—Esto
es inaceptable. ¿Cómo que no se puede volver?
El monarca paseaba iracundo de un extremo a otro de la espaciosa y
sobria sala en la que se encontraba con su secretario particular. Un frío
helador se colaba por los resquicios de las ventanas mal encajadas del alcázar,
aunque al rey no parecía afectarlo.
—Las
corrientes y vientos desfavorables hacen imposible regresar desde las islas
Filipinas a nuestras posesiones en ultramar. La única forma de volver es por el
oeste y ese es territorio de los portugueses, majestad.
—Pero
cómo voy a tener una propiedad en la que mis súbditos una vez que llegan se
tienen que quedar para siempre ante la imposibilidad de volver. Así no hay
manera de mercadear; de qué me sirve cargar naos con preciadas especias si no
se pueden traer aquí. Además, de seguir mandando barcos que no regresan, esas
islas acabarán llenas de gente.
El soberano se pasó la mano por sus rubios cabellos con el ceño fruncido.
—Antonio,
haz el favor de encontrar una solución, que para eso eres consejero y mi mano
derecha.
—Majestad,
lo que os cuento no es capricho. Muchos son los que han intentado hacer el
tornaviaje por el este sin éxito, lo único que han conseguido es perder gran
cantidad de hombres para al final volver a la ruta occidental acabando con sus maltrechos
cuerpos en una cárcel portuguesa.
Mientras esto decía, Antonio Pérez, el consejero de estado y hombre de
confianza de Felipe II, se acariciaba la morena barba.
—El
asunto es harto complicado —prosiguió
el consejero—.
El primero en intentar dicho tornaviaje desde las islas, apodadas en vuestro
honor Filipinas, fue el capitán Gómez de Espinosa, tripulante de la expedición de
Magallanes que buscó llegar a Panamá con la perjudicada nao Trinidad y que tuvo
que volver por occidente para ser apresado por los portugueses.
El monarca compuso un gesto serio. Aquella primera vuelta al mundo
realizada en tiempos de su padre fue un hito de la navegación, aunque muchos
quedaron por el camino, o muertos o presos, como el capitán Gómez de Espinosa
que anduvo muchos años de cárcel en cárcel hasta que, después de intensas
negociaciones y desembolsar buenos dineros, pudo regresar a España.
—El
siguiente en buscar la ruta de regreso por aguas españolas, para evitar el
apresamiento de los lusos, fue Saavedra, un leal a don Hernán Cortés —continuó
su enumeración Antonio Pérez—.
Dos veces lo intentó y las dos fracasó. Llegó desde las costas de Nueva España[1] a las de
Mindanao[2], pero regresar
no pudo.
—Sin
embargo, descubrió nuevas tierras para nos y mayor gloria de Dios —interrumpió
Felipe II.
Las nuevas tierras a las que hacía alusión era la isla de Nueva Guinea[3], nombre
sobrevenido porque el color oscuro de la piel y el pelo ensortijado de sus
habitantes recordaron a Saavedra a los naturales de la otra Guinea situada en
el continente africano.
—Así
fue, majestad, mas el retorno a Nueva España fue imposible. El tesón de
Saavedra hizo que lo intentara de nuevo sin encontrar la deseada ruta marítima
de regreso, mientras que lo que sí encontró fue la muerte.
—Dios
lo tenga en su gloria.
—Amén.
Hernández de Grijalva, Bernardo de la Torre, Ortiz de Retes son más nombres a
añadir al fracaso de encontrar el tornaviaje desde las islas orientales a las posesiones
de ultramar, majestad. Es imposible.
—Imposible.
Esa palabra no la acepto, Antonio. Imposible parecía conquistar un extenso y
desconocido nuevo mundo con un puñado de hombres y aquí me tienes, gobernando
unos territorios donde no se pone nunca el sol. Consejero, hay que buscar con
más empeño. Además, ¿qué pasa con Villalobos? No pienso dejarlo en aquellas lejanas tierras, ha de
regresar.
—Majestad, Ruy López de Villalobos lleva veinte años en Mindanao desde que partió de Nueva España, él
fue quien envió a Bernardo de la Torre a buscar la ruta de regreso y no hubo
manera. Creo que ya se ha hecho a la idea de quedarse allí.
—Siento
que le estoy traicionando. Fue él quien nombró las islas Filipinas así, en
homenaje a mi persona. Debemos hacer algo, querido Antonio.
Felipe II no era dado a sentimentalismos, pero, de vez en cuando, tenía
arranques emocionales hacia sus súbditos más leales. Muchos pensaban
que aquella faceta era la herencia portuguesa de su madre, María de Portugal;
desde luego esa ternura no podía provenir de su padre, un flamenco (de Flandes)
estirado y bastante antipático que tardó años en aprender el idioma del país
que le proporcionó riquezas y prestigio, aunque, finalmente, aceptara quedarse
a vivir en él por su benigno clima y su magnífica gastronomía, mucho mejores
que los de su país natal.
—La
misión se presenta muy difícil, pero… quizás… Hay alguien que pudiera daros
gusto majestad…
El secretario se quedó pensativo provocando que el rey le mirara
intrigado. Así estuvo varios minutos.
—¡Antonio,
por Dios! ¡Desembucha, pardiez! —Felipe
II era adusto en el hablar, herencia flamenca (de Flandes) de su padre, pero,
también de vez en cuando, le salía el lenguaje llano de Castilla al ser nacido
en Valladolid.
—Andrés
de Urdaneta —fue
la escueta respuesta de Antonio Pérez a las exigencias de su soberano.
Viendo que el monarca empezaba a impacientarse, el consejero prosiguió.
—Es
un fraile agustino, versado en el arte de navegar, con grandes conocimientos en
cartografía y muy ilustrado. Formó parte de la expedición de Loaísa[4]; estuvo
viviendo en las Molucas más de diez años y allí aprendió y tomó buena nota de
todos los que anduvieron buscando la ruta de regreso a nuestros territorios de ultramar.
Se ha documentado bien basándose en los errores de sus predecesores.
—Que
sepa por dónde no hay que ir no quiere decir que sepa dónde está la ruta
adecuada —argumentó
pragmático Felipe II que tenía una mente sumamente analítica, en este caso herencia
flamenca (de Flandes) de su padre.
—Tenéis
razón, majestad. Mas él cree que hay que intentarlo por otra zona más al norte,
cerca de las islas del Japón; una ruta diferente a las intentonas anteriores.
—Evidente,
esas fueron un fracaso, lo que demuestra que por ahí no se va. Es de cajón —espetó
el monarca aflorando sus raíces vallisoletanas—. ¿Y dónde está ese agustino
navegante?
—En
Nueva España. Quiere organizar una expedición que vaya hasta las Filipinas y
desde allí retornar. Aunque exige condiciones. Desea que dicha expedición sea
gobernada por Miguel López de Legazpi y… no sé yo.
—Te
veo reticente, Antonio. ¿Qué le pasa a ese Legazpi?
—Es
un buen militar, pero no tiene experiencia como marino, majestad.
—Entonces
no entiendo la petición del agustino, siendo como me dices tan versado en lo suyo,
desear que gobierne una expedición marítima alguien que no sabe marinear.
—Urdaneta
cree que le será útil cuando estén en tierra firme. Esas islas son revoltosas y
aún falta mucho para doblegarlas. Os recuerdo que en una de ellas a Magallanes
le dieron matarile[5] —Antonio
Pérez, aunque estuviera delante del monarca más poderoso del planeta, también
podía ser muy campechano en el hablar por ser nacido en Madrid.
Felipe II se quedó pensativo y, tras unos minutos de meditación,
dictaminó con la majestuosidad que se esperaba de él.
—Doy
mi plácet. Sea.
El secretario hizo una elegante reverencia (aunque fuera madrileño sabía
ser solemne cuando se lo proponía) y se dirigió a preparar los documentos que
dieran plena potestad a Andrés de Urdaneta para organizar y preparar la
expedición desde Nueva España a Filipinas con el propósito de encontrar la
ruta de vuelta o tornaviaje.
Continuará…
[1]
México.
[2]
Segunda isla más grande de las Islas Filipinas.
[3]
Isla al norte de Australia.
[4]
Expedición marítima española que pretendió colonizar las islas Molucas, ricas
en especiería, y cuya propiedad se disputaban las coronas de España y Portugal.
[5]
Magallanes murió luchando contra los habitantes de la isla de Mactán
(Filipinas).
Debió de ser tremendo convencer a un rey de que el camino de vuelta a España era tan difícil.
ResponderEliminarMuy bien narrado. Un abrazo
Bregar con Felipe II no debió de ser fácil, pero al secretario parece que se le daba bien. No obstante, Antonio Pérez más tarde tuvo que salir por patas para que le cortaran la cabeza, pero esa es otra historia que ahora no viene al caso.
EliminarGracias, Albada, por tus palabras.
Un abrazo.
Pues ya estoy deseando, Paloma, leer esa segunda entrega. A ver qué hace el tal Urdaneta. Me tienes en ascuas.
ResponderEliminarUn beso
Hola, Juan Carlos.
EliminarEn breve publicaré la segunda entrega, ahí veremos las aventuras del tal Urdaneta que demostró ser un hombre muy capacitado.
Un besote.
Supongo que el buen fraile, que tenía que pergeñar el difícl retorno, se encomentó al Altísimo antes de poner pie en la nave que debía comandar alguien inexperto en navegación. A priori parece todo un despropósito, veremos qué les deparará ese tornaviaje. Si todas las historias tienen su intriga, esta se lleva la palma, je, je.
ResponderEliminarUn beso.
Hola, Josep Mª.
EliminarNo sé si el agustino rezó mucho o poco durante su misión, lo que sí sé es que el resultado final se debió a sus conocimientos de la navegación y sus grandes dotes de observador al estudiar todas las rutas anteriores que sus predecesores dejaron registradas.
Lo de tener a Legazpi como jefe... no fue tan mala idea, pero no quiero hacer spoiler. En breve verás por qué. Urdaneta era un tipo muy, pero que muy listo y bien preparado.
Un beso grande.
No he podido esperar a tu segunda parte y me he ido a la Wikipedia a buscar el final de la historia. No sabía nada de ella. Sí que sabía que la vuelta hacia el este desde Asia por el Pacífico se hace a la altura de Japón para sortear los alisios y las corrientes derivadas de ellos que van hacia el Oeste y aprovechar las que soplan hacia el este por el norte, como bien se ve en el mapa con el que abres la entrada, pero no sabía de ese descubrimiento en tiempos de Felipe II.
ResponderEliminarNo obstante, a pesar de saber el final, espero tu continuación. El humor con el que lo cuentas no se ve en la Wikipedia.
Un beso.
Yo me enteré de este tornaviaje leyendo una novela, "El galeón de Manila" de Manuel Lozano Leyva, ahí me enteré que al principio, cuando los españoles se iban a Filipinas no podían regresar porque por el este estaba prohibido (posesiones portuguesas, Tratado de Tordesillas...) y por el este las corrientes marinas y los vientos contrarios impedían llegar a América. Flipé con esos primeros colonos que iban sabiendo que se tendrían que quedar en Filipinas para siempre. Hasta que llegó Urdaneta y... bueno, tú ya sabes qué pasó, ja, ja, ja.
EliminarEn breve conocerás mi versión que, siendo rigurosa, es distinta a la oficial más seria.
Un besito.