Pestañas

27 de septiembre de 2024

Centroeuropa me descentra (II)

 

«Hogar, dulce hogar» es una frase que siempre he visto como algo… paleta. La versión simplona sería «Como en casa en ningún sitio» y me parece igual de cateta. Me encanta mi ciudad, me siento a gusto en mi casa, pero eso no me impide desear conocer otros lugares y cuando voy a ellos, me fijo en las singularidades y las disfruto.

Siempre que he viajado al extranjero he venido satisfecha y para nada patriotera; amo a mi país, pero en su justa medida y sin hacer aspavientos. Soy de las que piensan «dime de qué presumes y te diré de qué careces» cuando veo a tanto patriota que se da golpes de pecho con la bandera al viento.

Sin embargo, en este viaje por las ciudades imperiales… he añorado mucho mi país, pero mucho, mucho y todo por culpa ¡de la comida! Ya he comentado que, salvo cuando viajé a Bruselas, los países donde anduve fuera de mis fronteras eran mediterráneos, lo que implica que la gastronomía y los alimentos que se consumen son muy similares. En cambio, en Praga, en Viena, en Budapest… Son unas ciudades muy bonitas, magníficas, con unas construcciones preciosas, pero… ¡allí no saben comer!

La presencia de verdura es anecdótica en los menús de Centroeuropa, el alto consumo de carne, especialmente de pollo y cerdo, preocupante y la fruta paupérrima y escasa. Además, como esas tres ciudades pertenecen a países que no tienen mar, el pescado es un lujo solo apto para millonarios. El concepto «aliñar» no lo entienden, no conocen el ajo, ni el perejil; el aceite es como agua amarilla que ni da sabor ni ganas de utilizarlo y yo pienso que, al igual que dice Leo Harlem en uno de sus monólogos, donde no hay aceite de oliva, no hay civilización. Para más inri, las técnicas culinarias son bastante pobres en matices (o cuecen o asan, y ya está). En fin, que me aburrí soberanamente a la hora de comer porque la dieta no era en absoluto variada.

Ya sé por qué a los extranjeros les fascina España. No es el clima, ni las playas (que algo ayudan, evidentemente) ni siquiera la simpatía de los españoles. Lo que los tiene enamorados es la comida. Ahora entiendo que ante una paella, o una tortilla de patata, se vuelvan locos de atar. Cuando regresé a España, después de más de diez días comiendo casi siempre lo mismo, juro que se me saltaron las lágrimas ante un plato de fabada y unos boquerones en vinagre con aceitunas, ajo y perejil.

De hecho, esa simpatía que se nos presupone a los españoles yo creo que está condicionada por lo que comemos. Los habitantes de Praga, sin ser maleducados, eran algo antipáticos, tirando a bordes, pero no les culpo. Comer todos los días lo que come esa gente agría el carácter del más pintado. Pobrecillos.

Tan solo vi algunas excepciones a la dieta aburrida. En Viena en el Prater me topé una caseta que vendía churros, flipé en colores y me asaltó la morriña. Ese alimento, junto al chocolate, debería ser declarado por la UNESCO, Patrimonio Universal de la Humanidad.



Si en la comida las deficiencias son notorias, reconozco que en repostería la cosa mejora. Las tartas de chocolate y los dulces son buenísimos y tienen una aceptación más que notable, no hay más que ver las colas en lugares emblemáticos de Viena.



 También tienen su momento de gloria en cuanto a las cervezas. Hay de todos tipos y condiciones, aunque me decepcionaron un poco. En Praga bebí la llamada mejor cerveza del mundo y, la verdad, no me pareció para tanto, y eso que estaba muy buena, no lo voy a negar.

Del vino, mejor no diré nada. En el crucero por el Danubio nos ofrecieron un «selecto» vino rosado que no le llegaba ni a la suela de los zapatos a los de tetrabrick en España. Que me perdonen los vinateros húngaros.

Ese fue el único inconveniente en este viaje: la comida.

Pero, en casi todo viaje, y especialmente si lo hago yo (ya sabéis de otras experiencias, cómo mi amigo Murphy, el de la ley de ídem, me putea con saña), ocurren «imprevistos». A estas alturas creía que estaba curada de espanto, porque me han pasado cosas de lo más extraño como que se fugara un tío, buscado por la Guardia Civil, con una escopeta por los montes de Cantabria en los aledaños de la casa rural en la que yo me alojaba. Pero gracias a mi colega Murphy, el de la ley de ídem, la cosa siempre puede «mejorar», y en este viaje lo hizo en forma de un chino que se me coló en la habitación del hotel.

Pongámonos en situación: 10:30 h de la noche, volvemos de dar una visita exhaustiva por Budapest, colina de Buda para arriba y para abajo y llanura de Pest de un lado a otro. Llegamos cansados, yo me ducho primero, luego lo hace mi marido. Mientras que él está en la ducha y yo estoy en pijama viendo las fotos del día, oigo cómo la puerta de la habitación se abre para, acto seguido, volverse a cerrar. Atónita miro a la entrada, pensando que el cansancio me ha hecho alucinar. Es mi marido el que me saca de mi error cuando dice «Ha intentado entrar alguien en la habitación», a lo que yo le respondo «No puede ser, he echado el cerrojo interno», «Pues la puerta se ha abierto. Mira a ver si es alguien de recepción».

Intrigada y algo mosca, abro la puerta para encontrarme a un chico de unos 15 ó 16 años de etnia oriental al que me referiré con el nombre genérico de «chino» sin tener ni idea de su nacionalidad; puede que fuera japonés, tailandés o vietnamita, desde luego no tenía pinta de ser de Cuenca o de Burgos porque no hablaba ni papa de español y, lo que es peor, tampoco de inglés así que la comunicación fue de lo más estrambótica cuando, en mi inglés macarrónico le pregunté qué quería y, lo más importante, cómo y por qué había entrado en mi habitación.

A través de una aplicación de móvil que no contenía el español, pero sí el italiano, conseguí entender a duras penas lo que estaba pasando. Transcribo aquí, con más o menos fidelidad, lo que nos dijimos.

YO: ¿Qué quieres? ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: Lo siento. Busco mis maletas.

YO: Aquí no están.  ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: ¿Seguro que no están mis maletas?

YO: Seguro. ¿Cómo has conseguido entrar en esta habitación?

EL CHINO: Tengo la llave.

Esto último me lo dijo mostrándome una tarjeta con la que había abierto la puerta. A todo esto, mi marido estaba hablando con recepción intentando hacerse entender (malamente porque su inglés es aún peor que el mío) con el recepcionista para decirle que se nos había colado un tipo.

Mientras, yo intentaba averiguar con la aplicación del móvil del chino, que me seguía hablando en italiano, cómo es que tenía una llave de nuestra habitación. En aquella conversación absurda, entendí fragmentos como «la habitación era mía hasta esta mañana» «ahora estoy con mi primo» «me fui a un tour y he perdido las maletas».

Tratando de dilucidar si las maletas las había perdido en el tour, o por culpa de su primo, llegó el recepcionista que solo hablaba inglés (ni chino, ni español, ni siquiera italiano). A duras penas entendí sus disculpas y nos pidió que nos fuéramos a dormir “tranquilamente” mientras se llevaba al chino con él a recepción.

Intentar dormir “tranquilamente” cuando sabes que un extraño ha podido entrar en tu habitación no es tarea fácil. Me bajé detrás de los dos para que me explicaran por qué otro inquilino del hotel tenía la llave de nuestra habitación. En esta ocasión se añadió el guía de nuestro grupo, avisado por mi esposo, y que se enteró de cómo el chino había podido entrar. Parece ser que, efectivamente, por la mañana, esa habitación fue ocupada por él (y su primo), pero que tuvieron que dejarla y cambiarse a otra para cuando llegamos nosotros. Al ver que le faltaban sus maletas, ni corto ni perezoso pidió un duplicado de la habitación primera y el recepcionista, sin hacer ningún tipo de comprobación, se la dio. ¡Toma ya! Tras reiterarme sus disculpas y anular todas las llaves, dándome otras nuevas, el recepcionista tuvo que encararse a la bronca que le echó el guía. Yo también hice lo mismo, pero como mi regañina fue en español creo que no se enteró de nada.

Cuando volví a mi habitación, con la nueva llave, otra duda me asaltó en ese momento: si yo había echado el cerrojo se supone que nadie podría abrir la puerta, ni siquiera con la llave. Hicimos la comprobación y, no, con la llave la puerta se abre tenga o no cerrojo, a lo que yo me pregunto «¿para qué puñetas sirve el dichoso cerrojo interior?»

Ante tamaña inseguridad, decidimos atrancar la puerta a nuestra manera que consistió en poner dos sillas y la maleta obstaculizando la entrada. Si algún otro chino intentaba entrar avisaría antes con el ruido de los muebles al moverse. A grandes males, grandes remedios.

En este viaje, no hubo más incidencias que lamentar, afortunadamente. Pero reconozco que volví algo descolocada con algunas cosas, es lo que tiene salir de tu zona de confort.

He contemplado ciudades preciosas, he conocido costumbres diferentes, malos hábitos alimentarios y climas calurosos donde no debería haberlos. Al fin y al cabo, en eso consiste viajar, en vivir experiencias inolvidables como hablar, a través de una aplicación del móvil, en italiano con un chino.

 



15 de septiembre de 2024

Centroeuropa me descentra (I)

 

Harta ya de tanta playa (a la que nunca fui muy aficionada, las cosas como son) y tanto sol y calor, propios de las fechas y de las latitudes en las que vivo, este año decidí cambiar radicalmente para irme de veraneo.

Hasta la fecha, y salvando el viaje a Bélgica, mis escapadas fuera de España se habían limitado a países mediterráneos (Grecia, Francia, Italia, Portugal…) por lo que siempre me sentí como en casa por la afinidad cultural que tienen estos países con el mío.

Esta vez, no. Me fui a Centroeuropa: República Checa, Eslovaquia, Hungría y Austria fueron los destinos elegidos. Durante más de diez días me dediqué a visitar sus capitales y, en alguna de ellas, sus alrededores.

No voy a ponderar las excelencias de las ciudades que visité, para eso está la Wikipedia y los documentales de la 2. Me voy a centrar en las peculiaridades que a mí más me sorprendieron (monumentos e historia, aparte) y cómo sentí yo esos rasgos distintivos.

En estos países, tan diferentes del mío, esperaba encontrar otra cultura y otro clima completamente distintos a los habituales para mí. Definir en qué consiste la cultura de un país puede ser complejo, así que me voy a centrar primero en la otra cuestión que yo buscaba diferente: el clima.

Mis expectativas en cuanto al clima no se cumplieron en ninguno de los países por los que anduve. Esperando encontrar temperaturas más benignas que las que el verano madrileño nos atiza en plan castigo divino, me di de bruces con una realidad muy distinta (o puede que con lo que me diera de lleno fue con el cambio climático).

Praga es una ciudad donde, según lo que nos contó la guía de allí, por lo general suele llover bastante, pero en verano el sol se asoma «aunque sea tímidamente» (sic). Tan solo el cielo aparece sin una sola nube una media de diez días al año. De esta situación se deriva, siempre según las estadísticas que nos proporcionó nuestra guía, que muchos praguenses tienen déficit de vitamina D y padecen osteoporosis de adultos, además la incidencia de raquitismo en los niños es una de las más altas de la U.E.

Bueno, pues de esos diez días sin una sola nube que tocaba este 2024, cuatro fueron los que pasé allí. No solo lució el sol, además lo hizo con una fuerza inusitada que se manifestó con una temperatura de 37ºC (una barbaridad para la zona). Dada la situación con la vitamina D de los habitantes de Praga, la cosa se tradujo en que los praguenses (y algún que otro turista nórdico) se colocaban en las zonas soleadas para exponerse al sol cual lagartos buscando calentar la sangre mientras que nuestro grupo de españoles andábamos buscando sombra como desesperados.


Vista de Praga (sin una sola nube, como se puede apreciar)

Karlovy Vary es una ciudad balneario donde los nativos de Chequia van a recuperarse de sus distintas dolencias gracias a las aguas termales que manan por varias fuentes y que tienen propiedades saludables. Pacientes con cáncer, enfermedades hepáticas, renales, digestivas… se benefician de esas aguas tan sanas. El día que estuve yo, también podría haber ido toda la población a recuperarse de su déficit de vitamina D porque el sol nos dio de lleno y a placer. Un calor que, sumado a la humedad, empañó disfrutar plenamente de los preciosos edificios que adornan la ciudad. Dicen que lo habitual, cuando se visita Karlovy Vary, es beber de las fuentes que se encuentran en puntos estratégicos. Yo no lo hice. Estas fuentes surten aguas con diferentes temperaturas, la más «fresquita» sale a 60ºC. Con el calor que hacía, una servidora no estaba por la labor; quizás, si hubiera tenido una bolsita de té, me habría preparado una infusión, pero no era el caso, así que me fui de allí sin beber nada.

Fuente termal en Karlovy Vary

 En Viena también tuvimos nuestra buena cuota de sol y calor, aunque en este caso estuvo acompañado de alguna que otra tormenta que vino a refrescar el ambiente y a regar los jardines que no suelen tener una atención especial por parte de los jardineros en cuanto a riego ya que la pluviosidad se hace cargo de esta cuestión, aunque a mí me parece que van a tener que cambiar esa práctica porque algunas praderas estaban bastante amarillentas.

Quiero resaltar una peculiaridad de las tormentas vienenses y es que están muy definidas; con severidad prusiana allí el agua cae a base de bien o no cae. En Viena el concepto «chispear» no existe. Me explico. Estando a las puertas del palacio de Schönbrunn noté cómo se acercaba una nube bastante oscura, el sol aún lucía, pero la nube estaba llegando. De repente, a cinco metros de donde yo me encontraba, la gente empezó a correr y gritar. Lo primero que pensé es que habían visto a un terrorista con una bomba adosada al cuerpo, porque yo no vi ninguna amenaza inminente. En seguida, un ruido ensordecedor acompañó a una cortina de agua donde estar cincuenta centímetros a un lado u otro era la diferencia entre no mojarte o calarte hasta los huesos. Tuve suerte de encontrarme pegada a la fachada y poder refugiarme debajo de una cornisa. Si llego a estar a un par de metros de la pared me hubiera mojado completamente, tal era la brusquedad repentina del agua que caía. La tormenta apareció jarreando agua de golpe. Menos mal que, igual que vino, se marchó y pudimos disfrutar de los preciosos jardines que tiene ese palacio.


Jardines de Schöbrunn

En las otras ciudades por las que estuvimos la lluvia no nos molestó, pero el sol sí. En Bratislava anduvimos de sombra en sombra para poder atender las explicaciones de la guía sin derretirnos en el intento. En Budapest, las nubes nos dieron un poco de respiro, pero hacía bastante calor y se notaba que no era habitual porque los nativos miraban mi inseparable abanico con algo de asombro y mucha envidia (creo que una señora, paseando por el Parlamento, quiso arrebatármelo, pero le adiviné la intención y me giré abortando sus intenciones). Cualquier brizna de brisa era bienvenida, de hecho, cuando hicimos un crucero por el Danubio pensé en sobornar al piloto de la embarcación para que durara más el trayecto y así aprovechar el fresquito que la velocidad del barco en el río nos proporcionaba (además de poder regodearme en las fantásticas vistas de Budapest que dicho crucero nos regaló).

Vista del Parlamento de Budapest desde un barco en el Danubio

Hasta en Salzburgo nos hizo calor. Antes de llegar, la imagen que yo tenía de esa ciudad es la que me quedó viendo «Sonrisas y lágrimas». Allí Julie Andrews iba vestida con trajes tupidos y bien abotonados; no le debió de hacer la temperatura que tuve yo porque, de ser así, hubiera muerto de una lipotimia cantando «Do, re, mi».

En fin, que el clima me decepcionó mucho. Yo esperaba huir del calor español y me encontré con altas temperaturas donde no suele haberlas. Para pasar esto no hacía falta salir de España, la verdad.

En cuanto a hallar una cultura diferente, en eso no hubo fraude. Como comento al inicio de esta publicación, definir qué es la cultura de un país resulta complicado, pero yo lo resumo muy fácilmente en tres cuestiones: historia, idioma y gastronomía.

De la historia no voy a comentar porque siguen estando ahí los documentales de la 2. Me centraré en los idiomas y en la comida, pero eso lo dejaré para el próximo post. ¡Ah!, también contaré cuando se me coló un chino en la habitación del hotel de Budapest.

CONTINUARÁ…




8 de septiembre de 2024

Yo sí sé lo que es el orden y la limpieza

 

«Yo sí que sé lo que es el orden y la limpieza» dijo Inmaculada viendo un vídeo de Instagram donde una veinteañera explicaba cómo colocar calcetines en los cajones para optimizar espacio. «Para ocupar menos se doblan con uno del revés» espetó Inmaculada a la pantalla.

Harta de la poca preparación de esas jovencitas sabelotodo para organizar y limpiar un hogar, decidió abrir una cuenta: «OrdenadaInmaculada». Su capacitación nacía de cuarenta años limpiando casas ajenas.

En dieciocho meses consiguió veinte seguidores. ¡Qué injusto! El público no sabía reconocer sus conocimientos.

Todo cambió con aquella equivocación. Colgó una foto de una lata de sardinas derramando chorretones de aceite desde una mesa hasta el suelo. Su intención era poner seguidamente otra imagen en la que todo estaba limpio gracias a un preparado casero de su invención. Pero esa segunda foto no se cargó. Cuando fue consciente del error tenía 250 likes y otros tantos comentarios donde lo más suave que le dijeron fue «Guarra» además de 300 seguidores nuevos. Colgó otra foto con la cama sin hacer y la ropa sucia por el suelo: 1.500 likes y 5.000 seguidores más. Cuando compartió una foto del salón lleno de bolsas de basura su cuenta alcanzó los 300.000 seguidores e incontables me gusta.

Cinco semanas invirtieron los servicios municipales de limpieza en vaciar el piso de Inmaculada. Ella, diagnosticada con «Síndrome de Diógenes», no para de repetir desde el hospital psiquiátrico «Yo sí sé lo que es el orden y la limpieza».



1 de septiembre de 2024

Feroz, mi nombre es Lobo Feroz

 


—Doña Hortensia, debería descansar, a sus años no es bueno tanto trajín.

—Gracias por tu interés, pero esta tarde viene mi nieta y no quiero que vea la cabaña desordenada, ya sabes cómo es, cualquier cosa fuera de su sitio la enfada y no tengo ganas de volver a discutir con ella.

—Esa muchacha debería… ser más respetuosa con usted, no es que quiera malmeter, la verdad, pero… la manera de tratarla… no es de recibo.

—Pobrecilla, vive una situación delicada. El padre en la cárcel por malversación de fondos y la madre liada con un narcotraficante. Se ha pasado la infancia de internado en internado y, ahora, en la adolescencia, no encuentra su sitio.

—Yo creo que no debería defenderla, doña Hortensia, y no me malinterprete, pero… su proceder con usted… no tiene disculpa.

—¿Y qué quieres que haga? Es el único familiar que se preocupa por mí.

—Si por preocuparse se refiere a que le trae de vez en cuando un túper de comida que le ha sobrado… mejor que no venga y siento ser tan directo. Además, siempre puede contar conmigo.

—Sí, hijo, ahí te doy la razón. Tú sí que me acompañas, me das palique y te preocupas por mí de verdad. Ella quiere que me vaya a una residencia, pero estoy a gusto en mi casa, en el bosque, rodeada de naturaleza y tranquilidad.

—Tranquilidad… hasta que llega ella.

—Es cierto. Aun así, es mi nieta y la sangre es la sangre.

— Bueno, usted verá, doña Hortensia. Me voy, que tengo que cazar algo, a ver si como.

—Gracias, Mimoso. Vete a tus quehaceres y no te preocupes.

Nada más salir de la casa de la anciana, Mimoso cambió la amable sonrisa que le dedicó a su amiga por un rictus de preocupación. El trato que le dispensaba la nieta a su abuela sacaba a la superficie el poco coraje que albergaba su apacible alma.

Merodeó por el bosque un buen rato hasta que se topó con una presa. Maldijo haber encontrado a aquel conejo, ahora tendría que seguir su instinto y matarlo, algo que le desagradaba mucho. Hacía ya varios años que la manada le había expulsado por pusilánime y porque no se cobraba ninguna pieza. Su talante conciliador y proclive a mantener relaciones cordiales con los humanos le granjearon la antipatía y el rechazo de los suyos, condenándolo a vagar en solitario por el bosque.

El apelativo de Lobo Mimoso se lo ganó cuando los habitantes de la zona comprobaron que ese animal salvaje en realidad era muy sociable, más parecía un perro que un lobo. Con el tiempo se quedó sólo con el nombre de Mimoso.

Mientras despedazaba con repugnancia el conejo que había capturado, en su cabeza rumiaba la situación de su amiga con la nieta que la iba a visitar. Le molestaba que una niña de quince años tratara así a una mujer mayor, independientemente de que fuera o no familiar suyo. A él le criaron en el respeto y la admiración hacia los ancianos, máximos representantes de la manada por su experiencia y sabiduría adquiridas con el devenir de los años.

Con un escalofrío pensó que alguien debería enderezar a la adolescente malcriada.

—Esa niña necesita un correctivo.

 

 

—Maldita vieja. Más años que Matusalén y no la casca. Encima vive en medio del bosque y soy yo la que tengo que llevarle la comida. ¿Por qué no se agencia una peruana o cualquier otro inmigrante para que la acompañe y le cocine? Un simpapeles cualquiera podría encargarse de ella por cuatro euros. Encima vive en el bosque, a tomar por culo en medio de la nada. ¡Joder! ¡Que se vaya a una residencia de una puta vez!

La adolescente abrió la tartera que portaba en una bolsa y escupió en el estofado que le había preparado la filipina encargada de cocinar en su casa.

—Buenas tardes, Mariola.

El lobo había surgido como por ensalmo de entre los árboles y pilló desprevenida a la muchacha.

—¡Coño! ¡Qué susto! Te he dicho mil veces que no aparezcas así, de repente, me das muy mal rollo, Empalagoso.

—Mimoso. Mi nombre es Mimoso.

—Lo que tú digas, da igual. ¡Que no me asustes, hostias! ¿Qué quieres, petardo? No me entretengas que tengo prisa, a ver si le llevo esto a la vieja —señaló la bolsa que llevaba colgada del hombro— y me largo que he quedado.

—No deberías hablar así de tu abuela. Está muy mayor, necesita que la cuiden, no que la alteren.

—¡Ya estamos! Eres un brasa, tío. Siempre con la misma cantinela. ¡Déjame en paz! Yo trato a mi abuela como me da la gana, y tú deberías dedicarte a lo tuyo, a cazar bichos y a aullar cuando hay luna llena. No te metas donde no te llaman.

—Yo aprecio mucho a tu abuela —contestó Mimoso con un hilo de voz y algo intimidado por la actitud agresiva de la chica— y tú deberías hacer lo mismo.

—Mira, tío, no estoy para discursitos. Haz el favor de pirarte —contestó Mariola apartando de su camino a Mimoso—. ¡Hasta nunca, Dulzón!

—Mimoso, mi nombre es Mimoso —replicó el lobo débilmente.

Ante la tímida respuesta, Mariola se limitó a encogerse de hombros mientras que, dándole la espalda, le hacía una peineta con la mano izquierda.

—Te mereces un escarmiento —añadió Mimoso asegurándose de que Mariola no podía ya oírle.

 

—¡Doña Hortensia! ¡Doña Hortensia!

Mimoso no conseguía que la anciana volviera en sí. Cuando se la encontró desvanecida en el suelo revuelto de su cabaña pensó que estaba muerta, pero un débil temblor en los párpados le sacó de su error. Aun así, la mujer presentaba un estado preocupante.

Tras aventar aire delante del rostro de la anciana, ésta reaccionó.

—Hola, Mimoso —le saludó débilmente al abrir los ojos.

El lobo suspiró aliviado.

—¿Qué le ha pasado, doña Hortensia?

—He debido de desmayarme, no recuerdo nada, tan solo que Mariola vino a verme y… creo que discutimos, como es habitual, pero… no sé, todo es confuso.

—¡¿La ha agredido?! ¡Esto es el colmo! ¡Lo que le faltaba a esa niñata!

—No, creo que no. La verdad es que no me acuerdo. Cálmate, Mimoso —replicó la anciana mirando de hito en hito a su amigo pues la reacción tan visceral la había sorprendido mucho.

—Esto… Sí, perdone, es que pienso en Mariola y… no sé, me pongo…

La mujer no era la única que se había sorprendido de esa reacción, el propio Mimoso estaba pasmado por su manera de responder al enésimo ataque de la nieta descortés.

—Venga, doña Hortensia, acuéstese un rato. Ya me encargo yo de cuidarla. Pero debe reflexionar sobre Mariola. Hay que hacer algo, así no puede seguir.

—Ya, hijo, si tienes razón. Pero qué puedo hacer yo, no tengo fuerzas para regañarla, además, en cuanto la llevan la contraria se pone aún más violenta y, te confieso, me da un poquito de miedo. Un día vino con un par de amigos, tenían una pinta intimidante, llenos de tatuajes con esvásticas y calaveras. Daban escalofríos, a punto estuve de decirle que debería cuidar con quién se rodea, pero no me atreví.

Mimoso sabía que la propia Mariola tenía unos tatuajes similares en la cabeza, pero la capucha de la sudadera roja que siempre llevaba ante su abuela los tapaba; decidió ocultar esa información para no atribular más a su vieja amiga.

—Hijo, ayúdame a levantarme y a recoger este estropicio. Mariola dijo que volvería pasado mañana con los papeles para ingresar en una residencia. No quiero ir a ese lugar, Mimoso, pero cada vez me cuesta más oponerme —se lamentó llorando la anciana.

—Si usted no puede, lo haré yo.

—¿Cómo? ¿Te vas a enfrentar a ella?

—No. Me disfrazaré con sus ropas y me haré pasar por usted. Si se pone violenta siempre podré… salir corriendo, tengo mucha más agilidad —contestó Mimoso al que ya se le había pasado el arranque de ferocidad que había tenido hacía solo unos instantes—. La entretendré un rato dándole largas para que se vaya y ganar tiempo mientras pensamos qué hacer para que no acabe en esa residencia que pretende Mariola.

 

—¿Qué pasa, vieja? ¿Cómo estamos hoy?

Mariola se adentró en la cabaña extrañada por el silencio y la oscuridad del recinto. Cuando sus ojos se adaptaron a la poca luz vio un bulto en la cama.

—¿Estás enferma? —dijo mientras se dirigía al camastro.

Por una rendija del embozo de las sábanas asomaron dos ojos enormes con las gafas de su abuela.

—Hola, hijita. Me he debido de resfriar y por eso me encuentras así. Lo mejor será que vuelvas en unos días, no te vaya a contagiar lo que tengo.

—Lo que tienes que hacer es ir de una puta vez a la residencia, ahí hay médicos y gente que te quite los resfriados. Igual has cogido una neumonía y eso es chungo —replicó Mariola fingiendo preocupación por su abuela—. Por cierto, tienes una voz muy rara.

—Es que estoy resfriada, hija, ya te lo he dicho.

—Apenas te veo con tan poca luz y tan tapada como estás.

—Tengo mucho frío y me duele la cabeza, la luz me molesta.

La muchacha no insistió porque, al fin y al cabo, el bienestar de su abuela le daba igual.

—Aquí tengo los papeles para ingresar en la residencia, abu.

—Ay, hija, ahora no puedo ni moverme. Mejor me los traes otro día.

—¡Joder, abuela! Ya estoy harta de tanto paseo al bosque. Firma de una puñetera vez.

—La próxima semana. Hoy estoy muy débil.

—¡No! Poner un garabato en un papel no necesita esfuerzo. ¡Firma! ¡Coño! —insistió Mariola mientras tiraba de las mantas que cubrían a la que ella creía que era su abuela.

Tras un pequeño forcejeo la frazada que tapaba la cama cayó al suelo y Mimoso quedó al descubierto.

—Pero… ¡¿qué cojones haces tú aquí?! —exclamó Mariola.

Mimoso se quedó callado muerto de miedo ante la reacción de la chica.

—¿Dónde está mi abuela? ¡Habla! Voy a llamar a los del SEPRONA, pero ya, para que te acribillen a tiros —dijo la adolescente sacando el móvil y dispuesta a buscar en Google un número de contacto—. ¡Mierda! No hay cobertura.

Mientras la chica trajinaba con su teléfono, Mimoso se bajó de la cama y quedó agazapado en un rincón de la cabaña temblando de pezuñas a cabeza.

Mariola, viendo que no podía contactar con nadie, decidió tomar la iniciativa. Agarró un grueso leño que estaba al lado de la chimenea y se fue a por el asustado animal.

En el momento en que iba a golpear al lobo, éste emitió un sonoro gruñido. La chica amagó el golpe porque el sonido la asustó, pero solo fue un segundo, tras reponerse del sobresalto volvió a la carga. Antes de que el madero alcanzara la cabeza de Mimoso él se abalanzó sobre la chica con las fauces abiertas.

Con sus potentes mandíbulas aprisionó la garganta de Mariola, le clavó los dientes y la zarandeó como un pelele. Un seco chasquido anunció la rotura del cuello. El cuerpo inerte de la chica cayó al suelo en medio de un gran charco de sangre.

Mimoso observó atónito el cadáver de Mariola; de repente, alzó la cabeza y un potente aullido salió de su garganta alborotando las ramas de los árboles del bosque.

 

Las batidas organizadas por los vecinos de la zona han sido inútiles. Todos los intentos por localizar y aniquilar las alimañas que asolan la zona desde hace meses no han servido de nada. La gente está atemorizada y los rebaños esquilmados; el bosque se ha convertido en un lugar peligroso en el que nadie quiere internarse.

Una manada de lobos tiene en jaque a la población. Como sombras oscuras atraviesan la espesura del bosque y se internan en los rediles y los chiqueros causando masacres que alimentan las historias de terror que las madres cuentan a sus hijos para asustarlos si no obedecen.

A la cabeza del grupo va un espléndido macho, algunos dicen que se parece a aquel lobo mimoso que solía acercarse a los humanos, pero la ferocidad que lo caracteriza no hacen creíbles esas murmuraciones.

Las noches de luna llena un potente aullido sacude el bosque, el mismo que se oyó la tarde en que una chica desapareció cuando iba a dar de cenar a su abuela.

Tan solo una cabaña permanece habitada por una anciana, los servicios sociales intentan convencerla para llevarla a un lugar más seguro pero la octogenaria se opone alegando que ella está a salvo y protegida. Lo cierto es que nunca ha sido atacada por la manada, mientras que otros enclaves habitados o donde hay ganado han sufrido feroces asaltos de esos animales salvajes. Pareciera que un encantamiento amparase la cabaña de la anciana mujer.

 

Tras aullar largamente como siempre que hay luna llena, Mimoso baja de una roca para reunirse con el resto de la manada que le espera expectante.

—¿Dónde atacaremos hoy, jefe?

—El rebaño de ovejas que hay en el valle será nuestro festín de esta noche. No dejéis una viva. Y no me llaméis jefe: yo soy Feroz, mi nombre es Lobo Feroz.

 



NOTA: Esta adaptación de Caperucita Roja corresponde al proyecto que estamos desarrollando en el Colectivo Bremen para versionar los cuentos de los hermanos Grimm.