Leer, el remedio del alma

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Imagen creada por Ilea Serafín
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11 de diciembre de 2021

Invocación (y III)

 

Águeda no podía creer lo que le estaba pasando: ¡volaba! Ella, que se perdía en el monte, que no era capaz de memorizar los nombres de las plantas, que era una inútil, podía volar. Cuando formulaba un deseo en las noches de San Juan sus pretensiones se limitaban a pedir que la huerta no se anegara en primavera con la crecida del río o que pudiera estrenar una saya nueva el Domingo de Ramos, pero ni en sus sueños más locos se había atrevido a desear volar y eso que el cura les decía que fueran ambiciosos en sus peticiones, aunque para el sacerdote a quien había que rogar era a Jesús no a una diosa del bosque.

 La niña decidió dejarse de cábalas y disfrutar de su viaje. Parpadeó varias veces por ver si aquello era en realidad un sueño, y también porque el aire le estaba haciendo lagrimear. De repente, el paisaje que discurría bajo sus pies cambió: contempló otro valle y otras montañas y una aldea entre ellas, la suya, el lugar donde había nacido.

Sin saber qué voluntad gobernaba su cuerpo, se fue acercando hacia la casa que había sido su hogar hasta que se fue a vivir con la vieja. Una mujer salió de la pequeña construcción de adobe: su madre.

―¡Ama! ―gritó Águeda con todas sus fuerzas.

Pero la mujer no hizo ademán de haberla oído.

―¡Ama! ¡Estoy aquí! ¡Mira hacia arriba!

La madre de Águeda siguió trajinando fuera de la casa sin atender la llamada de su hija. La niña, con lágrimas en los ojos ―esta vez producto de la emoción y no del aire―, comprendió que el sortilegio bajo el que estaba no le permitía que los demás percibieran su presencia. Al menos sabía que su madre estaba bien, se la veía algo triste, pero ama siempre fue muy seria, la vida que le había tocado en suerte no le dio muchas alegrías. Le hubiera gustado hablarle, abrazarla, pero no podía ser. Lo que fuera que le estaba sucediendo era suficiente. Cerca de donde su madre estaba vio al hombre que, hacía ya una eternidad, la había ayudado a salir del bosque cuando se perdió. Parecía merodear la casa. ¿Qué hacía allí? ¿Estaba acechando a su ama? Nada más pensar eso, el sujeto elevó la cabeza y la miró. «No te preocupes, Águeda, yo cuido de tu madre». La niña oyó esas palabras aunque el hombre no había movido la boca, pero le estaba hablando a ella. Sin decir nada más, se internó en el bosque.

Una sensación de paz invadió a Águeda y giró el cuerpo para regresar a la cueva aunque desconocía por dónde tenía que ir. Algo, no sabía bien qué, la había llevado hasta allí, sin intervención de su voluntad; ahora que era ella la que pensaba en un rumbo se sintió insegura porque mucho se temía que su orientación en el aire era igual de mala que en el suelo. Sin embargo, una especie de sexto sentido le indicó cuál era el camino y, sobrevolando valles, ríos y montañas, volvió a la caverna donde se encontraban sus compañeras.

―¡Águeda! ¡Águeda! ¡Despierta!

Alguien la estaba zarandeando. Águeda abrió los ojos y vio a Estevania mirándola de cerca.

―¿Qué ha pasado? ¿Ya he vuelto? ―dijo la niña mirando a su alrededor y comprobando que se hallaba en la cueva de nuevo―. ¡He ido a mi casa, Estevania! ¡He visto a mi madre! Y a un señor muy raro que me hablaba sin mover los labios y que me veía aunque mi madre no, pero estaba bien y dijo que la cuidaba y que…

―¡Para! Tranquilízate, estás muy alterada ―respondió la pelirroja.

―¿Volar? ¿Pero qué dices, niña? Además de botarate ahora inventas ―dijo Ane.

―¡Que sí! Fui por el aire hasta mi aldea y…

―¡Basta ya! Levántate y ayúdanos a recoger todo esto. Volvemos a casa mañana ―la interrumpió la vieja sin contemplaciones.

Mientras Estevania y Ane se alejaban, Águeda musitó compungida:

―Pero… yo volé. Era real.

Las dos mujeres se miraron sonriendo.

―Fue buena idea traerla hasta aquí ―dijo Ane―. Ya sabe invocar y a la primera lo ha conseguido. Realmente tiene mucho poder. Poco puedo yo enseñarle ya.

―No digas tonterías ―contestó Estevania―. Aún tiene mucho que perfeccionar y tú eres la más indicada.

El viaje de vuelta a la cabaña fue penoso para Águeda. Había sido muy duro despedirse de aquellas mujeres; apenas había convivido con ellas un par de días, pero habían sido tan intensos que percibía un vínculo especial con todas, especialmente con Estevania.  Por primera vez en su vida, Águeda, tenía un sentimiento de pertenencia, se sentía parte de un grupo.

Instaladas de nuevo en la casa del bosque volvieron a la rutina: recolectar plantas y hongos para luego elaborar emplastos y otros preparados que los aldeanos venían a recoger de tanto en tanto.

Las estaciones se sucedieron una tras otra; la luna recorrió el firmamento docenas de veces y los años fueron pasando.

Águeda, poco a poco fue adquiriendo más destreza en muchos aspectos aunque su mala memoria no se vio afectada; los nombres de las plantas aún se le resistían y le costaba mucho recordar las proporciones de algunas fórmulas, algo que, a veces, le costaba más de un disgusto, como aquella vez que se equivocó con la dosis de un laxante en el jarabe que le preparó a un leñador y este apareció, con el hacha en el hombro, a pedir explicaciones.

Cuando se sentía especialmente triste invocaba a Mari, entonces volaba y recorría lugares lejanos. Visitaba a su madre para comprobar que Basajaun, ese era el hombre misterioso del bosque, cumplía su palabra cuidando de ella.

 Gracias a esos viajes y a las esporádicas escapadas que, cada dos o tres años, hacían a la cueva de Zugarramurdi, Águeda soportó mejor la soledad a la que estaba sometida porque la vieja apenas servía de compañía, cada día era más huraña. El paso de los años y la humedad estaban haciendo mella en sus viejos huesos y sus movimientos eran más torpes, las tisanas de corteza de sauce y los emplastos de mostaza negra cada vez le hacían menos efecto. Ane muchos días ni se levantaba de la cama siendo Águeda la que se encargaba ya de todo.

Una noche en que la ventisca azotaba sin piedad la pequeña choza, Ane se acercó a Águeda con una caja de madera labrada en la mano.

―Creo que ya es hora de que tengas esto ―dijo la anciana entregándole la caja―. Yo ya no le puedo sacar provecho.

Águeda abrió la caja, en el interior se hallaba un colgante de bronce. Era un disco no muy grande, parecía muy antiguo. En una de sus caras estaba labrada la figura de una mujer tocando una especie de flauta. La niña se emocionó, era la primera vez que le regalaban una joya, si es que a una medalla de bronce con una tira de cuero se le podía llamar así.

―Gra… ¡gracias! ―dijo Águeda con la voz entrecortada.

―No me des las gracias y sécate esos ojos, puede que cuando sepas lo que sobrelleva ya no me lo agradezcas ―fue la enigmática y desabrida respuesta de Ane.

Aquella vieja incluso cuando entregaba un regalo era antipática y desagradable.

Al día siguiente Águeda se internó en el bosque en busca de hongo negro para hacerle unas cataplasmas a Ane. Antes de salir de la cabaña se colgó el disco de bronce. Todo el suelo estaba cubierto de hojas y era difícil encontrar la seta que buscaba.

―Por aquí no hay hongo negro, tienes que ir al otro lado del río.

Águeda se giró para comprobar quién había dicho aquello, supuso que sería alguna haya la que le había hablado aunque ya se conocía las voces de la mayoría y aquella voz no concordaba con ninguna. Una avutarda que estaba posada en una rama la observaba. Sin prestar demasiada atención a la voz ―ya estaba más que acostumbrada a oír a los árboles―, la chica siguió a lo suyo.

―No seas terca, ya te he dicho que aquí no hay lo que buscas, que tienes que cruzar el río.

Esta segunda vez ya fue consciente de que quien le hablaba era el pájaro. Hasta ahora ningún animal se había comunicado con ella, eso era nuevo. Sin ser muy consciente de ello, se tocó el amuleto que le había regalado Ane y le pareció sentir que vibraba al contacto con su mano.

―¿Estás segura? ―le preguntó a la avutarda.

―Segurísima, ayer me di un buen festín, no veas qué ricos están.

Águeda hizo caso al ave y en el lugar que le indicó encontró suficiente hongo negro para sus necesidades.

―No te vas a creer lo que me ha pasado ―dijo Águeda nada más entrar en la cabaña―. Ahora puedo entender lo que dicen algunos animales, me dirás que soy tonta, como siempre, pero yo creo que es el colgante que me has regalado… ¿Ane, qué haces?

La vieja se había levantado de su catre y estaba haciendo un hatillo con algunas pertenencias.

―Me voy a Zugarramurdi.

―¿Qué? ¿Cómo vamos a ir a allí ahora, en invierno? No estás en condiciones para hacer un viaje tan largo.

―No me has entendido. Tú no vas a ninguna parte, tú te quedas aquí. Me voy sola ―recalcó la vieja mirando intensamente a la chica.

―De eso nada. No puedes hacer un viaje y mucho menos sola.

―Mira niña, he vivido sola toda mi vida hasta que apareciste tú y siempre me he apañado muy bien, no necesito una mocosa para nada.

Aún discutieron bastante rato, pero la vieja además de antipática era obstinada.

―¿Y por qué tienes que ir precisamente ahora? Creí que la próxima reunión sería en primavera.

―No hay ninguna reunión. Mis compañeras están en apuros y tengo que ayudarlas.

―¿Apuros? ¿Qué apuros?

―Los aldeanos las acusan de auténticas barbaridades. Y los curas se han metido por medio.

―Entonces, más razón para ir yo contigo. También son mis compañeras ―replicó Águeda recogiendo igualmente algunas de sus pertenencias.

―¡No! Tú te quedas aquí. Ahora eres tú quien se debe hacer cargo del legado, ya estás preparada.

―¿De qué legado hablas? No te referirás a esta cabaña cochambrosa, y no me lo tomes a mal, pero esto no es ningún palacio, prefiero vivir en la cueva de Zugarramurdi con Estevania y las demás, antes que vivir sola aquí.

―He dicho que te quedas ―susurró Ane y en ese murmullo iba implícita una amenaza que hizo estremecer a Águeda―. Es peligroso, niña ―ya tenía dieciséis años y aún la trataba como a una cría―. Yo soy la que debo partir, ya he cumplido mi misión y he de compartir el destino de mis compañeras. Aún no ha llegado tu momento.

Se despidieron una fría mañana con la niebla como testigo. Ane abrazó a Águeda que se echó a llorar en cuanto los huesudos brazos de la vieja la abarcaron con dificultad: la artrosis de la anciana y la estatura de la chica complicaron el acercamiento.

―No temas, niña. No estás sola. Mari te protege, el bosque también. Además, dentro de poco vendrá un amigo mío a vigilar que nada malo te pase. Él te enseñará lo poco que necesitas aún saber. Ya está llegando ―husmeó el aire cerrando los ojos.

Sin más, Ane se alejó de la cabaña hasta que la niebla la engulló mientras Águeda lloraba sin consuelo. No podía creer que la vieja la abandonara, aunque más extraño le resultaba que sintiera tristeza por ello.

No volvió a tener noticias de la anciana. Una madrugada la chica se despertó sobresaltada, olía a quemado. Salió de la cabaña asustada pensando en algún incendio forestal, pero no había nada de humo, aunque ese desagradable olor permaneció todo el día y al caer la tarde una opresión en el pecho le hizo saber que Ane ya no caminaba entre los vivos.

Pocos días después apareció un forastero que dijo ser amigo de Ane y venir en su nombre. Se llamaba Gael y el color rojo de su pelo le recordó a Estevania. Gael procedía de las tierras que se hallan más al norte, al otro lado del mar, donde, según él, muchos de sus habitantes tienen el pelo rojo.  

Aquel extraño se comportó con una familiaridad que resultó rara y al mismo tiempo reconfortante. Tal como predijo Ane, Gael cuidó de Águeda y le enseñó muchas cosas, entre las más valiosas leer y escribir, algo que palió en gran medida su nefasta memoria para recordar nombres y recetas. También le contó la historia sobre el origen del colgante que le regaló Ane, cómo había pasado de generación en generación a través de muchas otras mujeres.

Fueron numerosas las cosas que Águeda averiguó a través de Gael, pero eso, querido lector, eso ya es otra historia.

 

 



 

NOTA: Este largo relato, dividido en tres partes para adaptarlo al formato que impone un blog, forma parte de una historia mucho más extensa que estoy escribiendo y que, si las musas o las brujas me lo permiten, algún día verá la luz en forma de novela. Ojalá, y mientras ese momento llega, yo también consiga invocar a la diosa Mari para que me conceda el don de poder publicar el resultado final.

 


4 de diciembre de 2021

Invocación (II)

 

Las mujeres que les dieron la bienvenida acompañaron a Ane y a Águeda hasta el interior de la cueva. En uno de sus recovecos estaba colocada una tabla de grandes dimensiones apoyada en varios caballetes. A su alrededor había más mujeres que, entre risas, comían diferentes viandas sentadas en unos bancos dispuestos a los lados de la mesa. Águeda en cuanto vio la comida comenzó a salivar, las tripas le crujían de hambre.

―Sentaos y reponed fuerzas ―las invitó con un ademán la pelirroja―. Debéis de estar agotadas después de un viaje tan largo.

Águeda no se hizo de rogar; sin mediar palabra se sentó y se puso a comer.

―Cuida tus modales, jovencita ―la recriminó Ane―. No te comportes como un animal salvaje.

―Veo que sigues tan gruñona como siempre ―replicó la pelirroja―. Me llamo Estevania ―continuó dirigiéndose a la niña―. ¿Y tú?

―Águeda ―contestó la interpelada con la boca llena de un pastel de carne que la hizo poner los ojos del revés de lo sabroso que estaba.

Mientras que Águeda comía hasta hartarse, la anciana y la pelirroja se alejaron de la mesa y comenzaron a hablar en susurros, de vez en cuando dirigían la mirada hacia donde estaba la niña comiendo. Águeda estaba convencida de que hablaban de ella. A saber qué le estaría contando la vieja a Estevania, nada bueno, seguro.

―Amigas, ya está bien de tanto parloteo,  hay que ponerse manos a la obra. La reunión será esta noche y aún hay muchas cosas por preparar. ¡Vamos!

Quien así habló era una mujer oronda, con la cara rubicunda y el pelo muy rubio. A pesar del tono recriminatorio sus ojos sonreían con unos ojos azules, casi transparentes de lo claros que eran.

Todas las mujeres se levantaron de la mesa y empezaron a trajinar por la cueva. Águeda, muy a su pesar también se levantó y se quedó parada sin saber muy bien qué hacer. Estevania acudió a su rescate.

―Ven conmigo ―le dijo tomándola cariñosamente por los hombros―. Mientras las demás obedecen a Graciana ―señaló con el mentón a la mujer oronda ― tú y yo vamos a charlar.

Se sentaron en el suelo, al lado de una pequeña hoguera que desahogaba el humo por uno de los agujeros que en la cueva había.

―Ya me ha dicho Ane que tienes el don y por eso vives con ella.

―Sí, eso dice mi madre, pero yo no sé qué es ese don, ni esa doña ―contestó la niña encogiéndose de hombros.

―¿No te lo ha explicado Ane?

―No. Ella no explica, solo me manda hacer cosas y me dice los nombres de las plantas y para qué sirven, pero se me olvidan porque no puedo recordarlo todo y entonces ella se enfada y yo me agobio y me cuesta aún más aprender lo que me dice y…

Águeda se echó a llorar; era la primera vez desde que había dejado su casa. Ganas no le habían faltado, pero se había propuesto que no le daría esa satisfacción a la vieja porque dejarse llevar por el llanto le parecía una manera de claudicar y darle la razón a Ane cuando decía que era una inútil. Sin embargo, delante de Estevania sintió que podía sincerarse, aquella mujer era todo lo contrario de la anciana.

―Tranquila, niña. No te pongas así ―la reconfortó Estevania abrazándola―. Conozco a Ane y sé que no es precisamente la alegría personificada, pero es buena aunque a veces no se le note ―rio su propia gracia―. Es cierto que no se anda con rodeos y que no es muy amiga de hablar, pero estás con la mejor maestra. Si no te ha explicado en qué consiste el don y qué implica, lo haré yo.

Estevania dobló las piernas y, mientras atizaba el fuego, comenzó a hablar con una dulce cadencia.

―A lo largo de miles de lunas han nacido mujeres que tienen una capacidad especial para distinguir cosas que pasan desapercibidas a la mayoría. Esas mujeres pueden comunicarse con otros seres vivos diferentes a los humanos: entienden el rumor del agua en un río, los signos que aparecen entre las nubes o el lenguaje de las plantas.

―El día que me perdí en el bosque me hablaron unas hayas ―la interrumpió Águeda excitada.

Estevania sonrió y continuó con su explicación.

―La comunicación con la Naturaleza es tal en estas mujeres que eso las permite aprovechar todo lo que Ella nos regala. Nosotras ―señaló con un gesto a todas las mujeres que por allí pululaban, a sí misma e incluso a Águeda― utilizamos ese don para ayudar a los demás. Elaboramos todo tipo de preparados para curar dolencias, vaticinamos desastres leyendo las nubes o escuchando lo que el bosque nos advierte. Ponemos a disposición de los demás nuestros conocimientos, pero esto no siempre es bien aceptado por quienes se benefician de nuestra capacidad.

―En mi aldea me empezaron a mirar mal en cuanto se enteraron de lo de las hayas ―interrumpió otra vez Águeda.

Estevania volvió a sonreír ante la nueva intervención de la niña.

―Hay que ser cautas y tener precaución. Por eso solemos vivir aisladas y nos reunimos de vez en cuando para disfrutar de la compañía de otras como nosotras. No obstante, el don no es suficiente, hay que desarrollarlo, debe madurar.

―¿Y eso cómo se hace?

―Aprendiendo de otras mujeres que ya lo han perfeccionado.

―¿Como Ane?

―Por ejemplo. Es la que más sabe de todas las que estamos aquí. Estás con la mejor, tienes mucha suerte, niña.

Águeda no se quedó muy convencida. Que tenía que aprender lo podía asumir, pero que Ane fuera la mejor manera… Esa vieja era antipática y como maestra dejaba mucho que desear. Si los meses que había pasado con ella eran tener suerte no quería ni pensar lo que le tocaría vivir cuando no la tuviera.

―Puede que creas estar pasándolo mal ―prosiguió Estevania como si le hubiera leído el pensamiento―, pero te aseguro que si sigues con ella podrás desarrollar todo tu potencial que, lo percibo muy bien, es mucho. Estás empezando, debes ser paciente. Cuando aprendas a invocar te será revelado mucho conocimiento. Y hoy mismo puede que ya comience tu aprendizaje en ese aspecto porque, supongo que Ane aún no te ha enseñado cómo invocar, ¿verdad?

La cara de incomprensión de Águeda le dio la respuesta a Estevania.

―No te preocupes. Esta noche invocaremos su nombre y puede que seas afortunada ―prosiguió con tono enigmático.

Águeda miró a su alrededor y en un susurro le dijo a la pelirroja:

―Vosotras… vosotras… ¿sois brujas?

Águeda recordó lo que se decía en su aldea, que la brujas se reunían en cuevas o en lo más profundo del bosque para invocar al diablo y acostarse con él ―cuando las comadres llegaban a esta parte Águeda no entendía muy bien a qué se referían aunque sospechaba que lo de acostarse no era para dormir―.

―Bueno, ese es uno de los nombres que nos dan, pero eso no tiene importancia ―contestó Estevania sonriendo.

―Ya, pero eso de invocar… ¿Váis a llamar al demonio? ―replicó la chiquilla con angustia en la cara―. Yo no quiero estar presente, me da miedo y… un poco de asco ―añadió pensando en lo que sería acostarse con un ser con la forma de un macho cabrío.

Estevania estalló en una estentórea carcajada que resonó en las paredes de la enorme cueva.

―Nosotras no tenemos relaciones ―hizo un mohín pícaro― con el diablo. Supongo que te han llenado la cabeza de muchas historias horribles sobre nosotras, pero en nuestras reuniones no aparece ningún ente oscuro. Aunque te confesaré que sí hay algo de… fiesta ―repitió el mohín de picardía―, pero con hombres de carne y hueso ―rio―. Aún eres muy joven para entenderlo.

Tras oír la aclaración de la pelirroja, Águeda se relajó. La verdad es que la imagen que tenía sobre las brujas adquirida por las historias contadas alrededor de la lumbre en las noches de invierno, nada tenía que ver con Estevania, puede que con Ane, pero con aquella mujer… era muy guapa, y simpática.

―Invocamos a la diosa Mari ―prosiguió la mujer―. Es a ella a quien debemos nuestro poder y queremos que siga enseñándonos. Nada de seres malignos ni espíritus oscuros, de hecho le pedimos que nos proteja de ellos. Ella nos hizo un regalo atendiendo nuestros ruegos: el eguzkilore.

―¿La flor del sol es un regalo de Mari? ―preguntó Águeda asombrada―. Mi madre siempre se ocupaba de tener uno de esos cardos en la puerta. Aunque el cura decía que eran tonterías, que era mejor colgar un crucifijo.

―Pues sí, el eguzkilore nos lo entregó Ella para ahuyentar los seres que habitan en la oscuridad. Pero a nosotras nos regala muchas cosas más, por eso la invocamos en nuestras reuniones. Cuando vinculamos todos nuestros poderes, conseguimos que venga y nos acompañe proporcionándonos sabiduría y protección.

―Entonces ¿esta noche va a venir la diosa Mari?

―Lo intentaremos. Bueno, ya basta de cháchara, vamos a arrimar el hombro o Graciana vendrá a atizarnos con… una escoba ―se carcajeó la pelirroja.

Estuvieron toda la tarde limpiando y organizando diferentes lugares de la cueva. En la zona más amplia, donde el techo era más alto, dispusieron unas piedras formando un círculo y amontonaron leña en el interior para hacer una gran hoguera. Águeda no entendía a qué venía preparar un fuego tan potente porque en el interior de la cueva la temperatura era muy agradable.

―Esta noche danzaremos alrededor de la hoguera en honor a Mari. Con nuestros cánticos y la luz del fuego la invocaremos. Estate atenta, aprenderás.

La voz de Estevania le llegó nítidamente aunque la pelirroja estaba bastante alejada de ella, sin embargo la había oído muy bien y, lo más extraño, parecía que le había leído el pensamiento. Cuando la miró asombrada, Estevania le guiñó un ojo desde la distancia.

Al caer la noche vinieron más mujeres y algunos hombres también aunque en clara minoría, pero a Águeda le llamó la atención que eran fornidos y muy atractivos. Todos traían algún presente: comida, barriles de vino o de cerveza. Allí había cerca de medio centenar de personas. Águeda lo observaba todo con asombro: los ropajes de los asistentes ornamentados con bordados coloridos o los adornos florales que la mayoría llevaba en el pelo, incluidos los hombres.

Tras comer, y sobre todo beber, alrededor de la gran mesa, los reunidos se acercaron a la gran hoguera que ardía majestuosamente en el centro de la cueva. La rodearon formando un gran corro y cogidos de las manos empezaron a cantar. Águeda no entendía las palabras, era un idioma extraño, pero enseguida empezó a moverse al son del cántico que, poco a poco, iba adquiriendo un ritmo más acelerado e intenso. A medida que la canción ganaba en intensidad el baile fue enardeciéndose hasta que el corro se deshizo y cada uno bailaba a su aire en solitario o bien en parejas. Muchos de los presentes empezaron a desnudarse; al principio Águeda pensó que como consecuencia del calor emanado por la gran fogata, aunque eso no explicaba que tras quitarse la ropa algunos empezaran a acariciarse entre sí.

De lo que sí estaba segura Águeda es que aquello era fruto de la gran cantidad de bebida que todos habían consumido, pero ella, que apenas había probado el vino ni la cerveza, también sentía recorrer una excitación por todo su cuerpo. Se agitó frenética y completamente desinhibida saltó y gritó.

De repente una intensa luz la cegó, apenas podía distinguir nada de lo que había en la cueva; una enorme y difuminada sombra se acercó a ella, entre brumas le pareció ver el rostro de una mujer rubia, muy hermosa, que le sonreía. Antes de que Águeda pudiera discernir qué estaba viendo, la imagen desapareció, sintió cómo sus pies se despegaban del suelo y comenzó a flotar. Aturdida por lo que le pasaba cerró los ojos un instante y cuando los volvió a abrir comprobó que se hallaba fuera de la cueva, a sus pies, a cientos de metros, vio el valle por el que ese mismo día Ane y ella habían llegado. El corazón le latía con fuerza en el pecho. ¡Estaba volando!

CONTINUARÁ…




27 de noviembre de 2021

Invocación (I)


 

Nunca lo conseguiría. No tenía capacidad para hacer todo lo que ella le exigía por mucho que su madre dijera que ese era su destino. Le resultaba muy difícil aprender aquello. Eran demasiadas cosas. Saber las propiedades de todas esas plantas era muy complicado, apenas entendía en qué consistían las dolencias que sanaban; si los nombres de las enfermedades ya le resultaban en la mayoría de los casos extraños, más aún cómo se curaban. Tan solo conocía unas pocas dolencias, como el mal del pecho, ese que se llevó a su padre cuando ella era una niña, o el garrotillo ―aún recordaba con pavor la muerte de su hermano Unai cuando su garganta llegó a hincharse tanto que el pobre bebé acabó ahogado―. Por lo demás poco sabía de las causas por las que se moría la gente, porque esas cosas poco interesan cuando se tienen doce años.

Tampoco podía diferenciar esos malditos hongos tan parecidos, mucho menos memorizar sus enrevesados nombres. Ni siquiera era capaz de distinguirlos entre las hojas del suelo; más de una vez los había pisado deambulando por el monte en su busca y cuando esto ocurría ella la regañaba sin compasión.

Por eso prefería ir sola al bosque, aunque se desorientara porque su inutilidad era tal que en cuanto se alejaba de las cercanías de su casa se perdía fácilmente.

―Águeda, siempre estás con la cabeza en las nubes, no prestas atención por dónde vas y por eso te pierdes ―le solía reprender con dulzura su madre.

Su nefasta capacidad para orientarse fue la responsable de que acabara en el lugar en el que se hallaba, con esa maldita mujer. El día que se perdió en Irati fue el inicio del desastre.

Una de las ovejas que cuidaba se adentró en el bosque y Águeda fue en su busca para reintegrarla al rebaño ―el dueño era capaz de matarla si regresaba con la manada incompleta―, así que, a pesar del temor que la zona le inspiraba, se introdujo en la floresta para encontrar el animal perdido. Al final la oveja supo salir de allí por sus propios medios, pero Águeda no. Pasar la noche en aquel lugar siniestro fue un mal trago: la humedad, la oscuridad, los crujidos de los árboles que al mecerse con el viento parecía que le hablaban, todo la aterró. Águeda supuso que fue producto del miedo, pero creyó entender frases murmuradas por las hayas que, en cierta medida, la reconfortaron. En su cabeza sonaron voces diferentes, algunas dulces, otras infantiles; había una muy grave que cada vez que se oía parecía enfadada, en cambio había otra más aguda que solo decía impertinencias, se dedicaba a ridiculizarla y a llamarla panoli.

Cuando estaba a punto de amanecer apareció un hombre muy alto, con una larga y brillante cabellera rubia. Sin dirigirle la palabra la tomó de la mano y la condujo fuera del bosque hasta las cercanías de su aldea. Si no llega a ser por él hubiera muerto sola en aquella selva de hayas y abetos.

Fue una experiencia terrible, pero lo peor aún estaba por llegar. Lo malo no fue perderse, peor fue contarlo. Cuando le dijo a su madre, y a las vecinas reunidas en su casa alrededor de la lumbre, que por la noche las hayas le habían hablado y que un hombre extraño acudió en su ayuda, todas las mujeres que la escucharon se persignaron y comenzaron a murmurar. En pocos días el rumor se extendió por toda la aldea y cada vez que Águeda paseaba por las embarradas calles, los vecinos la señalaban con el dedo y más de uno escupía a su paso.

Una madrugada, cuando un tibio sol apuntaba entre las montañas, su madre la despertó y se la llevó al bosque con un pequeño hatillo donde había guardado unas pocas prendas.

―¿Dónde vamos, madre?

―A un lugar seguro para ti ―fue la escueta respuesta de su progenitora.

Caminaron durante horas entre árboles centenarios. Cuando llegaron a un pequeño claro del bosque donde discurría un río, divisaron una cabaña. Una anciana salió de la choza a recibirlas.

―Aquí tienes a mi hija. Tiene el don, es contigo con quien debe estar ―dijo la madre de Águeda.

La anciana miró a la niña y, después de un severo escrutinio, sonrió mostrando una reluciente dentadura, algo que asombró a Águeda porque nadie de la aldea con los mismos años tenía una boca tan sana como la de aquella mujer.

Antes de irse la madre de Águeda abrazó a su hija con lágrimas en los ojos.

―Aquí estarás bien. Créeme, este es tu lugar. Obedécela ―señaló a la anciana―, con ella aprenderás cosas increíbles.

Y así empezó su calvario. Su madre le dijo que ahí estaría bien, pero no era cierto. Se levantaba al alba para limpiar y ordenar el siempre desordenado habitáculo de la vieja, lleno de hierbas secas y frascos con líquidos de distintos colores. Las pocas palabras que la anciana le dirigía eran para darle órdenes. El resto del día lo ocupaba en aprender lo que ella le quería enseñar, invariablemente con frases secas y concisas.

―Hongo yesquero ―señalaba con un dedo artrítico un cestillo lleno de setas marrones y esponjosas―. Crece en la corteza de los árboles. Bueno para taponar heridas que sangran mucho.

Águeda, angustiada, intentaba memorizar todo mientras la anciana seguía con sus lecciones.

―Oreja de Judas, para la hinchazón de la piel y la irritación de los ojos. Pulmonaria, se recoge en verano; para la tisis y los catarros. Genciana, para los problemas del estómago. Acedera, suelta las tripas y la vejiga.

Tan solo en algunas ocasiones se explayaba más en sus explicaciones, como cuando le enseñó el pebrazo.

―Para la gonorrea ―dijo tomando en sus manos sarmentosas una seta ―. Esta la pide con frecuencia el cura ―sonrió con ironía―, aunque nunca viene él, claro, siempre manda a algún chiquillo.  

Casi todos los días iban juntas al bosque, a recolectar plantas y hongos. De regreso a la cabaña elaboraban emplastos, ungüentos y todo tipo de preparados que guardaban en una alacena, protegidos de la luz y de la humedad que todo lo impregnaba. De vez en cuando alguna aldeana se acercaba a la choza para llevarse una de las pócimas que la vieja y ella hacían. A cambio, recibían una gallina, una hogaza de pan o un buen trozo de queso. De todas las visitantes esporádicas que hasta allí se acercaban, Águeda nunca reconoció a ninguna. No eran sus antiguas vecinas; su nuevo hogar estaba muy lejos de la casa de su madre, y constatar eso la entristecía porque sabía que nunca volvería allí.

No era feliz. Se agobiaba con tanto nombre y tantas cosas que aprender. Ella nunca había sido muy espabilada ―estaba allí por tonta, por haberse perdido en Irati y, encima, contar lo que le ocurrió―. La anciana le decía, de tarde en tarde, que tenía el don. Como la vieja no era precisamente dicharachera, Águeda no consiguió averiguar a qué se refería. Por lo que a ella le constaba, no era capaz de hacer nada bien.

Siete lunas después de su llegada, la anciana le dijo a Águeda que preparara un zurrón con comida, que iban a hacer un viaje de varios días.

―¿Dónde vamos?

―A ver unas amigas ―respondió secamente la vieja.

Águeda se limitó a obedecer sin indagar más, pero en su interior se preguntó qué amigas podía tener esa mujer tan hosca que vivía en lo más profundo del bosque sin más compañía que los árboles, el agua del río y, desde hacía unos meses, una chiquilla torpe.

Caminaron durante varias jornadas entre bosques y montañas, siempre esquivando los lugares poblados. Cuando se hacía de noche, buscaban el refugio de algún árbol hueco o se cobijaban en las hojas amontonadas entre rocas cubiertas de musgo. Al cumplirse el quinto día de viaje divisaron desde una loma una población en medio de un valle cubierto de praderas de color esmeralda.

―Zugarramurdi ―exclamó la vieja con una sonrisa de satisfacción.

―¿Es a ese pueblo donde vamos?

―No exactamente.

Bajaron en dirección a la aldea, pero antes de llegar se desviaron hacia una zona boscosa y, tras atravesar un claro, llegaron a una cueva enorme. Águeda había visitado con otros chiquillos las grutas de su pueblo natal, pero eran pequeñas oquedades excavadas en la roca donde apenas cabían unas pocas personas. Sin embargo, la cueva en la que se encontraban era grandísima, en algunas zonas el techo era más alto que el de la iglesia de su aldea.

Mientras Águeda miraba embobada a su alrededor se oyeron voces femeninas. Del fondo de la cueva surgieron varias mujeres de edades diferentes. Todas se acercaron a las recién llegadas.

―Ane ¡Por fin has venido, amiga! ¡Cuántos años sin verte! Será un placer volver a charlar contigo y compartir vivencias ―dijo una mujer de tez muy blanca y con una larga cabellera roja al tiempo que abrazaba a la anciana.

Con esas pocas frases Águeda obtuvo más información de su mentora que en todos los meses que había pasado con ella: se llamaba Ane, era capaz de charlar y, lo más asombroso, ¡tenía amigas!

El asombro y los descubrimientos para Águeda no habían hecho más que comenzar.

CONTINUARÁ…





Hada verde:Cursores
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