Águeda no podía creer lo que le estaba pasando: ¡volaba! Ella, que se perdía en el monte, que no era capaz de memorizar los nombres de las plantas, que era una inútil, podía volar. Cuando formulaba un deseo en las noches de San Juan sus pretensiones se limitaban a pedir que la huerta no se anegara en primavera con la crecida del río o que pudiera estrenar una saya nueva el Domingo de Ramos, pero ni en sus sueños más locos se había atrevido a desear volar y eso que el cura les decía que fueran ambiciosos en sus peticiones, aunque para el sacerdote a quien había que rogar era a Jesús no a una diosa del bosque.
La niña decidió dejarse de
cábalas y disfrutar de su viaje. Parpadeó varias veces por ver si aquello era en
realidad un sueño, y también porque el aire le estaba haciendo lagrimear. De
repente, el paisaje que discurría bajo sus pies cambió: contempló otro valle y
otras montañas y una aldea entre ellas, la suya, el lugar donde había nacido.
Sin saber qué voluntad gobernaba su cuerpo, se fue acercando hacia la
casa que había sido su hogar hasta que se fue a vivir con la vieja. Una mujer
salió de la pequeña construcción de adobe: su madre.
―¡Ama! ―gritó Águeda con todas sus fuerzas.
Pero la mujer no hizo ademán de haberla oído.
―¡Ama! ¡Estoy aquí! ¡Mira hacia arriba!
La madre de Águeda siguió trajinando fuera de la casa sin atender la
llamada de su hija. La niña, con lágrimas en los ojos ―esta vez producto de la
emoción y no del aire―, comprendió que el sortilegio bajo el que estaba no le
permitía que los demás percibieran su presencia. Al menos sabía que su madre
estaba bien, se la veía algo triste, pero ama siempre fue muy seria, la vida
que le había tocado en suerte no le dio muchas alegrías. Le hubiera gustado
hablarle, abrazarla, pero no podía ser. Lo que fuera que le estaba sucediendo
era suficiente. Cerca de donde su madre estaba vio al hombre que, hacía ya una
eternidad, la había ayudado a salir del bosque cuando se perdió. Parecía
merodear la casa. ¿Qué hacía allí? ¿Estaba acechando a su ama? Nada más pensar
eso, el sujeto elevó la cabeza y la miró. «No te preocupes, Águeda, yo cuido de
tu madre». La niña oyó esas palabras aunque el hombre no había movido la boca,
pero le estaba hablando a ella. Sin decir nada más, se internó en el bosque.
Una sensación de paz invadió a Águeda y giró el cuerpo para regresar a
la cueva aunque desconocía por dónde tenía que ir. Algo, no sabía bien
qué, la había llevado hasta allí, sin intervención de su voluntad; ahora que
era ella la que pensaba en un rumbo se sintió insegura porque mucho se temía
que su orientación en el aire era igual de mala que en el suelo. Sin embargo,
una especie de sexto sentido le indicó cuál era el camino y, sobrevolando
valles, ríos y montañas, volvió a la caverna donde se encontraban sus
compañeras.
―¡Águeda! ¡Águeda! ¡Despierta!
Alguien la estaba zarandeando. Águeda abrió los ojos y vio a Estevania
mirándola de cerca.
―¿Qué ha pasado? ¿Ya he vuelto? ―dijo la niña mirando a su alrededor y
comprobando que se hallaba en la cueva de nuevo―. ¡He ido a mi casa, Estevania!
¡He visto a mi madre! Y a un señor muy raro que me hablaba sin mover los labios
y que me veía aunque mi madre no, pero estaba bien y dijo que la cuidaba y que…
―¡Para! Tranquilízate, estás muy alterada ―respondió la pelirroja.
―¿Volar? ¿Pero qué dices, niña? Además de botarate ahora inventas ―dijo
Ane.
―¡Que sí! Fui por el aire hasta mi aldea y…
―¡Basta ya! Levántate y ayúdanos a recoger todo esto. Volvemos a casa
mañana ―la interrumpió la vieja sin contemplaciones.
Mientras Estevania y Ane se alejaban, Águeda musitó compungida:
―Pero… yo volé. Era real.
Las dos mujeres se miraron sonriendo.
―Fue buena idea traerla hasta aquí ―dijo Ane―. Ya sabe invocar y a la
primera lo ha conseguido. Realmente tiene mucho poder. Poco puedo yo enseñarle
ya.
―No digas tonterías ―contestó Estevania―. Aún tiene mucho que
perfeccionar y tú eres la más indicada.
El viaje de vuelta a la cabaña fue penoso para Águeda. Había sido muy
duro despedirse de aquellas mujeres; apenas había convivido con ellas un par de
días, pero habían sido tan intensos que percibía un vínculo especial con todas,
especialmente con Estevania. Por primera
vez en su vida, Águeda, tenía un sentimiento de pertenencia, se sentía parte de
un grupo.
Instaladas de nuevo en la casa del bosque volvieron a la rutina: recolectar
plantas y hongos para luego elaborar emplastos y otros preparados que los
aldeanos venían a recoger de tanto en tanto.
Las estaciones se sucedieron una tras otra; la luna recorrió el
firmamento docenas de veces y los años fueron pasando.
Águeda, poco a poco fue adquiriendo más destreza en muchos aspectos
aunque su mala memoria no se vio afectada; los nombres de las plantas aún se le
resistían y le costaba mucho recordar las proporciones de algunas fórmulas,
algo que, a veces, le costaba más de un disgusto, como aquella vez que se
equivocó con la dosis de un laxante en el jarabe que le preparó a un leñador y
este apareció, con el hacha en el hombro, a pedir explicaciones.
Cuando se sentía especialmente triste invocaba a Mari, entonces volaba y
recorría lugares lejanos. Visitaba a su madre para comprobar que Basajaun, ese
era el hombre misterioso del bosque, cumplía su palabra cuidando de ella.
Gracias a esos viajes y a las esporádicas
escapadas que, cada dos o tres años, hacían a la cueva de Zugarramurdi, Águeda
soportó mejor la soledad a la que estaba sometida porque la vieja apenas servía
de compañía, cada día era más huraña. El paso de los años y la humedad estaban
haciendo mella en sus viejos huesos y sus movimientos eran más torpes, las
tisanas de corteza de sauce y los emplastos de mostaza negra cada vez le hacían
menos efecto. Ane muchos días ni se levantaba de la cama siendo Águeda la que
se encargaba ya de todo.
Una noche en que la ventisca azotaba sin piedad la pequeña choza, Ane se
acercó a Águeda con una caja de madera labrada en la mano.
―Creo que ya es hora de que tengas esto ―dijo la anciana entregándole la
caja―. Yo ya no le puedo sacar provecho.
Águeda abrió la caja, en el interior se hallaba un colgante de bronce.
Era un disco no muy grande, parecía muy antiguo. En una de sus caras estaba
labrada la figura de una mujer tocando una especie de flauta. La niña se
emocionó, era la primera vez que le regalaban una joya, si es que a una medalla
de bronce con una tira de cuero se le podía llamar así.
―Gra… ¡gracias! ―dijo Águeda con la voz entrecortada.
―No me des las gracias y sécate esos ojos, puede que cuando sepas lo que
sobrelleva ya no me lo agradezcas ―fue la enigmática y desabrida respuesta de
Ane.
Aquella vieja incluso cuando entregaba un regalo era antipática y
desagradable.
Al día siguiente Águeda se internó en el bosque en busca de hongo negro
para hacerle unas cataplasmas a Ane. Antes de salir de la cabaña se colgó el disco
de bronce. Todo el suelo estaba cubierto de hojas y era difícil encontrar la
seta que buscaba.
―Por aquí no hay hongo negro, tienes que ir al otro lado del río.
Águeda se giró para comprobar quién había dicho aquello, supuso que
sería alguna haya la que le había hablado aunque ya se conocía las voces de la
mayoría y aquella voz no concordaba con ninguna. Una avutarda que estaba posada
en una rama la observaba. Sin prestar demasiada atención a la voz ―ya estaba
más que acostumbrada a oír a los árboles―, la chica siguió a lo suyo.
―No seas terca, ya te he dicho que aquí no hay lo que buscas, que tienes
que cruzar el río.
Esta segunda vez ya fue consciente de que quien le hablaba era el
pájaro. Hasta ahora ningún animal se había comunicado con ella, eso era nuevo.
Sin ser muy consciente de ello, se tocó el amuleto que le había regalado Ane y
le pareció sentir que vibraba al contacto con su mano.
―¿Estás segura? ―le preguntó a la avutarda.
―Segurísima, ayer me di un buen festín, no veas qué ricos están.
Águeda hizo caso al ave y en el lugar que le indicó encontró suficiente
hongo negro para sus necesidades.
―No te vas a creer lo que me ha pasado ―dijo Águeda nada más entrar en
la cabaña―. Ahora puedo entender lo que dicen algunos animales, me dirás que
soy tonta, como siempre, pero yo creo que es el colgante que me has regalado…
¿Ane, qué haces?
La vieja se había levantado de su catre y estaba haciendo un hatillo con
algunas pertenencias.
―Me voy a Zugarramurdi.
―¿Qué? ¿Cómo vamos a ir a allí ahora, en invierno? No estás en
condiciones para hacer un viaje tan largo.
―No me has entendido. Tú no vas a ninguna parte, tú te quedas aquí. Me
voy sola ―recalcó la vieja mirando intensamente a la chica.
―De eso nada. No puedes hacer un viaje y mucho menos sola.
―Mira niña, he vivido sola toda mi vida hasta que apareciste tú y
siempre me he apañado muy bien, no necesito una mocosa para nada.
Aún discutieron bastante rato, pero la vieja además de antipática era
obstinada.
―¿Y por qué tienes que ir precisamente ahora? Creí que la próxima
reunión sería en primavera.
―No hay ninguna reunión. Mis compañeras están en apuros y tengo que
ayudarlas.
―¿Apuros? ¿Qué apuros?
―Los aldeanos las acusan de auténticas barbaridades. Y los curas se han
metido por medio.
―Entonces, más razón para ir yo contigo. También son mis compañeras
―replicó Águeda recogiendo igualmente algunas de sus pertenencias.
―¡No! Tú te quedas aquí. Ahora eres tú quien se debe hacer cargo del
legado, ya estás preparada.
―¿De qué legado hablas? No te referirás a esta cabaña cochambrosa, y no
me lo tomes a mal, pero esto no es ningún palacio, prefiero vivir en la cueva
de Zugarramurdi con Estevania y las demás, antes que vivir sola aquí.
―He dicho que te quedas ―susurró Ane y en ese murmullo iba implícita una
amenaza que hizo estremecer a Águeda―. Es peligroso, niña ―ya tenía dieciséis
años y aún la trataba como a una cría―. Yo soy la que debo partir, ya he cumplido
mi misión y he de compartir el destino de mis compañeras. Aún no ha llegado tu
momento.
Se despidieron una fría mañana con la niebla como testigo. Ane abrazó a
Águeda que se echó a llorar en cuanto los huesudos brazos de la vieja la
abarcaron con dificultad: la artrosis de la anciana y la estatura de la chica complicaron
el acercamiento.
―No temas, niña. No estás sola. Mari te protege, el bosque también.
Además, dentro de poco vendrá un amigo mío a vigilar que nada malo te pase. Él te
enseñará lo poco que necesitas aún saber. Ya está llegando ―husmeó el aire cerrando
los ojos.
Sin más, Ane se alejó de la cabaña hasta que la niebla la engulló
mientras Águeda lloraba sin consuelo. No podía creer que la vieja la abandonara, aunque más extraño le resultaba que sintiera tristeza por ello.
No volvió a tener noticias de la anciana. Una madrugada la chica se
despertó sobresaltada, olía a quemado. Salió de la cabaña asustada pensando en
algún incendio forestal, pero no había nada de humo, aunque ese desagradable olor
permaneció todo el día y al caer la tarde una opresión en el pecho le hizo
saber que Ane ya no caminaba entre los vivos.
Pocos días después apareció un forastero que dijo ser amigo de Ane y
venir en su nombre. Se llamaba Gael y el color rojo de su pelo le recordó a Estevania.
Gael procedía de las tierras que se hallan más al norte, al otro lado del mar, donde,
según él, muchos de sus habitantes tienen el pelo rojo.
Aquel extraño se comportó con una familiaridad que resultó rara y al
mismo tiempo reconfortante. Tal como predijo Ane, Gael cuidó de Águeda y le
enseñó muchas cosas, entre las más valiosas leer y escribir, algo que palió en
gran medida su nefasta memoria para recordar nombres y recetas. También le
contó la historia sobre el origen del colgante que le regaló Ane, cómo había
pasado de generación en generación a través de muchas otras mujeres.
Fueron numerosas las cosas que Águeda averiguó a través de Gael, pero
eso, querido lector, eso ya es otra historia.
NOTA: Este largo relato, dividido en tres partes para adaptarlo al
formato que impone un blog, forma parte de una historia mucho más extensa que
estoy escribiendo y que, si las musas o las brujas me lo permiten, algún día
verá la luz en forma de novela. Ojalá, y mientras ese momento llega, yo también
consiga invocar a la diosa Mari para que me conceda el don de poder publicar el
resultado final.
Me ha encantando. Animo y a seguir con la historia que tiene muy buena pinta. Un beso.
ResponderEliminarBueno, por el momento y en este formato la historia ya se acabó. Lo que resulte de la novela (o de lo que sea que acabe siendo) ya lo veremos si sale a la luz algún día.
EliminarGracias por el seguimiento, Pura.
Un besote.
Me ha gustado mucho Paloma, has conseguido dotar de ritmo a todas las entradas y con ganas de continuar, felicidades. Los personajes que has inventado tienen mucho por contar y espero que se hagan realidad en ese proyecto que tienes entre manos.
ResponderEliminarUn beso
Ojalá tus deseos se cumplan. Lo que necesito ahora mismo es tiempo y serenidad para ponerme a escribir y centrarme en la historia, algo que, por el momento, es bastante complicado con el trabajo (y esta maldita pandemia que me/nos trae de cabeza con los protocolos a seguir en la uni). A ver si me toca el gordo esta Navidad y me puedo retirar a una casita en la montaña a escribir como los escritores de pro, ja, ja, ja.
EliminarUn besote.
Pues me ha parecido precioso este adelanto de lo que será tu novela. Ojalá pronto la tengas completa y podamos disfrutarla y saber qué fue lo que Águeda aprendió con Gael y cómo se fue desarrollando su relación. Ya estoy deseando leerla.
ResponderEliminarUn beso.
La historia de Águeda y Gael la tengo en mi cabeza, "solo" me falta ponerla en el papel, pero para eso es necesario muchas horas de dedicación, algo de lo que no dispongo ahora mismo. La cosa va más que lenta, pero es lo que hay.
EliminarEn cuanto esté preparada serás de las primeras en saberlo ;)
Un beso.
Deseo que la puedas públicar y saber todo lo que ha aprendido Águeda en este tiempo y la añoranza que tendrá de Ane, que seguro que la tendrá según vaya aprendiendo y su relación con Gael.
ResponderEliminarUn beso.
La historia de Águeda no se ha terminado, a la chica aún le quedan muchas cosas por vivir, pero... eso ya es otra historia. Yo también espero que algún día salga a la luz y os la pueda ofrecer, aunque ahora mismo me parece una utopía.
EliminarGracias por tus buenos deseos, Tere.
Un beso grande.
Pues es un cuento digno de publicar. Seguro que hará las delicias de mayores y pequeños, pues estas historias siempre atrapan al lector que tenga un mínimo de interés por lo mágico y lo ancestral. Cuentos y leyendas han ido siempre de la mano y solo se precisa de una pizca de imaginación para meterse en la piel de los protagonistas.
ResponderEliminarUn beso.
No sé yo si los editores piensan igual que tú, ojalá. A mí este tipo de personajes y el escenario me ponen mucho, por eso disfruto tanto escribiendo este tipo de historias. Tengo muchas más cosas que contar de Águeda, y cuando me pueda centrar espero que salgo algo potable digno de leer. Ya veremos.
EliminarGracias, amigo, por tus palabras de ánimo.
Un besote.
un relato en tres partes que nos ha atrapado. Ahora a esperar que ese libro vea la luz y podamos seguir disfrutando de este novela. Un abrazo.
ResponderEliminarYo también espero que ese libro se materialice aunque primero tendré que terminarlo, ja, ja, ja. Me da rabia no avanzar más en esa historia extensa porque, las pocas veces que me puedo poner y centrarme, disfruto mucho escribiéndola. Escribir algo así me relaja y deja como nueva, lástima que no disponga de más tiempo. ¡Quiero que me toque el gordo de la lotería!
EliminarUn besote, Mamen.