Demostrando la inteligencia y el buen hacer del que hacía gala, los pronósticos de Orellana se cumplieron y al tercer día ninguna mujer salió a la orilla a acribillarlos con dardos. Por fin pudieron desembarcar en un pequeño remanso que el grandioso río procuraba para reabastecerse de agua y alimentos. En esta ocasión la provisión se realizó sin sobresaltos y sin lamentar ninguna baja. Ya era hora.
Un mes después de abandonar el país de las amazonas, un sonido como de truenos se oyó en la lejanía.
—¿Sabéis a qué se debe ese estruendo, don Juan? —preguntó Orellana al piloto.
—Cabría pensar que es tormenta, pero el cielo está despejado y el aire calmo. Mas es alarmante. Anoche ya se empezaba a oír muy tenuemente y a cada hora que pasa se nota más intenso, aunque aún lejano. La tropa está empezando a murmurar.
Durante el resto del día el ruido subió de intensidad sin que nada en el entorno diera idea de qué podía ser. A la mañana siguiente era más que notable y todos a bordo estaban nerviosos, por la noche casi nadie había podido descansar por culpa del sonido que se presentía como una nueva amenaza.
Grupos de soldados se mostraban agitados en la cubierta.
—¡Es el fin del mundo! —gritó uno de ellos.
—¡No seas agorero!
—Fray Gaspar dice que donde el mundo acaba hay una gran catarata y se abre un abismo infinito. Ese rumor que se oye es el sonido de las aguas al caer por el precipicio. ¡Virgen Santísima, ayúdanos!
Los demás comenzaron a alzar la voz y uno de los oficiales tuvo que emplearse a fondo para mantener el orden.
Orellana se fue en busca del dominico.
—Páter, en lugar de alborotar la mente de la tropa con historias del fin del mundo, os podríais dedicar a rezar —le espetó el capitán muy enfadado—. Mis esfuerzos me cuesta mantener la disciplina para que luego vos me agitéis el gallinero.
—Este río tan grande acabará en algún lugar y tan enorme es que su fin debe ser el infierno* —espetó el fraile con los ojos desorbitados.
—Este río acabará donde lo hacen los demás: o en otro río o en el mar.
—Todas las cosas marchan a su fin, y estas aguas deformes van a llevarnos al final de todas las cosas* —porfió el dominico haciendo la señal de la cruz.
Orellana abandonó al fraile con un gesto de fastidio y se dirigió a donde estaba el piloto.
—¿Cómo va el gobierno de la nave? ¿Creéis que está próxima una catarata?
—No sabría deciros. Lo cierto es que desde que se oye ese ruido el río se presenta más tranquilo. En estas tierras abandonadas de Dios todo es extraño y creo que mis conocimientos de navegar sirven de bien poco.
—No habléis así, señor de Alcántara. La destreza que poseéis ha sido fundamental para mantenernos a todos con vida. Las tormentas que nos han azotado en estos ocho meses de navegación habrían dado con nuestros huesos en el fondo del limo si no fuera por vuestra pericia con el timón.
—A fe mía, que más parece cosa de milagro que el resultado de mis conocimientos porque solo la intercesión de algún santo explica que este barco siga navegando. Tristes aparejos los que llevamos, capitán. Utilizar mantas como velamen… es una situación lamentable.
—Pero seguimos vivos —porfió Orellana mirando hacia proa.
—Cabe la posibilidad de que nos enfrentemos a un desnivel del río que acabe con el barco y con nosotros y, sin embargo, a vos os veo muy tranquilo. Admiro vuestro valor y dignidad, capitán.
—No es valentía, don Juan. Es confianza en Wayana.
—¿Quién? ¿El indio con el que… fingís que parlamentáis? —preguntó Juan de Alcántara con una sonrisa cínica— ¿Qué os ha dicho esta vez?
Orellana fue a rebatir las últimas palabras de su piloto, pero era tanta la confianza que tenía con él que decidió rendirse ante la perspicacia del marino.
—No, no me ha dicho nada. Y aunque lo hubiera hecho de nada serviría —los dos hombres rieron—. Pero, aunque no entiendo sus palabras, sí comprendo sus gestos. Es su actitud la que me da confianza, don Juan.
—No os comprendo, capitán.
—Está tranquilo. Se pone nervioso cuando algún soldado lleva un arcabuz, o cuando fray Gaspar agita el incensario —los dos volvieron a reír—, pero cuando mira hacia el río su rostro muestra serenidad: no ve signos de alarma a pesar del ruido. Sea lo que sea que nos espere ahí delante no es algo a lo que temer. Confiad en mí, señor de Alcántara. Y en Wayana.
El piloto cabeceó en señal de asentimiento y siguió gobernando el timón.
Tres días hubo de durar el sonido, cada vez más fuerte, hasta que una espuma blanca empezó a cubrir la superficie del agua. El ruido era ya ensordecedor y la tropa estaba aterrorizada.
—¡Regresemos!
—¡Decid al piloto que se vuelva!
—¡Virad el barco, por Dios!
—¿Y regresar al país de las amazonas? ¿Queréis volver a sufrir sus ataques? —tronó la voz de Orellana.
Todos callaron ante la disyuntiva.
—Bien mirado… mejor no. Sea lo que sea, afrontémoslo —llegó a oírse por encima del estruendo.
—Yo tampoco quiero volver a tener que enfrentarme a esas señoras.
—Ni yo. Antes me arriesgo a lo que sea que hay allí delante.
En esas estaban cuando un muro de agua en suspensión los envolvió. El barco fue zarandeado por un remolino que tan pronto les lanzaba hacia delante como los hacía retroceder. En varias ocasiones estuvieron a punto de naufragar.
—¡La catarata! ¡Nos espera la catarata del fin del mundo!
—¡Cristo de los Remedios! ¡Ampáranos!
—¡Don Juan! ¡Saboread el agua que nos salpica! —gritó Orellana.
El piloto no entendió lo que su capitán pretendía con esa orden tan extraña, pero aun así obedeció y se pasó la lengua por la mano mojada comprobando que el agua estaba salada.
Aquello no era ninguna catarata sino la desembocadura del río más grande del planeta que, en el choque de aguas con el océano, originaba remolinos y turbulencias.
Aun tuvieron que avanzar un buen trecho más para salir al mar. El delta era muy amplio, acorde con la magnitud del río que durante más de ocho meses estuvieron navegando.
—Creo que habéis dirigido la exploración de un río asombroso —dijo Juan de Alcántara—, y que los siglos venideros os han de reconocer ser el primero en recorrer estas aguas. No hemos encontrado canela, ni oro, pero vos tendréis la gloria.
—Y además podré contar cosas maravillosas, como esas mujeres que tantos quebrantos nos dieron. No me negaréis que fue fascinante enfrentarse a féminas tan fieras, las amazonas, con ese bello nombre, pardiez.
El piloto no contestó, se limitó a torcer el gesto. Esperaba que esa parte de la aventura se borrara lo más pronto posible de su memoria, la fiereza que admiraba su capitán a él le parecía desfachatez y aún sentía un prurito de humillación por haber tenido que rehuir el combate ante sus ataques.
—Tan solo os doy la razón en un punto. El nombre sí es bonito: Amazonas.
*Tomado de El País de la Canela, de William Ospina.
NOTAS HISTÓRICAS:
El nombre Amazonas que se da al río más grande del mundo no era el que tuvo cuando Orellana lo recorrió. Al principio le llamaron Río Grande (viva la originalidad) y también Orellana. Dicen que lo de Amazonas viene porque Orellana, al ver esas mujeres que les atacaron, se acordó del mito griego, aunque el tramo del río donde sufrió esos ataques corresponde al río Marañón (cuando este se une al Ucayali, otro río la leche de grande, ya forman entre los dos el Amazonas).
A la desembocadura del río llegaron dos barcos y no uno como se cuenta en este relato. El segundo barco lo construyeron un poco antes del encuentro con las amazonas americanas. Lo he omitido por simplificar el cuento.
Francisco de Orellana alcanzó gloria y fama gracias a esta travesía por el Amazonas, pero antes las pasó canutas y a punto estuvo de ser ejecutado, porque al volver a Perú, de donde partió la expedición para buscar canela, estaba el rencoroso de Gonzalo Pizarro que, harto de esperar en aquella orilla la ayuda que iba a traer Orellana cuando se montó en el barco, decidió regresar por la selva a costa de muchas penalidades y muertos. Pizarro estaba con un cabreo de padre y muy señor mío y le acusó de traición. Afortunadamente, en el juicio que le montaron, nuestro explorador fluvial hizo valer sus razones y se libró. Menos mal.
El río Amazonas fue la causa de la fama y gloria de Orellana y también su tumba. Unos años después regresó a la desembocadura para morir allí de fiebres o por una flecha envenenada (hay dos versiones) mientras buscaba ramificaciones del río o El Dorado (las dos versiones tampoco se ponen de acuerdo en esto).
Apasionante el origen de ese nombre, y qué bien narrado, como tal vez fuera esa aventura. Es muy interesante esta crónica, la sigo con mucho gusto.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias, Albada. Me alegra saber que esta versión gamberra, pero bastante rigurosa, de la conquista de América, te resulte interesante.
EliminarLa verdad es que las aventuras de estos valientes (e insensatos) conquistadores es para escribir muchísimo porque dan mucho juego. Seguiré con estos intrépidos descubrimientos.
Un abrazo.
Vaya continuación tan espectacular. Me he imaginado ese trayecto final hasta la desembocadura del río y me parecía estar viéndolo y viviéndolo, y todo gracias a tu pericia como "contadora de historias", je, je. Si incluso pordrías escribir una novela corta sobre esas peripecias de nuestros conquistadores en América, alternando ficción y realidad, como hacen muchos escritores de novelas históricas. Como ya te he dicho en anteriores ocasiones, no solo sería muy ilustraiva sino muy, pero que muy entretenida.
ResponderEliminarUn beso.
Hola, Josep Mª.
EliminarMe he planteado el publicar estas crónicas juntas, pero cuando las termine, aunque viendo la cantidad de gente que anduvo por América descubriendo y explorando... puede que no termine nunca.
Siempre me ha resultado fascinante la historia de las exploraciones (y conquista) de los territorios americanos, sobre todo por las condiciones en que se hacían. Cuando leía algo sobre el tema me imaginaba el estupor y la fascinación que debían sentir esos aventureros cuando veían lugares y costumbres que nada tenían con lo que ellos conocían.
Ahora, con estas crónicas, que me estoy documentando más profundamente, aún alucino más y me entero de situaciones a cuál más chusca, como que Orellana fingía entender a algunos indígenas para calmar a sus hombres y que no se le amotinaran. Un tipo listo.
Seguiré con esta crónica, creo que los siguientes serán Magallanes y Elcano, dando vueltas por esos mares de Dios.
Un besote.
Preciosa y peligrosa esta primera travesía por el Amazonas. Desde luego, estos pioneros colonizadores le tuvieron que echar un par para meterse en los huertos en los que se metían sin saber lo que les podía aguardar en sus andanzas.
ResponderEliminarMe alegro de que vuelvas a aparecer con asiduidad por el blog.
Un beso.
Yo también creo que le echaban mucho valor al tema. Hay que ser muy arrojado para lanzarse al tun tun a situaciones desconocidas, por mucha promesa de oro que haya en el pensamiento.
EliminarMi admiración aumenta cuando esas exploraciones se hacían en el mar. Me los imagino en medio de la nada, rodeados de agua por todas partes y sin saber muy bien dónde está la tierra. Eso ya debe ser...
Me ha dado fuerte ahora, veremos lo que me dura, pero voy a aprovechar e intentar ser más regular con el blog. Ya estoy inmersa en la siguiente entrega de las crónicas: la vuelta al mundo, ahí es nada.
Un besote.
Muy buena continuación y final, con una completa explicación acerca del nombre del río Amazonas.
ResponderEliminarPor cierto, me ha hecho mucha gracia lo del temor a "esas señoras" ;-)
Viendo estas entradas tuyas, no me extrañaría nada que siguieras publicando más novelas.
Un abrazo, Paloma.
Hola, Chelo.
EliminarNo sé yo si publicar novelas es lo mío. La primera que escribí aún anda dando tumbos por las editoriales y nadie se anima a publicarla. Verá la luz sí o sí porque siempre puedo acudir a la autopublicación, pero es tanto el trabajo que da este tema que se me quitan las ganas de seguir insistiendo.
Con todo y con eso ya tengo dos cosillas por ahí más o menos terminadas, mas ese empujón final es lo que más pereza me da.
Gracias por esa confianza en mí ;)
Un besote.