Leer, el remedio del alma

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Imagen creada por Ilea Serafín
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30 de enero de 2019

Se necesitan héroes, razón aquí.


Hace mucho tiempo que soy consciente de lo mal que va nuestra sociedad. Hace mucho tiempo, demasiado, que me doy cuenta de las carencias que impiden una convivencia medianamente aceptable entre mis semejantes. Pero desde hace unos días la comprobación de esta realidad ha sido más palpable hasta sentir como algo físico ese malestar. Me he desanimado mucho.

Y me he dado cuenta de todo esto viendo las noticias. Ya sé que ponerse al día de lo que ocurre por ahí fuera es la mejor manera de deprimirse, pero la actualidad manda y es muy difícil ignorar los acontecimientos que se desarrollan a mi alrededor.

Los avatares del siniestro suceso ocurrido en la provincia de Málaga con la desaparición de un niño pequeño dentro de un pozo y todo lo que acaeció después, me impresionaron como a cualquier hijo de vecino. El suceso en sí ya es dramático y no puede dejar indiferente a nadie (o a casi nadie), pero que te lo pongan hasta en la sopa, a todas horas y en todo momento, hace que sea inevitable acongojarse hasta el punto de que durante una semana lo primero que hacía tras levantarme de la cama era averiguar qué novedades había en aquel desgraciado pozo malagueño.

El sufrimiento de los padres, la angustia de los vecinos, la movilización de medios técnicos para recuperar al chiquillo y todo el despliegue informativo, nos impactaron a todos. Ingenieros, topógrafos, geólogos, carpinteros, soldadores y una gran cantidad de operarios, abandonaron sus quehaceres para entregarse en cuerpo y alma a la búsqueda del crío. La reacción de diferentes profesionales poniéndose a disposición del operativo de rescate nos conmovió profundamente. Aunque el colmo fue el recibimiento y el tratamiento que se hizo al grupo de ocho mineros llegados de Asturias para realizar la fase final del salvamento del niño.

Y fue en ese recibimiento donde yo vi claramente lo mal que está nuestra sociedad.

Estamos acostumbrados a ver aparecer en las noticias a ladrones de todo tipo (de guante blanco y de los de navaja o pistola en mano), a maltratadores y violadores, a millonarios defraudadores de Hacienda que eluden sus obligaciones fiscales o a famosillos de medio pelo acaparando los focos mediáticos por sus rifirrafes con otros famosillos en una casa donde se les ve vaguear veinticuatro horas al día; los protagonistas de la popularidad suelen ser muy poco recomendables. Enterarnos de la actualidad es sinónimo de depresión grave profunda. Por eso cuando aparece alguien “normal” que realiza su trabajo, que lo hace bien, y que no busca la foto sino solo cumplir con su deber, nos quedamos con la boca abierta y se nos va la pinza. Nos volvemos locos.

Esto fue lo que pasó con los ocho brigadistas de salvamento minero. Sorprendidos, y agobiados, asistieron a un recibimiento donde se les trató de héroes. Se sintieron desbordados y en su humildad (la humildad del hombre sencillo, del que huye de los focos) negaron pertenecer a ese Olimpo donde los estábamos colocando.

Ellos, al igual que muchos de sus colegas, son trabajadores que se dedican desde hace años a sumergirse en las profundidades de la tierra —como lo han estado haciendo sus predecesores desde que existe la minería— para rescatar a otros compañeros. Porque en la mina no se queda nadie; de allí todos salen, o vivos o con los pies por delante, pero la tierra no se los queda, al menos de esa forma.

Es cierto que al realizar esta labor arriesgan sus propias vidas, y eso es lo más llamativo. Es habitual ver a algunos que se exponen a la muerte pero para pasar de un balcón a otro en un hotel de Mallorca, o para hacerse un selfie colgados de una cornisa; en el caso de estos descerebrados lo que les mueve a actuar así es su propia estupidez. Pero con lo que no estamos familiarizados es con que alguien ponga en peligro su vida por otra persona a la que, normalmente, no conocen de nada. Cosas así no son frecuentes… O sí.

Lo acaecido en Málaga puso de manifiesto que necesitamos héroes. Necesitamos saber que cuando la vida nos golpea y nos demuestra que no somos nada, alguien va a venir a decirnos, “no te preocupes, yo estoy aquí”.

Pero lo más triste, y eso es lo que me deprime, es que esa necesidad está sobradamente cubierta y no nos damos cuenta. Hay muchos héroes, pero no sabemos verlos. Son gente corriente, que vive a nuestro lado y pasa desapercibida.

Sí, tenemos muchos héroes y en muchos sitios. 

En sanidad hay héroes que hacen turnos interminables para cubrir la falta de personal y a pesar de todo realizan su tarea con profesionalidad y afecto hacia los pacientes. Los bomberos arriesgan su vida para rescatar, en inundaciones, en incendios, en situaciones extremas, a los hijos de otros padres angustiados. Los que se encargan de nuestra seguridad velan, exponiéndose ellos al peligro, para que no nos roben o nos ataquen o nos pongan bombas  —por desgracia, no siempre lo consiguen—. Los brigadistas forestales le plantan cara al fuego y a la muerte para preservar nuestros montes y nuestras reservas naturales. Los maestros se enfrentan a la ignorancia en todas sus facetas y, tal como está la cosa, también arriesgan su integridad física ante la violencia de algunos padres que no saben qué es educar. Hay muchos ejemplos.

Pero también son héroes los padres y las madres de familia que todos los días se levantan para sacar adelante a los suyos, que se desvelan para hacerles la vida más agradable y que no carezcan de lo básico (y de lo accesorio, por qué no). Son héroes aquellas personas que abandonan su actividad profesional, y el salario correspondiente, para atender a familiares que necesitan cuidados permanentes, realizando con abnegación y sacrificio una labor que no se les reconoce, ni monetaria ni moralmente.

Porque para ser un héroe no hay que llevar una capa, ni un antifaz, ni tener súper poderes. Para ser un héroe hay que ser valiente y, sobre todo, generoso. Y no dejarse vencer por el desánimo.

 A veces, no nos damos cuenta de lo valiosas que son algunas personas, muchas de ellas están a nuestro lado y ni las vemos. Solo nos fijamos en ellas cuando salen en las noticias, cuando una cámara de televisión nos las muestra, entonces se hacen visibles y reconocemos su valor.

Ha hecho falta que un niño se caiga en un pozo para que todo un país se solidarice y se percate de que hay gente buena, de esa que te hace creer de nuevo en el género humano. La desgracia de una familia malagueña nos ha hecho saber que aún existe la solidaridad, que no todo está perdido, que hay un resquicio de esperanza y que sí sabemos hacer algunas cosas bien. Después de todo, quizás no debería deprimirme, sino todo lo contrario.

Termino esta diatriba con una cita de Albert Camus, de su novela “La peste”:

“Decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio".





5 de julio de 2016

Los pros y los contras



    Un escritor austriaco, Karl Kraus, dijo: “El hombre débil duda antes de tomar una decisión... El hombre fuerte duda una vez que la ha tomado.”  

   No suelo dudar mucho a la hora de tomar decisiones, pero sí es cierto que una vez tomadas me las cuestiono mucho ─sobre todo si han sido desafortunadas─. No creo que eso sea signo de fortaleza, al menos en mi caso; creo que es un signo de precipitación. No me pienso demasiado las cosas y luego pasa lo que pasa.

   Todo esto viene a cuento de que me he puesto a reflexionar sobre los pros y los contras de determinadas actitudes ante la vida y cómo, algunas veces, los resultados obtenidos no tienen nada que ver con lo que uno se imaginaba al iniciar una tarea en concreto. O expresado más castizamente: cuando a uno le sale el tiro por la culata. Alguno puede que, a estas alturas, crea que me estoy refiriendo a las últimas elecciones generales en España. Pues no. El pasado 26J no se cumplieron mis expectativas, pero mi reflexión no va por esos derroteros.

   Creo que algunas premisas se dan por ciertas e incuestionables y nadie pone en duda la aseveración que encierran. Por ejemplo: Hacer ejercicio es sano.

   Casi nadie cuestiona que la actividad física reporta beneficios a la salud. El sistema cardiovascular se fortalece: el corazón bombea mejor y se contribuye a evitar la arteriosclerosis. Además, la grasa acumulada en demasía se moviliza y se quema, y todo funciona a las mil maravillas. A no ser que las circunstancias que rodean la práctica de ese ejercicio físico no sean las adecuadas, y es entonces cuando la cosa se complica y el resultado no es tan bueno como se esperaba.


    Me gusta mucho pasear, sobre todo por la montaña. Dado que la montaña más cercana a mi domicilio se encuentra a 90 km de distancia, si quiero caminar habitualmente, tengo que hacerlo por los alrededores de mi casa. Por cierto, algunas amigas me dicen que por qué no corro en lugar de andar; muy sencillo: porque no tengo prisa.

   De los cuatro kilómetros de este recorrido casi diario, tres discurren por un parque. Como todo parque que se precie tiene árboles, césped, columpios para los niños y gente disfrutando del frescor de la vegetación. 


   Un día que realizaba mi recorrido habitual vi, por el rabillo del ojo, que ‘algo’ salía entre los aligustres situados a mi diestra. Ese ‘algo’ era gris, tenía patas y unas dimensiones que no excedían las de una caja de zapatos. 

   Dicen que el cerebro tarda entre 13 y 80 milisegundos en procesar la captación de una imagen por la retina. Yo creo que mi cerebro anda bajo de ralentí, o mi imaginación es mucho más rápida, porque a ese ‘algo’ yo le di una identidad que no le correspondía. Yo vi una cosa viva, pequeña ─muy pequeña─ y gris saliendo de un matorral y lo primero que me vino a la mente fue: una rata. No sólo me vino a la mente, también me vino a la boca y lo dije en voz alta: ¡una rata! Como, además, llevaba los auriculares puestos con música a un buen volumen, más que decirlo, chillé: ¡UNA RATA! 

   Dicha expresión fue acompañada con un salto que nunca hubiera pensado que fuera capaz de dar. Pero ese improvisado brinco me catapultó contra el árbol que estaba a mi siniestra. El trompazo fue importante y quedé magullada. Resultó que ese ‘algo’ no era una rata sino un perro muy pequeño ─enano─ y además muy feo, dicho sea de paso. 

   Al menos, mi escandalosa manera de asustarme sirvió para que unos jubilados, que estaban cerca jugando a la petanca, me oyeran y acudieran en mi ayuda. La dueña del chucho también me oyó, pero ella se limitó a mirarme con el ceño fruncido. Me imagino que no le gustó que confundiera a su mascota con un roedor.

   El caso es que la aparición de este animalillo me reportó unos gastos importantes en desinfectante para las heridas en el brazo y la pierna izquierdos. Los rasguños perduraron varios días.


   El parque por el que paseo es muy bonito pero tiene, no obstante, un inconveniente. Al lado discurre, en paralelo, una antigua vía de circunvalación. El término "antigua" lo digo por lo de "circunvalación" porque cuando se hizo el proyecto iba a rodear la ciudad, cuando se inició su construcción ya había barrios que quedaban fuera, y ahora es una calle más de la urbe.  A esta vía el ayuntamiento de Madrid se ha empeñado en rebautizarla Avda. de la Paz, pero los madrileños ─muy dados a no hacer ningún caso a lo que nuestros ediles nos recomiendan─ la llamamos M-30. 
  

   La M-30 tiene mucho tráfico y por tanto mucho ruido, menos mal que la mayor parte del parque, por el lado colindante con esta vía, está dotado con enormes mamparas anti-ruido y el sonido de los coches apenas es un rumor. Sin embargo, hay un tramo en el que no hay mamparas ─se quedarían sin presupuesto─ y allí el ruido es muy grande, lo que se traduce en que sólo se escucha el ruido de los coches. No se puede oír nada más. Ni siquiera el motor de un camión de bomberos detrás de ti.

   Una mañana, iba paseando con mi marido por la zona donde hay tanto ruido. Por el trayecto, habíamos observado las tareas de limpieza que los operarios de mantenimiento estaban realizando, para retirar las ramas que la tormenta del día anterior había tronchado. Para poder talar algunas de estas ramas los trabajadores del parque necesitaron la ayuda de los bomberos.

   Cuando terminaron con la retirada de las ramas, los bomberos se dispusieron a salir del parque. Para ello utilizaron la senda por la que íbamos mi compañero y yo. Iban detrás de nosotros, muy despacito, y ─supongo─ esperando a que nos apartáramos. Pero nosotros no sabíamos que estaban detrás por el ruido que llegaba de la avenida dichosa. A todo esto, llegamos al final del parque y decidimos dar media vuelta, de regreso al punto de partida. Fue entonces cuando me topé de bruces –apenas dos metros de distancia─ con el camión. Aquí, una vez más, chillé y pegué un brinco. Afortunadamente, no había ningún árbol contra el que estrellarme, pero el susto me valió una buena taquicardia durante varios minutos.

   Si el brinco y el chillido no tuvieron consecuencias fatales al menos sirvió de divertimento a los ocupantes del camión porque empezaron a reírse a carcajadas. Cuando se incorporaron a la ruidosa M-30 seguían riéndose, mientras que yo aún tenía el pulso acelerado.

   Caminar me parece un hábito saludable y por eso realizo caminatas casi a diario ─especialmente ahora que hace buen tiempo─. Sin embargo, y a la luz de estas experiencias negativas, empiezo a pensar si no estaré equivocada. Dado que en ocasiones, como las que he relatado, llegué a casa en peores condiciones que cuando salí, me entran dudas y me pregunto si eso de hacer ejercicio es tan sano como dicen.






Hada verde:Cursores
Hada verde:Cursores