Pestañas

19 de mayo de 2024

Se necesita monarca, absténganse las mujeres

 

Llevan muchos años viviendo en el mismo lugar, el que llaman Paseo de las Estatuas del parque de El Retiro; las dos están rodeadas de varones que no las dirigen la palabra por su condición de mujeres. Cabría esperar que esa situación las incitara a hermanarse, pero cada una está sumida en su propia historia y nunca se han comunicado entre sí. Sin embargo, una nueva compañera ha recalado cerca y las saca de su ensimismamiento; la recién llegada es habladora y dicharachera.

No está mal este sitio —comenta la nueva mirando a su alrededor—, hay mucha animación, nada que ver con el encierro forzoso en el que estuve hasta mi muerte; menudo rollo de convento. Dijeron que estaba loca. ¿Loca? La locura me vino de estar sola todo el santo día. Yo quería mucho a mi Felipe, esa es la verdad, y llevé muy mal su muerte; el muy imbécil le llevó la contraria a mi padre y este se lo cargó, contaron que fue por beber un vaso de agua fría después de jugar a la pelota. ¡Ja! En fin, que me quedé hecha polvo sin mi hermoso marido, pero de ahí a enloquecer… ¡Ay! ¡Perdón! No me he presentado. Me llamo Juana, ¿y vosotras?  

Las dos aludidas, aún aturdidas por la verborrea de su nueva vecina, se miran entre sí dudando si seguir la corriente a la recién llegada o permanecer en el mutismo en el que se encuentran desde hace casi dos siglos. Una de ellas, decide contestar.

Me llamo Berenguela, y ella —mira a su compañera— es Urraca. Encantada.

Un placer —responde alegre Juana.

No dicen nada más esperando que la nueva se contente con esa escueta presentación. Quieren marcar distancia, la tal Juana no deja de ser una advenediza, al fin y al cabo, pero su silencio no ejerce el efecto deseado porque ésta quiere saber más.

—Supongo que vosotras también sois reinas, de lo contrario no estaríais en este paseo entre estatuas de reyes, claro. Disculpad mi ignorancia, pero no os reconozco. ¿Dónde y cuándo reinasteis?

Una vez más es Berenguela quien decide hablar.

—Bueno, en realidad yo solo fui reina unas semanas.

—¡Anda! ¿Y eso? —insiste Juana que no se da por vencida ante respuestas tan breves.

—Fui heredera del reino de Castilla hasta que nació mi hermano Fernando, pero se murió antes que mi padre. Otro hermano mío más pequeño, Enrique, a pesar de tener solo diez años, heredó el trono cuando mi padre falleció. Cuando también murió y sin dejar descendencia porque tenía trece años, entonces ya me tocó a mí: no había ningún varón más para sentarse en el trono. No tuvieron más remedio —Berenguela comprueba que hablar le sienta bien y decide proseguir—. Cuando murió yo ceñí la corona, mas mi hijo Fernando ya era mayor y resolví cederle el gobierno. Es agotador tener que aguantar a tanto aristócrata poniendo en duda todo lo que yo decidía por ser mujer. Estaba hasta el último zafiro de la corona de aguantarlos. Así que solo fui reina durante un mes escaso.

Ante la mirada interrogante de Juana y hasta de Urraca que también se interesa en su historia de la que es completamente desconocedora a pesar de llevar tantos años juntas, Berenguela sigue hablando.

—En realidad, reiné mucho más, porque mi hermano Enrique, tan pequeño, no estaba para reinar nada y fui yo la regente.

—Yo fui reina 51 años —añade Juana—. Pero no reiné nada de nada, en realidad quienes mandaban fueron mi padre primero y mi hijo después. Dijeron que no estaba capacitada para gobernar y hasta que no me encerraron no pararon de conjurar contra mí.

—¡Hombres! ¡Mal rayo los parta! —exclama Urraca rompiendo su mutismo con un fuerte acento gallego—. Son una maldición para el gobierno, solo les interesan sus dominios y el poder, que las cosas se hagan bien les da lo mismo. Yo fui la mayor de los hijos de mi padre, el rey Alfonso VI de León, pero mi hermano Sancho, doce años menor que yo, fue el heredero, vinieron más hermanos después y siguieron siendo los candidatos a suceder a mi padre cuando Sancho murió con 15 años. Pero resultó que al fallecer mi padre todos mis hermanos habían muerto ya, solo quedaba yo y me tuvieron que reconocer como reina. Tienes razón, Berenguela, no tuvieron más remedio.

—Está claro que no son más fuertes, por mucho que presuman, su salud es pero que la nuestra, salta a la vista —tercia Berenguela—. Además, la afición por batallar añade más riesgo para morirse. Aunque nosotras tenemos las cuestión del parto, cuestión nada baladí.

—Siempre han de salirse con la suya —vuelve a intervenir Urraca, desatada después de tantos años callando—. Una vez convertida en reina, como ya era viuda y con dos hijos, quisieron que me casara de nuevo para que mi esposo reinara en mi lugar. ¡Qué desfachatez! Me casaron a la fuerza con otro rey, Alfonso de Aragón, un garrulo, un animal y un imbécil.

—El mío también era idiota, pero tan, tan guapo… —tercia Juana rememorando los pocos años que convivió con el hermoso de su marido.

—Menos mal que se anuló el matrimonio y me desembaracé de él —prosigue Urraca haciendo caso omiso de la intervención de Juana.

—¿Te repudió? ¡Qué desgraciado! —interviene Berenguela alucinada con la verborrea de su compañera de los dos últimos siglos.

—El matrimonio fue anulado por el papa porque dijo que éramos primos.

—No lo entiendo, por esa regla de tres no serían reyes la mitad de los que están aquí —añade Berenguela mirando a los compañeros que comparten con ellas el Paseo de las Estatuas.

—De todas formas, mi ex siguió tocándome las narices intentando anexionarse todos los territorios de mi corona —prosigue Urraca que parece haber tomado impulso con lo de hablar—. ¡Gañán! Pero no consiguió nada. ¡Desafiarme! ¡A mí! ¡Yo fui la primera reina de Europa! He batallado contra musulmanes y cristianos para defender hasta el último rincón del reino. Y el imbécil de mi ex que si me quiere quitar un condado, que si le corresponde una villa... me estuvo puteando durante años, y cuando mi hijo creció también me fastidió, esta vez por un obispo toca narices.

Ante la mirada interrogante de sus compañeras por la inclusión de un obispo en las cuitas del reino de León, Urraca prosigue:

—Por si no tuviera suficiente con el bestia de mi ex, el obispo de Santiago de Compostela también cuestionó mi reinado poniendo a mi propio hijo contra mí. Ese imbécil de Gelmírez, otro machirulo meapilas zampahostias…

—Vaya, veo que tuviste un reinado muy complicado —tercia Juana a la que, después de tantos años viviendo en un convento, le rechinan los exabruptos que está oyendo, más si salen de la boca de una mujer, por mucha razón que tenga ésta para insultar.

—Urraca, la Temeraria, me llamaron mis enemigos. Hazte una idea —contesta ufana la reina peleona—. Diecisiete años disputando con todo el mundo y simplemente porque era mujer. A muchos les molestó que en lugar de buscar el apoyo de un marido tomara como amantes a quienes, con sus mesnadas, podían defender mis posesiones. Hice de León un reino fuerte.

—Gracias a mí se unieron después Castilla y León —tercia Berenguela—. Dejé a mi hijo Fernando un reino igualmente fuerte y también grande.

—El que heredó mi madre Isabel para pasármelo a mí —añade Juana—. Ni siquiera mi padre, que la sobrevivió, pudo reinar en él, supuestamente claro porque me ninguneó de mala manera. Debí ser más fuerte, como vosotras, y pelear. Por desgracia no tuve coraje. En cambio, mi madre, esa sí que tenía muy claro lo de reinar, y redaños: lo suyo era suyo y lo de mi padre de él, por mucho que estuvieran casados cada uno era dueño de lo que aportaban al matrimonio.

—Separación de bienes lo llaman ahora —interviene Berenguela—. Se lo oí decir a unas chicas el otro día cuando paseaban por aquí.

—Pues hizo muy bien tu madre —añade Urraca—. Nosotras parimos nosotras decidimos.

—¿A qué viene eso? —pregunta Juana.

—Lo oigo cuando se manifiestan mujeres por aquí cerca. Me mola —Urraca contagiada con el habla de la ciudad pierde a veces el acento gallego.

—Ahora ya están cambiando las cosas —concilia Berenguela.

—¿Tú crees? —recela Urraca.

—He oído que la heredera al trono es una chica, Leonor creo que se llama.

—Pero porque no tiene hermanos —añade Juana—. Han pasado siglos y seguimos igual: las mujeres reinan cuando no hay hombres en la línea sucesoria.

—Debería ser por votación, sería lo justo ¿no creéis? —exclama Berenguela.

—¡Qué dices! Eso no es monarquía eso es… ¡República! ¡Quita, quita, mentecata! —la regaña Urraca—. Que reine el vástago mayor, sea del sexo que sea, esa debería ser la regla.

—Y con el respaldo de la representación popular en forma de comunidades que puedan rechazar los dictados del monarca si estos afectan negativamente al reino —añade Juana—. Eso es lo que pedían mis queridos comuneros y a los que yo no apoyé como debería. Cuánto hubiera cambiado la historia si hubieran triunfado y cuánta culpa tengo yo.

—No le des más vueltas, Juana. A lo hecho, pecho —la reprende Urraca pragmática—. Habrá que seguir esperando para que las cosas cambien a mejor.

—Pues me da que esto va para largo —añade Berenguela—. Tú reinaste en el siglo XI, yo en el XIII y Juana en el XVI, y las tres con el recelo de los hombres. Estamos en el siglo XXI y la sucesión sigue igual, prevalece el varón sobre la mujer. Ya ves, mucho «me too», mucho empoderamiento femenino y… «ná de ná». Esto es un asco.

—Paciencia, querida Berenguela —la tranquiliza Urraca—. Todo se andará. A nosotras lo que nos sobra es tiempo. ¡Somos estatuas!

—Y, además, —añade Juana— esperar aquí es muy entretenido.

 

 


 


 NOTA: Para la construcción del Palacio Real se elaboraron las estatuas de todos los reyes que gobernaron en la península ibérica, posteriormente se descartaron y se almacenaron por varios años. A mediados del siglo XIX se decidió reubicarlas en algunos lugares de Madrid la mayoría y también en Aranjuez, Burgos y Toledo. Las colocadas en Madrid fueron a parar a los jardines de Sabatini, a la Plaza de Oriente y al Retiro, en este parque se hallan en el llamado Paseo de las Estatuas. La correspondiente a Juana I de Castilla es la más reciente, no forma parte de ese primigenio grupo escultórico del Palacio Real, se colocó en el año 2022 como homenaje a una reina injustamente maltratada por la Historia y por sus más cercanos parientes, su padre el rey Fernando el Católico y su hijo el emperador Carlos V.


10 de mayo de 2024

Cenicienta de extrarradio

 

Este relato corresponde a una premisa del taller del colectivo Bremen del que formo parte. Se trata de versionar los cuentos de los hermanos Grimm. Espero que esta nueva Cenicienta no haga salir corriendo a más de uno.

 

Érase una vez un padre y una hija muy pobres, muy pobres. El hombre, a la tristeza de perder a su mujer cuando esta se largó con un fornido repartidor de bombonas de butano, hubo de añadir otra pérdida, la de su puesto de trabajo como peón de albañil cuando la burbuja del ladrillo explotó. Sin un sueldo no podía afrontar los pagos del alquiler de la infravivienda en la que vivía con su hija de catorce años y que el ayuntamiento había entregado a un fondo buitre.

Abandonado, en el paro y sin un euro, el padre se vio contra las cuerdas. En esta situación tan estrecha se hallaba cuando recibió un email de un hermano que unos años atrás había emigrado a México. El mensaje, además de enumerarle todas las bondades de su nuevo país de adopción, terminaba con un animoso «Ándale y vente a México, güey».

Con la venta de sus exiguas posesiones (un viejo coche y unos pocos electrodomésticos) el padre y la hija consiguieron dos billetes con destino a México D.F. Y allí arribaron. No tardaron en asentarse, el padre era de natural espabilado y, aunque pobre, era guapo. La buena planta para sus 55 años encandiló a una rica terrateniente ya viuda pero necesitada de compañía varonil, especialmente si esta tenía la facha del español.

En la mansión de estilo colonial se aposentaron los recién llegados. Durante unos meses todo pareció ir sobre ruedas. La rica hacendada era melosa y complaciente; de su anterior matrimonio tenía dos hijas bellísimas cuya belleza resaltaba aún más cuando estaban junto a la niña venida de España, porque toda la guapura que poseía el padre lo tenía de fea su hija: los ojos eran oscuros, sin brillo, como el pelo que siempre aparecía grasiento y sin gracia, de un color gris ceniza que originó el apelativo de Cenicienta y que vino a sustituir su verdadero nombre, Susana.

La niña, además de poco agraciada, era contestona y maleducada. En lugar de aprender piano y recitar poesías, como hacían sus bellas hermanastras, ella se dedicaba a haraganear todo el día.

Pero la idílica existencia vino a enturbiarse un día en que el padre se partió la crisma al saltar del trampolín en la piscina de la hacienda. Un hombre atractivo pero torpe con las acrobacias acuáticas.

La desconsolada viuda se quedó por segunda vez sin marido. Su natural alegre tornó triste, sobre todo al constatar que perdía al guapo y se quedaba con la fea, su hija. Intentó que la huérfana española se fuera a vivir con el hermano del fallecido, afincado igualmente en México y con más derecho natural a hacerse cargo de la fea adolescente. Pero el tío paterno, conocedor de las malas maneras de su sobrina, hizo oídos sordos a las insinuaciones de su breve cuñada y esta decidió otra táctica: hacer la vida imposible a la niña para que tomara la decisión de irse de allí, a España o a Tombuctú, a la viuda le daba igual siempre y cuando el lugar estuviera fuera de su casa.

La madrastra asignó a Cenicienta las tareas más ingratas del hogar.

¾¿Se pué saber por qué tengo que hacerlo yo? ¾replicó la recién estrenada huérfana cuando se enteró de sus nuevos quehaceres tan alejados del zanganeo habitual en ella¾. ¿Para qué están tós los criados?

¾Bueno… ejem… Pues, resultó que hemos perdido los caudales que nos sustentaban y hemos tenido que despedirlos, no más ¾contestó la madrastra incómoda pues su fina educación no casaba con mentir.

Cenicienta aceptó la explicación encogiéndose de hombros. Se dispuso a obedecer... a su manera.

La nueva criada se reveló como un auténtico desastre. La madrastra no sabía si la poca pericia de la cría era el resultado de una ineptitud innata para las tareas domésticas o la consecuencia de la mala leche de la que hacía alarde no más.

Las camas aparecían con las mantas y las sábanas arrugadas, no siempre en el orden correcto; los baños, después de que Cenicienta se encargara de ellos, se mostraban más sucios de lo que estaban antes de ponerse a limpiarlos; las alfombras acumulaban el polvo por encima resultado del diario uso, pero también por debajo pues ahí iban a parar los desperdicios que acumulaba cuando se dedicaba a barrer.

Pero lo peor era cuando Cenicienta entraba en la cocina. En pocos días, tras degustar los guisos de la fea adolescente, la madrastra y sus bellas hijas recurrieron al servicio a domicilio de un restaurante cercano para que les trajeran la comida, de lo contrario se arriesgaban a morir intoxicadas con los potajes que la española preparaba.

Al principio, se molestaban en recriminar el proceder de su nueva criada, mas pronto abandonaron la idea por inútil.

¾Cenicienta, linda, ¿serías tan amable de no dejar mi foulard de cachemir en el suelo? Es mejor que lo guardes en un cajón, en cualquier caso, nunca lo deposites en el lavabo con el grifo abierto.

¾Ponlo tú donde te salga de las narices y deja de dar la tabarra ¾contestaba Cenicienta a sus hermanastras cuando estas se atrevían a hacerle algún reproche.

¾Cenicienta, mi niña, ¿puedes traerme un vaso de agua? Hace mucho calor y ando sofocada.

¾Vete tú al grifo, tía petarda.

¾Pero, rechula, no seas malhablada, tu papito desde el cielo estará disgustado por tu comportamiento.

¾Sí, va a estar ese fisgando por un abujero lo que hago, no te amuela. Anda y que te den.

La vida era un infierno en la hacienda, hasta que un día un anuncio en los ecos de sociedad del periódico local vino a iluminar la oscura existencia de la hacendada y sus dos bellas hijas.

«Don Rigoberto Mendoza de Liencres y Santurce tiene el honor de presentar a su hijo, don Nicolás Mendoza de Olid y Zárate, en la recepción que dará en su palacio de la finca Santa Hortensia, donde se dispondrá a elegir esposa. El rico terrateniente y heredero de extensos cafetales desea fundar una familia y busca una bella mujer con la que compartir tan loable proyecto.»

Nada más leer la noticia, la madrastra de Cenicienta se puso manos a la obra.

¾Esta puede ser nuestra oportunidad de deshacernos de esa malencarada. Hemos de conseguir que el hijo de don Rigoberto la elija y se la lleve lejos de aquí.

 ¾Pero, mamacita querida, ¿no leyó bien la nota? Aquí pone que busca una bella esposa. Cenicienta es requetefea. Si se la ve callada todavía tiene un pase, pero en cuanto abre la boca… su fealdad es casi una anécdota no más.

¾¡Órale! Dejadme a mí.

Para no levantar sospechas, la hacendada dispuso que sus dos hijas asistieran a la recepción del rico terrateniente y su necesitado heredero. Las bellas criollas deberían arropar a Cenicienta al tiempo que vigilarían que la barriobajera de su hermanastra no generara ningún conflicto de cualquier tipo.

¾Deberíamos acudir con una rica carroza ¾arguyó la mayor de las bellas hermanas¾. Pero nuestra calesa está estropeada desde que Cenicienta lavó la tapicería con lejía y aguarrás.

¾Podemos pedirle prestado el coche de caballos a nuestro vecino don Raúl Santaolalla y Cifuentes ¾añadió la más pequeña de las beldades.

¾Mejor recurrir a vuestra madrina Rosana ¾replicó la madre de ambas.

¾¿La santera que vive en la gruta del río Papanumba? Ay, mamacita, no me gusta esa mujer. No sé cómo usted se avino a que nos amadrinara semejante personaje. Dicen las comadres que practica vudú y que tiene tratos carnales con el demonio ¾dijo la menor de las hermanas al tiempo que se persignaba¾. Virgen de Guadalupe, protégenos.

¾Ya, pero es buena consiguiendo imposibles ¾insistió la madre¾, e imposible es que alguien quiera fundar una familia con Cenicienta. Si la negra Rosana no lo logra, tendremos que chingarnos y aguantar a vuestra hermanastra por los siglos de los siglos.

¾Amén ¾contestaron a coro las dos retoñas.

El día de la fiesta en la hacienda Santa Hortensia el lujo y la ostentación se habían reunido para conocer al primogénito de los Mendoza de Liencres y Santurce de Olid y Zárate y, de paso, averiguar quién sería la elegida como futura integrante de la familia cafetera.

Multitud de carruajes competían en dorados, brillos y resplandores, pero, de todos ellos, el más llamativo fue el de las hermanastras de Cenicienta. Dos lacayos ricamente vestidos gobernaban el coche. Nadie hubiera imaginado que el carruaje y los cocheros eran el resultado de una tarde de magia en la cueva de la negra Rosana. Mediante conjuros y rezos de candomblé, la santera había convertido dos guacamayos en los vistosos criados y una pieza de aguacate en una lujosa carroza. En su interior, las dos bellas hermanas competían entre sí en primor y dulzura flanqueando a Cenicienta que, con ceño fruncido, iba enfurruñada.

¾No sé qué pinto yo en un sarao d’estos, la verdá. Tié pinta de ser un rollo patatero, tanto señorito empingorotado me va a hartar. Hay que fastidiarse, menudo marrón me habéis endiñao.

¾Cenicienta, mi linda, ya verás cómo te entretienes y la fiesta te resulta amena y productiva ¾intentó calmarla una de sus hermanastras.

Al evento acudieron numerosas señoritas deseosas de emparejar con una familia tan señorial y adinerada, pero también porque el pretendiente era guapo a rabiar. El joven, además de guapo estaba enamorado de todo lo europeo desde que, durante cinco años, recorrió Europa; volvió subyugado por la historia y el arte del viejo continente y al regresar a México éste le pareció pueblerino y chabacano.

Fue esta la razón de que entre tanta beldad dulce y zalamera solo le atrajera Cenicienta, malhablada, fea, desabrida, pero… europea. Además, de España, algo que le daba un plus de valor pues el lenguaje común que compartían le hacía la comunicación más fácil ya que al pretendiente guapo, adinerado y enamorado de Europa no se le daban bien los idiomas.

Durante toda la noche el heredero intentó bailar con Cenicienta mientras que esta se dedicó a escaquearse con cualquier pretexto. Además, los zapatos la estaban matando y el corsé no la dejaba respirar. Agazapada detrás de un matorral y liándose un canuto la pilló el zangolotino.

¾Bella dama, ardo en deseos de bailar con usted para abrazar su fina cintura y moverme al compás de sus delicados pies.

Cenicienta miró a un lado y a otro pensando que el guapo mozo se estaba dirigiendo a alguien que, a la luz de sus palabras, no era ella: en ese momento, y tras conseguir desabrocharse el corsé, la fina cintura a la que aludía su pretendiente era una tripa abultada por los gases de los frijoles del almuerzo, y los delicados pies, fuera de los zapatos que los comprimían, se presentaban hinchados y con unos dedos del grosor de salchichas.

¾¿Me estás hablando a mí, prenda?

Ante el gesto afirmativo del galán, Cenicienta se echó a reír a carcajadas que levantaron el vuelo de unos graciosos pajarillos a los que no les hizo ninguna gracia el estridente ruido.

¾Mira, chaval, yo a las doce me piro que he quedao con unos colegas para hacer botellón. A mí el champán y los canapés no me molan, prefiero el tequila y unos tacos con guacamole.

Semejante respuesta no amilanó al pretendido pretendiente, al contrario, le incitó a cortejarla más pues en sus maneras bruscas reconoció el hablar tan directo de los nacidos en España, o sea, Europa. Sin embargo, en un despiste del guapo heredero, Cenicienta se marchó de la fiesta. Desconsolado, el hacendado solo pudo recoger como recuerdo de su presencia uno de los zapatos que la niña malencarada se había dejado.

Para recuperar a su amor perdido (el pazguato era guapo, enamorado de Europa y un repipi en temas amorosos) puso un anuncio en el periódico local con la foto del zapato y reclamando a su dueña que, en cuanto apareciera, sería la futura señora de Mendoza de Olid y Zárate.

¾¡Mamacita, este es el zapato de Cenicienta! ¾gritó una de las bellas hermanas cuando leyó el periódico.

¾¡No mames! ¿De verdad? ¾exclamó la madre arrebatando el diario a su hija¾. Hay que llevar a vuestra hermanastra, aunque sea a rastras.

En la interminable fila que se formó delante del estrado donde se había expuesto el zapato para que se lo probaran las aspirantes a ser la futura señora Mendoza de Olid y Zárate, Cenicienta protestaba airadamente.

¾¡¿Pero qué hago yo aquí?!

¾Don Nicolás quiere hablar con la poseedora del calzado que te dejaste, Cenicienta ¾contestó la madrastra entusiasmada comprobando que a ninguna de las muchachas que iban delante de ellas les calzaba bien el zapato: a todas les venía grande esa talla 42.

Cuando le llegó el turno a la española, el zapato se adaptó a su pie, aunque tuvo que emplear algo de fuerza. Desde luego grande no le venía.

¾¡Aquí está! ¾gritó triunfal uno de los numerosos secretarios que trabajaban para los Mendoza en el cafetal y al que tan insólito cometido le tenía descolocado. No entendía muy bien dónde radicaba la virtud de encontrar a alguien con los pies tan grandes.

De una habitación aledaña salió el joven enamorado de Europa y, ahora, también de Cenicienta; arrobado se le acercó.

¾¡Que alegría proporciona a mi corazón el haberte encontrado, amor mío!

Cenicienta miró a su alrededor y cuando comprobó que era ella el objeto de las palabras de ese moñas se rio a voces.

¾Mira que eres pringao. Por aquí sois mogollón de cursis, pero lo tuyo es de traca, bro. No me voy contigo ni harta de vino.

¾Vino no te faltará a mi lado, los mejores caldos adornan mis bodegas. Tampoco te ha de faltar cualquier vianda que desees: caviar, delicatessen de todo tipo. Lo que quieras tendrás. Vivirás como una princesa.

Cuando Cenicienta oyó lo de «princesa» se llevó una mano a la barbilla, un gesto que realizaba cuando quería pensar, algo que hacía muy de tarde en tarde y que le suponía un gran esfuerzo.

¾Eso de ser princesa… podría molar. Esas no hacen nada, ¿no?

¾Bordan, leen, pasean por los jardines...

¾O sea… no hacen nada. Pues va a ser que sí que me voy a ir contigo, colega.

¾¡Qué bien! ¾aplaudió el rico heredero¾. Viviremos felices y comeremos perdices.

¾De perdices nada, tron ¾contestó Cenicienta¾. Marisco y churrasco. Que se note ese poderío.