«Hogar, dulce hogar» es una frase que siempre he visto como algo… paleta. La versión simplona sería «Como en casa en ningún sitio» y me parece igual de cateta. Me encanta mi ciudad, me siento a gusto en mi casa, pero eso no me impide desear conocer otros lugares y cuando voy a ellos, me fijo en las singularidades y las disfruto.
Siempre que he viajado al
extranjero he venido satisfecha y para nada patriotera; amo a mi país, pero en
su justa medida y sin hacer aspavientos. Soy de las que piensan «dime de qué
presumes y te diré de qué careces» cuando veo a tanto patriota que se da golpes
de pecho con la bandera al viento.
Sin embargo, en este viaje por las
ciudades imperiales… he añorado mucho mi país, pero mucho, mucho y todo por
culpa ¡de la comida! Ya he comentado que, salvo cuando viajé a Bruselas, los
países donde anduve fuera de mis fronteras eran mediterráneos, lo que implica
que la gastronomía y los alimentos que se consumen son muy similares. En
cambio, en Praga, en Viena, en Budapest… Son unas ciudades muy bonitas,
magníficas, con unas construcciones preciosas, pero… ¡allí no saben comer!
La presencia de verdura es
anecdótica en los menús de Centroeuropa, el alto consumo de carne,
especialmente de pollo y cerdo, preocupante y la fruta paupérrima y escasa. Además,
como esas tres ciudades pertenecen a países que no tienen mar, el pescado es un
lujo solo apto para millonarios. El concepto «aliñar» no lo entienden, no
conocen el ajo, ni el perejil; el aceite es como agua amarilla que ni da sabor
ni ganas de utilizarlo y yo pienso que, al igual que dice Leo Harlem en uno de
sus monólogos, donde no hay aceite de oliva, no hay civilización. Para más
inri, las técnicas culinarias son bastante pobres en matices (o cuecen o asan,
y ya está). En fin, que me aburrí soberanamente a la hora de comer porque la
dieta no era en absoluto variada.
Ya sé por qué a los extranjeros
les fascina España. No es el clima, ni las playas (que algo ayudan,
evidentemente) ni siquiera la simpatía de los españoles. Lo que los tiene
enamorados es la comida. Ahora entiendo que ante una paella, o una tortilla de
patata, se vuelvan locos de atar. Cuando regresé a España, después de más de
diez días comiendo casi siempre lo mismo, juro que se me saltaron las lágrimas
ante un plato de fabada y unos boquerones en vinagre con aceitunas, ajo y
perejil.
De hecho, esa simpatía que se nos
presupone a los españoles yo creo que está condicionada por lo que comemos. Los
habitantes de Praga, sin ser maleducados, eran algo antipáticos, tirando a
bordes, pero no les culpo. Comer todos los días lo que come esa gente agría el
carácter del más pintado. Pobrecillos.
Tan solo vi algunas excepciones a
la dieta aburrida. En Viena en el Prater me topé una caseta que vendía churros,
flipé en colores y me asaltó la morriña. Ese alimento, junto al chocolate,
debería ser declarado por la UNESCO, Patrimonio Universal de la Humanidad.
Si en la comida las deficiencias son notorias, reconozco que en repostería la cosa mejora. Las tartas de chocolate y los dulces son buenísimos y tienen una aceptación más que notable, no hay más que ver las colas en lugares emblemáticos de Viena.
También tienen su momento de gloria en cuanto a las cervezas. Hay de todos tipos y condiciones, aunque me decepcionaron un poco. En Praga bebí la llamada mejor cerveza del mundo y, la verdad, no me pareció para tanto, y eso que estaba muy buena, no lo voy a negar.
Del vino, mejor no diré nada. En
el crucero por el Danubio nos ofrecieron un «selecto» vino rosado que no le
llegaba ni a la suela de los zapatos a los de tetrabrick en España. Que me
perdonen los vinateros húngaros.
Ese fue el único inconveniente en
este viaje: la comida.
Pero, en casi todo viaje, y
especialmente si lo hago yo (ya sabéis de otras experiencias, cómo mi amigo
Murphy, el de la ley de ídem, me putea con saña), ocurren «imprevistos». A estas
alturas creía que estaba curada de espanto, porque me han pasado cosas de lo
más extraño como que se fugara un tío, buscado por la Guardia Civil, con una
escopeta por los montes de Cantabria en los aledaños de la casa rural en la que
yo me alojaba. Pero gracias a mi colega Murphy, el de la ley de ídem, la cosa
siempre puede «mejorar», y en este viaje lo hizo en forma de un chino que se me
coló en la habitación del hotel.
Pongámonos en situación: 10:30 h
de la noche, volvemos de dar una visita exhaustiva por Budapest, colina de Buda
para arriba y para abajo y llanura de Pest de un lado a otro. Llegamos
cansados, yo me ducho primero, luego lo hace mi marido. Mientras que él está en
la ducha y yo estoy en pijama viendo las fotos del día, oigo cómo la puerta de
la habitación se abre para, acto seguido, volverse a cerrar. Atónita miro a la
entrada, pensando que el cansancio me ha hecho alucinar. Es mi marido el que me
saca de mi error cuando dice «Ha intentado entrar alguien en la habitación», a
lo que yo le respondo «No puede ser, he echado el cerrojo interno», «Pues la
puerta se ha abierto. Mira a ver si es alguien de recepción».
Intrigada y algo mosca, abro la
puerta para encontrarme a un chico de unos 15 ó 16 años de etnia oriental al
que me referiré con el nombre genérico de «chino» sin tener ni idea de su
nacionalidad; puede que fuera japonés, tailandés o vietnamita, desde luego no
tenía pinta de ser de Cuenca o de Burgos porque no hablaba ni papa de español
y, lo que es peor, tampoco de inglés así que la comunicación fue de lo más
estrambótica cuando, en mi inglés macarrónico le pregunté qué quería y, lo más
importante, cómo y por qué había entrado en mi habitación.
A través de una aplicación de
móvil que no contenía el español, pero sí el italiano, conseguí entender a
duras penas lo que estaba pasando. Transcribo aquí, con más o menos fidelidad,
lo que nos dijimos.
YO: ¿Qué quieres? ¿Cómo has
conseguido entrar en esta habitación?
EL CHINO: Lo siento. Busco mis
maletas.
YO: Aquí no están. ¿Cómo has conseguido entrar en esta
habitación?
EL CHINO: ¿Seguro que no están mis
maletas?
YO: Seguro. ¿Cómo has conseguido
entrar en esta habitación?
EL CHINO: Tengo la llave.
Esto último me lo dijo mostrándome
una tarjeta con la que había abierto la puerta. A todo esto, mi marido estaba
hablando con recepción intentando hacerse entender (malamente porque su inglés
es aún peor que el mío) con el recepcionista para decirle que se nos había
colado un tipo.
Mientras, yo intentaba averiguar
con la aplicación del móvil del chino, que me seguía hablando en italiano, cómo
es que tenía una llave de nuestra habitación. En aquella conversación absurda,
entendí fragmentos como «la habitación era mía hasta esta mañana» «ahora estoy
con mi primo» «me fui a un tour y he perdido las maletas».
Tratando de dilucidar si las
maletas las había perdido en el tour, o por culpa de su primo, llegó el
recepcionista que solo hablaba inglés (ni chino, ni español, ni siquiera
italiano). A duras penas entendí sus disculpas y nos pidió que nos fuéramos a
dormir “tranquilamente” mientras se llevaba al chino con él a recepción.
Intentar dormir “tranquilamente”
cuando sabes que un extraño ha podido entrar en tu habitación no es tarea
fácil. Me bajé detrás de los dos para que me explicaran por qué otro inquilino
del hotel tenía la llave de nuestra habitación. En esta ocasión se añadió el
guía de nuestro grupo, avisado por mi esposo, y que se enteró de cómo el chino
había podido entrar. Parece ser que, efectivamente, por la mañana, esa
habitación fue ocupada por él (y su primo), pero que tuvieron que dejarla y
cambiarse a otra para cuando llegamos nosotros. Al ver que le faltaban sus
maletas, ni corto ni perezoso pidió un duplicado de la habitación primera y el
recepcionista, sin hacer ningún tipo de comprobación, se la dio. ¡Toma ya! Tras
reiterarme sus disculpas y anular todas las llaves, dándome otras nuevas, el
recepcionista tuvo que encararse a la bronca que le echó el guía. Yo también
hice lo mismo, pero como mi regañina fue en español creo que no se enteró de
nada.
Cuando volví a mi habitación, con
la nueva llave, otra duda me asaltó en ese momento: si yo había echado el
cerrojo se supone que nadie podría abrir la puerta, ni siquiera con la llave.
Hicimos la comprobación y, no, con la llave la puerta se abre tenga o no
cerrojo, a lo que yo me pregunto «¿para qué puñetas sirve el dichoso cerrojo
interior?»
Ante tamaña inseguridad, decidimos
atrancar la puerta a nuestra manera que consistió en poner dos sillas y la
maleta obstaculizando la entrada. Si algún otro chino intentaba entrar avisaría
antes con el ruido de los muebles al moverse. A grandes males, grandes
remedios.
En este viaje, no hubo más
incidencias que lamentar, afortunadamente. Pero reconozco que volví algo
descolocada con algunas cosas, es lo que tiene salir de tu zona de confort.
He contemplado ciudades preciosas,
he conocido costumbres diferentes, malos hábitos alimentarios y climas
calurosos donde no debería haberlos. Al fin y al cabo, en eso consiste viajar,
en vivir experiencias inolvidables como hablar, a través de una aplicación del móvil,
en italiano con un chino.