Pestañas

27 de noviembre de 2021

Invocación (I)


 

Nunca lo conseguiría. No tenía capacidad para hacer todo lo que ella le exigía por mucho que su madre dijera que ese era su destino. Le resultaba muy difícil aprender aquello. Eran demasiadas cosas. Saber las propiedades de todas esas plantas era muy complicado, apenas entendía en qué consistían las dolencias que sanaban; si los nombres de las enfermedades ya le resultaban en la mayoría de los casos extraños, más aún cómo se curaban. Tan solo conocía unas pocas dolencias, como el mal del pecho, ese que se llevó a su padre cuando ella era una niña, o el garrotillo ―aún recordaba con pavor la muerte de su hermano Unai cuando su garganta llegó a hincharse tanto que el pobre bebé acabó ahogado―. Por lo demás poco sabía de las causas por las que se moría la gente, porque esas cosas poco interesan cuando se tienen doce años.

Tampoco podía diferenciar esos malditos hongos tan parecidos, mucho menos memorizar sus enrevesados nombres. Ni siquiera era capaz de distinguirlos entre las hojas del suelo; más de una vez los había pisado deambulando por el monte en su busca y cuando esto ocurría ella la regañaba sin compasión.

Por eso prefería ir sola al bosque, aunque se desorientara porque su inutilidad era tal que en cuanto se alejaba de las cercanías de su casa se perdía fácilmente.

―Águeda, siempre estás con la cabeza en las nubes, no prestas atención por dónde vas y por eso te pierdes ―le solía reprender con dulzura su madre.

Su nefasta capacidad para orientarse fue la responsable de que acabara en el lugar en el que se hallaba, con esa maldita mujer. El día que se perdió en Irati fue el inicio del desastre.

Una de las ovejas que cuidaba se adentró en el bosque y Águeda fue en su busca para reintegrarla al rebaño ―el dueño era capaz de matarla si regresaba con la manada incompleta―, así que, a pesar del temor que la zona le inspiraba, se introdujo en la floresta para encontrar el animal perdido. Al final la oveja supo salir de allí por sus propios medios, pero Águeda no. Pasar la noche en aquel lugar siniestro fue un mal trago: la humedad, la oscuridad, los crujidos de los árboles que al mecerse con el viento parecía que le hablaban, todo la aterró. Águeda supuso que fue producto del miedo, pero creyó entender frases murmuradas por las hayas que, en cierta medida, la reconfortaron. En su cabeza sonaron voces diferentes, algunas dulces, otras infantiles; había una muy grave que cada vez que se oía parecía enfadada, en cambio había otra más aguda que solo decía impertinencias, se dedicaba a ridiculizarla y a llamarla panoli.

Cuando estaba a punto de amanecer apareció un hombre muy alto, con una larga y brillante cabellera rubia. Sin dirigirle la palabra la tomó de la mano y la condujo fuera del bosque hasta las cercanías de su aldea. Si no llega a ser por él hubiera muerto sola en aquella selva de hayas y abetos.

Fue una experiencia terrible, pero lo peor aún estaba por llegar. Lo malo no fue perderse, peor fue contarlo. Cuando le dijo a su madre, y a las vecinas reunidas en su casa alrededor de la lumbre, que por la noche las hayas le habían hablado y que un hombre extraño acudió en su ayuda, todas las mujeres que la escucharon se persignaron y comenzaron a murmurar. En pocos días el rumor se extendió por toda la aldea y cada vez que Águeda paseaba por las embarradas calles, los vecinos la señalaban con el dedo y más de uno escupía a su paso.

Una madrugada, cuando un tibio sol apuntaba entre las montañas, su madre la despertó y se la llevó al bosque con un pequeño hatillo donde había guardado unas pocas prendas.

―¿Dónde vamos, madre?

―A un lugar seguro para ti ―fue la escueta respuesta de su progenitora.

Caminaron durante horas entre árboles centenarios. Cuando llegaron a un pequeño claro del bosque donde discurría un río, divisaron una cabaña. Una anciana salió de la choza a recibirlas.

―Aquí tienes a mi hija. Tiene el don, es contigo con quien debe estar ―dijo la madre de Águeda.

La anciana miró a la niña y, después de un severo escrutinio, sonrió mostrando una reluciente dentadura, algo que asombró a Águeda porque nadie de la aldea con los mismos años tenía una boca tan sana como la de aquella mujer.

Antes de irse la madre de Águeda abrazó a su hija con lágrimas en los ojos.

―Aquí estarás bien. Créeme, este es tu lugar. Obedécela ―señaló a la anciana―, con ella aprenderás cosas increíbles.

Y así empezó su calvario. Su madre le dijo que ahí estaría bien, pero no era cierto. Se levantaba al alba para limpiar y ordenar el siempre desordenado habitáculo de la vieja, lleno de hierbas secas y frascos con líquidos de distintos colores. Las pocas palabras que la anciana le dirigía eran para darle órdenes. El resto del día lo ocupaba en aprender lo que ella le quería enseñar, invariablemente con frases secas y concisas.

―Hongo yesquero ―señalaba con un dedo artrítico un cestillo lleno de setas marrones y esponjosas―. Crece en la corteza de los árboles. Bueno para taponar heridas que sangran mucho.

Águeda, angustiada, intentaba memorizar todo mientras la anciana seguía con sus lecciones.

―Oreja de Judas, para la hinchazón de la piel y la irritación de los ojos. Pulmonaria, se recoge en verano; para la tisis y los catarros. Genciana, para los problemas del estómago. Acedera, suelta las tripas y la vejiga.

Tan solo en algunas ocasiones se explayaba más en sus explicaciones, como cuando le enseñó el pebrazo.

―Para la gonorrea ―dijo tomando en sus manos sarmentosas una seta ―. Esta la pide con frecuencia el cura ―sonrió con ironía―, aunque nunca viene él, claro, siempre manda a algún chiquillo.  

Casi todos los días iban juntas al bosque, a recolectar plantas y hongos. De regreso a la cabaña elaboraban emplastos, ungüentos y todo tipo de preparados que guardaban en una alacena, protegidos de la luz y de la humedad que todo lo impregnaba. De vez en cuando alguna aldeana se acercaba a la choza para llevarse una de las pócimas que la vieja y ella hacían. A cambio, recibían una gallina, una hogaza de pan o un buen trozo de queso. De todas las visitantes esporádicas que hasta allí se acercaban, Águeda nunca reconoció a ninguna. No eran sus antiguas vecinas; su nuevo hogar estaba muy lejos de la casa de su madre, y constatar eso la entristecía porque sabía que nunca volvería allí.

No era feliz. Se agobiaba con tanto nombre y tantas cosas que aprender. Ella nunca había sido muy espabilada ―estaba allí por tonta, por haberse perdido en Irati y, encima, contar lo que le ocurrió―. La anciana le decía, de tarde en tarde, que tenía el don. Como la vieja no era precisamente dicharachera, Águeda no consiguió averiguar a qué se refería. Por lo que a ella le constaba, no era capaz de hacer nada bien.

Siete lunas después de su llegada, la anciana le dijo a Águeda que preparara un zurrón con comida, que iban a hacer un viaje de varios días.

―¿Dónde vamos?

―A ver unas amigas ―respondió secamente la vieja.

Águeda se limitó a obedecer sin indagar más, pero en su interior se preguntó qué amigas podía tener esa mujer tan hosca que vivía en lo más profundo del bosque sin más compañía que los árboles, el agua del río y, desde hacía unos meses, una chiquilla torpe.

Caminaron durante varias jornadas entre bosques y montañas, siempre esquivando los lugares poblados. Cuando se hacía de noche, buscaban el refugio de algún árbol hueco o se cobijaban en las hojas amontonadas entre rocas cubiertas de musgo. Al cumplirse el quinto día de viaje divisaron desde una loma una población en medio de un valle cubierto de praderas de color esmeralda.

―Zugarramurdi ―exclamó la vieja con una sonrisa de satisfacción.

―¿Es a ese pueblo donde vamos?

―No exactamente.

Bajaron en dirección a la aldea, pero antes de llegar se desviaron hacia una zona boscosa y, tras atravesar un claro, llegaron a una cueva enorme. Águeda había visitado con otros chiquillos las grutas de su pueblo natal, pero eran pequeñas oquedades excavadas en la roca donde apenas cabían unas pocas personas. Sin embargo, la cueva en la que se encontraban era grandísima, en algunas zonas el techo era más alto que el de la iglesia de su aldea.

Mientras Águeda miraba embobada a su alrededor se oyeron voces femeninas. Del fondo de la cueva surgieron varias mujeres de edades diferentes. Todas se acercaron a las recién llegadas.

―Ane ¡Por fin has venido, amiga! ¡Cuántos años sin verte! Será un placer volver a charlar contigo y compartir vivencias ―dijo una mujer de tez muy blanca y con una larga cabellera roja al tiempo que abrazaba a la anciana.

Con esas pocas frases Águeda obtuvo más información de su mentora que en todos los meses que había pasado con ella: se llamaba Ane, era capaz de charlar y, lo más asombroso, ¡tenía amigas!

El asombro y los descubrimientos para Águeda no habían hecho más que comenzar.

CONTINUARÁ…





14 comentarios:

  1. Veo que has escrito una precuela de Perdida en la selva. Me encanta.
    Qué pasará en Zugarramurdi. Aunque ya sabemos, por las hayas, cuál fue el destino de Ane.
    Quedo deseando leer la continuación.
    Un beso.

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    1. El tema brujas y su entorno creo que va a dar lugar a historias en mayor o menor medida relacionadas entre sí, especialmente Águeda que ya forma parte de una historia que estoy escribiendo pero que no es para el blog . De hecho saldrá en las próximas entregas cierto talismán que también forma parte de esa historia que, de momento, es inédita aunque sí conocida por unos pocos allegados ;)
      Un beso y gracias por permanecer a la espera de la continuación de este relato.

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  2. Paloma ¡que divertido!.Me gusta, espero las siguientes entregas. Un beso.

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    1. A ver si consigo mantener un ritmo más o menos constante para publicar el resto de la historia porque ahora vienen unas fechas un poco complicadas.
      Gracias por tu paciencia y por el seguimiento.
      Un besote.

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  3. Te has convertido en una gran cuenta-cuentos, gracias a tu estilo, tu imaginación y a esos parajes que no dejan indiferente a nadie. Las curanderas eran consideradas brujas por algunos y sufrieron las consecuancias de esa maledicencia. Espero que Águeda acabe apreniendo las propiedades curativas de las plantas pero sin poner en peligro su integridasd física. Si realmente tiene un Don, espero que le sirva de algo.
    Esperaré la continuación para saber por dónde nos conducirás, je,je.
    Un beso.

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    1. Efectivamente, muchas de las consideradas brujas eran simplemente curanderas que aplicaban remedios naturales, pero todo el que no se sujeta a lo que hace el rebaño, siempre se ve como una amenaza aunque haga el bien.
      Como comenta Rosa, lo que le pasará a Ane ya es conocido, y lo que pasó en Zugarramurdi creo que también. Queda Águeda, la verdadera protagonista de esta historia. En los próximos días sabremos si aprende o no y si le sirve para algo con el don o sin él.
      Un beso.

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  4. Hola Paloma desde luego vamos a acabar aprendiendo algunas de las propiedades de las plantas aunque creo que Águeda va a tener que aprender más rápido porque su mentora no parece tener mucha paciencia ni contemplaciones jaja. Con ganas de ver por dónde nos vas a llevar. De momento Águeda ya ha aprendido que mejor no ser distinta y que las cosas no son siempre como parecen.
    Un beso

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    1. Espero que las próximas lecciones que va a recibir Águeda sean también provechosas para quienes leáis sus vicisitudes. La pobre niña no lo está pasando bien, pero puede que al final su madre tuviera razón y permanecer con su mentora sea lo mejor. Veremos ;)
      Un besote, que tengas un buen inicio de semana.

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  5. Vaya relato. Me ha gustado mucho y es muy entretenido.
    Las dotes de las plantas para curar son impresionantes, espero que Agueda aprenda de verdad y pueda aprovechar ese don que según su madre tiene, eso si también va a aprender de paso que las apariencias engañan y no todo en esta vida es lo que parece ser, para una joven muy importante también.
    Un beso y espero la siguiente entrega.

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    1. Ya iremos viendo si Águeda aprende o no y cómo utiliza ese aprendizaje.
      La Naturaleza es una grandiosa botica, la cantidad de remedios que se pueden encontrar en ella es enorme.
      Ya está la segunda de las tres entregas en el blog.
      Un besote, Tere.

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  6. Bueno, bueno. Aquí tenemos a la panoli con nombre propio que encamina sus pasos nada menos que a la cueva donde se originó una leyenda sobre caza de brujas. Esto promete.
    Un beso.

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    1. El nombre de Zugarramurdi despierta en todos recuerdos de brujas y de persecución. Ya veremos quienes se salvan y quienes no.
      Un besote.

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  7. Entre brujas y hierbas curativas va a aprender mucho Águeda. Estaremos atenta a la siguiente parte. Un abrazo.

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    1. Esperemos que Águeda aproveche estar rodeada de tanta mujer con conocimientos muy útiles. Ya lo iremos viendo.
      Un beso, Mamen.

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