Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

27 de agosto de 2024

Aguas turbulentas

 

El capitán mira absorto la llanura plena de cadáveres, aunque su vista se fija en un punto más allá del horizonte, mucho más lejos del campo de batalla; parece ausente.

—Señor, tan solo hemos sufrido cuarenta bajas, aunque el resto de los hombres están heridos, pero el enemigo ha sido aniquilado, más de dos mil, señor. Los indios que no han perecido en el combate se han suicidado antes de ser apresados. La victoria es nuestra.

Hernando de Soto no parece oír lo que su oficial le está comunicando, su pensamiento se halla a miles de kilómetros de allí, se niega a analizar la importante victoria conseguida, una más en su intensa carrera militar por el Nuevo Mundo. Su mente se quedó varada en los aposentos donde un rey inca terminó sus días.

Despacha con un gesto al oficial y este se retira extrañado dejando solo a su capitán con sus pensamientos.

De Soto recuerda cuánta ilusión albergaba su alma al desembarcar en Panamá con catorce años. Su destreza como jinete consiguió que lo nombraran capitán de caballería con solo veintitrés. La pericia con los caballos le reportó mérito y reconocimiento. Sonríe al recordar cómo le pedían que hiciera cabriolas con su montura dejando maravillados a los indios de las nuevas tierras conquistadas y también a su propios compatriotas. Nicaragua, Honduras, Perú…

Perú. Allí también dejó admirado al rey de aquel país con sus cabriolas ecuestres. Una admiración recíproca porque durante el vil cautiverio al que fue sometido el soberano del vasto imperio inca, De Soto inició una relación que se intensificó con el tiempo derivando en auténtica amistad.

Atahualpa era un monarca sereno, cabal, educado y… un buen amigo. Hernando, para hacer más liviana la cautividad a la que le sometieron Francisco Pizarro y sus hermanos, le enseñó a jugar al ajedrez, y el rey cautivo demostró una gran capacidad para ese juego. Aprendió la técnica rápidamente y se mostró como un alumno aventajado. Durante esas partidas hablaron de muchos temas, y ahí nació una amistad que solo la muerte pudo romper.

Pizarro, envidioso de las habilidades de su prisionero, aumentó su inquina hacia él. El extremeño, analfabeto e inculto, no podía soportar que su rehén aprendiera a leer y escribir, mientras que él necesitaba que le leyeran los documentos que se recibían de la corte. Tanto Atahualpa como el propio Hernando eran la antítesis del conquistador de los incas: atractivos, elegantes, sociables… Los odió con toda su alma. Sabedor del ascendiente de Hernando de Soto entre la tropa y los oficiales, lo separó de su enemigo cuando decidió que ejecutaría al inca; sabía que Hernando sería un problema y le mandó a someter unas tribus rebeldes, mientras que él asesinaba, con la vileza que siempre caracterizó todos sus actos, al rehén tras conseguir el rescate de oro y plata solicitado.

De Soto se encontraba en Cuzco cuando supo de la muerte de su amigo. Al enterarse rescató de sus pertenencias una de las piezas de ajedrez que el inca asesinado le dio en recuerdo de su amistad cuando se despidió de él: el rey negro. Con lágrimas apretó la pieza en la mano intentando doblegar la rabia y la impotencia ante tamaña infamia y tan injusta ejecución.

Regresó a España asqueado de las tropelías de los Pizarro. Allí se casó, leyó a Álvar Núñez Cabeza de Vaca y supo de sus aventuras por el norte del Nuevo Mundo (Sana, sana, colita de rana), un lugar aún inexplorado y lleno de sorpresas. Volvió a cruzar el océano. Su buena preparación, don de gentes, mano izquierda, lo convirtieron en gobernador de Cuba, pero él ansiaba aventura, ir más allá, a ese norte donde Cabeza de Vaca anduvo vagando más de una década.

Fue a Florida, llegó a Bahía de Caballos, las montañas Apalaches, el territorio de los indios creek[1], de los tanase[2]… alcanzó el río Yazú donde los indios choctaw les cerraron el paso en Mauvila[3] y donde ahora acaban de masacrar a toda la tribu. Esta victoria, como todas las anteriores, le deja indiferente, su mente regresa una y otra vez a los aposentos que sirvieron de celda a Atahualpa. Saca de un bolsillo de su jubón el rey negro: le duele la injusticia, le duele la pérdida.

—Hernando, ya está anocheciendo y aunque los hemos aniquilado puede que haya algún indio agazapado entre la maleza y se cobre su personal venganza matando al comandante de quienes acabaron con ellos, debes regresar al campamento.

Juan Ortiz, guía e intérprete de la expedición, toca preocupado el hombro de su capitán.

Hernando sonríe ante la inquietud de su fiel compañero.

—Tienes razón, aunque hayamos ganado holgadamente no hay que bajar la guardia nunca. Vamos y celebremos esta victoria.

Mientras se acercan al campamento, grandes piras de cadáveres empiezan a llenar de humo la pradera que solo unas horas antes fue escenario de un encarnizado enfrentamiento.

Juan Ortiz observa la pieza de ajedrez que su amigo lleva en la mano y sabe dónde van a parar sus pensamientos cuando el capitán porta ese trebejo.

—Aún le echas de menos.

—Siempre. He visto muchas barbaridades en todos los años que aquí llevo, pero el asesinato de Atahualpa… es algo que no puedo superar. Un porquerizo ensoberbecido por la codicia ejecutando al emperador de un vasto territorio. ¡Qué injusta es la vida, Juan!

—La existencia siempre busca equilibrio y su verdugo encontrará razonable castigo a su felonía[4].

—Eso ¿quién te lo enseñó? ¿Tu amada india? —le espeta Hernando con una carcajada tornando bruscamente su estado anímico.

Juan de Ortiz fue prisionero de una tribu india en tierras de Florida. Tras ser torturado, el cacique decidió ejecutarlo, pero su hija intercedió por él consiguiendo que además fuera liberado. El amor que la princesa le profesó era motivo de chanza entre sus allegados pues la mujer era una auténtica belleza, aun así, Juan decidió regresar con los suyos.

—No, me lo enseñó el cura de mi pueblo —responde el intérprete con el ceño fruncido—. Es cansino tanto recurrir a… aquel episodio de mi vida.

—No te enfades, Juan. Puede que tú quieras olvidarlo, pero estoy seguro de que ese episodio, como tú lo llamas, inspirará historias muy bonitas[5].

 

—No sé dónde quiere ir a parar este hombre, pardiez. Venga a vagar por territorios que no tienen más que indios belicosos y pantanos llenos de mosquitos. Estamos perdiendo el tiempo y la salud.

—No te quejes, Pelayo. Nuestro capitán es hombre cabal y sabe lo que se hace.

—Se supone que buscamos oro, ¿no? Pues aquí no hay, ya lo estamos comprobando desde hace casi tres años. Encima, cruzar este río del demonio nos ha costado grandes esfuerzos, vive Dios que la corriente es fuerte la de este Río Grande.

—Misisepe[6], así lo llaman los nativos, Pelayo.

—Como se llame, pero tanta penuria no ha servido de nada porque a este lado del río solo hay praderas infinitas sin una montaña, para ver esto no habría salido de Castilla. El capitán debería darse cuenta de que esta zona no tiene interés, que la conquisten otros, como los ingleses, por ejemplo.

—Pues aquí quiere don Hernando fundar una colonia.

—¿Para hacer qué? ¿Cultivar cereal y criar ganado? Eso ya lo hacía yo en mi pueblo. Esto es una estafa.

—Al menos los indios no nos molestarán, creen en el poder de nuestros frailes.

—¡Poder! Pura chiripa. Que se pusiera a llover después de plantar la cruz en esta orilla fue suerte, nada más.

—No blasfemes, Pelayo —replica el soldado asegurándose de que nadie más ha oído a su compañero—. Casualidad o no, el caso es que nos dejan en paz. Así podremos instalarnos, no sé por cuánto tiempo porque, tienes razón, aquí no hay nada de valor. Buena tierra y caza, pero eso… se parece a lo que tenemos en las Españas, la verdad.

—Espero que lo de instalarnos aquí sea solo temporal, mientras que nos reponemos de tanto esfuerzo y enfermedades, sobre todo el capitán, lleva muchos días con fiebre.

—Dicen que le han ungido los santos óleos. Yo no sé si son las fiebres lo que le tiene postrado o la pena de perder a su amigo Juan Ortiz cuando murió en aquel sitio que los indios llamaban Ola… Opla… Oklahoma.

 

La cabaña apesta a incienso y el ambiente viciado se hace irrespirable. Dos sacerdotes rezan plegarias junto al enfermo tendido en una cama empapado en sudor.

—No creo que pase de esta noche —dice el cirujano a Juan de Añasco, el oficial al mando mientras Hernando de Soto permanece aquejado de unas extrañas fiebres.

—¿De verdad, no podéis hacer nada por él? Parece que recupera el conocimiento.

—Solo está desvariando. Dice frases incoherentes y en su delirio cree jugar una partida de ajedrez con algún fantasma. Alucinaciones causadas por la fiebre.

—Bien, que sea lo que Dios disponga. Yo voy a preparar sus exequias. Los hombres temen que, cuando nos marchemos de aquí, su cuerpo sea profanado si lo enterramos.

—Tiradlo al río Misisepe.

—¿Cómo?

—Será una digna sepultura. Cruzando sus turbulentas aguas llegamos a tierras del Norte de América que jamás hollaron pies cristianos, justo es que esas mismas aguas reciban los restos de su descubridor.

 

El cadáver de Hernando de Soto ha sido introducido en un tronco hueco y lastrado para hundirlo en el lecho del río Misisepe. Entre las burbujas causadas por la inmersión, una pieza de ajedrez flota durante unos segundos para, acto seguido, sumergirse junto a su dueño y reposar por toda la eternidad en el fondo fluvial.

  




[1] Actual estado de Georgia en los EE. UU.

[2] Actual estado de Tennessee en los EE. UU.

[3] Actual estado de Alabama en los EE. UU.

[4] Francisco Pizarro, artífice de la ejecución de Atahualpa, fue asesinado en 1541 por sus propios hombres.

 [5] Dicen que la historia sobre la intercesión de la princesa india para salvar a Ortiz sirvió de inspiración para el personaje de Pocahontas.

[6] Misisipi será el nombre que tomará finalmente.





Hada verde:Cursores
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