Pestañas

4 de septiembre de 2025

Un paseo por Francia: El arquitecto del rey

La mañana lucía espléndida. La espesa y abundante vegetación proporcionaba frescura al ambiente. El río, que en las cercanías fluía manso, añadía intensidad y color al escenario. El día se presentaba prometedor.

Me dirigía a visitar el castillo de Chambord, el primero de una extensa lista diseñada para viajar por el Valle del Loira, en la zona central francesa. A ese valle lo llaman el jardín de Francia por hallarse allí una gran cantidad de monumentos históricos adornados con jardines decorativos que dan mayor realce a las construcciones. La mayoría de los chateaux son de la época renacentista por lo que un español a ese tipo de castillos los suele llamar «palacios» mientras que, en la península ibérica, donde tantas fortalezas hubo que levantar durante la llamada Reconquista, reservamos el concepto de castillo para las fortificaciones más antiguas y con una función militar.

Castillos o palacios, me disponía a ver unos cuantos. Mi filiación con los castillos viene de antiguo; desde pequeña me atraen porque los asocio con la existencia de dragones. Creo que la fijación se debe a los cuentos de mi niñez, aunque, bien mirado, en esas historias no es que salgan muy a menudo estos seres imaginarios, pero se ve que los pocos cuentos en los que aparecían me impresionaron y de ahí que ahora ande buscando dragones en cuanto veo un castillo. No profundizaré más porque eso ya sería tarea de un psicólogo o quizás, mejor, de un psiquiatra.

El chateau de Chambord fue construido a principios del siglo XVI. Las guías turísticas lo definen como «un castillo de arquitectura renacentista francesa muy distintiva, donde se mezclan formas tradicionales medievales con estructuras clásicas italianas». Yo lo defino como «un castillo muy grande y muy pintón». Tiene mogollón de torres y, lo más llamativo, un foso grande con agua y todo, así que a allí me dirigí como una flecha por ver si había alguna oquedad que comunicara con los sótanos del castillo y esperar ver salir de ahí mi deseado dragón. Mientras mis acompañantes se dedicaban a fotografiar y pasear por el entorno, yo estaba sentada en un poyete mirando el foso como una pánfila.


—¿Se puede saber qué estás mirando?—dijo una voz con acento italiano.

Supuse que me estaba hablando alguno de los turistas que iban en mi autocar (aunque lo del deje italiano no me cuadraba porque en ese bus todos éramos españoles) y le contesté sin mirarle.

—Nada, estoy observando el foso. Me atrae mucho.

No entré en más detalles por no dejar claro a mi supuesto compañero de viaje que era una lunática. Íbamos a estar diez días dando vueltas por Francia y no era cuestión de que me señalaran como la rarita del grupo desde el minuto cero. Ya tendrían tiempo para descubrirlo, pero no se lo iba a poner fácil.

—No estarás pensando en darte un baño, ¿verdad?

—No, no, tranquilo—le dije sin darme la vuelta.

—Lo digo porque bañarse ahí podría ser peligroso.

—¿Por qué? ¿Hay…? ¿Hay algo ahí que pueda atacar?—pregunté con la esperanza de que ese peligro fuera mi añorado dragón—. ¿Cocodrilos?

No me atreví a hablar abiertamente de dragones porque eso sería toda una declaración de intenciones. A pesar de que la conversación se estaba alargando yo seguía sin mirar a mi interlocutor.

—¿Cocodrilos? No, en absoluto. La creencia de que en los fosos se hallan animales es una falacia. Estas estructuras están pensadas para dificultar el paso de las tropas enemigas y las máquinas de asedio, pero no es necesario añadir nada más.

—Ya. Me lo temía.

—Este foso, en concreto, tiene una forma geométrica especialmente diseñada para que el asalto sea prácticamente imposible.  Yo le di algunas ideas al dueño, antes de empezar a construirlo.

Flipé al escuchar lo que había dicho porque el primer dueño de ese castillo fue el rey Francisco I (de Francia, claro), un monarca que reinó en el siglo XVI.

—¿Cómo?—exclamé a la vez que me giraba para ver, esta vez sí, a mi acompañante.

Me topé con un señor que en nada se parecía a un turista, al menos a uno de los que venían conmigo en el autocar. Era un hombre mayor, con una espesa barba blanca a juego con la larga melena. Un bonete le coronaba la cabeza mientras que una capa negra, que le llegaba hasta los pies, impedía ver el resto de su vestimenta.

Al notar que le observaba con detenimiento, el individuo se me acercó con la mano extendida.

—Perdona mis modales. No me he presentado. Me llamo Leonardo. ¿Y tú?

—Kirke—contesté con mi alias bloguero porque es lo que suelo hacer cuando me encuentro con desconocidos «raros» por ahí.

Le estreché la mano que me tendía; noté unos dedos largos, finos y una piel muy suave a pesar de las venas que surcaban el dorso. Manos de artista, pensé.

Absorta en la facha de aquel hombre me había olvidado del motivo de querer mirarlo: eso que dijo sobre el primer dueño del castillo y que él le había dado ideas para su diseño. Afortunadamente, mi interlocutor se encargó de retomar el tema.

—Su majestad me pidió consejo para esbozar los planos del castillo—dijo mientras observaba la imponente construcción con un brillo en los ojos—. Fue muy amable, siempre tuvo una gran consideración hacia mi persona.

—Así que usted fue el arquitecto—dije mientras recurría al folleto informativo en busca del nombre del autor de ese monumento; ahí ponía que se llamaba Domenico da Cortona, y el hombre que tenía delante me había dicho que se llamaba Leonardo.

El susodicho vino a aclararme un poco.

—No, no. El arquitecto fue un compatriota mío, yo solo contribuí con algunas cositas—dijo bajando la cabeza en un gesto de humildad que no le quedó muy bien porque se leía la vanidad en su rostro a pesar de todo.

—¿Cositas? ¿Qué cositas?

—Bueeeno, pequeños detallitos, peccata minuta—insistió en su falsa modestia.

—Venga, especifique algo más—insistí para que me diera más datos, algo que él deseaba a todas luces.

—Por ejemplo, la escalera de doble hélice. Como digo, detalles menores—añadió encogiéndose de hombros para quitarle importancia, aunque se notaba que no se la quería quitar en absoluto.

La escalera de doble hélice. ¿Dónde había oído hablar yo de eso? ¡Ah, sí! De camino al castillo, la guía del autocar nos contó que dentro había un prodigio de la arquitectura: una escalera con dos rampas independientes que se enroscan en una espiral perfecta. También dijo quién la había diseñado y entonces recordé su nombre: Leonardo Da Vinci. Así que el Leonardo que me estaba hablando era ¡Da Vinci! ¡Ostras!

—¡Caray con el detallito! Hay que tener un coco estupendo para idear semejante ingenio.

—¡Pse! Lo esbocé en una tarde. Las amantes del rey no se llevaban bien con la reina y a esta no le gustaba cruzarse con ellas cuando salían de los aposentos privados de su esposo, así que ideé ese sistema para que no se vieran, mientras una subía por una escalera las otras bajaban por la otra sin llegar a verse.

—¿En serio? Diseñar esa escalera fue una cuestión… ¿de cuernos? ¡Ese fue el motivo!

Leonardo me miró con reconvención, esa última expresión era bastante vulgar y a un hombre refinado como él esos exabruptos no le gustaban. Debía contener mi lengua barriobajera.

—Los motivos de su majestad, suyos son. Los míos eran aceptar el desafío y disfrutar diseñando algo tan peculiar.

—Ya. ¿Y qué hacía un italiano como usted en una corte francesa como esta?—pregunté mirando el castillo.

Las razones por las que Da Vinci terminó en Francia las había explicado la guía de camino al lugar en el que nos hallábamos, pero yo me había quedado dormida y no me había enterado. Ahora, el destino me daba una segunda oportunidad pudiendo acceder a la información de manos del propio protagonista.

—Cuando tenía 64 años, en Italia ya no había nada interesante para mí. Mi benefactor, Juliano II de Médicis, había fallecido y sentí que mi carrera terminaba con su vida. Además, estaba ya muy harto del fatuo de Miguel Ángel, siempre con sus inquinas y su envidia hacia mi persona. ¡Qué hombre más insufrible! Fue entonces cuando un joven Francisco I me llamó a su corte. El monarca era un fiel admirador de mi obra, así que me vine a Francia para ser el ingeniero y arquitecto del rey.

—Pues qué bien, ¿no? Este fue su retiro dorado—dije mirando embobada el castillo.

—Este exactamente, no. El castillo se empezó a construir después de mi muerte. Yo viví en Amboise, a cuatrocientos metros de la residencia del rey. ¿No has visto mi casa?—ante mi negativa Leonardo prosiguió—: Deberías ir, está relativamente cerca de aquí, aunque lo mismo no ves mucho porque está lleno de visitantes. Se llama Clos Lucé.

Tomé nota mental del lugar porque mi próxima parada en el recorrido por el Valle del Loira era, precisamente, Amboise.

—En esa corte pasé mis últimos años y me trataron como a uno más de la familia. Francisco fue como un hijo para mí y yo una especie de padre intelectual para él—prosiguió el ingeniero real con nostalgia—. Creí que nunca podría devolver el inmenso favor que me hicieron acogiendo a un anciano con tanta hospitalidad, aunque con el discurrir de los años he comprobado que les pagué largamente.

—¿A qué se refiere?

—Entre las pertenencias que me traje de Florencia se encontraban varios lienzos. Algunos los compró el rey tras mi muerte y uno de ellos está proporcionando pingües beneficios.

Ante mi cara de estulticia el maestro continuó con sus explicaciones, no sin enviarme antes una mirada de conmiseración por mi ignorancia.

—Estoy hablando de la Gioconda, un cuadro admirado por media humanidad y que se ha convertido en la primera atracción del mejor museo del mundo, el Louvre.

Al oír lo que había dicho me envaré. Personalmente, no entiendo qué le ven al retrato de la Mona Lisa. Me parece un cuadro insulso. No soy entendida en arte, ni me considero una patriotera, pero donde estén las Meninas de Velázquez… En cuanto a importancia de pinacotecas, la mención del Louvre como el mejor museo del mundo me tocó la fibra porque, en tamaño es el más grande del mundo, pero en cuanto a calidad de pinturas y concentración por metro cuadrado, el museo del Prado es el number one. Todo esto lo pensé, pero no lo dije, el hombre que tenía delante no parecía agresivo, sin embargo, intuía que no iba a tolerar bien mis apreciaciones artísticas por lo que decidí callar.

A pesar del interés que me suscitaba mi acompañante no pude evitar seguir mirando el foso—las obsesiones pueden ser muy insistentes— y Leonardo se dio cuenta.

—La presencia de animales en los fosos de los castillos es un mito. No obstante, haces bien en mirar, nunca se sabe.

—Los seres que busco yo ni siquiera existen—le repliqué encogiéndome de hombros y pensando en mis quiméricos dragones—. Es imposible que mi búsqueda tenga éxito.

Da Vinci me sonrió con afecto.

—Imposible parecía que se pudieran construir máquinas voladoras y yo diseñé algunas, ahora el ser humano puede desplazarse volando e incluso viajar al espacio. Solo es imposible lo que no se intenta. Míranos, a los pies de este castillo, charlando. ¿Hasta hace unos minutos, a ti te parecía posible hablar con alguien que lleva más de quinientos años muerto?

Le miré y volvió a sonreír mientras se daba la vuelta y se alejaba internándose en el castillo. Quise retenerle algo más a mi lado. Quería preguntarle sobre su vida y su obra: quién era realmente la Gioconda y qué vio en ella para pintarla, cómo se le ocurrió diseñar el puente autoportante que no requiere clavos ni cuerdas o que me contara chismes sobre sus peloteras con Miguel Ángel Buonarroti. Sin embargo, le dejé marchar y él siguió su camino. Antes de desaparecer de mi vista añadió:

—Nunca pierdas la esperanza, Kirke. Quien abandona la lucha nunca podrá ganar.



  


8 de julio de 2025

Rumbo oeste

Aún impresionado por la audiencia real que había mantenido con el monarca más poderoso del mundo, Álvaro de Mendaña intentaba asimilar lo conseguido hacía unos instantes: el título de adelantado. Era un oficial de la corona con funciones judiciales, militares y administrativas en zonas fronterizas. Todo un logro después de tanto luchar por regresar a las islas que descubrió cuatro años atrás.

En 1567, con 26 años de edad, Mendaña había descubierto las islas Salomón en una expedición formada por solo dos barcos. Según las leyendas de los indígenas del Perú, al oeste había una isla repleta de oro, los españoles fabularon que en ese lugar se hallaban las minas del rey Salomón. Cuando Mendaña llegó a unas islas en medio del Pacífico las bautizó con el nombre del rey bíblico, aunque oro no encontraron; en cambio, mosquitos y plagas, sí. Las malas condiciones de la tripulación que sufría enfermedades y desnutrición lo obligaron a abandonarlas sin haberlas colonizado y su anhelo era volver. Ahora, Felipe II, le había dado permiso para hacerlo.

—¡Qué gran logro, Hernán! —le dijo a su secretario personal— Por tu semblante no pareces muy convencido.

—Disculpadme, señor, pero yo no veo un negocio rentable el que acabáis de pactar con Su Majestad el rey Felipe.

—Voy a organizar una expedición y seré poseedor de todas las tierras que descubra. ¡De todas! ¡Pardiez! ¿No es ese un buen negocio?

—Lo sería si no fuera por un pequeño inconveniente… Esa expedición la tenéis que pagar vos. Hablamos de muchos caudales, señor.

El secretario Hernán tenía razón. Reunir el dinero necesario para la expedición que se encargaría de llegar a las islas Salomón para colonizarlas fue una ardua tarea que duró dos décadas. Álvaro de Mendaña consiguió su propia fortuna casándose con la hija de un poderoso hacendado, Isabel Barreto, una beldad criolla a la que le sacaba veinte años. Aun así, necesitó más dinero a través del virrey del Perú, que invirtió capital para financiar tan ambiciosa empresa. Igualmente, hubo de recurrir a otros acaudalados terratenientes que aportaron barcos y sus propias condiciones.

—¡Zarpamos! —exclamó triunfante el adelantado Mendaña desde la proa de la nao San Gerónimo—. ¡Timonel! ¡Rumbo oeste! ¡Nos vamos a las Islas Salomón!

Junto a la San Gerónimo salían del puerto del Callao tres naves más. No contaban con mapas de la zona por la que iban a transitar por lo que, para orientarse, deberían recurrir a la memoria de uno de los tripulantes de la primera expedición que, supuestamente, recordaba cómo se iba a un lugar en el que había estado veinticinco años atrás.

—Míralos, qué acaramelados se les ve. Ella es un bellezón y él… tiene apostura, aunque más parece su padre que su marido —comentó un marinero a su compañero mientras recogían unas jarcias.

—No te metas con el almirante a ver si te vas a tirar todo el viaje limpiando la cubierta. Se les ve enamorados, vive Dios, pero no me gusta que un capitán se traiga a su propia esposa a un viaje incierto. Más que amor, parece locura.

—¡Tierra!

—¿Ya? Según el almirante aún nos faltan días para llegar a las Salomón.

—Será que los vientos nos han sido propicios y hemos llegado antes.

—Mala espina me da esto —replicó el otro rascándose la rizada barba—. El mar no regala ni tiempo ni bondades, es más amigo de hacérnoslas pasar canutas que de ayudar.

Nada más desembarcar en la isla que habían avistado antes de lo previsto, Mendaña se dispuso a conversar con los isleños pues de su primer viaje se llevó consigo a unos cuantos nativos y se ayudó de ellos para aprender su lengua. Después de varios intentos fallidos porque los indígenas no daban muestras de entenderle, el almirante se dio por vencido.

—No sé por qué no me comprenden, hablo su misma lengua. ¿Qué ha podido ocurrir?

—A lo mejor, en estos veinticinco años que han pasado, han cambiado de parla —comentó uno de sus capitanes.

—O las islas han sido conquistadas por otro pueblo que habla distinto —comentó otro.

—O resulta que no estamos donde vos creéis —añadió Pedro Fernández de Quirós, experimentado piloto de una de las naves, el cual creía que aportar dinero para la expedición le otorgaba tanto mando o más que el almirante y al que cuestionaba en todo momento.

Después de navegar por las islas del archipiélago llegaron a la conclusión de que Quirós estaba en lo cierto. Aquellas islas no eran las Salomón, eran otras.

—Pues las llamaré Islas Marquesas, me las quedo, tal como me prometió Su Majestad, y nos vamos a seguir buscando las Salomón. Deben de andar cerca —dijo Álvaro de Mendaña finalmente.

—¿Y hacia dónde vamos, señor?

—Rumbo oeste.

Siguieron navegando dos meses más con la imprecisa premisa de saber que las islas que buscaban estaban al oeste, algo que, en medio del océano Pacífico era bastante ambiguo.

—Nos estamos quedando sin agua, señor. Y sin víveres porque ya nos hemos comido todos los caballos. Perdonadme la expresión, almirante, pero estamos jodidos.

—No lo entiendo. Esas islas tienen que estar por aquí —exclamó un abatido Mendaña que había perdido mucho peso por las restricciones a bordo ante la calamitosa situación.

—Este océano es inmenso, almirante. Sin mapas es imposible encontrar nada —se quejó Fernández de Quirós—. Os lo advertí.

—¡Tierra! —exclamó el vigía.

—¿Las islas Salomón?

—Ni idea, pero tierra, al fin y al cabo. Ahí encontraremos agua.

El lugar en el que desembarcaron era una isla que sí pertenecía al conjunto de las islas Salomón. Tal como expresó el vigía, allí había agua, pero también varios volcanes que tuvieron la genial idea de ponerse en erupción cuando los expedicionarios asentaron allí una colonia con el nombre de Santa Cruz.

—Este aire es irrespirable. Tanta ceniza comienza a ser molesta —exclamó un marinero—. La arena negra de las playas despide un calor atroz. Estoy de aqueste lugar hasta el último pelo del bigote.

En una de las erupciones de los muchos volcanes que por la zona había, explotó uno de los barcos llevándose por delante a todos los tripulantes con sus víveres.

—Pues estamos apañados. Deberíamos volver a casa. Este viaje es un fracaso. Además, los capitanes están todo el día a la gresca —se quejó un marinero—. Los que han invertido dinero se insubordinan con el almirante porque se ven en la ruina. O don Álvaro pone orden o esto va a acabar como el rosario de la aurora.

Efectivamente, Mendaña tuvo que sofocar un motín ejecutando a los dirigentes y colocando sus cabezas cercenadas en unos postes a la entrada del fortín donde se hallaban parapetados pues los indígenas, al igual que los volcanes, no los estaban acogiendo con los brazos abiertos. El ambiente estaba enrarecido y no precisamente por la ceniza en suspensión.

—Con los amotinados bajo tierra esperemos que entre nosotros los ánimos se calmen —le dijo uno de los oficiales a un compañero.

—Dios te oiga. Pero me temo que los cielos no están por ayudarnos porque, ahora que la revuelta está sofocada, nuestro almirante ha enfermado. Tiene mala pinta. Este viaje está gafado. Y como la casque las cosas van a ir a peor. Dicen que ha hecho testamento y que nombra a su esposa almirante de la flota. ¡Una mujer almirante! ¡¿Dónde se ha visto tamaña insensatez?!

En la cabaña donde residía el adelantado Álvaro de Mendaña reinaba la tristeza.

—Se nos va, señora, se nos va —dijo llorando la doncella a la esposa de Mendaña, Isabel Barreto.

—¡No puede ser! —exclamó la futura viuda mientras se acercaba al lecho donde un Mendaña demacrado luchaba por respirar.

—Isabel, he escrito mis últimas voluntades. El secretario real ya las tiene en su poder. Tú eres mi única heredera. Recibirás, a mi muerte, todas mis posesiones y títulos, incluidos los de adelantado y almirante. Quien no obedezca será condenado aquí y en el cielo, pues esa es mi voluntad.

—Amor, no pienses en morir. Te vas a restablecer. Yo no puedo ser almirante, primero porque tus hombres no van a aceptar órdenes de una mujer y, segundo, porque no sé hacia dónde ir. Nadie sabe dónde estamos realmente. Deberíamos regresar a casa.

—El regreso es imposible. Las corrientes y los vientos alisios nos lo impiden. Hay que seguir yendo al oeste. Llegar a las islas Filipinas es la única salida a esta situación.

Unas pocas horas después, Álvaro de Mendaña falleció dejando a su mujer el mando y un buen papelón.

—Pero ¿qué sabéis vos de navegar, doña Isabel? El último deseo de vuestro esposo es un desatino.

Quien así hablaba era el piloto, y socio capitalista de la expedición, Fernández de Quirós, hombre ambicioso, muy bueno en su profesión, pero impertinente y díscolo, especialmente con Isabel Barreto. Si nunca tuvo ni aprecio ni respeto por Álvaro de Mendaña, menos los iba a tener por su esposa. En su opinión, las mujeres no debían embarcar, mucho menos gobernar una flota. ¡Qué disparate!

—Tenéis razón que en lo de marinear no tengo conocimientos, pero sé gobernar, y muestras he dado durante estos meses. No solo he sabido aconsejar a mi señor esposo, también he soportado todas las penurias, el hambre y la sed de esta desafortunada expedición, como el más sencillo marinero, sin una queja y sin lamentarme —se defendió Isabel Barreto—. Ahora debemos seguir el viaje hacia Manila.

—¿A las Filipinas? ¿Os habéis vuelto loca? ¡No tenemos mapas! No sabemos nuestra ubicación exacta, este océano es colosal. ¿Cómo vamos a llegar? —exclamó muy enfadado Quirós.

—Vos sois el piloto, y de los buenos. Esa es vuestra misión. De todas formas, os doy una pista, Manila está por allí —señaló con el dedo hacia donde el sol se estaba poniendo—. Rumbo oeste.

 


NOTA HISTÓRICA

Hasta aquí llegaron las aventuras de Álvaro de Mendaña, un marino valiente que descubrió las islas Salomón y que, cuando pretendía volver a ellas para colonizarlas antes de que lo hicieran los corsarios ingleses (como finalmente así ocurrió), se encontró «por un error de cálculo» otras islas, las Marquesas (el error fue de bulto porque entre las Salomón y las Marquesas hay más de 4.000 km de distancia). Podría decirse que se hizo un dos por uno.

      Una vez muerto, y acatando sus últimas voluntades, Isabel Barreto se convirtió en la primera mujer almirante de la Historia. Tuvo muchas dificultades para cumplir el deseo de su marido: llevar la flota a Manila. Las complicaciones no solo se debieron a la compleja situación (encontrarse en medio del Pacífico sin mapas ni cartas para ubicarse), la tripulación y los mandos también se lo pusieron difícil pues no encajaron bien que los gobernara una mujer. Durante tres agónicos meses afrontó tempestades, hambre, sed, motines y la pérdida de todos los barcos, menos uno, el San Gerónimo que, a los mandos de Fernández de Quirós, llegó a Manila. El piloto le guardó rencor eterno a la viuda del almirante, pero cumplió con su deber: llegar a puerto. Isabel Barreto se volvió a casar con un primo de su primer esposo, hizo valer sus derechos de exploración heredados de Mendaña y consiguió regresar a su ciudad natal, Lima. Pero esa es otra historia. 



21 de junio de 2025

El suero de la vida

 El relato que viene a continuación es una versión del cuento de los hermanos Grimm, "El agua de la vida" y como ejercicio para el taller de escritura Bremen que propuso esta historia como una de nuestras tareas. Dado que este es un cuento poco conocido (una servidora no tenía noticia de él), pongo seguidamente un breve resumen del mismo.

Un rey está gravemente enfermo. Un anciano revela a los tres hijos del rey que el agua de la vida puede curar a su padre. 

Los dos hijos mayores, movidos por la ambición, emprenden la búsqueda. Sin embargo, su arrogancia y falta de cortesía les impiden superar los obstáculos que encuentran en el camino. 

El hijo menor, por su parte, muestra humildad y amabilidad. En su camino, se encuentra con un enano que le pide ayuda. El joven príncipe, a diferencia de sus hermanos, no duda en ayudarlo y, a cambio, el enano le revela dónde encontrar el agua de la vida y cómo superar los peligros del castillo. 

El joven príncipe llega al castillo, encuentra el agua, libera a la princesa encantada y también recibe la promesa de casarse con ella y heredar su reino. 

Al regresar a casa, sus hermanos, celosos, intentan robarle el agua y la princesa, pero el joven príncipe, gracias a su bondad y sabiduría, logra frustrar sus planes. 

Finalmente, el príncipe regresa a casa con el agua de la vida, cura a su padre y se casa con la princesa, recibiendo su reino como regalo. 


EL SUERO DE LA VIDA

Había una vez un reino muy lejano llamado Gea, sus habitantes vivían felices y despreocupados hasta que una plaga los azotó. Una extraña enfermedad empezó a atacar a sus moradores. Lo que al principio eran unos simples escalofríos poco a poco derivaba en fiebre muy alta, dificultad para respirar y un colapso total que, en la mayoría de los casos, terminaba con la muerte.

El rey de Gea, Oms, no sabía qué hacer. Consultó a todos los sabios del reino, pero estos no sabían qué estaba ocurriendo. Algunos aseguraban que el mal había surgido en una zona del reino caracterizada por el hacinamiento de la población y por tener muchos murciélagos en los alrededores de un mercado famoso por su insalubridad. Otros comentaban que la enfermedad había sido creada en las cuevas que algunos alquimistas utilizaban para sus prácticas arcanas y que, por un descuido o por mala intención (en esto no había demasiado consenso), el patógeno había escapado de las profundidades para atacar a todo el reino. Fuera por un motivo u otro, el caso es que los súbditos de Oms morían a millares.

Oms, desesperado, se reunió con sus tres hijos. Había que buscar un remedio y serían ellos los encargados de encontrarlo para demostrar que la corona se preocupaba y se implicaba con los problemas de sus súbditos.

Primero envió a su primogénito, Supremacista, un fornido joven al que le gustaba vestir con ropa militar. No pertenecía al ejército porque la disciplina castrense se le antojaba demasiado exigente para su forma de ser, pero reconocía que el porte y prestancia de un buen uniforme militar, con sus insignias y sus condecoraciones, daba lustre a su persona. El conjunto quedaba niquelado con el corte de pelo al cepillo y unos brazos tatuados con simbología étnico-fóbica. Supremacista se fue caminando por el bosque y allí se encontró con una anciana que, con voz desfallecida, le pidió que le ayudara a llevar leña, algo que para él sería muy fácil dado los desarrollados (y tatuados) músculos que mostraba en sus brazos. Pero el primogénito de Oms le ordenó, con muy malos modos, que se apartara de su camino pues con sus peticiones estorbaba la misión tan importante que le había sido encomendada y que estaba por encima de ayudar a una vieja decrépita.

A pesar de la mala educación del forzudo, la mujeruca se interesó por la naturaleza de esa importante misión. El musculitos la informó desabridamente y ella le indicó que siguiendo un sendero que cerca de allí nacía podría encontrar el remedio a esa enfermedad para que todos se curaran.

El primogénito del rey siguió las indicaciones de la anciana pensando que lo de que se curaran todos le traía sin cuidado porque lo que realmente le importaba era él y su círculo más cercano. Al poco, se sintió cansado y se tumbó a la sombra de un roble centenario; soñó que todo lo que estaba pasando era una oportunidad del destino para llevar a cabo una selección de los más favorecidos y así crear una raza superior donde los débiles habrán desaparecido gracias a la plaga, especialmente los ancianos que eran los más sensibles y en este caso, además, se ahorrarían un montón de pasta en jubilaciones.

Cuando Supremacista le comentó a su padre cuál sería la solución, es decir, dejar morir a los habitantes de los barrios más pobres (haciendo hincapié en ser especialmente rigurosos con las residencias de ancianos), el monarca no lo vio claro por lo que decidió enviar a su segundo hijo viendo que el primero no le daba una respuesta apropiada a tan peliagudo problema.

El segundo hijo en la línea de sucesión se llamaba Beato que, al contrario que su hermano mayor, era de poca envergadura tirando a enclenque y de aspecto enfermizo. En el mismo bosque, Beato se encontró a la misma anciana que también le requirió ayuda para transportar su hato de leña. Beato se apartó con una mano en sus reales napias porque el aspecto de la vieja era desaliñado y su olor corporal echaba para atrás. No obstante, no le negó por completo su ayuda: prometió que rezaría fervientemente para que ella recuperara las fuerzas de cuando era joven y así poder llevar la leña e incluso un árbol entero si era preciso. La mujer, a pesar de la negativa piadosa de Beato, se interesó por él y éste le comentó la misión que le había encargado su padre. Ella le indicó dónde se ubicaba una cueva famosa por recurrentes manifestaciones mágicas. Beato se persignó ante la mención de magia, pero decidió hacer caso a la mujer. En la cueva vio una piedra antropomorfa en precario equilibrio y él se postró de rodillas porque vio en esa roca la figura de la Virgen. Se reafirmó en su idea cuando la piedra (ya dicho, en precario equilibrio) se cayó al suelo por efecto de la genuflexión, algo que para Beato era una señal divina. Cargó con la supuesta imagen y se la llevó a palacio con la idea de construir una basílica en su honor y así recibir la inmensa gracia mariana de librar al reino de la epidemia que los estaba azotando.

Oms miró y remiró la piedra que le trajo su segundo hijo y, por más que le insistió éste, él no vio la imagen de ninguna mujer, ni virgen ni impura. Mucho menos pensó que esa sea la solución para el terrible problema que tenían encima.

Viendo la inutilidad de la que hacían gala sus dos hijos varones, Oms no tuvo más remedio que acudir al último de sus vástagos, Inmunidad, su hija pequeña. La muchacha nunca dio muestras de una especial inteligencia, pero la verdad es que la niña era más espabilada de lo que todos creían. Su fingida estulticia se debía al desánimo que la embargó desde que se dio cuenta de cómo eran sus dos hermanos destinados a gobernar el reino cuando su padre faltara porque, según una ley escrita milenios antes en el inicio de la dinastía, las mujeres no podían, bajo ningún concepto, reinar en Gea.

Inmunidad se encaminó al bosque y allí se topó con la anciana habitual. Cuando ésta le pidió ayuda con la leña, a pesar de que la chica era poco más fuerte que la abuela, decidió ayudarla y acarreó la provisión de madera hasta la cabaña de la vieja. Esta, agradecida, la invitó a un frugal refrigerio. Al tiempo que la chica se comía un delicioso chocolate con churros, la anciana le entregó un frasco sellado con un tapón de cera y un pliego con unas extrañas frases. La niña preguntó qué era eso y la anciana le contestó enigmáticamente: «El remedio para tu reino. Con este suero podrás curar a todos los contagiados por el mal y con la fórmula que en el papel está escrita podrás hacer más pociones que protegerán a los que aún no hayan padecido dicho mal. Tu búsqueda ha finalizado.» La niña, de natural curioso, le preguntó cómo había obtenido el remedio y la longeva mujer le comentó que del suero de una vaca infectada con una enfermedad semejante. La niña se llevó la fórmula y el frasco a palacio.

Cuando el monarca preguntó qué era lo que traía, su hija le comentó que era una vacuna (el nombre le vino en ese mismo momento al recordar el animal del que consiguió la abuela obtener el suero).

Oms, aunque seguía sin ver claro que aquello pudiera servir para algo, aceptó utilizarlo porque de todos los remedios que le habían traído hasta el momento era el único que tenía visos de poder funcionar. Lo probaron con un par de lacayos que habían caído enfermos y estos curaron en un par de días.

Convencido de que la niña, esa que parecía medio tonta, era la que había conseguido salvar al reino, decidió probar consigo mismo para evitar el contagio, tal como Inmunidad le contó que podía servir esa vacuna.

Sin embargo, Supremacista y Beato, envidiosos del éxito de su hermana, cambiaron el suero por una mezcla de aguas residuales donde se habían bañado varios contagiados por la enfermedad. Oms, entonces, contrajo la enfermedad;  entre terribles toses y tiritando por la fiebre mandó recluir a su hija en las mazmorras más profundas del palacio.  

Pasaron varios meses, la población seguía sucumbiendo ante el mal y el rey estaba a punto de espicharla, mientras Inmunidad languidecía en una insalubre mazmorra.

Una mañana, la anciana llegó a las puertas del palacio. Quería proponerle un negocio a la muchacha que tan amable se había mostrado con ella: montar una botica real. La cría debía convencer a su padre para que les diera un local y capital para arrancar el negocio y ella, la anciana, pondría su saber y conocimiento de las plantas y de los sueros obtenidos de los animales. Pero le denegaron el acceso por su aspecto calamitoso. Ella se despojó de sus ropas malolientes y se acicaló las greñas. Como si de una crisálida se tratara, surgió por efecto del aseo, una mujer que, sin ser una belleza, mostraba unos rasgos agradables. La renovada anciana (que ahora parecía menos anciana y más una sexagenaria de las que se lo pasan pipa con los viajes del IMSERSO) pidió audiencia con el rey para preguntar por Inmunidad.

La introdujeron en la cámara real donde Oms estaba a un paso de irse al otro barrio. Allí también se enteró de la situación en la que se encontraba su futura socia. Entonces, la hechicera (pues esa era su ocupación verdadera) se dispuso primero a curar el rey (con el mismo remedio que le había entregado a Inmunidad y que sus alevosos hermanos habían cambiado). Una vez que el monarca sanó, le contó toda la verdad.

Inmunidad fue liberada y pasó derechita a ser la heredera del trono después de abolir la ley sálica que ya tocaba cambiar por rancia y obsoleta.

Supremacista y Beato fueron despojados de su derecho al trono, además tuvieron que cumplir una condena de varios años como personal de la limpieza en sendos hospitales donde se restablecían los convalecientes de la plaga.

Años después, con Inmunidad en el trono tras el fallecimiento de su padre por causas naturales, la hechicera ganó el premio Nobel de la recién creada ciencia de la Microbiología por la vacuna que contribuyó al exterminio de la epidemia que a punto estuvo de acabar con Gea

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

 

NOTA. Tanto los personajes como los hechos reflejados en esta historia son exclusivamente fruto de la imaginación de su autora. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.






13 de junio de 2025

Conversaciones con una druidesa (y IV)

 

Al día siguiente mis compañeros de viaje y yo nos fuimos a visitar el monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil.

El grupo que conformábamos era numeroso, pero entre esos compañeros no se encontraba Aira. Mientras que la guía nos contaba el origen del monasterio (siglo XII) y nos señalaba las características arquitectónicas del edificio yo no hacía más que mirar en derredor por ver si aparecía mi druidesa preferida. Pero, por más que miré entre la vegetación e, incluso, detrás de las columnas y recovecos del monasterio, no la encontré.

La que sí apareció con puntualidad británica fue la lluvia, esa no se perdió la visita. Con el chubasquero puesto y cierto hartazgo ante tanta humedad, intenté apreciar la belleza del lugar.



Cuando la lluvia comenzaba a arreciar llegamos a Parada do Sil tras subir un empinado sendero que a punto estuvo de dejarme tirada en el camino porque la cuesta era de tomo y lomo. Nos dispusimos a comer en el pueblecito, con el inconveniente de que esa idea, la de comer, la tuvieron muchos otros más y dado que el pueblecito era un lugar pequeño (de ahí lo del diminutivo de pueblo) y muchos los que deseábamos comer, la cosa se tradujo en que no había un hueco en ningún restaurante.

Pero no todo fue mala suerte porque mientras me tomaba un vino de la tierra, en uno de los tres bares del pequeño pueblo, una mesa quedó libre y ahí pudimos sentarnos para comer mi pareja y unos amigos que iban en el grupo de excursionistas.

La comida fue deliciosa y la charla entre los comensales distendida. Tras el condumio, y dado que seguía lloviendo a cántaros, decidimos visitar la ciudad de Orense.

Durante toda la visita estuve buscando con la mirada a Aira con el mismo resultado que durante la mañana. Ni en las termas, ni en la catedral, ni en las empedradas calles la encontré. Aunque las explicaciones de nuestra guía eran muy buenas yo echaba de menos los comentarios sarcásticos de la druidesa. A pesar de lo cascarrabias que podía llegar a ser la añoré y no disfruté de la visita.

Me fui a la cama apesadumbrada.

El último día de mi estancia en Galicia nos dispusimos a visitar otro monasterio de los muchos que se hallan en la Ribeira Sacra.

Nada más bajar del autobús, al pie del camino que íbamos a recorrer, había un dolmen. Sabiendo que ese tipo de construcción megalítica puede ser de origen celta, y a pesar de tener ya claro que Aira era castreixa y no céltica, me acerqué a mirar con la esperanza de encontrármela.

Y ahí estaba. Recostada en una de las piedras gigantes me miraba con socarronería.

—¡Aira! ¡Qué alegría verte! ¿Dónde te metiste ayer? Eché de menos tu presencia. Tenía muchas ganas de verte. ¡Qué bien que hayas aparecido, por fin!

Mientras soltaba todas esas frases de sopetón me acerqué a ella con los brazos abiertos, pero antes de llegar siquiera a rozarla ella extendió los suyos en un ademán de rechazo a ese contacto físico. Pero qué arisca es, pensé a la vez que la sonreía.

—¿Ya sabes por qué se llama Ribeira Sacra a esta zona? —me preguntó a modo de saludo y sin ningún tipo de preámbulo.

Como una estudiante pillada en falta en un examen, bajé la cabeza porque no tenía ni idea. Aira esperaba mi respuesta con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—Pues… Ribeira porque está entre ríos y… sacra… porque… ¡está llena de monasterios!

Mi contestación fue repentina y sin pensar, pero según lo dije me di cuenta de que tenía bastante sentido. Esperé el dictamen de mi examinadora con ilusión en la creencia de que había acertado.

—Creía que después de los momentos pasados juntas habías aprendido a interpretar las señales, pero falto un día y ya vuelves a utilizar el discurso oficial y conservador. No tienes ni idea —fue el lapidario veredicto que me espetó.

—Pues ilústrame —le contesté bastante mosqueada.

—Vamos a ver —dijo con el mismo tono que una maestra emplearía con un alumno medio tonto—: Antiguamente a los robledales se les llamaba roboyras.

—Roboyra… Ribeira. Sí, te sigo —contesté cabeceando y en mi papel de estudiante lela.

—Por tanto, lo de sacra, será por…

—… ¡los monasterios! —exclamé interrumpiéndola.

—¡Que no! ¡Qué manía con inmiscuir a los cristianos en todo!

Tras recomponerse la melena con un gesto de fastidio, Aira volvió a la explicación.

—El roble es un árbol sagrado en nuestra cultura. Donde hay robles nosotros esperamos encontrar a los dioses, por eso solemos realizar rituales sagrados en ese tipo de bosques.

—¡Aaaah! Ahora lo pillo. O sea, Ribeira Sacra quiere decir Robledal Sagrado ¿no? —comenté en voz baja porque no las tenía todas conmigo.

—Efectivamente —contestó Aira sin pizca de entusiasmo.

Entre tanto palique el grupo de viajeros se había separado de nosotras camino del monasterio de Santo Estevo. Aira y yo comenzamos a caminar más deprisa para alcanzarlos.

—No te apures —me dijo la druidesa—. Sé perfectamente dónde se encuentra ese antro de superstición. Conmigo, además, irás más segura porque te protegeré de las mouras que suelen andar por la senda.

—¿Mouras?

—¿Tampoco sabes qué son? Tu ignorancia no tiene límites —contestó enfadada —. Las mouras son seres vanidosos y perversos que viven debajo del suelo, en cuevas y túneles subterráneos. Siempre llevan encima montones de joyas y adornos. Son chabacanas, petulantes e insidiosas. Les gusta aparecerse a los caminantes en sendas como la que vamos a recorrer. Si ves alguna, ignórala, no escuches su palabrería, lo único que pretenden es burlarse de quien las presta atención para embaucarlo con promesas engañosas.

­—Unos angelitos, vamos.

—No. Todo lo contrario, te estoy diciendo.

Entre las virtudes de Aira no se encontraba entender el sarcasmo. Ni la de reírse, porque siempre estaba con el ceño fruncido, permanentemente enfadada.

Como si de un conjuro se tratara, cuando llevábamos un pequeño trecho caminando entre helechos y musgo esmeralda, un ser diminuto, con la piel muy pálida y largos cabellos rubios surgió del suelo. A pesar de la poca luz que el cielo cubierto dejaba pasar, su figura brillaba como si de una luciérnaga se tratara. Tal fulgor se debía a la cantidad de collares y pulseras con piedras preciosas que llevaba encima.

—Buenos días, caminante —me saludó educadamente.

—Buenos días —contesté pasando de largo y haciendo caso al consejo que me había dado hacía unos instantes Aira, la cual, nada más aparecer la moura, había hecho mutis por el foro.

—Tengo un regalo para ti —me dijo la pequeña criatura caminando a saltitos al lado mío.

Ignoré su comentario y seguí andando.

—Vaya. No quieres escucharme, ¿eh? Alguien te ha prevenido contra mí. Tú te lo pierdes, pero yo podría hacerte muy famosa.

Con la curiosidad rondándome las entrañas seguí pasando de aquel ser tan extraño. Entonces, la moura se paró en seco y con el rostro congestionado me espetó:

—¡Que te entre o mal do ollo!

No entendí lo que dijo, pero por el tono supuse que nada bueno. Seguí caminando impertérrita y la dejé atrás. Nada más perderla de vista, Aira apareció de nuevo.

—La moura te ha lanzado un meigallo.

Meigallo. ¿Un hechizo? ¿En serio? —dije yo riéndome.

—No es cosa de broma.

—¡Venga ya! Eso son cuentos de viejas.

Nada más decir esto, y cuando aún seguía riéndome, tropecé con una raíz y me caí cuan larga era en medio de un charco. Me empapé el pantalón y acabé con barro hasta en las orejas. Me levanté lanzando maldiciones a la puñetera moura. Por desgracia, como no tengo poderes mágicos, mi particular meigallo no tuvo ningún efecto sobre la duende con malas pulgas.

—¡Te lo advertí! —fue la reacción de la druidesa ante mi infortunio.

Entre exabruptos míos y sonrisas irónicas de Aira llegamos, por fin, al monasterio de Santo Estevo. Sumergida entre árboles se alzaba una construcción imponente que brotaba de repente, como un encanto, entre la espesura. Recordando las palabras que había pronunciado cuando se refirió a ese lugar le pregunté:

—¿Por qué es un antro de superstición?

—Allí se encuentran los anillos de varios obispos que fueron enterrados en el monasterio. La gente cree que tienen poderes sanadores. Pura superstición.

—¿Esto sí es superstición? Pero lo del meigallo de la moura, no. No tiene sentido, reconócelo.

Aira, según de dónde viniera la historia, era más proclive a creerse ciertas cosas.

—Tiene todo el sentido del mundo. Tú misma acabas de comprobar que las mouras existen y tienen poderes —añadió mirando con insistencia mis pantalones empapados de agua y barro—. Ahora, entra ahí —señaló con el mentón el monasterio— y prueba a ver si se te cura el catarro que vas a agarrar con el remojón en el charco.

No dudada que iba a pillar un buen resfriado por culpa de la moura maldita, pero tampoco dudaba que los anillos de unos obispos no me iban a servir de nada para curármelo, aunque, si somos honestos, no se puede curar lo que aún no se padece, por lo que dejé en suspenso el supuesto poder sanador de esos anillos.



Dejando a un lado indisposiciones y meigallos me dispuse a admirar el monasterio construido entre los siglos XII y XVIII y que ahora también es un parador.

—¿A ti qué te parece que un templo cristiano se convierta en un hotel? —pregunté a Aira mirando embobada el claustro.

Al no recibir respuesta miré en derredor para comprobar que la druidesa había desaparecido. Supuse que su ausencia se debía a la repulsión que le provocaba todo lo relacionado con el cristianismo y, por tanto, había decidido permanecer fuera. Busqué en el exterior y tampoco la vi. Durante el resto de la mañana seguí con mi grupo de senderistas y Aira siguió ausente.

Empecé a sospechar que se había despedido a la francesa, o sería más conveniente decir a la gallega. Cuando me subí al autocar que esa misma tarde me devolvería a mi ciudad, y sin señales de Aira por ningún lado, me resigné a perderla de vista sin una despedida.

Justo cuando el autobús abandonaba la comarca de Ribeira Sacra oí una voz que en susurros me dijo:

—Cuídate mucho. Especialmente el catarro.

Reconocí inmediatamente la voz de Aira, pero no la vi. A lo lejos solo quedó el eco de una risa. Vaya, me dije, Aira sí sabe reír.

FIN






1 de junio de 2025

Conversaciones con una druidesa (III)

Durante el día siguiente estuve recorriendo la Ribeira Sacra y en todo momento no se separaron de mí dos fieles acompañantes: la druidesa Aira y la lluvia. La compañía de la primera, a pesar de que era un pelín impertinente, la estimé mucho, en cambio, la de la segunda no la aprecié tanto.

Ya se sabe que en Galicia llueve y, parece ser, que en Semana Santa especialmente, a pesar de que, en este caso, esos días de asueto cayeron casi a finales de abril. De todas maneras, la obstinación en jarrear agua durante los cuatro días que anduve por aquellos lares a mí se me antojó una maldición más que algo esperable. ¿La druidesa tendría poderes sobre los elementos atmosféricos y esa era su manera de brindarme una «amistosa» bienvenida? ¿Estar en una zona vitícola, como es la Ribeira Sacra, indica directamente que tiene que llover mucho en primavera? ¿El dios celta Taranis, encargado de los truenos y las tormentas, andaría cerca y se había dedicado a hacer lo que mejor se le da?

De las tres preguntas que me hice, para las dos primeras no tenía respuesta, pero sí me contesté rápidamente a la última con un rotundo no porque Aira me había dicho que ni ella ni sus congéneres eran celtas, así que el céltico Taranis no pintaba nada en esa ecuación; de todas formas, había cosas que no entendía y quise profundizar en el tema.

—Dijiste que tu pueblo se define como castrexo, pero tu habla tiene raíces celtas.

Aclararé en este punto que yo no entiendo ni papa de celta ni de sus derivados, pero cuando me encuentro con personajes extraños consigo comunicarme con ellos independientemente de su lengua. ¿Por qué? Ni idea. Cosas de los fenómenos paranormales. Esto es algo que agradezco sinceramente ya que, en cuestión de idiomas, soy bastante zote.

Le hice ese comentario a mi acompañante mientras subíamos la empinada cuesta que nos llevaba a San Lourenzo de Barxacova, una preciosa aldea encaramada en un montículo de 600 metros de altitud y que se asoma al valle del río Mao, cerca de su desembocadura con el Sil.

—Tuvimos contactos con los celtíberos del centro de la península y nuestra lengua se vio influida.

—Entonces los celtíberos sí que son celtas —insistí yo—, pero vosotros no. Vivís en castros como los celtas, tenéis armas como las de los celtas, adoráis a dioses muy parecidos a los celtas… pero no sois celtas. Hasta el nombre de Galicia tiene raíces celtas… Disculpa, pero yo esto no lo veo.

—Los celtíberos proceden básicamente de grupos celtas del centro de Europa mientras que nosotros provenimos… de otro grupo étnico similar, pero no igual. Somos genuinos y diferentes de nuestros vecinos, aunque tengamos elementos comunes. En la esencia somos completamente distintos.

¡Uf! Aquello me daba un tufillo independentista. Puede que mi juicio se viera influido por muchos factores de otras zonas de España, incluso de otras partes de Europa, pero lo de que una zona geográfica es diferente cultural y «étnicamente» a otra es el argumento que algunos nacionalistas emplean para prender la mecha del independentismo y para abrir la puerta a la confrontación.

Como sé lo espinoso que puede resultar el tema y como no quería que se me tachara de centralista por rebatir ideas nacionalistas, decidí cambiar de tercio recurriendo al manido tema del tiempo.

—¡No para de llover! A este paso nos van a salir ranas en el pelo.

La verdad es que el santo patrón de la aldea donde nos hallábamos, San Lorenzo, no hizo honor al astro que representa porque el sol ni brillaba ni estaba por la labor. Densas nubes grises cubrían el cielo y una persistente lluvia muy fina nos estaba aguando el paseo.


Panorámica de San Lourenzo de Barxacova (Parada do Sil)

Aira no respondió a mi comentario. Se sumió en un silencio inquietante, como si la lluvia que nos estaba calando hubiera llegado también a lo más profundo de su ser. No es que fuera la alegría de la huerta, pero verla tan callada y encerrada en sí misma me inquietó.

Anduvimos un buen trecho calladas. El silencio de Aira se debía a la introspección que la dominaba en esos momentos, el mío era el efecto del ahogo que me atacaba porque la pendiente por la que estábamos ascendiendo era bastante elevada y el oxígeno no me llegaba en la cantidad necesaria.

Por fin alcanzamos lo más alto de un promontorio donde se podían divisar unas oquedades alargadas y excavadas en la dura roca.

—Otro cenobio eremita —exclamé yo al verlo y recordando las tumbas de San Pedro de Rocas.

—Es una necrópolis —me corrigió Aira aún con el semblante serio.

—¿Hasta aquí venían los de la aldea de San Lorenzo a enterrar a sus muertos? Y encima para cavar la tumba en la pura roca. ¿No había otro sitio mejor para poner el cementerio? Estos gallegos están locos —exclamé dando luz a mis pensamientos en voz alta.

—¡Pero qué simple eres!

El exabrupto de Aira no me pilló de sorpresa porque ya había dado muestras de sus malas pulgas, pero tampoco me enfadé porque, al menos, había salido de ese silencio tan inquietante que le había acompañado durante toda la empinada subida hasta la necrópolis.

—Mira a tu alrededor y dime si no merece la pena llegar hasta este lugar mágico —añadió abriendo los brazos.

Hice caso a lo que me sugería mi acompañante y descubrí un paisaje que quitaba el aliento. Si bien es cierto que yo de aliento ya había llegado hasta allí justita (la subida había sido de tomo y lomo), el poco aire que me quedaba en los pulmones se me escapó cuando divisé el río Mao debajo de la ladera y encajonado entre otras faldas montañosas todas cubiertas de viñas. A lo lejos su caudal se sumaba al del Sil en la desembocadura. Además, y como si los elementos atmosféricos, que tan negativos se nos estaban mostrando hasta ese momento, quisieran hacer patente la belleza del lugar, las nubes se retiraron para permitir que el sol iluminara el fondo del valle reflejando sus rayos en el espejo de agua de los dos ríos. Una preciosidad.


 Valle del río Mao (suena a chino, pero es gallego)

Tras un buen rato observando aquella maravilla y cuando había recuperado por completo el resuello nos dispusimos a bajar para recorrer las pasarelas del río Mao. En el descenso la lluvia no nos acompañó, algo que fue de agradecer porque las viñas con la luz del sol se mostraban mucho más bonitas. Pero ese buen tiempo tenía fecha de caducidad. En cuanto llegamos a las pasarelas las nubes acudieron a la excursión y nos amenizaron con una lluvia torrencial que no nos abandonó hasta que dejamos el entarimado que recorre paralelo a ese río de nombre chino.

—Fíjate bien en el entorno. La vegetación más representativa de Galicia se encuentra aquí —me explicó Aira a quien la lluvia parecía no afectarla.

—Vegetación galaica. ¿Seguro? Porque creo que acabo de ver a Tarzán y a la mona Chita en uno de los árboles. Esto parece la selva más que un bosque gallego —repliqué malhumorada ante la intensidad de la lluvia.

Y es que con tanta agua la pasarela más que un sendero para pasear parecía una pista de patinaje. El suelo estaba sumamente resbaladizo y apenas podía levantar la vista del entarimado porque, en cuanto me despistaba, corría el riesgo de partirme la crisma.

Lo que, según los folletos turísticos, era un agradable paseo que se adentra en el cañón del Mao, para mí fue una tortura con la constante amenaza de terminar en la sala de urgencias de traumatología de algún hospital orensano.

Por fin ese trayecto infernal terminó y, como si de un sortilegio se tratara, el sol apareció de nuevo haciendo creer que lo que acababa de vivir solo había sido un mal sueño. ¿Aira tendría realmente poderes mágico-meteorológicos y todo esto era el fruto de sus manos?

No sé si por obra de Aira, de algún dios celta, castreixo o de origen desconocido, el caso es que al llegar al río Sil, donde se convierte en la frontera natural entre Lugo y Orense, lucía un sol espléndido. Cerca del embarcadero, en el que abordaría un catamarán para recorrer el cañón del río Sil, había un bar donde degusté un vino de la tierra que me supo a gloria bendita. Aira no tomó nada, es más, cuando tenía la copa en la mano me miró con cierto asco.

—¡Puaf! ¡Vino! ¡Qué costumbre bárbara!

Sería bárbaro, pero muy rico. Los romanos (antes que ellos, los fenicios en el sur de la península) sabían lo que se hacían cuando trajeron vides a nuestro suelo patrio y, además, aquí el sabor del vino tenía un gusto especial porque a la vendimia de esta zona la llaman heroica: acarrear cestas cuajadas de racimos por esas pendientes tan empinadas entrañaba heroísmo y poseer unas piernas y brazos dignos de titanes, también implicaba agudizar el ingenio e idear un sistema de poleas para trasladar la uva. Todo ello me hizo recapacitar sobre el precio del vino y lo afortunados que somos los habitantes de esta España nuestra, que podemos degustar tan buenos y valiosos caldos sin movernos de casa.



Subí al barco para disfrutar de un paseo por el río Sil y antes de zarpar ya sabía lo mucho que me iba a gustar esa excursión.

Tengo pasión por los ríos. Creo que es el fruto de un trauma por vivir y ser de una ciudad que posee muchas cosas bonitas pero entre las que no se encuentra su río. El Manzanares tiene su encanto, pero agua no. Por eso cuando veo un rio como dios manda me quedo embobada. El Sil es uno de esos ríos, en la zona que estábamos recorriendo llega a alcanzar una profundidad de 500 metros.

—¡Hala! ¡Qué pasada! —exclamé cuando oí la información de boca de la guía del barco.

—¡Bah! Otra injerencia del hombre de la actualidad, no dejáis que la Naturaleza se exprese como ella quiere —interrumpió mi entusiasmo Aira.

—¿Qué quieres decir? ¿Esa profundidad no es… natural?

—Antes el Sil se oía, no se veía. Ahora se ve, pero ha dejado de oírse —fue la supuesta aclaración a mis dudas por parte de la druidesa.

Al ver el interrogante en mi cara, Aira decidió continuar:

— El Sil no es tan profundo, si ahora se ve tanta agua es porque está embalsado. Antaño, cuando los humanos no alteraban la orografía buscando beneficio propio, este río circulaba al fondo del cañón entre piedras y riscos con una gran corriente, levantando así un clamor que podía oírse por todo el entorno.

Parece ser que en la cuenca del Sil hay una veintena de centrales hidroeléctricas que aprovechan el acusado desnivel del río para proporcionar energía a un montón de hogares gallegos.

—Desde arriba de las colinas no se alcanzaba a ver el río en lo más profundo de la garganta, pero sí se oía su estrépito debido a la corriente —añadió la druidesa con un deje de nostalgia.

—O sea, que no era navegable.

—Este paseo tan ñoño no lo hubieras podido realizar cuando mi pueblo poblaba esta zona —asintió enfadada, cómo no, Aira.

—Aun así, y aunque sea por obra de la mano del hombre, este río es impresionante. Ni el Miño presenta una imagen así de magnífica y eso que el Sil es su afluente.

 —El Miño lleva la fama, pero el Sil lleva el agua —asintió la druidesa.

—¡Eso lo decía mi madre!

—Ya te dije que noté una conexión especial cuando te vi.

¿Qué me estaba queriendo decir? ¿Que éramos familia? Ante esa lejana eventualidad estuve tentada de preguntarle por sus apellidos, pero no me atreví por si me llamaba inculta o algún otro improperio típico de mi nueva amiga. Probablemente los castrexos no utilizaban apellidos. Además, indagar en los antecedentes familiares podría entrañar desagradables sorpresas. Unos años atrás un primo mío anduvo hurgando en el árbol genealógico y descubrió que nuestro apellido Rouco coincide con el del cardenal ya fallecido Rouco Varela porque era gallego y porque su abuelo y el de mi madre eran hermanos. A veces es mejor permanecer en la ignorancia, así que decidí no adentrarme en esas arenas movedizas. Bastante disgusto tenía sabiéndome ligada sanguíneamente con aquel fascistoide purpurado.

Por lo tanto, decidí callarme y disfrutar del paseo «ñoño» que me pareció fantástico.




Laderas cuajadas de vides adornaban las orillas. Como si de funambulistas se trataran, los sarmientos se asomaban desde los balcones de las terrazas donde arraigaban saludando con sus hojas lobuladas y dentadas el paso del río.

Disfruté como una enana. Afortunadamente, la druidesa se calló también y no me amargó el disfrute con alguno de sus hirientes comentarios.

Tras el recorrido por el cañón del río Sil me sentí extenuada. Tantas emociones y, sobre todo, tanta cuesta empinada, todo hay que decirlo, me habían dejado para el arrastre. Le dije a Aira que me iba al hotel a descansar.

—Te has quedado sin ver algunos rincones fascinantes de la zona —objetó cuando supo de mis intenciones.

—Ya me lo imagino, pero no puedo más, de verdad. Mañana, si quieres nos volvemos a ver, pero por hoy creo que ya basta.

Debió de ver la fatiga en mi rostro y la druidesa no insistió, aunque, y como prueba de que ella siempre decía la última palabra, justo cuando subía al autocar que me llevaría a mi hospedaje, me dijo a modo de despedida.

—Por cierto. Llevas todo el día zascandileando por la Ribeira Sacra. Pero… ¿sabes por qué se llama así?

No había caído en ello. Me giré para que me lo explicara, pero ya se había esfumado. ¡Mierda!

 

Continuará…