El capitán mira absorto la llanura plena de cadáveres, aunque su vista
se fija en un punto más allá del horizonte, mucho más lejos del campo de
batalla; parece ausente.
—Señor, tan
solo hemos sufrido cuarenta bajas, aunque el resto de los hombres están
heridos, pero el enemigo ha sido aniquilado, más de dos mil, señor. Los indios que
no han perecido en el combate se han suicidado antes de ser apresados. La
victoria es nuestra.
Hernando de
Soto no parece oír lo que su oficial le está comunicando, su pensamiento se
halla a miles de kilómetros de allí, se niega a analizar la importante victoria
conseguida, una más en su intensa carrera militar por el Nuevo Mundo. Su mente
se quedó varada en los aposentos donde un rey inca terminó sus días.
Despacha con un
gesto al oficial y este se retira extrañado dejando solo a su capitán con sus
pensamientos.
De Soto
recuerda cuánta ilusión albergaba su alma al desembarcar en Panamá con catorce
años. Su destreza como jinete consiguió que lo nombraran capitán de caballería
con solo veintitrés. La pericia con los caballos le reportó mérito y
reconocimiento. Sonríe al recordar cómo le pedían que hiciera cabriolas con su
montura dejando maravillados a los indios de las nuevas tierras conquistadas y
también a su propios compatriotas. Nicaragua, Honduras, Perú…
Perú. Allí
también dejó admirado al rey de aquel país con sus cabriolas ecuestres. Una
admiración recíproca porque durante el vil cautiverio al que fue sometido el
soberano del vasto imperio inca, De Soto inició una relación que se intensificó
con el tiempo derivando en auténtica amistad.
Atahualpa era
un monarca sereno, cabal, educado y… un buen amigo. Hernando, para hacer más
liviana la cautividad a la que le sometieron Francisco Pizarro y sus hermanos,
le enseñó a jugar al ajedrez, y el rey cautivo demostró una gran capacidad
para ese juego. Aprendió la técnica rápidamente y se mostró como un alumno
aventajado. Durante esas partidas hablaron de muchos temas, y ahí nació una amistad
que solo la muerte pudo romper.
Pizarro,
envidioso de las habilidades de su prisionero, aumentó su inquina hacia él. El
extremeño, analfabeto e inculto, no podía soportar que su rehén aprendiera a
leer y escribir, mientras que él necesitaba que le leyeran los documentos que
se recibían de la corte. Tanto Atahualpa como el propio Hernando eran la
antítesis del conquistador de los incas: atractivos, elegantes, sociables… Los
odió con toda su alma. Sabedor del ascendiente de Hernando de Soto entre la
tropa y los oficiales, lo separó de su enemigo cuando decidió que ejecutaría al
inca; sabía que Hernando sería un problema y le mandó a someter unas tribus
rebeldes, mientras que él asesinaba, con la vileza que siempre caracterizó
todos sus actos, al rehén tras conseguir el rescate de oro y plata solicitado.
De Soto se
encontraba en Cuzco cuando supo de la muerte de su amigo. Al enterarse rescató
de sus pertenencias una de las piezas de ajedrez que el inca asesinado le dio
en recuerdo de su amistad cuando se despidió de él: el rey negro. Con lágrimas
apretó la pieza en la mano intentando doblegar la rabia y la impotencia ante
tamaña infamia y tan injusta ejecución.
Regresó a España asqueado de las tropelías de los Pizarro. Allí se casó, leyó a Álvar Núñez Cabeza de Vaca y supo de sus aventuras por el norte del Nuevo Mundo (Sana, sana, colita de rana), un lugar aún inexplorado y lleno de sorpresas. Volvió a cruzar el océano. Su buena preparación, don de gentes, mano izquierda, lo convirtieron en gobernador de Cuba, pero él ansiaba aventura, ir más allá, a ese norte donde Cabeza de Vaca anduvo vagando más de una década.
Fue a Florida,
llegó a Bahía de Caballos, las montañas Apalaches, el territorio de los indios
creek[1], de los
tanase[2]… alcanzó
el río Yazú donde los indios choctaw les cerraron el paso en Mauvila[3] y donde ahora
acaban de masacrar a toda la tribu. Esta victoria, como todas las anteriores,
le deja indiferente, su mente regresa una y otra vez a los aposentos que
sirvieron de celda a Atahualpa. Saca de un bolsillo de su jubón el rey negro: le
duele la injusticia, le duele la pérdida.
—Hernando, ya
está anocheciendo y aunque los hemos aniquilado puede que haya algún indio
agazapado entre la maleza y se cobre su personal venganza matando al comandante
de quienes acabaron con ellos, debes regresar al campamento.
Juan Ortiz,
guía e intérprete de la expedición, toca preocupado el hombro de su capitán.
Hernando sonríe
ante la inquietud de su fiel compañero.
—Tienes razón,
aunque hayamos ganado holgadamente no hay que bajar la guardia nunca. Vamos y
celebremos esta victoria.
Mientras se
acercan al campamento, grandes piras de cadáveres empiezan a llenar de humo la
pradera que solo unas horas antes fue escenario de un encarnizado
enfrentamiento.
Juan Ortiz
observa la pieza de ajedrez que su amigo lleva en la mano y sabe dónde van a
parar sus pensamientos cuando el capitán porta ese trebejo.
—Aún le echas
de menos.
—Siempre. He
visto muchas barbaridades en todos los años que aquí llevo, pero el asesinato
de Atahualpa… es algo que no puedo superar. Un porquerizo ensoberbecido por la
codicia ejecutando al emperador de un vasto territorio. ¡Qué injusta es la
vida, Juan!
—La existencia
siempre busca equilibrio y su verdugo encontrará razonable castigo a su felonía[4].
—Eso ¿quién te
lo enseñó? ¿Tu amada india? —le espeta Hernando con una carcajada tornando
bruscamente su estado anímico.
Juan de Ortiz
fue prisionero de una tribu india en tierras de Florida. Tras ser torturado, el
cacique decidió ejecutarlo, pero su hija intercedió por él consiguiendo que
además fuera liberado. El amor que la princesa le profesó era motivo de chanza
entre sus allegados pues la mujer era una auténtica belleza, aun así, Juan
decidió regresar con los suyos.
—No, me lo
enseñó el cura de mi pueblo —responde el intérprete con el ceño fruncido—. Es cansino
tanto recurrir a… aquel episodio de mi vida.
—No te enfades,
Juan. Puede que tú quieras olvidarlo, pero estoy seguro de que ese episodio,
como tú lo llamas, inspirará historias muy bonitas[5].
—No sé dónde quiere ir a parar este hombre, pardiez. Venga a vagar por
territorios que no tienen más que indios belicosos y pantanos llenos de
mosquitos. Estamos perdiendo el tiempo y la salud.
—No te quejes,
Pelayo. Nuestro capitán es hombre cabal y sabe lo que se hace.
—Se supone que
buscamos oro, ¿no? Pues aquí no hay, ya lo estamos comprobando desde hace casi
tres años. Encima, cruzar este río del demonio nos ha costado grandes
esfuerzos, vive Dios que la corriente es fuerte la de este Río Grande.
—Misisepe[6], así lo
llaman los nativos, Pelayo.
—Como se llame,
pero tanta penuria no ha servido de nada porque a este lado del río solo hay
praderas infinitas sin una montaña, para ver esto no habría salido de Castilla.
El capitán debería darse cuenta de que esta zona no tiene interés, que la
conquisten otros, como los ingleses, por ejemplo.
—Pues aquí
quiere don Hernando fundar una colonia.
—¿Para hacer
qué? ¿Cultivar cereal y criar ganado? Eso ya lo hacía yo en mi pueblo. Esto es
una estafa.
—Al menos los
indios no nos molestarán, creen en el poder de nuestros frailes.
—¡Poder! Pura
chiripa. Que se pusiera a llover después de plantar la cruz en esta orilla fue
suerte, nada más.
—No blasfemes,
Pelayo —replica el soldado asegurándose de que nadie más ha oído a su compañero—.
Casualidad o no, el caso es que nos dejan en paz. Así podremos instalarnos, no
sé por cuánto tiempo porque, tienes razón, aquí no hay nada de valor. Buena
tierra y caza, pero eso… se parece a lo que tenemos en las Españas, la verdad.
—Espero que lo
de instalarnos aquí sea solo temporal, mientras que nos reponemos de tanto
esfuerzo y enfermedades, sobre todo el capitán, lleva muchos días con fiebre.
—Dicen que le
han ungido los santos óleos. Yo no sé si son las fiebres lo que le tiene
postrado o la pena de perder a su amigo Juan Ortiz cuando murió en aquel sitio
que los indios llamaban Ola… Opla… Oklahoma.
La cabaña apesta a incienso y el ambiente viciado se hace irrespirable.
Dos sacerdotes rezan plegarias junto al enfermo tendido en una cama empapado en
sudor.
—No creo que
pase de esta noche —dice el cirujano a Juan de Añasco, el oficial al mando
mientras Hernando de Soto permanece aquejado de unas extrañas fiebres.
—¿De verdad, no
podéis hacer nada por él? Parece que recupera el conocimiento.
—Solo está desvariando.
Dice frases incoherentes y en su delirio cree jugar una partida de ajedrez con
algún fantasma. Alucinaciones causadas por la fiebre.
—Bien, que sea
lo que Dios disponga. Yo voy a preparar sus exequias. Los hombres temen que,
cuando nos marchemos de aquí, su cuerpo sea profanado si lo enterramos.
—Tiradlo al río
Misisepe.
—¿Cómo?
—Será una digna
sepultura. Cruzando sus turbulentas aguas llegamos a tierras del Norte de América que jamás hollaron
pies cristianos, justo es que esas mismas aguas reciban los restos de su
descubridor.
El cadáver de Hernando de Soto ha sido introducido en un tronco hueco y
lastrado para hundirlo en el lecho del río Misisepe. Entre las burbujas
causadas por la inmersión, una pieza de ajedrez flota durante unos segundos
para, acto seguido, sumergirse junto a su dueño y reposar por toda la eternidad
en el fondo fluvial.
[1]
Actual estado de Georgia en los EE. UU.
[2]
Actual estado de Tennessee en los EE. UU.
[3]
Actual estado de Alabama en los EE. UU.
[4]
Francisco Pizarro, artífice de la ejecución de Atahualpa, fue asesinado en 1541
por sus propios hombres.
[6]
Misisipi será el nombre que tomará finalmente.