Leer, el remedio del alma

Leer, el remedio del alma
Imagen creada por Ilea Serafín

17 de febrero de 2025

¡Abrid la puerta!

 

—Una muestra de la típica chulería madrileña. Nombrar como Puerta a lugares donde no hay ninguna.

Así se expresaba Arnaldo cuando en la ruta turística de la que era guía mostraba la Puerta del Sol. Solía ser bastante cáustico con este tema, quizás fuera el daño colateral de la vergüenza que sintió cuando, recién llegado de su pueblo manchego, preguntó dónde estaba la puerta de la famosa Puerta del Sol. Desde entonces sentía cierta inquina hacia esos lugares que, para él, no eran más que una fanfarronada del pueblo de Madrid.

Lo cierto es que eran varios los sitios dispersos por la ciudad, plazas habitualmente, que se llamaban puerta de… y en los que ninguna puerta se hallaba en ellos. Puerta de Moros, Puerta del Ángel, o la famosísima Puerta del Sol en la que en ese momento se encontraba, eran ubicaciones que suelen llamar la atención al foráneo de Madrid, porque no hay puerta ni nada que se le parezca.

Para seguir con la broma, Arnaldo obviaba a sus clientes el origen de esos nombres que hacían referencia, mayoritariamente, a las puertas que en su día hubo en las diferentes murallas que circundaban la ciudad en tiempos pretéritos.

El tema de no existir puerta era el motivo de muchas bromas y recochineo por parte de Arnaldo con sus amigos, familiares y, por supuesto, sus clientes cuando de guía ejercía.

—En Madrid tienen afición a presumir de cosas que no poseen, como lo de las puertas. Puerta del Sol… ¿ustedes ven alguna? No, ¿verdad?  Son unos chulos, si no tienen algo, se lo inventan. Además, una muestra absurda, porque si no hay puerta, ni entras… ni sales, ja, ja, ja.

Algunos de los turistas no le encontraban la gracia a que un guía de una ciudad se mofara del lugar que enseñaba, pero la mayoría le seguían la broma y se reían con él.

Una noche, volviendo de tomar unas copas con otros colegas, pasó por una de esas puertas de las que solía burlarse, una que, además, le provocaba su mayor nivel de comentarios hirientes: la Puerta Cerrada. Allí, como era de esperar, no había puerta, ni cerrada, ni abierta. Por eso mismo, Arnaldo se mofaba con mayor escarnio porque solía transitar por la plaza pavoneándose de que, ahí no estaba nada cerrado pues podía moverse con total libertad.

Aquella noche, aunque no tenía el público que solía secundar sus bromas, hizo lo propio, cruzar la plaza con cierta soberbia demostrando al aire que ninguna puerta cerrada le impedía el acceso al lugar.

Cuando se acercó a la cruz, ubicada donde antaño estuvo una de las puertas de la muralla medieval y que se encuentra en el centro de dicha plaza, le pareció escuchar un chirrido. Como el que hace una puerta con las bisagras mal engrasadas.

—Será cosa de los tres cubatas que me he pimplado —se dijo Arnaldo y no le dio mayor importancia.

El ruido chirriante volvió a repetirse y Arnaldo agudizó el oído comprobando que ese sonido provenía de la citada cruz situada en el centro. A pesar de la hora tardía no se veía nadie alrededor, algo que era también inusual pues en Madrid siempre hay alguien circulando por la calle por muy tarde que sea.

Arnaldo se acercó al centro de la plaza y, cuando estaba justo a los pies de la cruz, el ruido de bisagra se repitió, seguido de un golpe fuerte, como el que hace una puerta al cerrarse. Se giró y comprobó que algo le impedía retroceder, palpó con las manos y lo que debería ser aire era algo duro, consistente, que le prohibía salir de allí. Desde su posición podía observar el resto de la plaza, pero él se hallaba encerrado en una especie de jaula transparente. Sacudió la cabeza creyendo que algo le estaba haciendo alucinar, aunque, lo cierto es que no podía salir de ahí. Empezó a ponerse nervioso.

Al cabo de bastantes minutos, un barrendero municipal hizo acto de presencia y Arnaldo le llamó, pero el operario no reparó en él, llevaba unos auriculares y parecía aislado de su entorno oyendo vete a saber tú qué. Arnaldo comenzó a aporrear la pared transparente que lo encerraba y a hacer aspavientos hasta que el operario pasó a medio metro escaso de donde él estaba, imposible no verlo. Sin embargo, el limpiador, que incluso llegó a cruzar su mirada con la de él, no dio muestras de haberlo visto.

Arnaldo creyó estar inmerso en una pesadilla de la que quería despertar.

Con las primeras luces del día llegaron también transeúntes camino a sus trabajos o a diferentes quehaceres, teniendo como resultado el mismo que con el barrendero en cuanto a darse cuenta de la presencia de Arnaldo.

Desesperado, comenzó a gritar para comprobar que nadie oía su voz. Ni le veían ni le oían. Una puerta inexistente se había cerrado dejándole atrapado en un lugar inaccesible. ¡No podía ser! Una puerta no se puede cerrar si no existe, pensó, Arnaldo, aunque, siguiendo ese razonamiento, tampoco podría abrirse. Comenzó a hiperventilar y, aferrándose a la idea de que aquello era una pesadilla de la que, tarde o temprano, se despertaría, decidió esperar y no dejarse llevar por el pánico.

—En algún momento me despertaré y esto se habrá acabado.

***

—Señoras y señores, estamos en uno de los lugares más antiguos de Madrid: Puerta Cerrada. En este lugar se encontraba una de las puertas de la antigua muralla cristiana del siglo XII. Su nombre es debido a que permanecía casi siempre cerrada por la peligrosidad que suponía ya que, al ser muy estrecha y tener recodos, era aprovechada por los maleantes para asaltar a quienes por ella transitaban.

Tras esta explicación el guía dejó que el grupo de turistas hiciera fotos a la cruz que representa la antigua ubicación de la puerta. Mientras la clientela se hacía selfies, el cicerone añadió:

—Se considera este lugar un sitio misterioso. Dicen que en el silencio de la noche se oye la voz de un hombre que grita «¡Abrid la puerta!».

 







31 de enero de 2025

Un techo bajo el que cobijarse (La casita de alquiler)

 Este relato es un ejercicio para el taller de escritura del Colectivo Bremen. Siguiendo con nuestra intención de versionar cuentos de los hermanos Grimm, en esta ocasión el cuento elegido para emular es "Hansel y Gretel" también llamado "La casita de chocolate".


UN TECHO BAJO EL QUE COBIJARSE (LA CASITA DE ALQUILER)

 

No tenían dónde caerse muertos, esa era la cruda realidad. Las oportunidades laborales en la España vaciada eran nulas por lo que ese mundo rural cada vez estaba más vacío.

Los mellizos Hugo y Greta sabían que tenían que irse del pueblo si querían salir de la miseria y la depresión. Les gustaba el lugar donde habían nacido, pero allí no había futuro.

Como siempre habían estado juntos desde que nacieron, decidieron buscar oportunidades los dos a la vez y se fueron a la gran ciudad. Hugo consiguió un trabajo antes de partir pues un compañero del colegio que se había ido un año antes le había encontrado un puesto en una hamburguesería, pero Greta no había tenido tanta suerte. Aun así, decidieron seguir con el plan de irse juntos, aunque solo uno de ellos tuviera trabajo. Seguro que una vez instalados algo habría para ella.

Nada más llegar, y de manera provisional, se alojaron en el piso compartido del amigo de Hugo, durmiendo en un pasillo en sendos colchones y con la maleta como armario.

—Hay que buscar alojamiento —le dijo Hugo a su melliza— aunque la cosa está chunga. Ahora soy consciente de lo importante que es tener un techo bajo el que cobijarse.

De todas las dificultades que se imaginaron hallar en la gran ciudad nunca pensaron que lo de encontrar una casa fuera la peor y, sobre todo, la más cara. El paupérrimo salario de Hugo apenas llegaba para comprar algo de comida y ropa, ni de lejos servía para cubrir los gastos de un alquiler. Sumidos en la desesperación y creyendo que tendrían que volver al pueblo, los dos mellizos veían el panorama muy negro.

Sin embargo, un día, un anuncio del «20 minutos» que Hugo pilló en el metro les llamó la atención.

«Jubilada ofrece su casa para compartir con gente joven. Dos habitaciones, salón, baño y cocina. 100 euros.»

Intuyendo que ahí había algo de trampa decidieron igualmente responder al anuncio. Al tercer timbrazo en la puerta les abrió una mujer mayor.

—La casa está en buenas condiciones —le explicó la anciana—. Es espaciosa, yo solo utilizaré el cuarto más pequeño donde paso todo el día. El resto de la vivienda está a vuestra entera disposición.

—¿Todo esto por 100 euros al mes? — preguntó Hugo estupefacto.

—Sí, ese es el precio. Tan solo habría una condición y es que me tengáis en cuenta a la hora de cocinar. No veo bien y apenas puedo caminar, así que cuando os hagáis la comida solo os pido que pongáis un poco más en otro plato y me lo llevéis a la habitación. Yo como muy poco, igual que un pajarito.

Los mellizos pensaron que era un buen trato.

—¡Esto es un chollo! —exclamó Hugo que seguía estupefacto—. ¡Vamos a tener un techo bajo el que cobijarse!

En el tema de la comida, y para ahorrar, Hugo traía a menudo hamburguesas de su lugar de trabajo porque se las dejaban a precio de coste.

—¡Ay, hija! Te agradezco la intención, pero mi colesterol no me permite tanta grasa. Unas verduras salteadas con un poco de ajo serían estupendas para mi mermada salud —espetó la abuela cuando apareció Greta con una de las hamburguesas.

Greta, salió de la habitación y bajó al chino que había en los bajos del edificio a buscar algo de verdura y ajo para cocinárselos a su casera.

—¡Muchas gracias, guapa! —dijo la anciana cuando se comió la verdura—. Ya que estás aquí… ¿Podrías ayudarme a ir al baño? La muleta me molesta para sentarme en el inodoro y sin ella temo caerme.

Una vez en el baño, y después de hacer sus necesidades, la anciana volvió a suplicar a Greta:

—¡Qué torpe soy! Me he manchado. ¿Serías tan amable de ayudarme a ducharme? Solo será un momento.

Greta la duchó, aseó y cambió la ropa.

—Coge la ropa sucia y cuando vayas a poner la lavadora, me haces la colada —pidió de nuevo la casera tras acostarse recién duchada y con un camisón limpio.

Las exigencias de la abuela cada día eran más. Como Hugo se pasaba casi todo el día en el burguer y, dado que Greta aún no había encontrado trabajo era ésta quien se encargaba de atenderla, trabajando a tiempo completo con la anciana, aun así, era un buen trato porque pagar 100 euros por aquella casa era una bicoca.

—Buscaré trabajo por las tardes si me tiro las mañanas atendiendo a la vieja —le dijo Greta a su hermano.

—¡Greta! —se oyó a la casera desde su cuarto— Mañana acompáñame al médico.

—Mira, puedes tomarte esto como un trabajo a cambio de vivir casi gratis los dos —le consoló Hugo viendo la cara de fastidio de su hermana.

—Es que cada día la noto más borde. Antes me pedía las cosas por favor, pero ahora… casi es una exigencia. Además, si tardo en atender sus demandas, me grita e, incluso, un día llegó a insultarme. No sé, Hugo, esto no me gusta demasiado.

—Greta, que pagamos solo 100 euros de alquiler. No vamos a encontrar nada igual en ningún sitio. Tenemos un techo bajo el que cobijarse.

Así quedaron los hermanos entonces. Él iba a trabajar al búrguer y ella atendía a la anciana.

Un día en que Hugo apareció por la casa antes de los esperado (habían tenido una inspección sanitaria y les habían cerrado temporalmente el local a los dueños de la hamburguesería), la vieja le dijo:

—Se ha roto la caldera. ¡Arréglala!

—Yo no tengo ni idea, señora.

—Seguro que es algún tornillo que se ha aflojado —replicó la anciana—. Y si no, busca en internet un tutorial.

Así lo hizo Hugo y, contra todo pronóstico, arregló la caldera. Días después tuvo que desatascar el lavabo, encolar una silla y arreglar una ventana que cerraba mal. Los días que estuvo sin ir al trabajo, por lo del cierre sanitario, tenía tiempo de sobra, pero cuando tuvo que regresar, después del soborno correspondiente al inspector de turno, Hugo empezó a agobiarse porque, tras horas interminables limpiando bandejas y barriendo suelos llenos de sobres de kepchup y mostaza, llegaba a casa cansado y debía seguir trabajando en las múltiples chapuzas que la casera no paraba de encontrar.

Tras llegar varios días tarde a la hamburguesería por quedarse dormido después de jornadas agotadoras arreglando desperfectos en la casa, Hugo fue despedido.

—Ahora sí que la hemos liado. No tenemos ni para pagar el alquiler, por muy bajo que sea.

—Si vamos a estar a su entera disposición, que sea ella la que se haga cargo de todos los gastos —propuso Greta—. Somos sus “internos” ¿no? Es más, debería pagarnos incluso ella algo a nosotros.

—¡Ay, hijos! Cobro una mísera pensión —fue la respuesta de la casera cuando los mellizos le plantearon trabajar con ella a cambio de techo y comida—. Comprad lo que podáis en el mercado, pero ya os aviso que no os puedo pasar mucho.

Era tan poco lo que la vieja les daba que apenas tenían para comer porque, otra de las condiciones de la nueva situación, fue que primero comía la casera y luego ellos, lo que se traducía en que los mellizos se alimentaban con las sobras que dejaba la anciana, que, aunque comiera como un pajarito, se zampaba unos buenos platos.

—¡No aguanto más! —estalló un día Greta—. Esta tía es una déspota, me tiene harta. Prefiero irme al pueblo de nuevo.

—¡De eso, nada! —espetó Hugo—. Hemos conseguido un techo bajo el que cobijarse y no pienso renunciar a él. Además, quizás tengamos una oportunidad. El otro día pillé una carta en la que se le anuncia el desahucio, porque resulta que la tía también está de alquiler, la muy bruja, y, además, uno de esos de renta antigua. Total, que la van a echar y, según pude entender, la van a llevar a una residencia de ancianos.

—O sea, que nosotros también nos vamos a la calle —añadió Greta alicaída.

—O no. Podemos hablar con el verdadero propietario y llegar a un acuerdo.

Tal como había predicho Hugo, la anciana fue expulsada de su casa para ingresarla en una residencia donde la lavarían y darían de comer otros. Hugo y Greta contactaron con el dueño que resultó ser un fondo buitre que pedía por el alquiler de esa vivienda 2.500 euros, algo inalcanzable para los mellizos.

Sin embargo, los hermanos no se dieron por vencidos y llegaron a un acuerdo con el dueño inversor.

Gracias a arreglar los desperfectos de la casa de su antigua casera, Hugo estaba cualificado para encargarse del mantenimiento de todo el edificio pues el resto del inmueble estaba en condiciones muy similares a lo que había sido su hogar. A cambio de encargarse de solucionar los inconvenientes diarios de una construcción antigua (fugas de agua, ventanas desencajadas, etc.) y de limpiar las zonas comunes, los mellizos tenían derecho a disfrutar de un cubículo de diez metros cuadrados situado en el sótano. Como los desperfectos eran continuos y el trasiego de vecinos constante (todos los pisos se habían reconvertido en alojamientos turísticos), estas labores requerían dedicarse a tiempo completo por parte de los dos hermanos impidiéndoles buscar otro trabajo mejor remunerado.

Ni siquiera tenían tiempo libre para salir a la calle y ver la luz del sol que se les negaba en el cuchitril en el que habitaban. Toda su vida transcurría en ese edificio. Cuando Greta comenzó a dudar sobre la decisión de huir del pueblo para vivir así, su hermano la sacó de su error.

—No nos podemos quejar. Tenemos un techo bajo el que cobijarse.

 






Hada verde:Cursores
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