Leer, el remedio del alma

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Imagen creada por Ilea Serafín
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8 de julio de 2021

Cuando un amigo se va

 

Dicen que vivir es perder cosas que has ido ganando. A medida que vives más, más cosas pierdes: ley de vida. Perder nos enseña, a algunos más pronto que tarde, que la vida es desgaste y que cuando tenemos algo o a alguien lo debemos disfrutar porque no hay nada eterno.

Ni siquiera los afectos se libran de la pérdida. Citando a mi adorado Sabina, hay amores eternos que duran lo que dura un corto invierno. Nada permanece, todo pasa.

Perder a alguien querido es lo más grave y por supuesto lo que más nos afecta; perder algo material parece más llevadero porque uno tiene la sensación de que casi siempre está la posibilidad de reemplazarlo. Sin embargo, hay cosas que no se pueden sustituir, no porque no haya algo parecido, sino porque los sentimientos que suscitaron son únicos.

Si me he puesto así de sensiblera es porque hace poco he perdido algo que me ha provocado mucha tristeza y ese algo puede parecer extraño para muchos. Hace unas semanas desapareció el mercado de mi barrio.

Qué tontería, puede pensar más de uno. Puede que lo sea, pero ver el solar vacío donde estaba el edificio me ha deprimido y me deja una tristeza amarga.

El edificio en cuestión no es que fuera ninguna maravilla de la arquitectura, ni mucho menos; de hecho era bastante feo ―más o menos como cualquier mercado―. Lo que me gustaba de esa construcción no era su forma sino lo que simbolizaba y lo ligado que estaba a muchos recuerdos de mi vida, especialmente de mi niñez.

El «Comercial La Elipa» ―el Mercado a secas para los elipeños― inició su andadura a principios de los años 60 del siglo pasado, cuando el barrio apenas empezaba a emerger. Aunque algunas calles no estaban asfaltadas o carecían de alumbrado público, el barrio estaba bien abastecido de alimentos. En ese mercado se ofrecían a precios asequibles para los vecinos, verduras, hortalizas, frutas, carnes y pescados de muy buena calidad. Los puestos de aquella galería fueron las únicas tiendas de comestibles durante muchos años y por tanto centro de reunión del vecindario.

Allí, además de hacer la compra, se ponía uno al corriente de cuanto suceso y/o cotilleo acontecía en el barrio. La Paqui ha tenido gemelos, el marido de Asun está en el hospital con apendicitis, el hijo de Antoñita se ha ido de casa, ayer se rompió una tubería en Marqués de Corbera y está todo inundado desde el puente hasta el pinar. Antes de que se inventaran los periódicos de barrio con las noticias locales, el mercado aquel era un estupendo centro de información.

Mientras nuestras madres hacían la compra y se ponían al día de lo que había sucedido, los niños correteábamos por los pasillos. Había una zona que a mí me gustaba especialmente; se encontraba al lado de la escalera que comunicaba las dos plantas del edificio, junto al puesto donde Merceditas arreglaba las medias de nailon y se hacían copias de llaves. En las losetas de aquel rincón hemos jugado al tejo mis amigas y yo muchas veces, e incluso a la goma, sobre todo en verano pues se estaba muy fresquito.

Me acuerdo de muchos de los puestos y sobre todo me acuerdo de quienes los atendían. Recuerdo el puesto de ultramarinos de Lucas, ahí podías comprar desde chorizo de Cantimpalos hasta macarrones; también recuerdo el puesto de aceitunas y encurtidos de Eusebio, cuando mi madre paraba allí él me regalaba una berenjena de Almagro que yo me iba comiendo por el camino hasta casa mientras me chupeteaba los dedos. O el puesto de Fermín, siempre contando chistes mientras ponía en un cucurucho de papel gris la fruta que las clientas le pedían. También estaba Nicolás, el de la pollería, allí vi por primera vez una perdiz muerta, con plumas y todo, colgada del mostrador ―allí también, mi hija, muchos años después, comprobó que la carne que nos comemos pertenece a animales al ver cómo descuartizaba un conejo―.

Uno de los puestos que recuerdo con añoranza y con saliva en la boca es el de Pedro, el de los churros y las porras. Era el único, junto con la panadería, que abría también los domingos. Esos domingos era mi padre el que se acercaba al mercado, compraba el pan y una docena de churros calentitos que traía ensartados en un junco verde. Solo de recordarlos me relamo de gusto.

También estaba Manoli, la de la floristería, la suministradora de plantas de todo el vecindario y también la que se encargaba de trasmitir las defunciones y casorios de la zona pues a ella le encargaban tanto las coronas para los fallecidos como los ramos de novia para las bodas.

En aquel microcosmos pasé muchas horas de mi vida. La relación con los tenderos era estrecha y cercana. Si un puesto cerraba un día, se preguntaba a los de al lado qué había pasado: hoy Fermín no ha venido porque tiene a la suegra pachucha en el pueblo, Lucas se cayó ayer arreglando una ventana y se ha torcido un tobillo.

Según fueron pasando los años, los tenderos se jubilaron y pasaron el testigo a sus hijos, aunque la mayoría de las veces el resultado fue que el puesto se cerraba definitivamente o lo traspasaban a otros dueños que delegaban a su vez en dependientes contratados temporalmente y que no permanecían más de dos o tres meses ―cosas de la precariedad laboral y de los contratos basura―.

Incluso la clientela fue cambiando. Los vecinos de toda la vida se jubilaron también y se retiraron a la casita del pueblo, o fallecieron. Sus hijos, mis compañeros de juegos, se fueron a vivir a otros barrios más modernos, con viviendas más adaptadas a los nuevos tiempos, pero también más alejadas del centro urbano. Tan solo una minoría resistió y permaneció en el barrio, aunque no siempre fiel a comprar en el mercado; la oferta y los precios ya no eran los de antes y los cotilleos tampoco eran un acicate, entre otras cosas porque la mayoría de los nuevos vecinos eran unos perfectos desconocidos, así que poco importaba lo que les ocurriera o dejara de ocurrir.

Hace varios años saltó la bomba: resulta que el mercado que estaba funcionando desde hacía más de medio siglo no tenía licencia. Cosas de la España cañí y de unos ediles pasotas que miraron para otro lado. Un juez dijo que eso no podía ser y dictaminó el cierre. Como las cosas de palacio van despacio ―y las de los juzgados aún más― el cierre se fue posponiendo durante más de una década hasta que un político con ganas de darse el pisto le dio por remover el expediente y ponerlo en funcionamiento. Hubo protestas vecinales, se pidió algo de comprensión y flexibilidad, pero las autoridades se mostraron rigurosas; para nuestro viejo mercado no hubo indulto ―el buen rollito y la convivencia se reservan para otros lugares de más enjundia y con más peso que un simple barrio obrero―.

El caso es que el mercado se cerró y hace unos meses lo derruyeron. El nuevo dueño, una cadena alemana de supermercados, no quiere que nada recuerde al viejo mercado y ha optado por construir desde cero. No sabemos cómo será la nueva edificación, pero supongo que se diferenciará muy poco ―más bien nada― de otros establecimientos de la cadena y resultará un clon más de los miles de tiendas que proliferan por media Europa. Seguramente, el nuevo súper ―se acabó lo de mercado a secas― será más funcional, e incluso tendrá productos más variados y más baratos, pero la cercanía y la familiaridad que se daban en aquel mercado de mi niñez, eso nunca lo podrán ofertar. Eso se fue con el viejo edificio y para no volver.

Vivir es perder cada día algo, mi barrio ha perdido para siempre un lugar emblemático lleno de recuerdos entrañables. Un amigo se nos fue.






 





NOTA: Con esta publicación yo también me voy, pero solo por unas semanas. Los calores y cierto agotamiento pandémico-bloguero-laboral me dificultan mucho la concentración para escribir, así que será mejor dejarlo por una temporada y volver en septiembre con fuerza renovada. Pasad un buen verano y cuidaos mucho.


8 de septiembre de 2017

¡Viva mi barrio!


Yo no tengo pueblo. Cuando mis compañeros del colegio se tomaban las vacaciones del verano, todos y cada uno de ellos se iban a su pueblo. La mayoría habían nacido en alguna localidad más o menos lejana, y aunque plenamente integrados en la ciudad que los había acogido seguían vinculados al lugar que los vio nacer.

Pero yo nací en una capital, además capital con todas las de la ley pues es la capital de España: Madrid. Dado el carácter tan campechano de su población y las costumbres cosmopolitas tan ‘sui generis’ a Madrid se la considera en cierta forma un pueblo enorme. Por lo que, bien mirado, yo sí tengo un pueblo y además sería el más grande del mundo (con más de tres millones de habitantes no creo que haya ningún otro que lo supere en tamaño).

De todas formas, ante la duda de catalogar a Madrid como pueblo, villa o ciudad, seguiré en mis trece: yo no tengo pueblo.

Pero, en cambio, tengo barrio. Esa identidad de origen que algunos asumen como algo exclusivo y excluyente, yo la encuentro en el barrio en el que crecí, que no es precisamente el mismo donde nací (nací en el barrio de La Latina, pero esa es otra historia que contaré en otra ocasión), porque mi barrio tiene muchas cosas pero hospital no, así que mi madre tuvo que parir en otro sitio.

Siempre he pensado que uno es o pertenece al lugar donde se desarrolla como persona, donde tiene sus amistades, donde ha formado su familia y donde su vida se ha forjado. El lugar donde se nace puede ser accidental y circunstancial, pero el lugar donde uno vive es el que marca y deja su huella correspondiente.
Atardecer desde mi casa

Crecí y sigo viviendo en el barrio de La Elipa, un barrio obrero y humilde, de clase trabajadora. Un barrio que no destaca por nada especial, ni por su arquitectura ni por su historia. Aunque sus primeros pobladores llegaron a finales del siglo XIX su historia como barrio propiamente dicho comenzó en los años 50-60 cuando el aluvión de inmigrantes patrios, procedentes de otras regiones españolas, hizo crecer Madrid de manera desorbitada. 

Muchos pueblos presumen de tener un río, mi barrio también tiene uno, pero no se ve porque está soterrado. Se llama Arroyo de la Elipa, discurre por debajo de la principal avenida y es afluente del Arroyo del Abroñigal el cual, a su vez, discurre por debajo de la M-30; dicen que tiene un caudal mayor que el del río Manzanares, pero teniendo en cuenta el agua que lleva ese río tampoco es mucho decir.

El río de mi barrio, no se ve en la foto porque está debajo de la calzada, pero haberlo, haylo.

Normalmente las localidades, grandes y pequeñas, también presumen de sus habitantes ilustres, es como si le dieran “pedigrí” a la zona. En mi barrio tenemos lugareños que saltaron a la fama. El grupo Burning —grupo rock de los años de la movida madrileña con canciones como ‘Qué hace una chica como tú en un sitio como este’ y con letras como ‘en la Elipa nací y Ventas es mi reino’— era de aquí. Iker Casillas también fue un vecino de este barrio, antes de trasladarse a vivir a Móstoles. Alejandro Sanz estudió en uno de nuestros colegios, pero como habla con acento andaluz a pesar de nacer y criarse en Madrid y como él se considera gaditano a mí este cantante me tiene desconcertada en cuanto a origen o pertenencia. Actores como Eduardo Gómez (Aquí no hay quien viva, La que se avecina) o Patrick Criado (Águila Roja, Mar de plástico) son de la barriada; el primero hizo gala de su barrio vistiéndose con una camiseta con el logo de La Elipa en algunos de los episodios de Aquí no hay quien viva y al segundo yo me lo he encontrado más de una vez en el metro y paseando en bici. David Muñoz —el cocinero dueño del restaurante Diverxo— creció y vivió, hasta que se hizo famoso, en una calle al lado de la mía y su madre aún sigue yendo a la misma peluquería donde voy yo a cortarme el pelo. Los hermanos del grupo Estopa creo que también anduvieron por aquí, pero yo nunca me los encontré. Me gustaría presumir de personajes literarios pero no he encontrado ninguno, así que tendré que conformarme con lo que hay.

Antes he comentado que mi barrio no destaca por nada en especial, pero puede que sí. Hace unos meses una cadena televisiva emitió un reportaje donde se resaltaba el carácter combativo de sus vecinos. Resulta que somos bastante beligerantes en cuanto a defender derechos y necesidades.  Las algaradas para reclamar diferentes mejoras para la zona son memorables y dieron/dan muchos quebraderos de cabeza a los mandamases municipales. Es en este aspecto donde yo más orgullosa me siento de mi barrio.

Y es que hemos peleado por cosas de lo más variopinto. 

La más importante fue conseguir una estación de metro. Fueron muchos los años (casi veinte) que estuvimos peleando, manifestándonos, y reclamando ante las diferentes autoridades (comunitarias y municipales) ese medio de transporte en nuestro barrio. Al final, por insistentes y por pesados, nos hicieron caso y el metro llegó hasta nuestras casas.

Hoy, después de diez años del logro, esa estación de metro es un símbolo de la solidaridad de toda la población. Aún recuerdo el recibimiento de los trenes los primeros días tras la inauguración, la gente aplaudía en el andén la llegada del convoy. 

También nos manifestamos y protestamos cuando pretendieron cambiar nuestra área de salud, lo que conllevaba un cambio del hospital de referencia. Antes de la reforma sanitaria promovida por Esperanza Aguirre y su secuaz, Ignacio González, nuestro hospital era el de La Princesa, situado relativamente cerca del barrio. Pero con el cambio de la susodicha reforma pretendían llevarnos al de Ramón y Cajal, emplazado mucho más lejos y peor comunicado en cuanto a transporte público y con mucha mayor saturación y lista de espera. La asociación de vecinos se puso manos a la obra, y tras protestas y movimientos vecinales llegó a un acuerdo con las autoridades sanitarias y nos han dejado con nuestro hospital de toda la vida, el de La Princesa.

Otra ocasión en que el barrio se puso en pie de guerra fue cuando pretendieron talar un montón de pinos del pulmón de la zona, El Pinar. Este pinar ya fue seriamente esquilmado cuando lo redujeron a una tercera parte al construir la M-30, pero la especulación inmobiliaria tenía en mente acabar con el resto del parque. Se organizó una primera carrera campo a través en señal de protesta y acabó convirtiéndose en una cita anual para muchos deportistas.

Pero también peleamos por una escultura que se ha convertido en el emblema del barrio. Empezó siendo un columpio para niños y cuando su deterioro se hizo manifiesto y la suciedad y el incivismo de algunos la degradaron el ayuntamiento decidió demolerla. Otra vez los vecinos se pusieron manos a la obra, defendieron la escultura y consiguieron que la junta de distrito no solo la indultara, además sufragó el gasto de pintura, mientras que la mano de obra la pusieron los vecinos. La pintaron y ahí sigue.

Normalmente las esculturas se erigen a personajes famosos o a símbolos con más o menos enjundia. En mi barrio no. La escultura a la que hago referencia representa a un dragón. ¿Un dragón? os preguntaréis, ¿qué tiene que ver un dragón con la historia de La Elipa? Pues nada. Pero es original ¿a que sí? 


Quizás por cosas como esta a mi barrio se le califica como un lugar bastante friki —salimos en la guía de turismo friki, ahí es nada—, pero esto es algo sobre lo que yo albergo mis dudas. Primero porque definir el término friki es complicado, y calificar de esa manera a toda una población es aventurado.

A los elipeños o elipenses,—no hay mucho consenso a la hora de establecer el gentilicio— nos gusta la verbena y la fiesta. Hace años los vecinos de una zona del barrio adornaban sus patios con farolillos y flores en las fiestas patronales —porque tenemos un santo patrón y lo celebramos, claro que sí— y se hacían concursos para premiar la decoración más original. Venía hasta el alcalde a entregar los premios. También era costumbre invitar a un vaso de sangría a los que por allí pasábamos para observar esas obras de arte vecinal.

Hasta en la elección de la fecha para celebrar la fiesta del patrón mi barrio es original —o friki, según se mire—. Resulta que nuestro patrón es el apóstol Santiago y la fecha es el 25 de julio, pero dado que en ese mes la mayoría de los vecinos están fuera de vacaciones se decidió celebrar las fiestas en septiembre. Somos frikis y además sumamente pragmáticos. De hecho La Elipa es el único barrio que no comparte fiestas con ningún otro barrio aledaño; son únicas en el distrito. Por cierto, el distrito al que pertenece es el más grande del país: Ciudad Lineal.

Y hablando de lugares enormes, al lado tenemos el cementerio más grande de España y casi de Europa: el cementerio de la Almudena. De pequeña solía ir con mis amigos a darnos un paseo por allí, puede parecer macabro pero para nosotros era natural; desde la ventana de mi dormitorio de infancia se veía la tapia donde fusilaron a las trece rosas. Con cosas así cómo no vamos a ser frikis. 

Todo esto que cuento explica por qué el lema del barrio es “La Elipa sí que flipa”, es de lo más animoso y creo que muestra muy bien el talante de sus vecinos. Porque somos castizos, sí, nos gusta la verbena, la sangría y los patios adornados con farolillos, somos jaraneros; pero también nos gusta pelear por lo que creemos justo, y eso en estos tiempos de conformismo e indolencia es algo de lo que enorgullecerse y por lo que flipar. 

¡Viva mi barrio!




NOTA: Estos días son las fiestas, si alguno se pasa por mi barrio que me dé un toque y le invito a un vaso de sangría (o a chocolate con churros si sois abstemios).

Página web La Elipa: http://www.laelipasiqueflipa.com/

POST DATA: Dada la buena aceptación de esta publicación, pues he recibido felicitaciones por otros medios también, y ante la sugerencia de un compañero bloguero he decidido convertir esta entrada en un tag. Se llamará VIVA MI BARRIO (o mi pueblo si vivís en una localidad pequeña).
   Desde aquí os invito a que escribáis sobre vuestro pueblo, o sobre vuestro barrio. Será un placer compartir con vosotros vuestras experiencias con el lugar que os ha visto crecer.
   Cuando me invitan a este tipo de eventos no suelo yo nominar a nadie, lo hago en general pero no en particular. Pero en esta ocasión ya que soy la creadora de la cadena estaría mal que no me mojara nominando a nadie, así que haré una excepción e invito a seguir con el tema a Francisco Moroz. No obstante, y como indico arriba, daos todos por invitados.



Hada verde:Cursores
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