Mientras Álvar posaba las manos sobre la cabeza del indígena que yacía
en un catre, el resto de los habitantes del pequeño poblado guardaba un
silencio reverencial tan solo roto por la voz del barbudo curandero rezando en
latín.
Tras terminar la oración, Álvar se incorporó y se dirigió a la compañera
del enfermo.
—Hierbe en agua
las hojas de esta planta dos veces al día y dale de beber la infusión, verás
cómo irá mejorando. Yo vendré a rezar mañana. No temas, mujer.
—Gracias,
sanador, desde que estás aquí el ritmo del corazón se ha apaciguado. Que los
dioses te acompañen siempre —respondió
ella bajando la cabeza y besando las manos de Álvar.
—Son la Virgen y
Nuestro Señor quienes lo consiguen —replicó
él haciendo la señal de la cruz sobre la indígena—. Yo solo soy su humilde instrumento.
Tras dejar a la mujer
al cuidado del enfermo, el jefe de la tribu se acercó a Álvar.
—No sé qué mal hemos
hecho, pero hay varios enfermos en el poblado. Gracias por recalar en nuestro pobre hogar para sanarnos. Pídeme lo que quieras y te lo daré si está en mi poder.
—Un mapa cristiano no
estaría mal como pago —respondió en español Estebanico que, junto a Alonso y
Andrés, había asistido a la escena final.
—Calla de una vez —le
reconvino también en español Álvar—. Gracias a las atenciones de esta buena
gente estamos vivos, no seas quejica. Acércate a la choza de la izquierda y
rézales una avemaría, luego iré yo y prepararé una tisana para la tos de la
anciana que desde aquí la oigo toser.
—Sabes que los rezos no
hacen nada, ¿verdad? —intervino Alonso—. Si no fuera por tus conocimientos de
las plantas que por aquí crecen, esta gente estaba más que muerta de sus
achaques.
—Claro que lo sé,
Alonsillo. Pero debemos hacernos valer; que crean que nuestros rezos tienen
poderes curativos nos procura una calidad especial sobre los demás curanderos.
Parece mentira que después de tantos años no te hayas dado cuenta. Jefe
Nitchuá, no te preocupes por nosotros —se dirigió al indígena volviendo a la
lengua náhualt[1]—, con que nos proporciones
un lugar tranquilo para reponer fuerzas es suficiente.
—Y algo de oro —replicó
Estebanico otra vez en español.
Tras acomodarse en una
de las mejores chozas que la tribu tenía, los cuatro expedicionarios comieron
fruta que los nativos les habían servido en unos cuencos.
—Está buena esta… cosa —dijo
Andrés mientras daba cuenta de un fruto oleaginoso con un gran hueso en su
interior.
—Se llama ahuacatl[2] —respondió
Alonso—. Sí que está bueno, sí. Deberíamos cultivarlo.
—¿Antes o después de
irnos de aquí? —rezongó malhumorado Estebanico—. Lo que deberíamos es pensar en
regresar con los nuestros. Ya estoy harto de vivir entre salvajes.
—Pues yo no echo en
falta nada —contestó Alonso—. Desde que este —señaló a Álvar— curó de esa
herida tan fea a aquel guerrero pima [3]nos
reciben a cuerpo de rey por donde vamos: tenemos comida, alojamiento, mujeres…
y todo por rezar en latín, igual que si fuéramos curas.
Las sonoras carcajadas
de Alonso sacaron de su ensoñación a Álvar que estaba rememorando el momento al
que aludía su compañero. La punta de flecha que tenía clavada aquel pima
estaba alojada muy cerca del corazón, extraerla sin matar al herido casi fue un
milagro, puede que los rezos algo tuvieran que ver porque ni él mismo creía que
su pericia fuera tan buena. La noticia corrió como la pólvora y su fama de
curandero era conocida en miles de millas a la redonda.
Antes de aquello, tuvieron que vivir momentos
muy duros. El río por el que ascendieron resultó ser un lugar peligroso lleno
de corrientes profundas y fuertes, con remolinos que succionaban todo lo que se
ponía a su alcance. Realmente era un río muy bravo. Afortunadamente
consiguieron escapar de una muerte segura cuando se desviaron en uno de sus
afluentes, los nativos lo llamaban Sinaloa, donde la corriente era
menor, aunque tampoco nada desdeñable.
Ocho años llevaban recorriendo aquel vasto
territorio que no tenía fin. Álvar nunca pudo imaginar que vería lugares y
gentes tan asombrosos: indígenas ataviados de las formas más llamativas que uno
pudiera pensar, con costumbres y ritos variopintos que él iba anotando en un
cuaderno de viaje[4]; praderas infinitas donde
los pastos llegaban hasta donde la vista alcanzaba, sin una sola montaña
alrededor, y donde pacían unos animales imponentes y majestuosos parecidos a
los toros, pero con una joroba en el lomo[5].
Realmente Álvar había
descubierto muchos pueblos y lugares, su afán de conocer había sido más que
saciado, pero añoraba su tierra, estar rodeado de gente afín, no solo de
Alonso, Andrés y Estebanico. Sí, ya era hora de pensar en volver.
—Puede que tengas
razón, Estebanico. Es hora de regresar a casa.
—Pero, hasta ahora no
hemos encontrado una ruta que nos lleve a Nueva España, y mira que lo hemos
intentado —replicó Alonso al que la idea de volver no le hacía demasiada gracia
porque su mirada azul y su largo pelo rubio hacían estragos entre las nativas
que le dedicaban mejores y más intensos favores que al resto de sus compañeros.
—Tendremos que prestar
más atención a lo que nos dicen los pobladores de esta zona. ¿Os habéis fijado
que hace unas semanas, en aquel poblado a la orilla del río Sinaloa, sus gentes
no se extrañaron al vernos? Normalmente se asustan cuando ven nuestras barbas y
los ojos claros de Alonso, pero allí no. Eso demuestra que han visto a alguien
parecido a nosotros. Deberíamos tirar por ahí.
—Eso en realidad no
demuestra nada —insistió Alonso mientras daba una calada a su pipa.
—A ti lo que te pasa es
que te has aficionado a fumar, el humo no te deja pensar con claridad. Esa
planta no puede ser buena —dijo Estebanico al que las objeciones de Alonso ya
le estaban empezando a fastidiar.
—¿Esto? —respondió el
aludido señalando su pipa—. Esto no es malo. Al contrario, esto quita todos los
males —aspiró el humo cerrando los ojos.
—No lo parece cuando
toses por las mañanas —recalcó Andrés al que, al igual que a Estebanico, le
parecía que Alonso estaba demasiado pendiente de su pipa, de hecho, cuando se
le terminaba el tabaco se ponía de muy mal humor.
—Descansemos esta noche
y mañana emprendemos camino al poblado del río —zanjó la discusión Álvar.
Al día siguiente y
después de rezar el avemaría prometido al nativo con problemas cardiacos y tras
asegurarse que las tisanas de moyotli[6] le
estaban haciendo efecto, se despidieron del jefe Nitchuá y embarcaron río
arriba.
Cerca del poblado al
que había hecho referencia Álvar, encontraron un indígena que llevaba puesto un
morrión.
—¡Por las barbas de mi
abuelo! —dijo Estebanico saltando de alegría—. ¿Dónde has conseguido eso? —añadió
en náhualt.
El indio les indicó un
lugar cercano, al otro lado del río. Según sus explicaciones por ahí estaban
acampados más barbudos como ellos.
—No nos hagamos
ilusiones, lo mismo son más almas perdidas como nosotros… —añadió sin mucha
convicción Alonso que ya empezaba a añorar la buena vida que tenía y que,
probablemente, no mantendría cuando estuviera rodeado de compatriotas.
En el lugar que el
nativo les indicó encontraron un campamento de expedicionarios españoles
procedentes del asentamiento de Culiacán[7].
Tras ser recibidos como los náufragos perdidos que eran, y con el asombro
debido por tantos años de vagar por tierras desconocidas, los cuatro compañeros
se volvieron a vestir con las ropas que ya les parecía pertenecían a otra vida.
El capitán de la
expedición acogió en su tienda a Núñez Cabeza de Vaca.
—Vive Dios que vuestra
odisea es digna de ser registrada en los libros de historia.
—Bien creí que nunca
nadie sabría de mis vivencias pues más de una vez pensé que entregaría mi alma
rodeado de extraños y sin dar fe de lo vivido a alguien que pudiera contarlo a
mis iguales —respondió Álvar saboreando la copa de vino tinto que el capitán le
había ofrecido.
—Seguro que el rey,
nuestro señor, os dará prebendas y buenos dineros para que descanséis en
vuestro Jerez natal, porque ya se os habrán quitado las ganas de explorar —rio
el capitán brindando con su invitado.
—No sé si daros la
razón, señor. La verdad es que vi tan grandes cosas y tan singulares que… puede
que mi Jerez natal me resulte demasiado pequeño. Ahora que ya he visitado el
norte tengo curiosidad por saber qué hay al sur.
—¿Estáis seguro de
querer seguir pasando penalidades? Hay muchos peligros en estas tierras dejadas
de la mano de Dios.
—Bueno, si vienen mal
dadas… siempre puedo dedicarme a ser curandero. Y a rezar.
FIN
[1]
Lengua del noroeste de
México.
[2]
Aguacate en náhualt.
[3]
Grupo indígena de
Sonora (México).
[4] Álvar Núñez Cabeza de Vaca
recogió las primeras observaciones etnográficas sobre las poblaciones indígenas
del golfo de México, escribiendo una narración titulada Naufragios, considerada
la primera narración histórica sobre los territorios que hoy corresponden a
Estados Unidos.
[5] Bisontes o búfalos
americanos.
[6] Planta con propiedades
cardiotónicas.
[7] Noroeste de México.
Eran conquistadores muy valientes, porque si bien descubrieron el tabaco, seguro que lo pasaron muy mal con las enfermedades e insectos de esa zona.
ResponderEliminarMuy imaginativo, pero cercano, sin duda a algunas aventuras que se dieron en tan extenso viaje. Un abrazzo
El itinerario de este hombre es para alucinar, y la manera de sobrevivir también. Cuando vienen mal dadas hay que echarle ingenio para salir adelante y a esta gente eso no le faltaba.
EliminarDesde luego el tabaco no era lo más peligroso a lo que se tuvieron que enfrentar, aunque a largo plazo también les hizo daño.
Un abrazo.
Sé tan poco de esta parte de la Historia, que más allá de nombres que me suenan, poco recuerdo de las andanzas de estas gentes que estudié en el colegio. Es por eso que tus Crónicas del Descubrimiento me están resultando tan interesantes. Imagino que, aparte de que sabes mucho más que yo, te estarás teniendo que documentar a fondo.
ResponderEliminarPor cierto, ¿se terminó Sana sana... u olvidaste poner continuara...?
Un beso.
A mí me sonaban cosas, pero al documentarme más detenidamente he flipado en colores. Yo también estoy aprendiendo con estas crónicas porque indago más en la vida de estos hombres que, con sus abusos y sus glorias, tuvieron experiencias de lo más llamativas.
EliminarEl tema de Cabeza de Vaca ya se ha acabado, no se me olvidó poner 'continuará', lo que se me olvidó fue poner 'fin' (ya está subsanado). Es cierto que este hombre hizo otro viaje y anduvo de exploración por el sur de América, pero comparado con lo que pasó en el norte no tiene demasiado interés o, al menos, no es tan llamativo.
Después del verano (a ver si pasan estos calores que me tienen medio catatónica) seguiré con otros conquistadores porque hay mogollón y todos con historias interesantes.
Un beso.
Bueno, si sigues con otros conquistadores, te perdono que dejes a Cabeza de Vaca, ja, ja.
EliminarMe ha encantado esta segunda parte que, aunque desprovista del tono humorístico que has venido empleando, refleja e ilustra perfectamente las penalidades y andanzas de aquellos intrépidos conquistadores. También nos muetras cómo el empleo de rezos fueron un acicate en el ejercicio del curanderismo y cómo algunos acabaron estimando aquellas tierras tan fértiles y los asombrosos descubrimientos que hicieron sin pretenderlo.
ResponderEliminarUn beso.
Hola, Josep Mª.
EliminarA esta gente hay que reconocerle que tenían ingenio porque, de lo contrario, se los comían vivos (algunos, literalmente). Abusos aparte, le echaron valor y lo que pasaron fue casi de traca. Quién le iba a decir a Cabeza de Vaca cuando salió de España que iba a ser curandero once años, ni loco se lo hubiera imaginado.
El tono humorístico y el esperpento lo reservo para una publicación donde haré referencia a cómo se ponían nombres a los sitios (aunque ya he ido dejando alguna miguita), ya verás, ya.
Un besote.
Hola Paloma, me ha gustado este escrito y el anterior( que acabo de leer). Un beso y feliz verano.
ResponderEliminarPues alegría que me das. Cuando escribo lo hago porque me divierto, pero lo comparto para que me lean; saber que gusta siempre es un acicate importante. Muchas gracias, Pura.
EliminarUn besote grande y pasa también un buen verano.