Pestañas

24 de febrero de 2024

Los sonidos de la espera

 


Tic, tac. Tic, tac. El arcaico reloj de pared informa del lento transcurrir del tiempo con un sonido machacante. Rogelio empieza a impacientarse. Media hora lleva allí y aquello va para largo a juzgar por la gente que se encuentra con él en la sala de espera.

El notario don Gonzalo Pérez de la Villa y Martínez de Montiel le ha citado para «formalizar un trámite» sobre su tía Jacinta, una solterona huraña, antipática, toca narices y podrida de dinero. El fedatario no ha concretado en qué consiste ese trámite. Rogelio sospecha que como la tía cascarrabias está medio gaga, puede tratarse de un poder notarial concedido para administrar todos sus bienes y hacer con ellos lo que le dé la real gana, lo que para Rogelio consistirá en básicamente gastárselos.

Jacinta está derivando a una demencia especial porque no se entera de la mitad de las cosas, pero eso no le impide hacer la vida imposible a quienes la rodean con la misma mala leche que cuando se enteraba de todo. Incordia a cualquiera por igual, desde las tres cuidadoras que se encargan de asistirla las 24 horas del día, en rigurosos turnos de ocho horas cada una, pasando por el jardinero encargado de arreglar el extenso terreno que rodea la mansión enclavada en la avenida Reina Victoria, una de las zonas más exclusivas de la ciudad de Santander, el chófer que la traslada a sus citas médicas en un rancio pero llamativo Bentley, hasta el propio Rogelio, sobrino único y heredero de toda su fortuna cuando la vieja la diñe, algo que parece que no llegará nunca dada la salud de hierro a pesar de la inestabilidad mental.

De hecho, Rogelio, está seguro de que las pérdidas de memoria de su tía no son reales, la muy ladina se está escudando en una demencia que no padece para pillar, a quienes la rodean, en algún desliz fruto de la relajación al creer que no se da cuenta de nada. Más de una vez le ha espetado una frase o algún hecho concreto que demuestra que sí se entera, que está al loro. Esa vieja maldita es una bruja, de las malas. Hasta tiene una verruga en la nariz...

Tic, tac. Tic, tac. El arcaico reloj saca de sus ensoñaciones a Rogelio. Cuarenta y cinco minutos y la sala no solo no se vacía, cada vez hay más gente. Sin ser muy ducho en matemáticas, Rogelio hace un cálculo mental de cuánto se va a llevar el notario hoy. A trescientos euros (hace una media de los honorarios al albur pues no sabe de qué trámites se trata, herencias, testamentos, poderes, escrituras) por quince personas… más de cuatro mil pavos. Vale que el alquiler del piso donde se ubica la notaría, en el Paseo de Pereda, en pleno centro de Santander, debe de costar una fortuna, aun así, ese notario está forrado, al igual que su tía, aunque ella nunca haya opositado ni a notaría ni a nada. 

Un padre adinerado que aportó muchas tierras y una conservera vivir de la pesca puede ser rentable si se sabe invertir y se tiene dinero para ello, y una madre, hija única en una familia con antepasados aristócratas y escasos ahorros, que aportó la casona medio abandonada por falta de fondos y que su marido, el padre de Jacinta, se encargó de rehabilitar con las ganancias de la menos aristócrata pero sí rentable conservera.

El matrimonio además de Jacinta tuvo otro hijo más, Ernesto, un crápula cuya mala vida hizo que ésta fuera muy corta, aunque antes le dio tiempo a preñar a una de las criadas y dejar un hijo espurio aceptado en el seno familiar: Rogelio. 

El resultado final: la cascarrabias de Jacinta ha heredado una fortuna sin comerlo ni beberlo, y, si la tía casca, Rogelio se hará con esa fortuna porque el patriarca, viendo que la heredera no dejaba descendencia, reconoció como nieto al bastardo de su primogénito permitiendo que el expósito entrara a formar parte de la familia Cantalapiedra. 

Va a heredar una fortuna, aunque, de momento, le está dando muy malos réditos. Nadie vive eternamente, pero lo cierto es que Jacinta parece que va a contravenir las normas de la fisiología.

Toc, toc. Toc, toc. Un ruido molesto saca, de nuevo, a Rogelio de sus cavilaciones. No es el reloj, fastidia igual o más, pero el reloj no es. Mira a su alrededor y comprueba que el cargante soniquete procede del sujeto sentado a su derecha en el amplio sofá de terciopelo verde. El tipo taconea con una pierna el suelo de vetusta madera  (este despacho de notario más parece un museo que un lugar de abogacía). A ese señor también se le está haciendo la espera incómoda, pero si insiste en darle al suelo también incomoda a los incomodados compañeros de espera. Menudo petardo.

Además de molestar, el vecino le recuerda a la tía Jacinta que también le da al bastón. Esa asociación provoca que le caiga gordo, una sensación redundante porque el susodicho ya está gordo físicamente. El sofá es de tres plazas y dos las ocupa él.

Tic, tac. Tic, tac. Una hora esperando. Rogelio mira ostentosamente su reloj de pulsera cuando la pasante pasa delante de él, en un gesto de manifestar su malestar por ir él pasado de hora. Para qué tanta cita si luego te atienden cuando les da la gana.

Tac, tac, tac. Esa es la respuesta de la secretaria cuando desfila a su lado. El ruido proviene de sus altos tacones sobre el vetusto entarimado del suelo. La mujer se interna en la cueva del notario. En los segundos que permanece abierta la puerta, comprueba que en el despacho reina una penumbra tenebrosa. Un despacho oscuro.

Tan oscuro como el dormitorio donde la vieja pasa casi todo su tiempo. Unas vistas a la bahía que son la envidia de cualquier mortal y la tía cierra las cortinas porque le molesta la luz del sol. Pero qué sol, si la mayor parte del tiempo está nublado en Santander.

Plas, plas, plas. Otro ruido hace regresar a Rogelio a la realidad, a la sala de espera, al tiempo que lleva ahí. En esta ocasión se debe a las afectuosas palmadas del notario sobre la espalda de un cliente con el que sale de su guarida. Habrá heredado, se dice Rogelio, desde luego es para palmear. Cuando le toque a él, se va a montar un zapateado sobre el ataúd de la vieja, aunque esté mal, pero de alguna manera tiene que desahogar el tiempo de espera.

Rogelio Cantalapiedra anuncia la pasante subida a sus altos tacones.

Transcurren unos segundos y, ante la falta de respuesta, la mujer repite:

Rogelio Cantalapiedra.

El aludido se levanta aturdido. Lleva años con ese apellido, desde que el abuelo le reconoció, pero no se acostumbra a él. Desde niño su apellido fue el de su madre, García, y no termina de sentirse un Cantalapiedra.

Sí, servidor.

Pase, por favor. El señor notario le está esperando.

¿Esperando? Aquí el que ha estado esperando he sido yo, se dice Rogelio malhumorado, aunque se limita a sonreír a la de los tacones.

Crac, crac, crac. Rechina la vetusta madera del suelo al entrar en el despacho.

Buenos días, don Rogelio le recibe el notario. Doña Jacinta nos ha pedido que contactemos con usted prosigue mientras el citado toma asiento. Le nombra albacea de su fortuna una vez que ella fallezca, quiera Dios que sea dentro de muchos años.

Quiera Dios que no, se dice Rogelio, aunque, de nuevo, responde con una amplia sonrisa.

Le advierto que ser albacea conlleva una gran responsabilidad prosigue el notario extrañado ante la expresión de júbilo del inminente custodio. Pero su tía de usted tiene en alta estima su valía y está en la creencia de que sabrá gestionar su patrimonio y repartirlo convenientemente siguiendo sus deseos.

¿Gestionar? ¿Sus deseos? Se refiere a los míos, ¿no?

No, no, don Rogelio. Albacea es la persona encargada por el testador, su tía doña Jacinta Cantalapiedra, para que se cumpla la última voluntad del fallecido, su tía de usted, custodiando sus bienes y dándoles el destino que corresponde según lo establecido por la susodicha. Albacea no es lo mismo que heredero aclara el notario por si no hubiera quedado suficientemente claro.

Ya… ¿Y a quién debería destinar su herencia? Si se puede saber…

Doña Jacinta quiere donar todo su patrimonio a dos entidades.

¿Entidades? Eso no es igual que personas ¿verdad? añade Rogelio que no acaba de encajar que albacea no es lo mismo que heredero.

No. De hecho, el reparto se hará equitativamente entre la asociación canina «Ama a tu perro como a ti mismo» y la clínica veterinaria «El bienestar de tu perro es lo primero» que se encargó de procurar lo últimos cuidados a su difunto caniche Fufú que, y cito textualmente, «quise como si fuera mi propio hijo». Se refiere al caniche vuelve a aclarar el notario, un hombre preparadísimo y en extremo competente.

Ya…

Don Rogelio, no se levante, aún no ha firmado los documentos pertinentes… ¡Don Rogelio! ¡Espere! Le he dicho que… ¡No se vaya!

¡Plom! Todos los integrantes de la sala de espera miran hacia la puerta del despacho del notario que acaba de abrirse para, seguidamente, cerrarse de un fuerte golpe. 

Un iracundo Rogelio avanza con grandes zancadas hacia la puerta de salida. Cuando está a la altura del gordo con el que compartió sofá y espera, le da un fuerte puñetazo en la pierna que deja enseguida de golpear la madera del piso. Sin solución de continuidad, empuja el reloj viejuno y lo estampa contra el suelo.

A punto de alcanzar la puerta de la calle pasa delante de la pasante y sin detenerse le grita:

Esos tacones son perjudiciales para la salud. ¡Utiliza deportivas! O dile a tu jefe que ponga moqueta.


 





11 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Hola, Aliena.
      Pues sí, el relato es mío. Es un texto que he escrito siguiendo las pautas de un taller de escritura en el que participo.
      Me alegra saber que te ha gustado.
      Un abrazo.

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  2. Ese pobre sobrino, fruto además de un desliz, lo tiene crudo. Su reacción violenta es casi comprensible, máxime tras tan larga espera.

    Un abrazo

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    1. Hola, Albada.
      Desde luego es para cabrearse, aguantar a una insoportable para no sacar nada de rédito. En fin, nadie dijo que la vida sea justa.
      Un abrazo.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    1. Ja, ja, ja. Se veía venir. Después de soportar esos irritantes sonidos durante un tiempo de espera que se le hace eterno, la maldita tía le da la sorpresa de su vida. Se queda sin nada y todo lo deja a entidades benéficas. Esa tía Jacinta es la típica vieja que aprecia mucho más a un animal que a un humano. Me recuerda a la tía Filo, la protagonista de un relato que escribí hace años y que trata de la misma problemática, pero en mi caso lo deja todo a sus mininos, je, je.
      Un relato muy bueno, divertido y ocurrente.
      Un beso.

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    2. Hola, Josep Mª.
      Creo que las tías solteronas que quieren más a sus animales de compañía (perros, gatos, pájaros) que a sus allegados es casi un clásico, y la mala baba que se gastan cuando reparten su dinero, también.
      En cualquier caso, Rogelio, también era un jeta, porque la tía Jacinta heredó su fortuna sin hacer nada a cambio, y él pretendía algo parecido.
      Un beso.

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  4. Ay, pobre Rogelio. Tiene que ser muy frustrante quedarte sin la herencia que tanto esperabas y tenias por segura. Me ha encantado el relato. Los detalles con los que lo ambientas y, por supuesto, la ubicación en Santander. Has dado con el tono perfecto de un despacho de notario en la ciudad, aunque imagino que será igual en todas partes.
    Un beso.

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    1. Hola, Rosa.
      Sabes mi filiación con esa ciudad y cuando me puse a escribir este relato y me puse a ubicar a los personajes, caí en la cuenta que nunca he recurrido a Santander en ningún texto, así que me propuse enmendar el error.
      Personalmente no he ido al despacho de ningún notario santanderino, me he limitado a describir los que he visitado en otras ciudades (por cuestiones de herencia también) y creo que son muy parecidos.
      Un besote.

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  5. ¡Hola, Paloma! Joer con la vieja. De esas que tienen una mala salud de hierro y una mala baba que no se queda atrás, ja, ja, ja... No solo no le deja nada, sino que encima le quiere cargar con el trabajo de repartir sin llevarse ni la mejor ni la mínima parte. Me encantó el efecto de espera del relato, esos ruiditos los has usado muy bien para marcar el ritmo desesperante de quien espera y empieza a fijarse en todo, por mínimo que sea.
    Un abrazo!

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    1. Hola, David.
      He recurrido al personaje típico de vieja podrida de dinero, egoísta y con mala leche. Para marcar ese compás de espera, que tú tan bien has detectado, he recurrido a una herramienta que aprendí en Escuela de Escritores, esos ruidos repetitivos y machacantes que "golpean" al lector y que hacen más visible (o audible, ja, ja, ja) la escena a describir.
      Gracias por tu comentario.
      Un fuerte abrazo.

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