Pestañas

1 de septiembre de 2024

Feroz, mi nombre es Lobo Feroz

 


—Doña Hortensia, debería descansar, a sus años no es bueno tanto trajín.

—Gracias por tu interés, pero esta tarde viene mi nieta y no quiero que vea la cabaña desordenada, ya sabes cómo es, cualquier cosa fuera de su sitio la enfada y no tengo ganas de volver a discutir con ella.

—Esa muchacha debería… ser más respetuosa con usted, no es que quiera malmeter, la verdad, pero… la manera de tratarla… no es de recibo.

—Pobrecilla, vive una situación delicada. El padre en la cárcel por malversación de fondos y la madre liada con un narcotraficante. Se ha pasado la infancia de internado en internado y, ahora, en la adolescencia, no encuentra su sitio.

—Yo creo que no debería defenderla, doña Hortensia, y no me malinterprete, pero… su proceder con usted… no tiene disculpa.

—¿Y qué quieres que haga? Es el único familiar que se preocupa por mí.

—Si por preocuparse se refiere a que le trae de vez en cuando un túper de comida que le ha sobrado… mejor que no venga y siento ser tan directo. Además, siempre puede contar conmigo.

—Sí, hijo, ahí te doy la razón. Tú sí que me acompañas, me das palique y te preocupas por mí de verdad. Ella quiere que me vaya a una residencia, pero estoy a gusto en mi casa, en el bosque, rodeada de naturaleza y tranquilidad.

—Tranquilidad… hasta que llega ella.

—Es cierto. Aun así, es mi nieta y la sangre es la sangre.

— Bueno, usted verá, doña Hortensia. Me voy, que tengo que cazar algo, a ver si como.

—Gracias, Mimoso. Vete a tus quehaceres y no te preocupes.

Nada más salir de la casa de la anciana, Mimoso cambió la amable sonrisa que le dedicó a su amiga por un rictus de preocupación. El trato que le dispensaba la nieta a su abuela sacaba a la superficie el poco coraje que albergaba su apacible alma.

Merodeó por el bosque un buen rato hasta que se topó con una presa. Maldijo haber encontrado a aquel conejo, ahora tendría que seguir su instinto y matarlo, algo que le desagradaba mucho. Hacía ya varios años que la manada le había expulsado por pusilánime y porque no se cobraba ninguna pieza. Su talante conciliador y proclive a mantener relaciones cordiales con los humanos le granjearon la antipatía y el rechazo de los suyos, condenándolo a vagar en solitario por el bosque.

El apelativo de Lobo Mimoso se lo ganó cuando los habitantes de la zona comprobaron que ese animal salvaje en realidad era muy sociable, más parecía un perro que un lobo. Con el tiempo se quedó sólo con el nombre de Mimoso.

Mientras despedazaba con repugnancia el conejo que había capturado, en su cabeza rumiaba la situación de su amiga con la nieta que la iba a visitar. Le molestaba que una niña de quince años tratara así a una mujer mayor, independientemente de que fuera o no familiar suyo. A él le criaron en el respeto y la admiración hacia los ancianos, máximos representantes de la manada por su experiencia y sabiduría adquiridas con el devenir de los años.

Con un escalofrío pensó que alguien debería enderezar a la adolescente malcriada.

—Esa niña necesita un correctivo.

 

 

—Maldita vieja. Más años que Matusalén y no la casca. Encima vive en medio del bosque y soy yo la que tengo que llevarle la comida. ¿Por qué no se agencia una peruana o cualquier otro inmigrante para que la acompañe y le cocine? Un simpapeles cualquiera podría encargarse de ella por cuatro euros. Encima vive en el bosque, a tomar por culo en medio de la nada. ¡Joder! ¡Que se vaya a una residencia de una puta vez!

La adolescente abrió la tartera que portaba en una bolsa y escupió en el estofado que le había preparado la filipina encargada de cocinar en su casa.

—Buenas tardes, Mariola.

El lobo había surgido como por ensalmo de entre los árboles y pilló desprevenida a la muchacha.

—¡Coño! ¡Qué susto! Te he dicho mil veces que no aparezcas así, de repente, me das muy mal rollo, Empalagoso.

—Mimoso. Mi nombre es Mimoso.

—Lo que tú digas, da igual. ¡Que no me asustes, hostias! ¿Qué quieres, petardo? No me entretengas que tengo prisa, a ver si le llevo esto a la vieja —señaló la bolsa que llevaba colgada del hombro— y me largo que he quedado.

—No deberías hablar así de tu abuela. Está muy mayor, necesita que la cuiden, no que la alteren.

—¡Ya estamos! Eres un brasa, tío. Siempre con la misma cantinela. ¡Déjame en paz! Yo trato a mi abuela como me da la gana, y tú deberías dedicarte a lo tuyo, a cazar bichos y a aullar cuando hay luna llena. No te metas donde no te llaman.

—Yo aprecio mucho a tu abuela —contestó Mimoso con un hilo de voz y algo intimidado por la actitud agresiva de la chica— y tú deberías hacer lo mismo.

—Mira, tío, no estoy para discursitos. Haz el favor de pirarte —contestó Mariola apartando de su camino a Mimoso—. ¡Hasta nunca, Dulzón!

—Mimoso, mi nombre es Mimoso —replicó el lobo débilmente.

Ante la tímida respuesta, Mariola se limitó a encogerse de hombros mientras que, dándole la espalda, le hacía una peineta con la mano izquierda.

—Te mereces un escarmiento —añadió Mimoso asegurándose de que Mariola no podía ya oírle.

 

—¡Doña Hortensia! ¡Doña Hortensia!

Mimoso no conseguía que la anciana volviera en sí. Cuando se la encontró desvanecida en el suelo revuelto de su cabaña pensó que estaba muerta, pero un débil temblor en los párpados le sacó de su error. Aun así, la mujer presentaba un estado preocupante.

Tras aventar aire delante del rostro de la anciana, ésta reaccionó.

—Hola, Mimoso —le saludó débilmente al abrir los ojos.

El lobo suspiró aliviado.

—¿Qué le ha pasado, doña Hortensia?

—He debido de desmayarme, no recuerdo nada, tan solo que Mariola vino a verme y… creo que discutimos, como es habitual, pero… no sé, todo es confuso.

—¡¿La ha agredido?! ¡Esto es el colmo! ¡Lo que le faltaba a esa niñata!

—No, creo que no. La verdad es que no me acuerdo. Cálmate, Mimoso —replicó la anciana mirando de hito en hito a su amigo pues la reacción tan visceral la había sorprendido mucho.

—Esto… Sí, perdone, es que pienso en Mariola y… no sé, me pongo…

La mujer no era la única que se había sorprendido de esa reacción, el propio Mimoso estaba pasmado por su manera de responder al enésimo ataque de la nieta descortés.

—Venga, doña Hortensia, acuéstese un rato. Ya me encargo yo de cuidarla. Pero debe reflexionar sobre Mariola. Hay que hacer algo, así no puede seguir.

—Ya, hijo, si tienes razón. Pero qué puedo hacer yo, no tengo fuerzas para regañarla, además, en cuanto la llevan la contraria se pone aún más violenta y, te confieso, me da un poquito de miedo. Un día vino con un par de amigos, tenían una pinta intimidante, llenos de tatuajes con esvásticas y calaveras. Daban escalofríos, a punto estuve de decirle que debería cuidar con quién se rodea, pero no me atreví.

Mimoso sabía que la propia Mariola tenía unos tatuajes similares en la cabeza, pero la capucha de la sudadera roja que siempre llevaba ante su abuela los tapaba; decidió ocultar esa información para no atribular más a su vieja amiga.

—Hijo, ayúdame a levantarme y a recoger este estropicio. Mariola dijo que volvería pasado mañana con los papeles para ingresar en una residencia. No quiero ir a ese lugar, Mimoso, pero cada vez me cuesta más oponerme —se lamentó llorando la anciana.

—Si usted no puede, lo haré yo.

—¿Cómo? ¿Te vas a enfrentar a ella?

—No. Me disfrazaré con sus ropas y me haré pasar por usted. Si se pone violenta siempre podré… salir corriendo, tengo mucha más agilidad —contestó Mimoso al que ya se le había pasado el arranque de ferocidad que había tenido hacía solo unos instantes—. La entretendré un rato dándole largas para que se vaya y ganar tiempo mientras pensamos qué hacer para que no acabe en esa residencia que pretende Mariola.

 

—¿Qué pasa, vieja? ¿Cómo estamos hoy?

Mariola se adentró en la cabaña extrañada por el silencio y la oscuridad del recinto. Cuando sus ojos se adaptaron a la poca luz vio un bulto en la cama.

—¿Estás enferma? —dijo mientras se dirigía al camastro.

Por una rendija del embozo de las sábanas asomaron dos ojos enormes con las gafas de su abuela.

—Hola, hijita. Me he debido de resfriar y por eso me encuentras así. Lo mejor será que vuelvas en unos días, no te vaya a contagiar lo que tengo.

—Lo que tienes que hacer es ir de una puta vez a la residencia, ahí hay médicos y gente que te quite los resfriados. Igual has cogido una neumonía y eso es chungo —replicó Mariola fingiendo preocupación por su abuela—. Por cierto, tienes una voz muy rara.

—Es que estoy resfriada, hija, ya te lo he dicho.

—Apenas te veo con tan poca luz y tan tapada como estás.

—Tengo mucho frío y me duele la cabeza, la luz me molesta.

La muchacha no insistió porque, al fin y al cabo, el bienestar de su abuela le daba igual.

—Aquí tengo los papeles para ingresar en la residencia, abu.

—Ay, hija, ahora no puedo ni moverme. Mejor me los traes otro día.

—¡Joder, abuela! Ya estoy harta de tanto paseo al bosque. Firma de una puñetera vez.

—La próxima semana. Hoy estoy muy débil.

—¡No! Poner un garabato en un papel no necesita esfuerzo. ¡Firma! ¡Coño! —insistió Mariola mientras tiraba de las mantas que cubrían a la que ella creía que era su abuela.

Tras un pequeño forcejeo la frazada que tapaba la cama cayó al suelo y Mimoso quedó al descubierto.

—Pero… ¡¿qué cojones haces tú aquí?! —exclamó Mariola.

Mimoso se quedó callado muerto de miedo ante la reacción de la chica.

—¿Dónde está mi abuela? ¡Habla! Voy a llamar a los del SEPRONA, pero ya, para que te acribillen a tiros —dijo la adolescente sacando el móvil y dispuesta a buscar en Google un número de contacto—. ¡Mierda! No hay cobertura.

Mientras la chica trajinaba con su teléfono, Mimoso se bajó de la cama y quedó agazapado en un rincón de la cabaña temblando de pezuñas a cabeza.

Mariola, viendo que no podía contactar con nadie, decidió tomar la iniciativa. Agarró un grueso leño que estaba al lado de la chimenea y se fue a por el asustado animal.

En el momento en que iba a golpear al lobo, éste emitió un sonoro gruñido. La chica amagó el golpe porque el sonido la asustó, pero solo fue un segundo, tras reponerse del sobresalto volvió a la carga. Antes de que el madero alcanzara la cabeza de Mimoso él se abalanzó sobre la chica con las fauces abiertas.

Con sus potentes mandíbulas aprisionó la garganta de Mariola, le clavó los dientes y la zarandeó como un pelele. Un seco chasquido anunció la rotura del cuello. El cuerpo inerte de la chica cayó al suelo en medio de un gran charco de sangre.

Mimoso observó atónito el cadáver de Mariola; de repente, alzó la cabeza y un potente aullido salió de su garganta alborotando las ramas de los árboles del bosque.

 

Las batidas organizadas por los vecinos de la zona han sido inútiles. Todos los intentos por localizar y aniquilar las alimañas que asolan la zona desde hace meses no han servido de nada. La gente está atemorizada y los rebaños esquilmados; el bosque se ha convertido en un lugar peligroso en el que nadie quiere internarse.

Una manada de lobos tiene en jaque a la población. Como sombras oscuras atraviesan la espesura del bosque y se internan en los rediles y los chiqueros causando masacres que alimentan las historias de terror que las madres cuentan a sus hijos para asustarlos si no obedecen.

A la cabeza del grupo va un espléndido macho, algunos dicen que se parece a aquel lobo mimoso que solía acercarse a los humanos, pero la ferocidad que lo caracteriza no hacen creíbles esas murmuraciones.

Las noches de luna llena un potente aullido sacude el bosque, el mismo que se oyó la tarde en que una chica desapareció cuando iba a dar de cenar a su abuela.

Tan solo una cabaña permanece habitada por una anciana, los servicios sociales intentan convencerla para llevarla a un lugar más seguro pero la octogenaria se opone alegando que ella está a salvo y protegida. Lo cierto es que nunca ha sido atacada por la manada, mientras que otros enclaves habitados o donde hay ganado han sufrido feroces asaltos de esos animales salvajes. Pareciera que un encantamiento amparase la cabaña de la anciana mujer.

 

Tras aullar largamente como siempre que hay luna llena, Mimoso baja de una roca para reunirse con el resto de la manada que le espera expectante.

—¿Dónde atacaremos hoy, jefe?

—El rebaño de ovejas que hay en el valle será nuestro festín de esta noche. No dejéis una viva. Y no me llaméis jefe: yo soy Feroz, mi nombre es Lobo Feroz.

 



NOTA: Esta adaptación de Caperucita Roja corresponde al proyecto que estamos desarrollando en el Colectivo Bremen para versionar los cuentos de los hermanos Grimm.

8 comentarios:

  1. ¡Ay, Paloma, qué versión del cuento tan buena y divertida! Me lo he pasado fenomenal leyéndolo. Esa adaptación a la modernidad es genial. me encanta eso de ver las historias desde otro punto de vista en el que los buenos no sean tan buenos (ni siquiera buenos) y los malos sean menos malos. Enhorabuena.
    Un beso.

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    1. Ya sabes que a mí me gustan más las brujas que las princesas, así que en los cuentos el malo me atrae mucho más que los buenos. En este caso, además, Caperucita siempre me pareció una ñoña y quise darle la vuelta, a lo mejor me he pasado, ja, ja, ja.
      Yo también me he divertido mucho escribiendo esto, me alegra compartir diversiones.
      Un besazo.

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  2. Hola, Paloma.
    Me he reído mucho, pero muchísimo es buenísimo de verdad. Las adversidades endurecen, nos hacen cometer actos que repelemos y demuestra que por mucho que creamos en algo, nunca se sabrá realmente de lo que seríamos capaces. Y como un único acto, puede cambiar el resto de nuestra vida.
    ¡Genial!
    Un beso.

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    1. Hola, Irene.
      Mi madre siempre decía "que no te encuentres en la necesidad de..." porque en situaciones extremas podemos reaccionar de una manera inesperada. Este lobo creo que, por defender a su amiga, encontró su verdadero lugar y naturaleza.
      Gracias por la visita y la lectura.
      Un beso grande.

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  3. Has creado una versión del archiconocido cuento muy buena, y hasta diría que edificante, pues podría sevir para amedrentar y educar al mismo tiempo a los críos malcriados, rebeldes y con malas intenciones, para que sepan lo que vale un peine, je, je.
    Y por otro lado demuestra que la cabra siemrpe tira al monte y que los instintos básicos no se olvidan. El lobo siempre será un lobo, por mimoso que sea, ja, ja, ja.
    Un beso.

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    1. Hola, Josep Mª.
      Quizás se debería enviar a muchos adolescentes al bosque para que los lobos se encarguen de ellos viendo que sus padres no son capaces, ja, ja, ja.
      Cuando escribí este relato me centré en la segunda observación de tu comentario: la cabra tira al monte, o el lobo es un lobo siempre, pero en lugar de mostrar a este animal (tan querido por Félix Rodríguez de la Fuente) como un ser abyecto quise darle una "excusa" para explicar su proceder.
      Dada la gran cantidad de Caperucitas/Mariolas que hay en nuestra sociedad creo que el ser humano no se merece que ningún animal cambie su naturaleza para poder convivir con nosotros, la verdad.
      Un besote.

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  4. Hola Kirke, como dicen algunos, tanto monta que monta tanto... El lobo por mucho que intente ser mimoso, siempre será un lobo feroz.
    Me encanta esta versión del cuento que has creado, tan irónica como genial, pobrecitas las ovejitas del valle. Un abrazo grande

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    1. Dicen que la cabra tira al monte y... este lobo se decantó por pertenecer a la manada de la que nunca debió salir.
      Gracias por la visita y el comentario, Nuria.
      Un abrazo.

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