impertinente y díscolo, especialmente con Isabel Barreto. Si nunca tuvo ni aprecio ni respeto por Álvaro de Mendaña, menos los iba a tener por su esposa. En su opinión, las mujeres no debían embarcar, mucho menos gobernar una flota. ¡Qué disparate!

—Tenéis razón que en lo de marinear no tengo conocimientos, pero sé gobernar, y muestras he dado durante estos meses. No solo he sabido aconsejar a mi señor esposo, también he soportado todas las penurias, el hambre y la sed de esta desafortunada expedición, como el más sencillo marinero, sin una queja y sin lamentarme —se defendió Isabel Barreto—. Ahora debemos seguir el viaje hacia Manila.

—¿A las Filipinas? ¿Os habéis vuelto loca? ¡No tenemos mapas! No sabemos nuestra ubicación exacta, este océano es colosal. ¿Cómo vamos a llegar? —exclamó muy enfadado Quirós.

—Vos sois el piloto, y de los buenos. Esa es vuestra misión. De todas formas, os doy una pista, Manila está por allí —señaló con el dedo hacia donde el sol se estaba poniendo—. Rumbo oeste.

 


NOTA HISTÓRICA

Hasta aquí llegaron las aventuras de Álvaro de Mendaña, un marino valiente que descubrió las islas Salomón y que, cuando pretendía volver a ellas para colonizarlas antes de que lo hicieran los corsarios ingleses (como finalmente así ocurrió), se encontró «por un error de cálculo» otras islas, las Marquesas. Podría decirse que se hizo un dos por uno.

Una vez muerto, y acatando sus últimas voluntades, Isabel Barreto se convirtió en la primera mujer almirante de la Historia. Tuvo muchas dificultades para cumplir el deseo de su marido: llevar la flota a Manila. Las complicaciones no solo se debieron a la compleja situación (encontrarse en medio del Pacífico sin mapas ni cartas para ubicarse), la tripulación y los mandos también se lo pusieron difícil pues no encajaron bien que los gobernara una mujer. Durante tres agónicos meses afrontó tempestades, hambre, sed, motines y la pérdida de todos los barcos, menos uno, el San Gerónimo que, a los mandos de Fernández de Quirós, llegó a Manila. El piloto le guardó rencor eterno a la viuda del almirante, pero cumplió con su deber: llegar a puerto. Isabel Barreto se volvió a casar con un primo de su primer esposo, hizo valer sus derechos de exploración heredados de Mendaña y consiguió regresar a su ciudad natal, Lima. Pero esa es otra historia. 



Hada verde:Cursores
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