Pestañas

1 de junio de 2025

Conversaciones con una druidesa (III)

Durante el día siguiente estuve recorriendo la Ribeira Sacra y en todo momento no se separaron de mí dos fieles acompañantes: la druidesa Aira y la lluvia. La compañía de la primera, a pesar de que era un pelín impertinente, la estimé mucho, en cambio, la de la segunda no la aprecié tanto.

Ya se sabe que en Galicia llueve y, parece ser, que en Semana Santa especialmente, a pesar de que, en este caso, esos días de asueto cayeron casi a finales de abril. De todas maneras, la obstinación en jarrear agua durante los cuatro días que anduve por aquellos lares a mí se me antojó una maldición más que algo esperable. ¿La druidesa tendría poderes sobre los elementos atmosféricos y esa era su manera de brindarme una «amistosa» bienvenida? ¿Estar en una zona vitícola, como es la Ribeira Sacra, indica directamente que tiene que llover mucho en primavera? ¿El dios celta Taranis, encargado de los truenos y las tormentas, andaría cerca y se había dedicado a hacer lo que mejor se le da?

De las tres preguntas que me hice, para las dos primeras no tenía respuesta, pero sí me contesté rápidamente a la última con un rotundo no porque Aira me había dicho que ni ella ni sus congéneres eran celtas, así que el céltico Taranis no pintaba nada en esa ecuación; de todas formas, había cosas que no entendía y quise profundizar en el tema.

—Dijiste que tu pueblo se define como castrexo, pero tu habla tiene raíces celtas.

Aclararé en este punto que yo no entiendo ni papa de celta ni de sus derivados, pero cuando me encuentro con personajes extraños consigo comunicarme con ellos independientemente de su lengua. ¿Por qué? Ni idea. Cosas de los fenómenos paranormales. Esto es algo que agradezco sinceramente ya que, en cuestión de idiomas, soy bastante zote.

Le hice ese comentario a mi acompañante mientras subíamos la empinada cuesta que nos llevaba a San Lourenzo de Barxacova, una preciosa aldea encaramada en un montículo de 600 metros de altitud y que se asoma al valle del río Mao, cerca de su desembocadura con el Sil.

—Tuvimos contactos con los celtíberos del centro de la península y nuestra lengua se vio influida.

—Entonces los celtíberos sí que son celtas —insistí yo—, pero vosotros no. Vivís en castros como los celtas, tenéis armas como las de los celtas, adoráis a dioses muy parecidos a los celtas… pero no sois celtas. Hasta el nombre de Galicia tiene raíces celtas… Disculpa, pero yo esto no lo veo.

—Los celtíberos proceden básicamente de grupos celtas del centro de Europa mientras que nosotros provenimos… de otro grupo étnico similar, pero no igual. Somos genuinos y diferentes de nuestros vecinos, aunque tengamos elementos comunes. En la esencia somos completamente distintos.

¡Uf! Aquello me daba un tufillo independentista. Puede que mi juicio se viera influido por muchos factores de otras zonas de España, incluso de otras partes de Europa, pero lo de que una zona geográfica es diferente cultural y «étnicamente» a otra es el argumento que algunos nacionalistas emplean para prender la mecha del independentismo y para abrir la puerta a la confrontación.

Como sé lo espinoso que puede resultar el tema y como no quería que se me tachara de centralista por rebatir ideas nacionalistas, decidí cambiar de tercio recurriendo al manido tema del tiempo.

—¡No para de llover! A este paso nos van a salir ranas en el pelo.

La verdad es que el santo patrón de la aldea donde nos hallábamos, San Lorenzo, no hizo honor al astro que representa porque el sol ni brillaba ni estaba por la labor. Densas nubes grises cubrían el cielo y una persistente lluvia muy fina nos estaba aguando el paseo.


Panorámica de San Lourenzo de Barxacova (Parada do Sil)

Aira no respondió a mi comentario. Se sumió en un silencio inquietante, como si la lluvia que nos estaba calando hubiera llegado también a lo más profundo de su ser. No es que fuera la alegría de la huerta, pero verla tan callada y encerrada en sí misma me inquietó.

Anduvimos un buen trecho calladas. El silencio de Aira se debía a la introspección que la dominaba en esos momentos, el mío era el efecto del ahogo que me atacaba porque la pendiente por la que estábamos ascendiendo era bastante elevada y el oxígeno no me llegaba en la cantidad necesaria.

Por fin alcanzamos lo más alto de un promontorio donde se podían divisar unas oquedades alargadas y excavadas en la dura roca.

—Otro cenobio eremita —exclamé yo al verlo y recordando las tumbas de San Pedro de Rocas.

—Es una necrópolis —me corrigió Aira aún con el semblante serio.

—¿Hasta aquí venían los de la aldea de San Lorenzo a enterrar a sus muertos? Y encima para cavar la tumba en la pura roca. ¿No había otro sitio mejor para poner el cementerio? Estos gallegos están locos —exclamé dando luz a mis pensamientos en voz alta.

—¡Pero qué simple eres!

El exabrupto de Aira no me pilló de sorpresa porque ya había dado muestras de sus malas pulgas, pero tampoco me enfadé porque, al menos, había salido de ese silencio tan inquietante que le había acompañado durante toda la empinada subida hasta la necrópolis.

—Mira a tu alrededor y dime si no merece la pena llegar hasta este lugar mágico —añadió abriendo los brazos.

Hice caso a lo que me sugería mi acompañante y descubrí un paisaje que quitaba el aliento. Si bien es cierto que yo de aliento ya había llegado hasta allí justita (la subida había sido de tomo y lomo), el poco aire que me quedaba en los pulmones se me escapó cuando divisé el río Mao debajo de la ladera y encajonado entre otras faldas montañosas todas cubiertas de viñas. A lo lejos su caudal se sumaba al del Sil en la desembocadura. Además, y como si los elementos atmosféricos, que tan negativos se nos estaban mostrando hasta ese momento, quisieran hacer patente la belleza del lugar, las nubes se retiraron para permitir que el sol iluminara el fondo del valle reflejando sus rayos en el espejo de agua de los dos ríos. Una preciosidad.


 Valle del río Mao (suena a chino, pero es gallego)

Tras un buen rato observando aquella maravilla y cuando había recuperado por completo el resuello nos dispusimos a bajar para recorrer las pasarelas del río Mao. En el descenso la lluvia no nos acompañó, algo que fue de agradecer porque las viñas con la luz del sol se mostraban mucho más bonitas. Pero ese buen tiempo tenía fecha de caducidad. En cuanto llegamos a las pasarelas las nubes acudieron a la excursión y nos amenizaron con una lluvia torrencial que no nos abandonó hasta que dejamos el entarimado que recorre paralelo a ese río de nombre chino.

—Fíjate bien en el entorno. La vegetación más representativa de Galicia se encuentra aquí —me explicó Aira a quien la lluvia parecía no afectarla.

—Vegetación galaica. ¿Seguro? Porque creo que acabo de ver a Tarzán y a la mona Chita en uno de los árboles. Esto parece la selva más que un bosque gallego —repliqué malhumorada ante la intensidad de la lluvia.

Y es que con tanta agua la pasarela más que un sendero para pasear parecía una pista de patinaje. El suelo estaba sumamente resbaladizo y apenas podía levantar la vista del entarimado porque, en cuanto me despistaba, corría el riesgo de partirme la crisma.

Lo que, según los folletos turísticos, era un agradable paseo que se adentra en el cañón del Mao, para mí fue una tortura con la constante amenaza de terminar en la sala de urgencias de traumatología de algún hospital orensano.

Por fin ese trayecto infernal terminó y, como si de un sortilegio se tratara, el sol apareció de nuevo haciendo creer que lo que acababa de vivir solo había sido un mal sueño. ¿Aira tendría realmente poderes mágico-meteorológicos y todo esto era el fruto de sus manos?

No sé si por obra de Aira, de algún dios celta, castreixo o de origen desconocido, el caso es que al llegar al río Sil, donde se convierte en la frontera natural entre Lugo y Orense, lucía un sol espléndido. Cerca del embarcadero, en el que abordaría un catamarán para recorrer el cañón del río Sil, había un bar donde degusté un vino de la tierra que me supo a gloria bendita. Aira no tomó nada, es más, cuando tenía la copa en la mano me miró con cierto asco.

—¡Puaf! ¡Vino! ¡Qué costumbre bárbara!

Sería bárbaro, pero muy rico. Los romanos (antes que ellos, los fenicios en el sur de la península) sabían lo que se hacían cuando trajeron vides a nuestro suelo patrio y, además, aquí el sabor del vino tenía un gusto especial porque a la vendimia de esta zona la llaman heroica: acarrear cestas cuajadas de racimos por esas pendientes tan empinadas entrañaba heroísmo y poseer unas piernas y brazos dignos de titanes, también implicaba agudizar el ingenio e idear un sistema de poleas para trasladar la uva. Todo ello me hizo recapacitar sobre el precio del vino y lo afortunados que somos los habitantes de esta España nuestra, que podemos degustar tan buenos y valiosos caldos sin movernos de casa.



Subí al barco para disfrutar de un paseo por el río Sil y antes de zarpar ya sabía lo mucho que me iba a gustar esa excursión.

Tengo pasión por los ríos. Creo que es el fruto de un trauma por vivir y ser de una ciudad que posee muchas cosas bonitas pero entre las que no se encuentra su río. El Manzanares tiene su encanto, pero agua no. Por eso cuando veo un rio como dios manda me quedo embobada. El Sil es uno de esos ríos, en la zona que estábamos recorriendo llega a alcanzar una profundidad de 500 metros.

—¡Hala! ¡Qué pasada! —exclamé cuando oí la información de boca de la guía del barco.

—¡Bah! Otra injerencia del hombre de la actualidad, no dejáis que la Naturaleza se exprese como ella quiere —interrumpió mi entusiasmo Aira.

—¿Qué quieres decir? ¿Esa profundidad no es… natural?

—Antes el Sil se oía, no se veía. Ahora se ve, pero ha dejado de oírse —fue la supuesta aclaración a mis dudas por parte de la druidesa.

Al ver el interrogante en mi cara, Aira decidió continuar:

— El Sil no es tan profundo, si ahora se ve tanta agua es porque está embalsado. Antaño, cuando los humanos no alteraban la orografía buscando beneficio propio, este río circulaba al fondo del cañón entre piedras y riscos con una gran corriente, levantando así un clamor que podía oírse por todo el entorno.

Parece ser que en la cuenca del Sil hay una veintena de centrales hidroeléctricas que aprovechan el acusado desnivel del río para proporcionar energía a un montón de hogares gallegos.

—Desde arriba de las colinas no se alcanzaba a ver el río en lo más profundo de la garganta, pero sí se oía su estrépito debido a la corriente —añadió la druidesa con un deje de nostalgia.

—O sea, que no era navegable.

—Este paseo tan ñoño no lo hubieras podido realizar cuando mi pueblo poblaba esta zona —asintió enfadada, cómo no, Aira.

—Aun así, y aunque sea por obra de la mano del hombre, este río es impresionante. Ni el Miño presenta una imagen así de magnífica y eso que el Sil es su afluente.

 —El Miño lleva la fama, pero el Sil lleva el agua —asintió la druidesa.

—¡Eso lo decía mi madre!

—Ya te dije que noté una conexión especial cuando te vi.

¿Qué me estaba queriendo decir? ¿Que éramos familia? Ante esa lejana eventualidad estuve tentada de preguntarle por sus apellidos, pero no me atreví por si me llamaba inculta o algún otro improperio típico de mi nueva amiga. Probablemente los castrexos no utilizaban apellidos. Además, indagar en los antecedentes familiares podría entrañar desagradables sorpresas. Unos años atrás un primo mío anduvo hurgando en el árbol genealógico y descubrió que nuestro apellido Rouco coincide con el del cardenal ya fallecido Rouco Varela porque era gallego y porque su abuelo y el de mi madre eran hermanos. A veces es mejor permanecer en la ignorancia, así que decidí no adentrarme en esas arenas movedizas. Bastante disgusto tenía sabiéndome ligada sanguíneamente con aquel fascistoide purpurado.

Por lo tanto, decidí callarme y disfrutar del paseo «ñoño» que me pareció fantástico.




Laderas cuajadas de vides adornaban las orillas. Como si de funambulistas se trataran, los sarmientos se asomaban desde los balcones de las terrazas donde arraigaban saludando con sus hojas lobuladas y dentadas el paso del río.

Disfruté como una enana. Afortunadamente, la druidesa se calló también y no me amargó el disfrute con alguno de sus hirientes comentarios.

Tras el recorrido por el cañón del río Sil me sentí extenuada. Tantas emociones y, sobre todo, tanta cuesta empinada, todo hay que decirlo, me habían dejado para el arrastre. Le dije a Aira que me iba al hotel a descansar.

—Te has quedado sin ver algunos rincones fascinantes de la zona —objetó cuando supo de mis intenciones.

—Ya me lo imagino, pero no puedo más, de verdad. Mañana, si quieres nos volvemos a ver, pero por hoy creo que ya basta.

Debió de ver la fatiga en mi rostro y la druidesa no insistió, aunque, y como prueba de que ella siempre decía la última palabra, justo cuando subía al autocar que me llevaría a mi hospedaje, me dijo a modo de despedida.

—Por cierto. Llevas todo el día zascandileando por la Ribeira Sacra. Pero… ¿sabes por qué se llama así?

No había caído en ello. Me giré para que me lo explicara, pero ya se había esfumado. ¡Mierda!

 

Continuará…








4 comentarios:

  1. Pues me has dejado con la intriga de saber por qué se llama Ribeira Sacra. Ese viaje en catamarán lo hice hace algunos años, bastantes, de camino a Pontedeume a visitar a unos amigos. Es una pasada el paisaje y, al contrario que a ti, nos hizo un día fantástico. Puede que un exceso de calor incluso. La verdad es que Galicia es una tierra preciosa y muy interesante, con buenos vinos, buena gastronomía y una gente de lo más agradable y amistosa. Al menos los gallegos normales porque druidesas, ondinas de los lagos, y magos encantados no encontré. Puede que yo sea demasiado prosaica y no se me acerquen.
    Un beso.

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    1. A mí me llovió mucho, pero es cierto que esa zona con sol debe ser bastante calurosa porque hay poca sombra y mucha humedad. En fin, la climatología es lo que tiene.
      El origen del nombre se desvelará en un par de días.
      Un beso.

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  2. He oído hablar mucho de la Ribeira Sacra y he visto muchas imlagenes espectaculares en varios documentales, incluso se describe en la novela de Dolores Redondo "Todo esto te daré", donde tiene lugar la mayor parte de la historia. Pero, a pesar de haberme entusiasmado lo que he podido ver y averiguar, nunca la he visitado, mea culpa, aunque no pierdo la eperanza de hacerlo algún día. Y si lo hago, espero no emcontrarme con ningún personaje como tu druidesa, je, je.
    Supongo que habré oído el origen del nombre de esa zona vitivinícola, pero ahora mismo no lo recuerdo, así que tendré que esperar a tu próxima entrega para saberlo.
    Un beso.

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    1. Hola, Josep Mª.
      El paisaje es espectacular, la verdad, y el trabajo que supone trabajar unas vides con esa orografía es digno de dar el nombre de vendimia heroica, sin duda alguna.
      En la próxima entrada me voy a encontrar con otro personaje raro, raro, y más chungo que la druidesa, ja, ja, ja.
      Un beso.

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