Llevan muchos años viviendo en el mismo lugar, el que llaman Paseo de
las Estatuas del parque de El Retiro; las dos están rodeadas de varones que no
las dirigen la palabra por su condición de mujeres. Cabría esperar que esa situación
las incitara a hermanarse, pero cada una está sumida en su propia historia y
nunca se han comunicado entre sí. Sin embargo, una nueva compañera ha recalado
cerca y las saca de su ensimismamiento; la recién llegada es habladora y
dicharachera.
—No está mal este sitio —comenta
la nueva mirando a su alrededor—, hay mucha animación, nada que ver con
el encierro forzoso en el que estuve hasta mi muerte; menudo rollo de convento. Dijeron que estaba
loca. ¿Loca? La locura me vino de estar sola todo el santo día. Yo quería mucho
a mi Felipe, esa es la verdad, y llevé muy mal su muerte; el muy imbécil le
llevó la contraria a mi padre y este se lo cargó, contaron que fue por beber un
vaso de agua fría después de jugar a la pelota. ¡Ja! En fin, que me quedé hecha
polvo sin mi hermoso marido, pero de ahí a enloquecer… ¡Ay! ¡Perdón! No me he
presentado. Me llamo Juana, ¿y vosotras?
Las dos aludidas, aún aturdidas por la verborrea de su nueva vecina, se
miran entre sí dudando si seguir la corriente a la recién llegada o permanecer
en el mutismo en el que se encuentran desde hace casi dos siglos. Una de ellas,
decide contestar.
—Me llamo
Berenguela, y ella —mira a su compañera— es Urraca. Encantada.
—Un placer —responde
alegre Juana.
No dicen nada más esperando que la nueva se contente con esa escueta
presentación. Quieren marcar distancia, la tal Juana no deja de ser una advenediza,
al fin y al cabo, pero su silencio no ejerce el efecto deseado porque ésta
quiere saber más.
—Supongo que vosotras también sois reinas, de lo contrario no estaríais
en este paseo entre estatuas de reyes, claro. Disculpad mi ignorancia, pero no
os reconozco. ¿Dónde y cuándo reinasteis?
Una vez más es Berenguela quien decide hablar.
—Bueno, en realidad yo solo fui reina unas semanas.
—¡Anda! ¿Y eso? —insiste Juana que no se da por vencida ante respuestas
tan breves.
—Fui heredera del reino de Castilla hasta que nació mi hermano Fernando,
pero se murió antes que mi padre. Otro hermano mío más pequeño, Enrique, a
pesar de tener solo diez años, heredó el trono cuando mi padre falleció. Cuando
también murió y sin dejar descendencia porque tenía trece años, entonces ya me
tocó a mí: no había ningún varón más para sentarse en el trono. No tuvieron más
remedio —Berenguela comprueba que hablar le sienta bien y decide proseguir—. Cuando
murió yo ceñí la corona, mas mi hijo Fernando ya era mayor y resolví cederle el
gobierno. Es agotador tener que aguantar a tanto aristócrata poniendo en duda
todo lo que yo decidía por ser mujer. Estaba hasta el último zafiro de la
corona de aguantarlos. Así que solo fui reina durante un mes escaso.
Ante la mirada interrogante de Juana y hasta de Urraca que también se interesa
en su historia de la que es completamente desconocedora a pesar de llevar
tantos años juntas, Berenguela sigue hablando.
—En realidad, reiné mucho más, porque mi hermano Enrique, tan pequeño,
no estaba para reinar nada y fui yo la regente.
—Yo fui reina 51 años —añade Juana—. Pero no reiné nada de nada, en
realidad quienes mandaban fueron mi padre primero y mi hijo después. Dijeron
que no estaba capacitada para gobernar y hasta que no me encerraron no pararon
de conjurar contra mí.
—¡Hombres! ¡Mal rayo los parta! —exclama Urraca rompiendo su mutismo con
un fuerte acento gallego—. Son una maldición para el gobierno, solo les
interesan sus dominios y el poder, que las cosas se hagan bien les da lo mismo.
Yo fui la mayor de los hijos de mi padre, el rey Alfonso VI de León, pero mi
hermano Sancho, doce años menor que yo, fue el heredero, vinieron más hermanos
después y siguieron siendo los candidatos a suceder a mi padre cuando Sancho
murió con 15 años. Pero resultó que al fallecer mi padre todos mis hermanos
habían muerto ya, solo quedaba yo y me tuvieron que reconocer como reina.
Tienes razón, Berenguela, no tuvieron más remedio.
—Está claro que no son más fuertes, por mucho que presuman, su salud es
pero que la nuestra, salta a la vista —tercia Berenguela—. Además, la afición
por batallar añade más riesgo para morirse. Aunque nosotras tenemos las
cuestión del parto, cuestión nada baladí.
—Siempre han de salirse con la suya —vuelve a intervenir Urraca,
desatada después de tantos años callando—. Una vez convertida en reina, como ya
era viuda y con dos hijos, quisieron que me casara de nuevo para que mi esposo
reinara en mi lugar. ¡Qué desfachatez! Me casaron a la fuerza con otro rey,
Alfonso de Aragón, un garrulo, un animal y un imbécil.
—El mío también era idiota, pero tan, tan guapo… —tercia Juana
rememorando los pocos años que convivió con el hermoso de su marido.
—Menos mal que se anuló el matrimonio y me desembaracé de él —prosigue
Urraca haciendo caso omiso de la intervención de Juana.
—¿Te repudió? ¡Qué desgraciado! —interviene Berenguela alucinada con la
verborrea de su compañera de los dos últimos siglos.
—El matrimonio fue anulado por el papa porque dijo que éramos primos.
—No lo entiendo, por esa regla de tres no serían reyes la mitad de los
que están aquí —añade Berenguela mirando a los compañeros que comparten con
ellas el Paseo de las Estatuas.
—De todas formas, mi ex siguió tocándome las narices intentando
anexionarse todos los territorios de mi corona —prosigue Urraca que parece
haber tomado impulso con lo de hablar—. ¡Gañán! Pero no consiguió nada.
¡Desafiarme! ¡A mí! ¡Yo fui la primera reina de Europa! He batallado contra
musulmanes y cristianos para defender hasta el último rincón del reino. Y el
imbécil de mi ex que si me quiere quitar un condado, que si le corresponde una
villa... me estuvo puteando durante años, y cuando mi hijo creció también me
fastidió, esta vez por un obispo toca narices.
Ante la mirada interrogante de sus compañeras por la inclusión de un
obispo en las cuitas del reino de León, Urraca prosigue:
—Por si no tuviera suficiente con el bestia de mi ex, el obispo de
Santiago de Compostela también cuestionó mi reinado poniendo a mi propio hijo
contra mí. Ese imbécil de Gelmírez, otro machirulo meapilas zampahostias…
—Vaya, veo que tuviste un reinado muy complicado —tercia Juana a la que,
después de tantos años viviendo en un convento, le rechinan los exabruptos que
está oyendo, más si salen de la boca de una mujer, por mucha razón que tenga ésta
para insultar.
—Urraca, la Temeraria, me llamaron mis enemigos. Hazte una idea —contesta
ufana la reina peleona—. Diecisiete años disputando con todo el mundo y simplemente
porque era mujer. A muchos les molestó que en lugar de buscar el apoyo de un
marido tomara como amantes a quienes, con sus mesnadas, podían defender mis
posesiones. Hice de León un reino fuerte.
—Gracias a mí se unieron después Castilla y León —tercia Berenguela—.
Dejé a mi hijo Fernando un reino igualmente fuerte y también grande.
—El que heredó mi madre Isabel para pasármelo a mí —añade Juana—. Ni siquiera
mi padre, que la sobrevivió, pudo reinar en él, supuestamente claro porque me
ninguneó de mala manera. Debí ser más fuerte, como vosotras, y pelear. Por
desgracia no tuve coraje. En cambio, mi madre, esa sí que tenía muy claro lo de
reinar, y redaños: lo suyo era suyo y lo de mi padre de él, por mucho que
estuvieran casados cada uno era dueño de lo que aportaban al matrimonio.
—Separación de bienes lo llaman ahora —interviene Berenguela—. Se lo oí
decir a unas chicas el otro día cuando paseaban por aquí.
—Pues hizo muy bien tu madre —añade Urraca—. Nosotras parimos
nosotras decidimos.
—¿A qué viene eso? —pregunta Juana.
—Lo oigo cuando se manifiestan mujeres por aquí cerca. Me mola —Urraca contagiada
con el habla de la ciudad pierde a veces el acento gallego.
—Ahora ya están cambiando las cosas —concilia Berenguela.
—¿Tú crees? —recela Urraca.
—He oído que la heredera al trono es una chica, Leonor creo que se
llama.
—Pero porque no tiene hermanos —añade Juana—. Han pasado siglos y
seguimos igual: las mujeres reinan cuando no hay hombres en la línea sucesoria.
—Debería ser por votación, sería lo justo ¿no creéis? —exclama
Berenguela.
—¡Qué dices! Eso no es monarquía eso es… ¡República! ¡Quita, quita,
mentecata! —la regaña Urraca—. Que reine el vástago mayor, sea del sexo que
sea, esa debería ser la regla.
—Y con el respaldo de la representación popular en forma de comunidades que
puedan rechazar los dictados del monarca si estos afectan negativamente al
reino —añade Juana—. Eso es lo que pedían mis queridos comuneros y a los que yo
no apoyé como debería. Cuánto hubiera cambiado la historia si hubieran
triunfado y cuánta culpa tengo yo.
—No le des más vueltas, Juana. A lo hecho, pecho —la reprende Urraca
pragmática—. Habrá que seguir esperando para que las cosas cambien a mejor.
—Pues me da que esto va para largo —añade Berenguela—. Tú reinaste en el
siglo XI, yo en el XIII y Juana en el XVI, y las tres con el recelo de los
hombres. Estamos en el siglo XXI y la sucesión sigue igual, prevalece el varón
sobre la mujer. Ya ves, mucho «me too», mucho empoderamiento femenino y… «ná de
ná». Esto es un asco.
—Paciencia, querida Berenguela —la tranquiliza Urraca—. Todo se andará.
A nosotras lo que nos sobra es tiempo. ¡Somos estatuas!
—Y, además, —añade Juana— esperar aquí es muy entretenido.