—Una muestra de la típica chulería madrileña. Nombrar como Puerta a
lugares donde no hay ninguna.
Así se expresaba Arnaldo cuando en la ruta turística de la que era guía
mostraba la Puerta del Sol. Solía ser bastante cáustico con este tema, quizás
fuera el daño colateral de la vergüenza que sintió cuando, recién llegado de su
pueblo manchego, preguntó dónde estaba la puerta de la famosa Puerta del Sol.
Desde entonces sentía cierta inquina hacia esos lugares que, para él, no eran más
que una fanfarronada del pueblo de Madrid.
Lo cierto es que eran varios los sitios dispersos por la ciudad, plazas
habitualmente, que se llamaban puerta de… y en los que ninguna puerta se
hallaba en ellos. Puerta de Moros, Puerta del Ángel, o la famosísima Puerta del
Sol en la que en ese momento se encontraba, eran ubicaciones que suelen llamar
la atención al foráneo de Madrid, porque no hay puerta ni nada que se le
parezca.
Para seguir con la broma, Arnaldo obviaba a sus clientes el origen de
esos nombres que hacían referencia, mayoritariamente, a las puertas que en su
día hubo en las diferentes murallas que circundaban la ciudad en tiempos
pretéritos.
El tema de no existir puerta era el motivo de muchas bromas y recochineo
por parte de Arnaldo con sus amigos, familiares y, por supuesto, sus clientes
cuando de guía ejercía.
—En Madrid tienen afición a presumir de cosas que no poseen, como lo de
las puertas. Puerta del Sol… ¿ustedes ven alguna? No, ¿verdad? Son unos chulos, si no tienen algo, se lo
inventan. Además, una muestra absurda, porque si no hay puerta, ni entras… ni
sales, ja, ja, ja.
Algunos de los turistas no le encontraban la gracia a que un guía de una
ciudad se mofara del lugar que enseñaba, pero la mayoría le seguían la broma y
se reían con él.
Una noche, volviendo de tomar unas copas con otros colegas, pasó por una
de esas puertas de las que solía burlarse, una que, además, le provocaba su
mayor nivel de comentarios hirientes: la Puerta Cerrada. Allí, como era de
esperar, no había puerta, ni cerrada, ni abierta. Por eso mismo, Arnaldo se
mofaba con mayor escarnio porque solía transitar por la plaza pavoneándose de
que, ahí no estaba nada cerrado pues podía moverse con total libertad.
Aquella noche, aunque no tenía el público que solía secundar sus bromas,
hizo lo propio, cruzar la plaza con cierta soberbia demostrando al aire que
ninguna puerta cerrada le impedía el acceso al lugar.
Cuando se acercó a la cruz, ubicada donde antaño estuvo una de las
puertas de la muralla medieval y que se encuentra en el centro de dicha plaza,
le pareció escuchar un chirrido. Como el que hace una puerta con las bisagras
mal engrasadas.
—Será cosa de los tres cubatas que me he pimplado —se dijo Arnaldo y no
le dio mayor importancia.
El ruido chirriante volvió a repetirse y Arnaldo agudizó el oído
comprobando que ese sonido provenía de la citada cruz situada en el centro. A
pesar de la hora tardía no se veía nadie alrededor, algo que era también
inusual pues en Madrid siempre hay alguien circulando por la calle por muy
tarde que sea.
Arnaldo se acercó al centro de la plaza y, cuando estaba justo a los
pies de la cruz, el ruido de bisagra se repitió, seguido de un golpe fuerte,
como el que hace una puerta al cerrarse. Se giró y comprobó que algo le impedía
retroceder, palpó con las manos y lo que debería ser aire era algo duro,
consistente, que le prohibía salir de allí. Desde su posición podía observar el
resto de la plaza, pero él se hallaba encerrado en una especie de jaula
transparente. Sacudió la cabeza creyendo que algo le estaba haciendo alucinar,
aunque, lo cierto es que no podía salir de ahí. Empezó a ponerse nervioso.
Al cabo de bastantes minutos, un barrendero municipal hizo acto de
presencia y Arnaldo le llamó, pero el operario no reparó en él, llevaba unos
auriculares y parecía aislado de su entorno oyendo vete a saber tú qué. Arnaldo
comenzó a aporrear la pared transparente que lo encerraba y a hacer aspavientos
hasta que el operario pasó a medio metro escaso de donde él estaba, imposible
no verlo. Sin embargo, el limpiador, que incluso llegó a cruzar su mirada con
la de él, no dio muestras de haberlo visto.
Arnaldo creyó estar inmerso en una pesadilla de la que quería despertar.
Con las primeras luces del día llegaron también transeúntes camino a sus
trabajos o a diferentes quehaceres, teniendo como resultado el mismo que con el
barrendero en cuanto a darse cuenta de la presencia de Arnaldo.
Desesperado, comenzó a gritar para comprobar que nadie oía su voz. Ni le
veían ni le oían. Una puerta inexistente se había cerrado dejándole atrapado en
un lugar inaccesible. ¡No podía ser! Una puerta no se puede cerrar si no
existe, pensó, Arnaldo, aunque, siguiendo ese razonamiento, tampoco podría
abrirse. Comenzó a hiperventilar y, aferrándose a la idea de que aquello era
una pesadilla de la que, tarde o temprano, se despertaría, decidió esperar y no
dejarse llevar por el pánico.
—En algún momento me despertaré y esto se habrá acabado.
***
—Señoras y señores, estamos en uno de los lugares más antiguos de
Madrid: Puerta Cerrada. En este lugar se encontraba una de las puertas de la
antigua muralla cristiana del siglo XII. Su nombre es debido a que permanecía
casi siempre cerrada por la peligrosidad que suponía ya que, al ser muy
estrecha y tener recodos, era aprovechada por los maleantes para asaltar a quienes
por ella transitaban.
Tras esta explicación el guía dejó que el grupo de turistas hiciera
fotos a la cruz que representa la antigua ubicación de la puerta. Mientras la
clientela se hacía selfies, el cicerone añadió:
—Se considera este lugar un sitio misterioso. Dicen que en el silencio
de la noche se oye la voz de un hombre que grita «¡Abrid la puerta!».