Aún impresionado por la audiencia real que había mantenido con el monarca más poderoso del mundo, Álvaro de Mendaña intentaba asimilar lo conseguido hacía unos instantes: el título de adelantado. Era un oficial de la corona con funciones judiciales, militares y administrativas en zonas fronterizas. Todo un logro después de tanto luchar por regresar a las islas que descubrió cuatro años atrás.
En 1567, con 26 años de edad, Mendaña había descubierto las islas
Salomón en una expedición formada por solo dos barcos. Según las leyendas de
los indígenas del Perú, al oeste había una isla repleta de oro, los españoles
fabularon que en ese lugar se hallaban las minas del rey Salomón. Cuando
Mendaña llegó a unas islas en medio del Pacífico las bautizó con el nombre del
rey bíblico, aunque oro no encontraron; en cambio, mosquitos y plagas, sí. Las
malas condiciones de la tripulación que sufría enfermedades y desnutrición lo
obligaron a abandonarlas sin haberlas colonizado y su anhelo era volver. Ahora,
Felipe II, le había dado permiso para hacerlo.
—¡Qué gran logro, Hernán! —le dijo a su secretario personal— Por tu
semblante no pareces muy convencido.
—Disculpadme, señor, pero yo no veo un negocio rentable el que acabáis
de pactar con Su Majestad el rey Felipe.
—Voy a organizar una expedición y seré poseedor de todas las tierras
que descubra. ¡De todas! ¡Pardiez! ¿No es ese un buen negocio?
—Lo sería si no fuera por un pequeño inconveniente… Esa expedición la
tenéis que pagar vos. Hablamos de muchos caudales, señor.
El secretario Hernán tenía razón. Reunir el dinero necesario para la
expedición que se encargaría de llegar a las islas Salomón para colonizarlas fue
una ardua tarea que duró dos décadas. Álvaro de Mendaña consiguió su propia
fortuna casándose con la hija de un poderoso hacendado, Isabel Barreto, una
beldad criolla a la que le sacaba veinte años. Aun así, necesitó más dinero a
través del virrey del Perú, que invirtió capital para financiar tan ambiciosa
empresa. Igualmente, hubo de recurrir a otros acaudalados terratenientes que aportaron
barcos y sus propias condiciones.
—¡Zarpamos! —exclamó triunfante el adelantado Mendaña desde la proa de
la nao San Gerónimo—. ¡Timonel! ¡Rumbo oeste! ¡Nos vamos a las Islas Salomón!
Junto a la San Gerónimo salían del puerto del Callao tres naves más. No
contaban con mapas de la zona por la que iban a transitar por lo que, para
orientarse, deberían recurrir a la memoria de uno de los tripulantes de la
primera expedición que, supuestamente, recordaba cómo se iba a un lugar en el
que había estado veinticinco años atrás.
—Míralos, qué acaramelados se les ve. Ella es un bellezón y él… tiene
apostura, aunque más parece su padre que su marido —comentó un marinero a su
compañero mientras recogían unas jarcias.
—No te metas con el almirante a ver si te vas a tirar todo el viaje
limpiando la cubierta. Se les ve enamorados, vive Dios, pero no me gusta que un
capitán se traiga a su propia esposa a un viaje incierto. Más que amor, parece
locura.
—¡Tierra!
—¿Ya? Según el almirante aún nos faltan días para llegar a las Salomón.
—Será que los vientos nos han sido propicios y hemos llegado antes.
—Mala espina me da esto —replicó el otro rascándose la rizada barba—.
El mar no regala ni tiempo ni bondades, es más amigo de hacérnoslas pasar
canutas que de ayudar.
Nada más desembarcar en la isla que habían avistado antes de lo
previsto, Mendaña se dispuso a conversar con los isleños pues de su primer
viaje se llevó consigo a unos cuantos nativos y se ayudó de ellos para aprender
su lengua. Después de varios intentos fallidos porque los indígenas no daban
muestras de entenderle, el almirante se dio por vencido.
—No sé por qué no me comprenden, hablo su misma lengua. ¿Qué ha podido
ocurrir?
—A lo mejor, en estos veinticinco años que han pasado, han cambiado de
parla —comentó uno de sus capitanes.
—O las islas han sido conquistadas por otro pueblo que habla distinto —comentó
otro.
—O resulta que no estamos donde vos creéis —añadió Pedro Fernández de
Quirós, experimentado piloto de una de las naves, el cual creía que por aportar
dinero para la expedición le otorgaba tanto mando o más que el almirante y al
que cuestionaba en todo momento.
Después de navegar por las islas del archipiélago llegaron a la
conclusión de que Quirós estaba en lo cierto. Aquellas islas no eran las
Salomón, eran otras.
—Pues las llamaré Islas Marquesas, me las quedo, tal como me prometió
Su Majestad, y nos vamos a seguir buscando las Salomón. Deben de andar cerca —dijo
Álvaro de Mendaña finalmente.
—¿Y hacia dónde vamos, señor?
—Rumbo oeste.
Siguieron navegando dos meses más con la imprecisa premisa de saber que
las islas que buscaban estaban al oeste, algo que, en medio del océano Pacífico
era bastante ambiguo.
—Nos estamos quedando sin agua, señor. Y sin víveres porque ya nos
hemos comido todos los caballos. Perdonadme la expresión, almirante, pero estamos
jodidos.
—No lo entiendo. Tienen que estar por aquí —exclamó un abatido Mendaña
que había perdido mucho peso por las restricciones a bordo ante la calamitosa
situación.
—Este océano es inmenso, almirante. Sin mapas es imposible encontrar
nada —se quejó Fernández de Quirós—. Os lo advertí.
—¡Tierra! —exclamó el vigía.
—¿Las islas Salomón?
—Ni idea, pero tierra, al fin y al cabo. Ahí encontraremos agua.
El lugar en el que desembarcaron era una isla que sí pertenecía al
conjunto de las islas Salomón. Tal como expresó el vigía, allí había agua, pero
también varios volcanes que tuvieron la genial idea de ponerse en erupción
cuando los expedicionarios asentaron allí una colonia con el nombre de Santa
Cruz.
—Este aire es irrespirable. Tanta ceniza comienza a ser molesta —exclamó
un marinero—. La arena negra de las playas despide un calor atroz. Estoy de
aqueste lugar hasta el último pelo del bigote.
En una de las erupciones de los muchos volcanes que por la zona había,
explotó uno de los barcos llevándose por delante a todos los tripulantes con
sus víveres.
—Pues estamos apañados. Deberíamos volver a casa. Este viaje es un fracaso.
Además, los capitanes están todo el día a la gresca —se quejó un marinero—. Los
que han invertido dinero se insubordinan con el almirante porque se ven en la
ruina. O don Álvaro pone orden o esto va a acabar como el rosario de la aurora.
Efectivamente, Mendaña tuvo que sofocar un motín ejecutando a los dirigentes
y colocando sus cabezas cercenadas en unos postes a la entrada del fortín donde
se hallaban parapetados pues los indígenas, al igual que los volcanes, no los
estaban acogiendo con los brazos abiertos. El ambiente estaba enrarecido y no
precisamente por la ceniza en suspensión.
—Con los amotinados bajo tierra esperemos que entre nosotros los ánimos
se calmen —le dijo uno de los oficiales a un compañero.
—Dios te oiga. Pero me temo que los cielos no están por ayudarnos
porque, ahora que la revuelta está sofocada, nuestro almirante ha enfermado.
Tiene mala pinta. Este viaje está gafado. Y como la casque las cosas van a ir a
peor. Dicen que ha hecho testamento y que nombra a su esposa almirante de la
flota. ¡Una mujer almirante! ¿Dónde se ha visto tamaña insensatez!
En la cabaña donde residía el adelantado Álvaro de Mendaña reinaba la
tristeza.
—Se nos va, señora, se nos va —dijo llorando la doncella de Isabel
Barreto, la esposa de Mendaña.
—¡No puede ser! —exclamó la futura viuda mientras se acercaba al lecho
donde un Mendaña demacrado luchaba por respirar.
—Isabel, he escrito mis últimas voluntades. El secretario real ya las
tiene en su poder. Tú eres mi única heredera. Recibirás, a mi muerte, todas mis
posesiones y títulos, incluidos los de adelantado y almirante. Quien no
obedezca será condenado aquí y en el cielo, pues esa es mi voluntad.
—Amor, no pienses en morir. Te vas a restablecer. Yo no puedo ser
almirante, primero porque tus hombres no van a aceptar órdenes de una mujer y,
segundo, porque no sé hacia dónde ir. Nadie sabe dónde estamos realmente.
Deberíamos regresar a casa.
—El regreso es imposible. Las corrientes y los vientos alisios nos lo
impiden. Hay que seguir yendo al oeste. Llegar a las islas Filipinas es la
única salida a esta situación.
Unas pocas horas después, Álvaro de Mendaña falleció dejando a su mujer
al mando y con un buen papelón.
—Pero ¿qué sabéis vos de navegar, doña Isabel? El último deseo de
vuestro esposo es un desatino.
Quien así hablaba era el piloto, y socio capitalista de la expedición,
Fernández de Quirós, hombre ambicioso, muy bueno en su profesión, pero
impertinente y díscolo, especialmente con Isabel Barreto. Si nunca tuvo ni
aprecio ni respeto por Álvaro de Mendaña, menos los iba a tener por su esposa.
En su opinión, las mujeres no debían embarcar, mucho menos gobernar una flota.
¡Qué disparate!
—Tenéis razón que en lo de marinear no tengo conocimientos, pero sé
gobernar, y muestras he dado durante estos meses. No solo he sabido aconsejar a
mi señor esposo, también he soportado todas las penurias, el hambre y la sed de
esta desafortunada expedición, como el más sencillo marinero, sin una queja y
sin lamentarme —se defendió Isabel Barreto—. Ahora debemos seguir el viaje
hacia Manila.
—¿A las Filipinas? ¿Os habéis vuelto loca? ¡No tenemos mapas! No
sabemos nuestra ubicación exacta, este océano es colosal. ¿Cómo vamos a llegar?
—exclamó muy enfadado Quirós.
—Vos sois el piloto, y de los buenos. Esa es vuestra misión. De todas
formas, os doy una pista, Manila está por allí —señaló con el dedo hacia donde
el sol se estaba poniendo—. Rumbo oeste.
NOTA HISTÓRICA
Hasta aquí llegaron las aventuras de Álvaro de Mendaña, un marino
valiente que descubrió las islas Salomón y que, cuando pretendía volver a ellas
para colonizarlas antes de que lo hicieran los corsarios ingleses (como
finalmente así ocurrió), se encontró «por un error de cálculo» otras islas, las
Marquesas. Podría decirse que se hizo un dos por uno.
Una vez muerto, y acatando sus últimas voluntades, Isabel Barreto se convirtió en la primera mujer almirante de la Historia. Tuvo muchas dificultades para cumplir el deseo de su marido: llevar la flota a Manila. Las complicaciones no solo se debieron a la compleja situación (encontrarse en medio del Pacífico sin mapas ni cartas para ubicarse), la tripulación y los mandos también se lo pusieron difícil pues no encajaron bien que los gobernara una mujer. Durante tres agónicos meses afrontó tempestades, hambre, sed, motines y la pérdida de todos los barcos, menos uno, el San Gerónimo que, a los mandos de Fernández de Quirós, llegó a Manila. El piloto le guardó rencor eterno a la viuda del almirante, pero cumplió con su deber: llegar a puerto. Isabel Barreto se volvió a casar con un primo de su primer esposo, hizo valer sus derechos de exploración heredados de Mendaña y consiguió regresar a su ciudad natal, Lima. Pero esa es otra historia.