Hace tiempo que quiero escribirte, pero hasta ahora no me he decidido.
Sé que debería haberlo hecho mucho antes porque este tipo de carta se escribe
cuando hace poco que la persona a la que va dirigida se acaba de marchar y tú
te fuiste hace ya mucho tiempo. También es cierto que esos mensajes suelen ser
despedidas y yo no me quise despedir de ti en un estúpido
intento de no aceptar que te habías ido.
Muchos afrontan la pérdida de un ser querido conjurando la tristeza con
palabras en recuerdo del ausente, yo no. Cuando te fuiste no sabía qué
escribir, no tenía ganas. Me dije que algún día lo haría, que el momento
llegaría por sí solo y así fue. El momento ha llegado, diez años después de tu
marcha.
Hace unas semanas fue tu cumpleaños, si aún estuvieras aquí la tarta tendría
cien velas: si aún estuvieras aquí habrías cumplido cien años. La cifra es
redonda y no sé cómo lo habríamos celebrado porque a ti ese tipo de fiestas no
te gustaban demasiado. Tu coquetería era incompatible con decir tu edad. Es
cierto que siempre pareciste más joven de lo que eras en realidad y tú lo
llevabas a gala; cuando hacían apuestas sobre los años que tenías, y al ver que
nadie acertaba y todos daban cifras muy por debajo de la real, sonreías ufana y
te negabas rotundamente a sacar a nadie de la duda.
Sí, eras muy coqueta. En todos los sentidos. No recuerdo haberte visto
nunca con un chándal, ni siquiera con pantalones ni zapato plano; por eso, cuando
yo era una niña, me resultaban tan extrañas unas fotos donde aparecías muy
joven montada en la moto del entonces tu novio —el que después sería mi padre—, vestida con unos pantalones pitillo y calzada con unas
bailarinas. No podía creer que fueras tú. Más me extrañó averiguar que ese
atuendo tan rompedor, en los años de tu juventud, te impidió entrar en una
catedral famosa por su sobriedad gótica y por la rigidez de
sus normas. Sonrío recordando esto, aún te oigo decir «La culpa fue de tu
padre. Si tuviera un coche llevaría falda y no me habría quedado fuera».
Quizás como consecuencia de aquella anécdota el día de tu boda también
quisiste llevar un atuendo original para entrar en otro templo —no era una catedral, pero sí una
majestuosa iglesia del barrio de Salamanca—. En los felices años sesenta
las mujeres se casaban de blanco y con un vestido largo, lo más largo posible y
que arrastrara una suntuosa cola por el suelo. Tú no. Tú decidiste ir de
blanco, sí, pero el vestido llegaba hasta media pantorrilla y el velo apenas
cubría los hombros. En aquella ocasión nadie te impidió acceder al templo, cómo
hacerlo si eras la elegancia personificada. Las fotos de tu boda también
sorprendieron mi niñez.
La verdad es que tu sencillez a la hora de vestir —en realidad era buen gusto— siempre llamó la atención
de propios y extraños.
Sabías ir a la contra. Si todas se casaban de largo, tú de corto. Si todas a los cuarenta ya tenían cuatro o cinco hijos, tú eras madre primeriza y, encima, con cesárea (algo que te trajo muchos problemas y al médico que te trató también).
Otra cosa que llamaba la atención era tu habilidad cocinando y la presentación de
los platos que elaborabas. Esto último, a mí, me sorprendía más. No solo hacías
unos platos riquísimos, además los colocabas en la mesa con detalles que
hacían aún más apetecible el guiso. Antes de que los chefs de la tele nos
dieran lecciones de estética culinaria, tú ya nos tenías acostumbrados en casa
a poner una ensaladilla rusa adornada
con pimientos de piquillo y alcaparras sobre una cubierta, perfectamente
uniforme, de mahonesa casera. O cuando nos preparabas filetes empanados, que
todos nos preguntábamos cómo diantres te salían todos exactamente iguales,
parecían clones, ni uno más hecho que otro ni con más pan rallado, idénticos. O
la tortilla de patata, ni poco cuajada ni muy seca. O las croquetas hechas a
mano y, como los filetes empanados, idénticas entre sí.
También se te
daba estupendamente calibrar la calidad de un buen café. Clasificabas las zonas
cercanas a nuestra casa en función del café que servían en los establecimientos
de hostelería. «Ahí ponen un café aguado» «Allí el café es pasable» «Aquí el
café es muy bueno, se nota que lo muelen en el momento ¿notas el aroma?» Aún
hoy entro en las cafeterías que a ti te gustaban y me pido un café, aunque yo no
tengo el mismo paladar exquisito que tú.
Estuve en tu pueblo natal hace un par de años. De vuelta de un viaje a las Rías Bajas decidimos abandonar la autovía para hacer una breve parada allí. Qué cambiado está, no sé si te gustaría cómo la pequeña ciudad donde diste tus primeros pasos se ha convertido en un reclamo para turistas que hacen el camino de Santiago y que quieren degustar el mejor pulpo del mundo. Sí, en los últimos años el pulpo a feira le ha dado mucha notoriedad, y no, yo tampoco entiendo cómo un lugar de tierra adentro, alejado de la costa, se ha ganado la fama de preparar un plato así.
Ahora todo está lleno de hoteles y albergues para peregrinos.
Me acuerdo de un día que nos topamos, cerca de la casa de tu madre, con un
grupo de diez personas que estaban haciendo el camino. Como era lógico iban sucias de polvo y sudorosas por el
esfuerzo —y por el sol
de justicia que en verano puede castigar Galicia—. Desde tu pueblo a Santiago hay dos jornadas andando,
y ante la inminencia de llegar a su destino con esa presencia tan lamentable tú
exclamaste: «Ya buscarán algún sitio donde asearse porque con esa pinta no se
puede visitar al Santo». Lógica tu
observación, si a ti en otra catedral no te dejaron entrar con pantalones menos
deberían franquear el paso a quien huele a choto. Aunque es cierto que el
templo compostelano ya tiene en cuenta la posibilidad de olores desagradables y
para ello poseen un incensario de proporciones asombrosas.
Recuerdo un día que asistimos a misa mayor en la catedral. El recinto
estaba a rebosar de fieles y como era día litúrgico especial se usaría el botafumeiro.
Nunca lo había visto y quise estar lo más cerca posible colocándome con tu
hermano justo debajo donde el armatoste iba a “volar”, tú en cambio te quedaste
en la nave central, alejada del crucero. Desde tu posición apenas se veía el
balanceo impresionante del botafumeiro y cuando te lo hicimos ver, te
encogiste de hombros y no te moviste de tu sitio; nosotros nos fuimos al transepto
dispuestos a disfrutar en primera línea del espectáculo. Cómo me acordé de ti
cuando aquello empezó a balancearse. En pocas ocasiones he pasado tanto miedo y
nunca he rezado tanto (algo que, dado el lugar, era lo más adecuado). Cada vez
que ese mastodonte de plata pasaba a centímetros sobre mi cabeza, yo no hacía
más que pedirle al Santo que por lo que más quisiera los engranajes soportaran
el peso y no se soltara porque de lo contrario allí iban a rodar más cabezas
que en la Revolución Francesa.
Aún recuerdo cómo sonreías con cierta malevolencia al verme pálida tras
acabar la misa: «¿Qué? ¿Disfrutaste?» Creo que te eché en cara que deberías
habérmelo avisado, pero tú me dijiste —con
la misma sonrisa maliciosa—
que era muy seguro y que los tiraboleiros eran gente seria y
responsable. No lo dudé, pero el caso es que ahora ya no se permite que haya
público justo debajo, por algo será.
Gallega de pro, pero madrileña de elección. Amabas tu tierra natal,
aunque preferías Madrid. Disfrutabas mucho de la urbe, te encantaba ir a
lugares llenos de gente. Y amabas la diversidad. Cuántas veces te oí decir: «En
Madrid todo el año es carnaval. Te sientas en una terraza y en media hora has
visto a gente vestida de mil maneras a cuál más rara».
Tu acento gallego lo adquirías nada más entrar a Galicia por Piedrafita,
pero te desprendías de él, como un abrigo cuando se va de un clima frío a otro caluroso,
en cuanto llegabas a Madrid. Nadie sospechaba que eras gallega si no lo decías,
y cuando se enteraban muchos se asombraban para decir inmediatamente: «No
pareces gallega», algo que tú (y yo también) no sabías cómo interpretar, como
si ser de Galicia se notara en la cara. Hablabas de tu tierra con nostalgia
comedida, la que da el recuerdo de un tiempo y un pasado que se fueron y a los
que tampoco hay que dar demasiadas vueltas.
Algunas amigas paisanas tuyas, que también se establecieron en la
capital, deseaban (y llegado el momento lo hicieron) volver a sus pueblos cuando
ellas y sus maridos envejecieran. Te preguntaban a menudo si tú harías lo mismo
y sin dudarlo ni un segundo contestabas con un escueto y rotundo no.
Eras de pocas palabras, pero las pocas que decías eran auténticas
sentencias. Frases lapidarias y llenas de sentido común. Siempre concisa, siempre
directa al grano. A veces adornabas tus frases con cierta socarronería y humor
ácido, algo que muchos no sabían detectar porque cuando hacías eso ponías tu
semblante más serio y, quien no te conocía, no sabía si estabas de broma o no.
Esto es algo que, me temo o me congratulo, yo he heredado de ti, pero en una
versión más suave porque la maestra eras tú. Cuando me dicen qué retranca me
gasto siempre pienso que si fueras tú aún sería peor, o mejor, según se mire.
Aunque siempre presentabas un semblante serio, te gustaban mucho las bromas.
La abuela me contó que un día, siendo novios, le ofreciste un vaso de orujo
gallego a mi padre, haciéndole creer que era agua. Él, confiado, le dio un
trago largo que le hizo lagrimear más de media hora.
Recuerdo el día que unos compañeros de universidad vinieron a casa a
estudiar y tú, al abrirles la puerta les dijiste, toda seria, claro, que yo no
estaba pero que si querían les ponías algo para comer. Fueron las carcajadas
que solté desde el lugar donde yo me hallaba escondida las que sacaron de su
estupor a mis colegas universitarios. Menuda cara de pánfilos se les quedó.
Cuánto nos reíamos tú y yo recordando aquel día.
Recuerdo todo esto y
pienso en ti, te veo, te escucho. Disfruto rememorando y recreando estas
situaciones pasadas porque lo hago con una sonrisa, con nostalgia comedida, la
que tú tenías hacia tu tierra, la que se siente por algo que sabemos que se
fue, que no tiene vuelta atrás y que, por mucho que nos rebelemos, no podemos
cambiar. Así asumo la pérdida y la hago más llevadera: recordándote con humor,
con ese humor que heredé de ti.
Aunque estés presente en
multitud de ocasiones sin necesidad de escribir nada, este mes cumplirías cien
años y te recuerdo con esta carta. Así siento que, en cierta manera, no te has
ido, al menos no te has ido del todo.
Ay qué carta tan descriptiva, la he visto claramente a través de tí completando la imagen que tengo de ella. Feliz cumpleaños porque ella aún está, en vosotros!!! Un abrazo.
ResponderEliminarHola, Nieves
EliminarTú que la conociste ya te haces una buena imagen. Creo, al igual que tú, que los que se van siempre permanecen en quienes los recuerdan, y recordar es una manera de rendirles homenaje y tenerlos aún con nosotros.
Un besote, guapa.
Qué carta tan bonita.
ResponderEliminarY qué suerte que estuviera contigo hasta los noventa años. La mía se fue con 67, de repente, sin aviso. La encontré yo y desde entonces todo es diferente.
Me encantaría ver esa foto de la moto, y me he imaginado la bromaatus compañeros.
Muy feliz tarde y gracias por compartir este escrito tan precioso.
Hola, Gemma.
EliminarRespondiendo a tu deseo acabo de poner dos fotos, la de la moto y una del día de su boda.
Es duro perder una madre y más si se va joven. Siento mucho tu experiencia, debe de ser terrible. Mucho ánimo.
Un besote.
Muchas gracias, qué fotos tan tan bonitas.
EliminarEn mi caso fue duro porque la encontré yo el día que hacía dos años de la muerte de su único hermano. Y ya sabes como es eso, vino la policía, fue horrible...y a los pocos días nos confinaron, y se nos murió su gato, tuvimos covid pero del horrible porqu een aquel momento nadie tenía vacunas, y al mes miurió un amigo, a los dos meses mi suegro, solo y sin funeral, y nosotros sin poder salir...y no sigo.
El otro día fue el aniversario y lo llevé muy mal, pero hemos hablado y hay que seguir, entre todos estamos tirando y como me dijo el otro dí a una conocida: tu madre se pasaba la vida riendo y no soportaría veros así.
Ya no te aburro más, es que llevo una semana nefasta, ahora toca remontar y ya hemos empezado con planes para ello.
Un abrazo.
Cuando un cúmulo de desgracias se nos vienen encima podemos vernos superados por la situación. Entiendo que estés muy afectada por todo lo que te ha tocado vivir. No soy yo quién para dar consejos, pero a través de tu blog sé que estás rodeada de gente que te quiere, apóyate en ellos y verás como poco a poco sales adelante. A veces hay que dar tiempo al tiempo, aunque este parezca que va muy lento.
EliminarUn abrazo y mucho ánimo, Gemma.
Por favor que homenaje escrito a tu madre, y es que según la ibas describiendo iba emocionándome en cada una de tus palabras, sobre todo me encanta eso de que tuviera sentido del humor y que fuera coqueta, en muchos aspectos me ha recordado a mi abuela que en eso, sobre todo en la coquetería se parecía mucho. Mi madre también lo es, no sale de casa sin salir pintadita y arreglada pero sin duda mi abuela Evo, de Evodia, le ganaba, era total.
ResponderEliminarY celebro que hayas heredado su sentido del humor, esa es la mejor herencia que podemos recibir de nuestros padres, algo de su personalidad. Yo dicen que tengo mucho d emi padre, y es algo de lo que me siento muy orgullosa.
Y sabes que a tu madre no la vas a olvidar nunca porque siempre tanto tu madre como mi padre van a estar con nosotras siempre en los recuerdos pero sobre todo en el corazón, porque el amor y el cariño jamás se marchan aunque ya no estén físicamente con nosotras y es algo que siento desde hace ya unos cuantos años.
Un beso enorme y gracias por compartir un gran y bonito homenaje a tu madre en su cien cumpleaños, estoy segura que sonríe feliz allá donde quiera que este.
Hola, Tere.
EliminarDicen que de mi madre he heredado el sentido del humor ácido, la mala leche y los ojos. En los dos primeros no sé si la herencia es igual o más atenuada que en ella, pero lo de los ojos me siento estafada porque ella los tenía preciosos de color gris verdoso, y yo los tengo de un color verde caqui con más caqui que verde. Encima, mi hija sí que ha heredado el mismo color de ojos que su abuela (aunque un poco más azul), puñetas.
Bueno, tendremos que conformarnos con lo que nos ha tocado.
Un besito.
Que bonito lo que has escrito de tu madre y qué alivio para tí haberlo podido hacer. Una evocación preciosa.
ResponderEliminarHola, Paul.
EliminarRecordar es revivir un poco, y me lo he pasado bien reviviendo esos momentos y anécdotas con mi madre.
Un abrazo.
Qué bonita y sentida carta en recuerdo de tu madre. Podría decirse aquello de que más vale tarde que nunca o que nunca es tarde cuando la dicha es buena. Quizá es mejor dejar pasar algún tiempo para dedicatorias de este tipo, pues todo se ve de forma más serena y objetiva, a diferencia de cuando uno está todavía con la pena recién estrenada.
ResponderEliminarMe ha hecho gracia lo de que le decían que no parecía gallega. A mi mujer y a mí, en Madrid, nos decían que no parecíamos catalanes, pero me temo que no era por la falta de acento (que no podíamos disimular, aunque sí mitigar), sino porque nos veían unas personas "normales", je,je.
Un beso.
Recuerdo la ocasión en que comentaste en una entrevista que te hicieron eso de que en Madrid te decían que no parecías catalán, y me hizo reír porque creo que no te hacía mucha gracia (perdona, pero vuelvo a reír recordando aquella lectura). Me temo que todos tenemos unos clichés muy simples sobre la forma de ser o actuar de colectivos (bien de lugares o profesiones o ideologías) y cuando alguien se sale de esos clichés (suele ser la mayoría) nos llama la atención porque no se ajusta a "nuestros baremos".
EliminarYo creo que con mi madre les extrañaba que no tuviera nada de acento porque es verdad que casi todos los gallegos lo mantienen con una mayor o menor intensidad. De hecho, tengo varios vecinos gallegos que llevan viviendo en Madrid más de cuarenta años y aún se les nota el acento, aunque atenuado.
Yo también creo que algunas cosas es mejor dejarlas reposar y desde la distancia que da el tiempo es más ecuánime lo que se cuenta.
Un beso.
Una preciosa carta que describe muy bien el carácter de tu madre. Se la puede una imaginar en muchas de sus actitudes y formas de comportarse y reaccionar ante ciertos hechos. No sé por qué me había imaginado que había muerto mucho más joven, pero claro, ya era mayor cuando tú naciste.
ResponderEliminarNo me extraña que no fueras capaz de escribir nada en el momento de su muerte. Cuando murió mi padre, yo escribí esa misma noche, medio anestesiada por el trauma, de haber esperado un día más, hubiera sido incapaz. De hecho, no he podido volver a leer lo que escribí.
Un precioso homenaje y un recuerdo que te quedará para siempre.
Un beso.
Recuerdo ese escrito y también recuerdo que me pareció muy valiente que lo hicieras tan seguido de su fallecimiento. Yo no hubiera sido capaz como ya he comentado. Cada uno reacciona ante la pérdida de un padre, una madre, de manera diferente. Es complejo afrontar esa situación y la mente tiene múltiples maneras de "defenderse" ante el dolor.
EliminarMi madre me tuvo con más de cuarenta años, algo muy raro en esos felices años sesenta, pero es que a ella le gustaba ir contra la corriente, ja, ja, ja.
Un besote.
Ains Paloma qué bonito, me ha encantado imaginarla a través de tus recuerdos y todo lo que tienes de ella. Está llena de amor y de añoranza porque esa pérdida siempre está ahi y ella siempre seguirá viva en ti.
ResponderEliminarMe ha emocionado tu homenaje en ese 100 aniversario.
Un beso enorme
Creo que se lo debía, Conxita, aunque pensar en escribir algo sobre ella me resultaba duro, pero la verdad es que he disfrutado recordando esas anécdotas con mi madre porque el recuerdo ha sido dulce. Te juro que he visto con nitidez la sonrisita que tenía cuando terminó la dichosa misa con el botafumeiro y me he echado a reír al mismo tiempo que me decía "qué mala sombra" y es que ella era así.
EliminarUn besote, guapa.
¡Precioso Paloma. Mi madre también hubiera cumplido cien años este cinco de Enero, la gran pena nuestra( la de los nueve hermanos) es que ella no llego a vivir ni la mitad del siglo( murio con cuarenta y ocho años), pero a excepción de la pequeña, tenia dos años cuando mi madre falleció, todos nos acordamos de ella constantemente y nos referimos a ella cuando queremos sentar catedra con un: " como decía mama...". Un beso.
ResponderEliminarCaray, Pura, eso sí que es un palo. Perder a una madre tan joven, y vosotros tan niños. Mi propia madre sufrió esa experiencia pero en su caso fue mi abuelo el que murió con cuarenta años y dejando sola a mi abuela con diez hijos. Hay que reconocer que la vida es muy bonita, pero a veces se comporta como una auténtica hija de p...
EliminarQue tú y tus hermanos aún la nombréis y recordéis es el mejor tributo que podéis hacerle.
Un beso grande.
¡Hola, Paloma! Maravilloso homenaje a tu madre por su centenario. Nos has permitido conocerla y mostrado a una persona sin duda excepcional, alguien con una personalidad y visión de la vida que me ha resultado irresistible. Como dice el refrán de tal palo, tal astilla, en este caso en el mejor de los sentidos. Un fuerte abrazo!
ResponderEliminarHola, David.
EliminarComo le he comentado a Tere, dicen que yo he heredado el humor ácido de mi madre y también la mala leche; ella tenía mucho genio y no se cortaba un pelo para cantarle las cuarenta a quien se le pusiera por delante, algo que yo también suelo hacer lo que me trae no pocos problemas, así que la herencia a veces... te la juega, ja, ja, ja.
Gracias por tus palabras.
Un abrazo grande.
Bonito homenaje a tu madre. Has descrito muy bien su carácter y personalidad. Según leía me venia a mi cabeza que tu eres muy parecida a ella. Recordar esos aspectos de tu madre en revivir sin distancia y con agrado es hablar de tu madre como si estaría contigo todavía. Me ha gustado saber y ver sus fotos para conocerla un poco más. Un abrazo.
ResponderEliminarQuien a los suyos se parece, honra merece. Haremos caso del refranero español que tan sabio es aunque algunas veces cuando mi marido me dice "eres igualita a tu madre" lo hace con un retintín que... no sé, no sé, ja, ja, ja.
EliminarSiempre es bueno recordar con humor y alegría a quien ya se fue.
Un abrazo, Mamen.
Hoy, pensando en lo poco que te muestras desde hace tiempo por aquí: me he dicho: ¿Cuál fue la última publicación de esta mujer? Y resulta que descubro esta carta, que pasó por delante de mis narices sin darme cuenta hasta ahora. ¿Será posible que los años, ya estén pasándome factura?
ResponderEliminarEn todo caso; y como dijo nuestro amigo Josep: "Nunca es tarde cuando la dicha es buena", y "más vale tarde que nunca" y por eso me hallo aquí, dándote las gracias por mostrarnos a una gallega de pro y madrileña de adopción, pero postinera.
Una madre, créeme, no debería morirse nunca. Pues ellas representan nuestra raíz esencial en lo que somos. Ya veo a quién has salido en retranca, sarcasmo, ironía y humor ácido corrosivo :) Y es que el recordar a tu madre, bien vale una sonrisa.
Gracias, de verdad, por compartir este escrito.
Muchos besos, amiga.
He disfrutado mucho escribiendo esta carta y recordando anécdotas de y con mi madre. Tienes razón, Javier, las madres debería vivir eternamente, pero no puede ser, así que haremos que su recuerdo perdure en el tiempo rescatando de la memoria momentos vividos con ella.
EliminarAhora mismo estoy desconectada de los blogs por agobio laboral y personal, pero intentaré ponerle remedio este finde mismamente porque escribir me relaja mucho.
Un besote grande.
increible tu blog
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