Nakipuma estaba muy nerviosa. Ser convocada por el
regidor de Panamá era para ponerse nerviosa y preocuparse mucho. El nuevo
alcalde tenía fama de colérico; había ganado su puesto traicionando y
arrestando a uno de sus superiores y eso daba idea del talante del sujeto con el
que la mujer iba a verse, algo que, por otra parte, a Nakipuma no le extrañaba:
ninguno de los invasores barbudos era de fiar, desde el soldado de más bajo
rango hasta el mayor preboste. No, no eran de fiar.
Esperó en una sobria sala y miró el enorme crucifijo
que pendía de una de las paredes. Le habían enseñado que el dios de los
barbudos era bueno y amoroso, y aquello no lo ponía en duda porque al dios ese
no lo conocía en persona, pero sus sacerdotes no eran así: aún le escocían las
nalgas de la última vez que se equivocó al rezar una de sus oraciones, el golpe
con la vara que le dio el padre Clemente no había sido nada compasivo y mucho
menos amoroso.
—Así que tú eres la india que tanta fama tiene.
Nakipuma se sobresaltó al oír la voz, se había ensimismado
en sus pensamientos y no se percató de la presencia del muchacho que ahora la
interpelaba.
—Sígueme —prosiguió el joven—, mi hermano te está
esperando.
Pasaron a una sala contigua donde una oscura mesa de
madera repujada ocupaba el centro. Detrás de la mesa, y sentado en un gran
sillón, se hallaba un hombre de unos cuarenta años. El joven que acompañaba a
Nakipuma se sentó en una de las sillas libres colocadas enfrente, sin invitarla
a hacer lo mismo por lo que ella permaneció de pie.
—Aquí tienes a tu india, chache —dijo el joven al
hombre más mayor.
—Cuántas veces te tengo que decir que no me llames
chache, Hernando. Tienes que comportarte con más sobriedad.
—Ahora estamos solos.
—¿Solos? —respondió el aludido señalando con el
mentón a Nakipuma.
—¡Bah! Es una india, ella no cuenta —respondió
Hernando con un gesto despectivo.
—¡Aun así, debes guardar las formas, rediez! Bueno,
pasemos a lo que nos importa ahora mismo. Te estarás preguntando qué haces aquí
—se dirigió a la muchacha que permanecía de pie delante de él.
Nakipuma no hizo ningún gesto y el hombre volvió a
hablar esta vez recalcando más las palabras y muy despacio.
—¿En-tien-des-mi-len-gua? —la falta de reacción de la
chica le hizo creer que no hablaba español.
Esta vez Nakipuma afirmó con la cabeza. Claro que los
entendía. Tenía facilidad para hablar otras lenguas, incluida la de los
invasores, pero algunas veces le convenía hacerse la ignorante para enterarse
de cosas que decían delante de ella creyendo que no los comprendía. Este no era
el caso, desde luego, aunque seguía siendo reacia a hablar, esos sonidos tan
fuertes le arañaban la garganta y prefería contestar a las órdenes de los
blancos con gestos antes que con palabras.
—Bien, ya creí que me habían engañado cuando me
hablaron de ti —prosiguió su interrogador—. Necesito de tus habilidades para un
negocio que tengo entre manos.
Nakipuma permaneció impasible a la vez que en su
interior se desataba cierta alarma. Que un barbudo necesitara algo de su pueblo
siempre iba aparejado con algún tipo de incomodidad que terminaba de mala
manera. Ante la inexpresividad de la indígena, el hombre prosiguió.
—Dicen que sabes ver el futuro, que adivinas lo que
está por venir. ¿Es cierto?
Así que era eso, otro blanco en busca de respuestas a
sus dudas y ansias de poder. Ahora le preguntaría dónde había oro, ese metal
maldito que tanto les obsesionaba y que los volvía unos locos violentos. ¡Qué
pesados se ponían con el oro! No entendía por qué les gustaba tanto, solo
servía para adornar ya que era demasiado blando para hacer flechas o fabricar
utensilios. Nakipuma no respondió.
—Chache, digo, Paco, ya te avisé que esto no era
buena idea —intervino el joven—. Mírala, parece medio tonta, ¿no ves la cara de
estúpida que tiene?
—Tú déjame a mí. ¡Y tampoco me llames Paco, demontres!
—¿Cómo quieres que te llame, entonces?
—¡Don Francisco! Eres duro de mollera, Hernando.
Debería haberte dejado en Trujillo que bastante tengo con mis asuntos como para
hacer de niñera de un mocoso por muy hermano mío que seas — exclamó pensando
que los lazos de sangre eran ciertamente unas ataduras difíciles de romper y sobrellevar,
aunque él aún ignoraba en esos días que unos años después le llegarían otros
dos hermanos más desde Cáceres para formar un auténtico clan.
A Francisco Pizarro no le gustaba que le faltaran el
respeto, algo que, según él, solía ocurrir con demasiada facilidad. Era
estricto con las formas y no perdonaba ninguna ofensa, aunque esta solo
estuviera en su imaginación. Siempre presto a enfadarse era rencoroso y
guardaba los agravios para repararlos en cuanto tuviera ocasión. Así había
hecho con Núñez de Balboa. Nunca consiguió que le llamara Francisco; con la
campechanía que le caracterizaba —para
Francisco era simple desprecio—
el antiguo gobernador del Darién y exjefe suyo se empeñaba en llamarle por el
diminutivo que en ese momento su propio hermano había empleado a pesar de saber
que no le gustaba. Pero la venganza es un plato que se sirve frío, y Francisco
así lo demostró cuando varios años después él mismo apresó a quien había
dirigido la expedición al Mar del Sur. Ahora el campechano estaba criando
malvas tras ser decapitado por alta traición.
—Vamos al objeto de esta reunión de una vez, por
todos los santos; a este paso nos amanece otro día sin avanzar ni un ápice
—prosiguió Pizarro saliendo de sus recuerdos—. ¿Puedes ver el futuro? ¿Sí o no?
¡Contesta, mujer!
Nakipuma asintió esta vez rápidamente. Sabía por
experiencia que no era recomendable enfadar a los barbudos y el que tenía
delante empezaba a hacerlo. No sabía bien qué quería saber el hombre, pero
siempre podía inventarse cualquier cosa. Tenía muy calados a los invasores, sabía
fingir que veía algo o cambiar su visión según conviniera para darles lo que
ellos buscaban. Si querían que les dijeran que había tierras plenas de oro en
lugares remotos, pues les decía eso, si querían que les dijeran que sus esposas
les eran fieles en sus hogares de origen, pues eso oían, aunque ella viera, y
le había ocurrido más de una vez, que la casta esposa por la que alguno se
preocupaba entretenía la ausencia del lejano marido aventurero acostándose con un
amante menos aventurero, pero más cercano.
Era fácil engañarlos, después de todo.
Pero Nakipuma no era una impostora: podía ver el
futuro o algo que ocurría en el presente lejos de su campo de visión, aunque
siempre lo que los dioses querían mostrarle, eso no dependía de su voluntad.
Era una reputada jaibanás (chamán) de los emberá (etnia del istmo de
Panamá), lo había demostrado desde bien pequeña; su madre y su abuela también
lo fueron y ella seguía la estela, lo llevaba en su sangre, pero eran los
dioses los que decidían qué podía ver y qué no.
Ante la respuesta afirmativa de la joven, Pizarro
sonrió. Sabía que el padre Clemente no era partidario de que recurriera a las
supercherías de los indios (así lo llamaba el fráter), pero entre sus hombres la
muchacha que tenía delante, tan bajita, tan poquita cosa, era famosa por
adivinar el futuro y él quería saber qué le iba a deparar la expedición que
estaba a punto de iniciar: la búsqueda del Birú, un imperio situado más al sur
donde las riquezas eran inmensas, o eso era lo que llevaba oyendo desde hacía
muchos años.
—Dime, entonces, cuál es mi destino, mujer. Salgo de
viaje y quiero saber qué me voy a encontrar. Dicen que sueles emplear hierbas
para tener tus visiones, haz lo que sea necesario para tu oficio que aquí estás
segura. Nada te ha de pasar. Emplea tus artes como bien dispongas.
La muchacha sacó de su zurrón unas bolas verdes, se
llevó a la boca un par de ellas y comenzó a masticarlas mientras los dos
hombres la observaban. El peyote solía tardar bastante en hacer efecto, pero
ella simularía una visión y les daría lo que querían: en el mítico Birú había
mucho oro, que se fueran a buscarlo lo más lejos posible de allí, al sur,
siempre al sur; con un poco de suerte la selva y los pobladores de aquellas
tierras se encargarían de que no volvieran nunca.
Nakipuma simuló convulsionar mientras los dos
hermanos la miraban embobados. Las convulsiones formaban parte de la función
que la chica iba a representar. Cuando se dispuso a desvariar con invenciones sobre
oro y fortuna sin fin, una visión se formó en su mente. Nakipuma se asustó, aún
era pronto para que el peyote hiciera efecto, pero la visión era nítida.
Delante de sus ojos, ahora nublados por el trance,
apareció la figura de un hombre ataviado con lujosas telas de llamativos
colores. Un tocado de plumas coronaba su aristocrática cabeza mientras dos aros
enormes de oro colgaban de las orejas. El tipo era guapo y elegante. A sus pies
se extendían cultivos fértiles, dispuestos en terrazas a lo largo de las
laderas de unas altas montañas. Unos animales con la piel cubierta de lana y
con largos cuellos pastaban apaciblemente, de vez en cuando alguno levantaba la
cabeza y escupía un chorro largo de saliva. ¡Qué bichos tan raros y qué asco! El
hombre estaba rodeado de guerreros que le llamaban Atahualpa mientras le
rendían pleitesía.
De repente, la idílica visión se borró y ante los
ojos de Nakipuma apareció el mismo hombre atractivo, pero esta vez ya no era
tan regio su porte, estaba cargado de cadenas y una habitación se llenaba de
oro para ser rescatado, mientras que sus captores lo ejecutaban. Una sombra
blandía una espada, pero Nakipuma no podía saber quién era. Seguidamente, la
sombra se giró hacia ella cobrando nitidez y definición: quien portaba la
espada que mataba al hombre encadenado era el mismo que le había pedido que le
adivinara el futuro.
Nakipuma sacudió la cabeza y quiso borrar de su mente
tan horrible visión. Aquello no le gustaba, no se parecía en nada a lo que
solía ver cuando requerían sus servicios, maridos cornudos o familiares lejanos
que habían olvidado al muchacho que se fue a hacer fortuna allende el mar y que
ella traducía en mensajes de tranquilidad: «Tu mujer te es fiel, espera
castamente tu regreso» o «En tu pueblo todos te añoran». Sin embargo, esto era
muy distinto. No conocía al hombre ejecutado, ese que llamaban Atahualpa, pero
el sufrimiento en su semblante lo sentía como propio. Saber que su asesino
estaba tan cerca de ella la asustó y repugnó a partes iguales. Pero los dioses
querían que siguiera viendo y no pudo evadirse de aquel horror. Vio sangre,
mucha sangre, de los pobladores de aquel fastuoso lugar y de los invasores,
todos peleaban contra todos en una guerra sin sentido, los indígenas contra sus
hermanos y los blancos entre sí.
Sin abandonar las visiones, Nakipuma decidió mentir
al barbudo que esperaba su vaticinio, podría disuadirle de su aventura, evitar
aquel espanto, aunque los dioses nunca se equivocaban cuando mostraban el
futuro; aun así, debería intentarlo. Sin embargo, en ese instante otra escena
le sobrevino: el barbudo que había asesinado a Atahualpa era acuchillado por
varios de sus hombres y moría ahogado entre vómitos de su propia sangre. Recordó
una frase que había oído al padre Clemente muchas veces: «A todo cerdo, le
llega su San Martín».
En ese momento, las visiones cesaron. Nakipuma volvió
del trance y miró al hombre que tenía delante y que la observaba con
expectación.
—¿Qué has visto, muchacha? Tu rostro refleja una gran
congoja. No temas decirme lo que sea que hayas adivinado. Soy un hombre
temeroso de Dios, pero afrontaré mi destino con entereza.
—Los dioses no son claros —balbució Nakipuma para
ganar tiempo mientras pensaba qué revelar y qué no.
—¡Los dioses, dice! —exclamó el hombre más joven—. Para
mí que eso que se ha comido le ha sentado mal, si hasta se le han puesto los
ojos del revés, chache, digo Paco, digo don Francisco. Esas bolas verdes
circulan en algunas tabernas y los que se las comen hacen cosas raras, algunos
se creen que son caballos, o cerdos, o…
—¡Cállate, Hernando! ¡Mal rayo te parta! No seas
mentecato. Yo sé lo que me hago. Dime, mujer, qué has visto —se dirigió a la
muchacha con un tono más amable—. Por favor.
Nakipuma acababa de tener la experiencia más
increíble de su vida como jaibanás, sin embargo, lo que acaba de oír la sorprendió:
un blanco utilizando ‘por favor’ con una indígena. Eso sí que era asombroso. Lo
mismo su hermano tenía razón y el peyote le había sentado mal.
—Al sur hay un rico país, pero está entre brumas,
escondido en las montañas. Su riqueza no es la que vosotros buscáis —intentó
eludir la verdad—, su valor está en sus gentes.
—No me place pasar penalidades para llegar a un lugar
donde solo hay gente, por muy valiosa que sea —replicó Hernando con un gesto de
decepción en la cara—. Aunque con los esclavos también se pueden obtener buenos
dineros.
El mayor de los Pizarro no dijo nada, pero se quedó
mirando fijamente a la muchacha. Sabía que ocultaba algo, que no era sincera.
—Eso que dices y nada, es lo mismo. Tu fama no sería
tanta si actúas así. Sé que has visto algo y quiero saberlo ¡ya!
«Se acabaron los buenos modales», pensó Nakipuma, a
los conquistadores se les terminaba la paciencia enseguida y el que tenía
delante no poseía demasiada.
—Ganarás gloria y fama, pero también sufrimiento
—añadió Nakipuma en un vano intento de disuadir al que tanto dolor iba a
infligir en unas tierras lejanas.
—El sufrimiento no es nada nuevo para mí —replicó
Francisco Pizarro con una sonrisa esquinada—. Estoy acostumbrado a pasar
penurias, el dolor no me asusta.
«Más te vale» pensó Nakipuma, las cuchilladas que
acabarían con su vida debían de doler un montón porque la cara que había visto
de Pizarro agonizando no era de placidez precisamente. Quizás si le dijera que
iba a morir en aquel imperio desistiría de ir, pero si él no iba, otros lo
harían. Su pueblo y todos los demás estaban condenados, los invasores eran
demasiados; por muchos que murieran en el combate o por las fiebres, venían más
a sustituirlos. No se podía parar aquello. Decidió callarse el cruel final de
su interrogador y dejar que lo que tuviera que ocurrir siguiera su curso.
—¿Has visto algo más respecto a mí? —insistió
Francisco Pizarro. A ese hombre no se le escapaba ni una.
—Tendrás una existencia larga y placentera. Dejarás
un buen recuerdo de tu paso por esta vida y morirás en paz rodeado de los tuyos
—mintió Nakipuma en un acto de inútil rebeldía. Al menos, si se creía esa
profecía, la muerte le pillaría de sorpresa. ¡Que se fastidie! Esa era su débil
venganza.
—Bien. Emprendo la expedición con más ánimo con lo
que me cuentas, muchacha. ¡Nos espera la gloria, Hernando!
Esta vez fue el pequeño de los Pizarro el que miró
con suspicacia a la muchacha para acto seguido añadir:
—Ya lo veremos.
Me encanta 😀💕🌈💕🌈
ResponderEliminar¡¡Gracias!!
EliminarPonerse en el lugar de la india y de la época me pareció muy buena idea.
ResponderEliminarPor los futuros que no se adivinan. Un abrazo
Quería dar la versión "del otro lado" dentro de las limitaciones que eso supone para mí.
EliminarMuchas gracias por la visita y el comentario.
Un beso
Si las clases de historia en el colegio hubieran sido así, ahora sabría mucho más de lo que sé, je,je. Imaginación al margen, debes de haberte ilustrado para entrar en ciertos detalles históricos que por lo menos yo ignoraba totalmente, hasta el punto de no saber distinguir entre realidad y ficción. Lo que está claro es que esos "barbudos" tenían muy mala leche (aunque los indígenas no les iban a la zaga, aunque, por lo menos, actuaban en defensa propia). Y los frailes que les acompañaban no se quedaban cortos, pues el padre Clemente de clemente no tenía nada, je,je.
ResponderEliminarHe vuelto a disfrutar de tu historia sobre la conquista. ¿Cómo a algo tan dramático puedes darle ese toque humorístico, o gamberro, tan peculiar? Me ha encantado. ¿Tienes previsto seguir con más episodios?
Un beso.
Hola, Josep Mª. Si te soy sincera este relato, en la primera versión, me salió bastante más serio. Contar lo que ocurrió en la conquista del Perú no daba mucho lugar a las risas y de tirón escribí un drama. Después me tuve que obligar a darle alguna pincelada más alegre porque la idea de estas crónicas es hacer humor aunque en algunas ocasiones es bastante complicado. Aprendo un montón preparando estas crónicas y por eso, precisamente, pienso seguir. Conquistas y descubrimientos en América hay a cascoporro así que temas no me faltan. Lo más complicado es lo que te acabo de comentar: hacer humor con algunos sucesos que allí ocurrieron, pero lo intentaré. Me gusta ser lo más rigurosa posible y cuando no lo soy estoy tentada de ponerlo en forma de coletilla o nota, pero tampoco quiero que esto sea un libro de historia porque yo no soy historiadora y no es esa la intención del blog. Por ejemplo, no tengo muy claro que el tal Hernando estuviera con Francisco Pizarro cuando era alcalde de Panamá, sé que en la conquista del Perú sí estaba con él, y acudiendo a sus fechas de nacimiento, llegué a la conclusión de que, si es que ya estaban juntos cuando ocurre el relato, Hernando era muy jovencito (se llevaban más de veinte años). A ver qué aventura utilizo en la próxima publicación porque aún no la tengo pensada, pero Lope de Aguirre y Ponce de León me están llamando... uno de esos dos serán los protas, seguro, ja, ja, ja. Un besote.
EliminarPobre Pizarro, él que pensaba que todo le iba a salir bien porque se suponía que iba a morir en paz en su casa rodeado de los suyos. No puedes maltratar al personal y luego fiarte de sus profecías. Muy bueno, Paloma.
ResponderEliminarUn beso.
En este caso, y sin que sirva de precedente, hay que darle la razón al padre Clemente y reconocer que a todo cerdo le llega su San Martín. Bastante tardaron en cargarse a Pizarro después de lo que hizo a los indígenas y a sus propios hombres.
EliminarUn besote.
Hola, Paloma.
ResponderEliminarMe uno al comentario de Josep Maria, si los profesores hubieran explicado la historia como tú, estoy segura que la hubiese disfrutado de igual forma que al leerte. Aun siendo ficción, me han dado ganas de investigar más sobre Francisco Pizarro. El poder y el creerse invencible lleva a cualquier hombre a la pérdida corrompida. El problema es que hasta llegar a ese desenlace, arrasan con todo.
Me ha encanto leerte.
Un beso.
Hola, Irene.
EliminarComo le comento a Rosa, bastante tardó Pizarro en recibir su merecido porque antes de que lo asesinaran sus propios hombres arrasó por donde pasó. Aunque llegar hasta el imperio inca con tan solo trece hombres tuvo su mérito todo lo que aconteció después borró la heroicidad.
Gracias por tus palabras.
Un beso grande.
¡Hola, Paloma! Genial la manera como has planteado este relato que nos muestra el futuro de Pizarro. El personaje de Nakipuma es maravilloso, no solo ve el futuro sino que sabe jugar con él ante los "civilizados" barbudos. Triste don el de la videncia, ver el futuro, saber lo que va a pasar, pero ser consciente de que el mismo es inevitable. Al menos, Nakipuma sabía cómo dar las noticias y salir bien parada. Magnífico, Paloma. Un abrazo!
ResponderEliminarNakipuma era muy, pero que muy lista y una superviviente nata. Sabía cómo vadear las aguas peligrosas que suponían enfrentarse a un pueblo muy superior en fuerzas al suyo y, por lo que se ve, no le fue mal.
EliminarYo también creo que el don de ver el futuro, si es que existe, es más una maldición porque la impotencia de no poder cambiarlo cuando es aciago debe de ser terrible.
Un abrazo fuerte, David, gracias por tu comentario.
Muy bueno. Espero próximas entregas. Un beso.
ResponderEliminarGracias, Pura.
EliminarUn beso.
Hola, qué tal. Ando ahorita de rol por blogs visitando de vuelta de rápido. Que tengas buen fin de semana, saludos.
ResponderEliminarGracias, Alexander. Buen miércoles.
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