Pestañas

1 de abril de 2019

La guerra de los fósiles (Primera Parte)

Gideon A. Mantell vs. Richard Owen



Para la sección “Demencia, la madre de la Ciencia” traigo cuatro personajes que aparecerán en dos partes porque en esta ocasión el protagonista de este rincón del blog no es un científico en concreto sino una característica de la investigación: la envidia.


    A lo largo de la historia de la Ciencia se han dado episodios absurdos entre científicos que investigaban en campos idénticos. Lo que debería ser motivo de colaboración, como es el interés por una misma temática, normalmente desencadena en una rivalidad derivada de la confrontación entre individuos que no comprenden bien los conceptos “compartir” y “colaborar”. Algunas veces estos enfrentamientos dieron lugar a situaciones esperpénticas y en la mayoría de los casos vergonzosas.

    Esto es lo que pasó entre los cuatro personajes de esta entrada doble: dos británicos y dos estadounidenses. Estos científicos, aunque de procedencias distintas, compartían una misma pasión: la paleontología.


    En el siglo XIX hubo un exacerbado interés por la ciencias naturales. La profusión de sociedades geográficas y naturalistas  propició que se patrocinaran expediciones a todos los rincones del planeta en busca de especímenes “raros” para catalogarlos. A resultas de este afán por la Naturaleza salieron naturalistas hasta de debajo de las piedras. Algunos fueron profesionales en la materia aunque la mayoría eran aficionados que tenían otra actividad laboral pero que se implicaron de lleno en su pasión particular hasta el punto de abandonar su verdadera profesión para volcarse en cuerpo y alma en lo que, a priori, solo era una distracción.

    La mayoría de estos aficionados no tenía la oportunidad de formar parte de las expediciones a lugares remotos por lo que se tenían que conformar con explorar los alrededores del lugar donde vivían.

    Esto es lo que le ocurrió a Gideon Algernon Mantell (Inglaterra, 1790-1852). 

    Mantell era un médico rural de Sussex. Este médico se interesó por la geología primero para centrarse en la paleontología después dedicándose, en sus ratos libres, a rastrear las zonas aledañas a su localidad en busca de fósiles. Su esposa ‘colaboraba’ con él y fue ella precisamente la que un día, mientras su marido pasaba consulta, encontró una ‘piedra extraña’ cuando paseaba por una zona donde estaban reparando unos baches con escombros. Algo debió de ver la señora Mantell en aquel pedrusco para recogerlo y enseñárselo por la noche a su marido.

    Aquella piedra resultó ser un diente fosilizado y, según su tamaño, debía de pertenecer a un animal muy grande. Desde su poca preparación académica al respecto Mantell supo catalogar aquel fósil y datarlo en el Cretácico. Como él no tenía un currículum adecuado para manifestar con rotundidad que su hipótesis era acertada envió el diente a París. Allí, el reputado paleontólogo Georges Cuvier le echó un jarro de agua fría al pobre de Mantell pues le dijo que aquello era un diente de rinoceronte.

    Afortunadamente Mantell, vanidoso él, no cejó en su empeño y siguió investigando para conseguir, varios años después, que otros científicos le dieran la razón en cuanto a la procedencia extraordinaria de ese diente. Uno de esos científicos le dijo que la forma se parecía a los dientes de unos reptiles que había visto en las islas Barbados y que llamaban iguanas. Con esta información, Mantell bautizó al poseedor del diente fosilizado “Iguanodonte” (diente de iguana).

   El doctor Mantell además del diente de iguanodonte tiene muchos fósiles más y consigue una colección muy extensa. Mientras que se dedica a buscar fósiles deja de lado su profesión médica, los pacientes empiezan a disminuir y las deudas empiezan a aumentar: recoger fósiles puede ser fascinante pero no da dinero.

    Ante la quiebra económica decide mostrar su colección de fósiles convirtiendo su casa en un museo y cobrando una entrada por visitarla. Sin embargo, esta práctica le desmerece a los ojos de los científicos “serios” que le afean la conducta –¿dónde se ha visto que un investigador cobre por enseñar sus descubrimientos?– y entonces Mantell decide que la visita sea gratis por lo que las deudas siguen sin saldarse y encima la casa se le llena de desconocidos.

    La única manera que tiene Mantell de sacarle provecho económico a la colección de fósiles es vendiéndola al Museo Británico. Ante esta situación tan catastrófica, a la abnegada esposa (recordemos que fue ella la que encontró el diente del iguanodonte) se le acaba la paciencia y le abandona llevándose a sus cuatro hijos.

    Pero esto solo es el principio del fin.

    Mientras Mantell buscaba el apoyo de expertos que avalaran su teoría, William Buckland, un reputado geólogo con reconocimiento en los ámbitos científicos, encontró otro fósil de proporciones parecidas en una cantera de Oxfordshire y lo nombró “Megalosaurio”. Como Buckland tiene una amplia experiencia científica sabe describirlo muy bien en un informe que reporta en los Anales de la Sociedad Geológica y es esta descripción la que queda registrada como la primera mención de la existencia de un dinosaurio, dejando el hallazgo de Mantell relegado en un segundo plano cuando realmente fue éste quien descubrió el primer fósil de dinosaurio.

    Los ninguneos y las desgracias de Mantell no habían hecho más que empezar.

Cristal Palace Park
    En la Nochevieja de 1853 se celebra una cena de gala en un lugar muy peculiar, el Cristal Palace Park. A mediados del siglo XIX los recién descubiertos dinosaurios  se han convertido en una atracción en todos los sentidos; alrededor de la construcción de hierro y cristal, que sirvió de emblema a la Gran Exposición de 1851 de Londres, se instala la primera colección de reproducciones de dinosaurios a tamaño natural; una especie de Jurassic Park pero en plan decimonónico con animales de cemento en lugar de maquetas animadas por ordenador como en la película de Spielberg (aunque con la misma falta de rigor científico).

    En aquella cena de Fin de Año se reúnen en lugar tan emblemático la flor y nata de la paleontología, numerosos científicos relacionados con esta disciplina se sientan alrededor de una gran mesa donde hay un ausente, aunque nadie repare en ello: Gideon Mantell. El descubridor del primer fósil de un dinosaurio no camina entre los vivos desde hace un año pero nadie recuerda ya su nombre y el responsable de tamaña injusticia es precisamente uno de los asistentes a esa cena, Richard Owen.

Richard Owen (Inglaterra, 1804-1892) también fue médico, como Mantell, pero su consulta la tenía en Lancaster.

    Ya desde joven destacó por su afán investigador y una audacia rayana en el delito pues solía robar miembros de los cadáveres en los cementerios. Catadura moral aparte parece ser que tenía una gran capacidad para organizar y reconstruir cuerpos cuando estos estaban fragmentados –léase en el caso de esqueletos hallados en excavaciones–. Fue un gran experto en anatomía animal y esto le llevó a abandonar la práctica de la medicina para volcarse en la catalogación de especies extintas y así alcanzar puestos de gran responsabilidad en diversas instituciones relacionadas con la biología animal. Además escribió numerosos artículos científicos (más de seiscientos) que le dieron fama y notoriedad.

    A él se debe el término “dinosaurio” (lagarto grande), un concepto que hoy en día se ha descubierto falto de rigor –los dinosaurios no eran todos tan terribles ni tan lagartos– pero que ha permanecido en el tiempo a pesar de todo.

    Owell no era una persona atractiva en ningún sentido, ni el físico ni en el moral. Dejando a un lado la belleza física que no deja de ser un concepto bastante relativo, lo más grave de su persona fue que carecía de escrúpulos. Charles Darwin no lo podía ver ni en pintura y siempre lo detestó.

    Varios científicos de la época constataron la mala fe de este investigador. El naturalista T.H. Huxley comprobó que el jeta de Owen se vanagloriaba de ostentar un puesto de profesor de fisiología que en realidad ocupaba el propio Huxley. Otro naturalista, Hugh Falconer, hubo de contemplar atónito cómo Owen se atribuía uno de sus descubrimientos sin el más mínimo rubor. Hasta el dentista de la reina tuvo un enfrentamiento con este caradura a cuenta del apropiamiento indebido de una teoría sobre la fisiología de los dientes.

    Owen, además de amoral, era rencoroso y vengativo. Si no que se lo pregunten a Robert Grant, un joven anatomista que vio truncada su prometedora carrera en la zoología porque Owen, envidioso de su valía, impidió que accediera al estudio de especímenes necesarios para sus investigaciones.

    Pero quien realmente sufrió la mala baba de este individuo fue Gideon Mantell.

    Después de separarse de su mujer, las desgracias del pobre Mantell continuaban. Se fue a vivir a Londres y allí, en 1841, se cae de un carruaje en marcha, se enreda con las riendas y los caballos le arrastran varios metros machacándole la columna vertebral. De resultas de este accidente queda lisiado y sufre unos dolores terribles que le convierten en un adicto a los opiáceos.

    El estado de postración en el que queda sumido Mantell es aprovechado por un despiadado Owen que se dedica a eliminar todo rastro de la actividad de su envidiado oponente. Cambia el nombre de especies que habían sido descubiertas por Mantell y hasta llega a atribuirse el hallazgo de las mismas. Mantell intenta seguir investigando a pesar de su lamentable estado pero Owen se encarga de que nada de lo que haga se publique, sumiéndole en la más negra depresión. Finalmente, en 1851, un desesperado Mantell no puede más y se suicida con una sobredosis de opio. 

    Pero ahí no termina el oprobio de este desgraciado científico. En una necrológica –de autoría anónima pero que nadie duda que fue obra de Owen– se le tacha de anatomista inepto y mediocre negándole incluso el descubrimiento del iguanodonte. Con este panorama era natural que en aquella cena de Nochevieja en el Cristal Palace nadie mencionara ni por asomo a Mantell.

    Por si esto no fuera suficiente, y para rematar la faena, la columna dañada en aquel fatídico accidente de caballos, se le extirpa en la autopsia y va a parar a las manos de… Owen que es quien dirige el museo del Real Colegio de Cirujanos, la institución encargada de recoger muestras interesantes desde un punto de vista anatómico.

    Desde luego el pobre Mantell no tuvo mucha suerte ni en vida ni después de muerto.

Dibujo que reproduce un Belemnites

    Dicen que a todo cerdo le llega su San Martín y, bien por el karma o porque al fin y al cabo existe cierta justicia cósmica, el caso es que a Owen le llega el día en que su buena estrella se eclipsa ya que poco a poco va calando la idea de que ese señor no es de fiar y que se apropia del trabajo de los demás. 

    Aunque Owen centró gran parte de su labor en animales muy grandes, como los dinosaurios, quien se encargó de darle la puntilla fue un animal muy pequeñito, el belemnites, un molusco extinto.

    Cuando Owen se atribuye en un artículo el descubrimiento de este molusco llamándole Belemnites oweni (el engreimiento de este tipo no tenía límites) y además le premian por tan fantástico hallazgo, el naturalista Chaning Pearce se queja, y con toda la razón, pues fue él quien lo descubrió anteriormente. En este caso Owen queda en evidencia pues el avispado de Pearce tuvo la genial idea de presentar su descubrimiento en la Sociedad Geológica, presentación a la que asistió el propio Owen por lo que la autoría no tenía ningún género de dudas y la felonía de Owen tampoco. Tamaña alevosía le supuso la expulsión de diferentes sociedades e instituciones donde, hasta ese momento, era reconocido y aclamado.

    Después del “affair belemnites” la actividad investigadora de Owen decayó estrepitosamente. Aún en el relativo ostracismo al que fue relegado siguió dando por saco. Uno de sus últimos actos de perfidia fue el oponerse a que se erigiera una estatua a Darwin en el Museo de Historia Natural de Londres pero, afortunadamente, no lo consiguió.

    Esta es una muestra de hasta dónde es capaz de llegar la mezquindad de algunos individuos, mentes maravillosas que no consienten convivir con otras mentes igual de extraordinarias y que recurren al juego sucio para eliminar contrincantes y que nadie les haga sombra.

    Hubo otros dos paleontólogos más que llevaron su animadversión mutua a límites extremos y absurdos. Los sujetos en cuestión eran estadounidenses y protagonizaron la llamada “guerra de los huesos”. Pero esa es otra historia que contaré el mes que viene.





22 comentarios:

  1. Qué mal bicho el Owen ese, ¿no? "Malbichosaurius Abyectus". :P

    Un abrazo, Kirke.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Pedro.
      Sí, señor, todo un bicho y muy malo. Debería haberse dedicado a la clasificación de cucarachas, se habría sentido en familia.
      Un abrazo.

      Eliminar
  2. Pero qué malo el Owen, ¿no? He de decirte que no conocía a ninguno de los dos. La paleontología nunca me ha entusiasmado. Puede que sea porque el profesor que tuve en la facultad era malo hasta límites poco habituales. Era una asignatura de quinto de la rama de zoología y no aprendimos nada. Por entonces también cursé antropología y, al contrario que en la otra asignatura, aprendí mucho y me gustó. A fecha de hoy, solo me interesa la paleoantropología.
    Así es que has pillado mi conocimientos virgen y presto a aprender.
    He disfrutado de esta entrega y espero la próxima para seguir disfrutando.
    Un beso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Rosa.
      Yo no di ninguna de esas disciplinas nunca. Mi afición (muy somera) viene de leer algunos libros de mi marido aunque este también prefiere la paleoantropología.
      Supe de estos dos señores cuando leí "Una breve historia de casi todo" aunque lo que cuenta Bryson está lleno de inexactitudes (incluso de errores), pero me sirvió como punto de partida y poder así indagar más sobre ellos.
      No te pierdas la próxima entrega porque esa es de traca, parecerá el guion de una película cómica lo que les pasó a los dos norteamericanos pero fue real.
      Un besote.

      Eliminar
  3. La envidia y la mezquindad, además de la competencia mal entendida, han impedido grandes avances en el mundo de la ciencia e incluso en el campo de la investigación médica. Incluso en otros ámbitos como la seguridad, véase Policia Nacional y Guardia Civil, la nula colaboración en algunos casos entre cuerpos ha dado lugar a situaciones muy trágicas. Como siempre encantado con una sección que es un lujo, y de conocer con ella a dos nuevos invitados :-).
    Gracias Paloma, un beso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Miguel.
      Tú lo has explicado fenomenal: la competencia mal entendida está detrás de estos comportamientos. Es bueno que dos científicos compitan por conseguir resultados mejores pero eso no debe ser un impedimento para que colaboren y así redundar en el beneficio de todos.
      La envidia y las zancadillas, por desgracia, no es coto privado de los científicos, en otros ámbitos de la sociedad se da lo mismo y así nos va.
      Ya verás en la próxima entrega, los dos paleontólogos de marras llevaron su enemistad a límites absurdos y hasta cómicos.
      Un besote y gracias por tu visita.

      Eliminar
  4. Hola Paloma,
    Una entrega de lo más actual y vigente, la envidia y el apropiarse de los logros de otros está a la orden del día. Algunos creen que internet es igual a gratis y se apropian de conocimientos e ideas sin ningún remordimiento y pasa en muchos ámbitos.

    El tal Owen un mal bicho y me ha dado penita el pobre Mantell, me ha parecido terrible que ni muerto el hombre descansara, así que me alegro de este homenaje e intentaré recordar al descubridor del primer fósil de dinosaurio.
    Deseando leer esa tragicomedia que parece venir con los americanos.
    Besotes bonita

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Conxita.
      Muchos no entienden lo que es la propiedad intelectual y se creen que pueden hacer lo que les dé la gana, aunque puede que la impunidad con la que algunos se mueven a pesar de sus desmanes sea la responsable de que no se tome en serio la autoría real de las cosas.
      En la próxima entrega no habrá tanto dramatismo, es más bien cómico, pero por lo menos no hay ningún suicidio de por medio.
      Un beso grande.

      Eliminar
  5. Justicia cosmica. Por suerte el nombre iguanodonte perduro. Lastima que su descubridora real fue la esposa de Martel. Cual seria su nombre?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Mirna.
      El nombre de la esposa de Mantell era Mary Ann Woodhouse (me costó encontrar su apellido de soltera porque en todas partes aparece con el de su marido).
      Hoy en día hay bastante consenso en atribuirle a ella el descubrimiento (visual) del diente de iguanodonte, aunque, las cosas como son, la clasificación fue cosa de su marido. También se le reconoce actualmente que los bocetos y dibujos que representaban a los poseedores de los fósiles que se encontraron los dos (la mayoría los recogió ella) eran obra suya.
      Si bien en su época apenas se la prestó reconocimiento ahora, al igual que ha pasado con su propio esposo, sí se le reconoce su labor. Más vale tarde que nunca.
      Un abrazo.

      Eliminar
  6. ¡Madre mía, Paloma! Para bichos este Owen, desde luego un malvado épico que me extrañaría que no haya sido utilizado en alguna película. La ciencia, como la literatura, es donde podemos encontrar más envidiosos por metro cuadrado. Recuerdo hace años los comentarios que escuché a unos escritores cuando Terenci Moix se ofrecía gentilmente a fotografiarnos con él.
    La historia es para disfrutarla y me has traído a la mente otra de huesos que no sé si tienes pensado tratarla. Me refiero al Hombre de Piltdown, en el que se falsificaron unos huesos para hacer creer que el primer ser humano de Europa estuvo en Inglaterra.
    Una serie que se presenta fascinante, si este Owen es el primero, ¡a ver quién lo supera! Un fuerte abrazo!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, David.
      En realidad esta serie consta tan solo de dos capítulos. En la próxima entrega hablaré de dos paleontólogos americanos que tuvieron una rivalidad de varias décadas dando lugar a episodios ridículos.
      El fraude del hombre de Piltdown daría también para una entrada en la sección. Había mucho listillo que intentaba colar mentiras para colgarse medallas.
      Un abrazo.

      Eliminar
  7. No tengo mi idea de Paleontología y según cuentas estos dos personajes eran expertos y uno de ellos era malo a rabiar. Interesante lo que nos cuentas de estos dos personajes. Esperaremos a los próximos. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Mamen.
      En todos los campos de la ciencia ha habido rivalidades. En este caso le ha tocado a la paleontología pero tipos raros los hay en todas partes.
      Un abrazo.

      Eliminar
  8. La competemcia es sana y productiva, la competitividad ya tiene visos de peligrosidad y juego sucio, pero la envidia y ese encono por difamar, ridiculizar y menospreciar el trabajo de otros (algo que, afortunadamente, no ocurre en la actualidad, al menos de forma tan cruel) es propio de seres rastreros y envidiosos del éxito ajeno. Me alegra que en el caso de Owen se acabara desenmascarando su bajeza moral, mientras que el pobre Matell no vio reconocido su trabajo ni después de muerto.
    En el siglo XIX era bastante frecuente que muchos naturalistas no tuvieran una formación especializada y que fueran aficionados autodidactas, perseverando en su investigación a costa de ir formándose sobre la marcha. Entiendo que los insignes académicos de entonces los consideraran unos intrusos, pero los resultados de sus estudios deberían haber sido suficiente para tenerlos en consideración. Lo importante en aquella época era el don de la observación y deducción más que una formación académica en una mente cerrada. Charles Darwin, sin ir más lejos, no llegó a graduarse en ninguna materia de ciencias, pues abandonó los estudios de medicina, pero se formó concienzudamente en diversas materias de ciencias naturales y se enroló (o lo enrolaron, no lo recuerdo) en el Beagle, siendo en ese famoso viaje alrededor del mundo donde empezó a esbozar su famosa teoría de la evolución de las especies. Aun así, fue ridiculizado por muchos científicos academicistas, sobre todo por su atrevida suposición del origen del Homo sapiens dentro de la escala evolutiva.
    La envidia es muy mala y solo logra entorpecer, si no dinamitar, el progreso científico. Lo de que la unión hace la fuerza todavía es algo que no siempre se aplica en la actualidad. Todos quieren ser los primeros en colgarse la medalla, y aun así raro es el caso de que el premio Nobel en una discilplina de ciencias se otorgue a un solo científico, sino a un grupo de ellos y de distintos orígenes.
    Una entrada interesantísima y con ese toque irónico que tanto me gusta. No sé de dónde obtienes estas biografías, pero supongo que, como los periodistas de investigaciñon, no puedes revelar tus fuentes, jajaja.
    Un beso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Josep Mª.
      Es cierto que la competitividad no lleva nunca a buen puerto. El que alguien trabaje en tu campo puede servir de estímulo para ponerse las pilas y esforzarse más, pero si la cosa deriva en obsesión y en querer ganar la carrera a costa de lo que sea, entonces viene el juego sucio y sale a relucir lo más rastrero de los seres humanos.
      Es una pena que Owen tuviera esa baja catadura moral porque era un tío excepcional en algunas cosas, muy bueno clasificando y recomponiendo, pero le pudo más el ego, no soportaba que nadie fuera mejor que él y eso le hizo comportarse como un auténtico canalla.
      El que muchos de los científicos de la época no tuvieran una preparación académica era frecuente pero en su lugar la suplían con una experiencia de campo que no se aprende en ningún aula. Además, muchas cosas estaban por descubrir y en los libros no se encontraban las explicaciones a muchos interrogantes.
      El problema fue que los que sí tenían esa supuesta preparación académica despreciaban a los que no y eso impidió reconocer las teorías de algunos "aficionados" que eran acertadas por mero hecho de no pertenecer al selecto club donde se encontraban algunos.
      En fin, al menos con el discurrir del tiempo cada uno ha ocupado su sitio y hoy en día Mantell es reconocido como el descubridor del primer fósil de dinosaurio y su mujer como la que lo vio y lo recogió.
      No tengo reparo en revelar mis fuentes. La idea de hablar sobre un personaje en concreto puede surgir de diferentes maneras. Unas veces es por un comentario de un compañero, como me pasó con Henry Cavendish; otras por algún documental o artículo científico que cae en mis manos y se cita a algún personaje. Luego yo me dedico a indagar más seriamente sobre el personaje en cuestión.
      Aunque la principal fuente de ideas surgen de dos libros, El legado de Hipatia de Margaret Alic y Una breve historia de casi todo de Bill Bryson, aunque de este último empiezo a sospechar mucho porque a raíz de mis indagaciones personales ya he pillado un par de inexactitudes y en algunos casos informaciones falsas, así que me tengo que andar con cuidado.
      Un besote.

      Eliminar
    2. Vaya, pues me compré la obra de Bill Bryson y la tengo pendiente de leer. Iré con cautela, aunque quizá no sepa descubrir esas iexactitudes que mencionas. Aun así, gracias por el aviso.
      Otro beso.

      Eliminar
    3. Vamos a ver, el libro está genial, pero cuando yo profundicé en alguna de sus informaciones comprobé que algunas cosas no estaban bien, no era nada súper importante pero eran fallos al fin y al cabo.
      Yo lo tenía como libro de cabecera, ja, ja, ja. Ahora, sobre todo si voy a escribir sobre algún científico que él menciona, compruebo bien que eso que cuenta sea cierto, por si las moscas.

      Eliminar
  9. Qué pena que alguien tan inteligente y tan amante de su profesión fuera tan mala persona y tuviera una moral tan relajada, por decirlo finalmente. Me alegro de que al final llegaran a descubrirle y ponerle en evidencia, pero no hubo sino pérdidas. Mal para todos aquellos a los que injustamente no se les reconocieron a tiempo sus méritos y mal para él, que siendo brillante, quedó para siempre catalogado de ladrón de trabajos ajenos. Imagino que todo su obra se puso en entredicho...

    Una entrada súper interesante, Paloma. Ya estoy deseando leer la siguiente para leer nuevas maldades de los científicos jajajaja.

    ¡Un beso!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Julia.
      Es cierto que Owen fue una persona brillante pero su obsesión por destacar y la envidia le hicieron perder muchos puntos. Sus apropiaciones indebidas hicieron, además, que se cuestionara todo su trabajo. Fue una estupidez por su parte, porque su propio trabajo, el que realmente hizo él, ya era excelente, no tenía ninguna necesidad de adueñarse del de los demás.
      La próxima publicación de esta sección será más ligera (no hay ningún suicidio por en medio) y hasta cómica porque los dos protagonistas se llegaron a comportar como niños malcriados.
      Un beso.

      Eliminar
  10. Hola.
    Ay este Owen. Lo peor es que esto sigue pasando, envidias, plagios y todo este tipo de cosas.
    Estoy deseando leer la próxima entrega, en la que, por lo qu edices, nadie se suicida con sobredosis de opio, menos mal.
    Feliz jueves.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola, Gemma.
      La próxima entrega será algo más cómica porque no hubo que lamentar desgracias personales, al menos desgracias en forma de suicidios, aunque las consecuencias fueron igual de absurdas y vergonzosas.
      Estos científicos y sus egos...
      Un besote y buen viernes.

      Eliminar